Segundo acto
La sala de estar de la casa de Proctor, ocho días después.
A la derecha hay una puerta que da al campo. A la izquierda está la chimenea y, detrás, una escalera que lleva al piso alto. Se trata de una de las típicas habitaciones de la época —oscura, de techo bajo y bastante amplia— que sirve, al mismo tiempo, de comedor, cocina y sala de estar. En el momento de alzarse el telón, está vacía. Se oye, desde arriba, cómo Elizabeth canta dulcemente a sus hijos. Al cabo de unos momentos se abre la puerta y entra John Proctor, con una escopeta. Echa un vistazo alrededor mientras se dirige a la chimenea, pero se detiene un instante al oír cantar a su mujer. Luego vuelve a andar, deja la escopeta apoyada contra la pared, saca la olla que está en el fuego y huele; a continuación toma el cazo y prueba el guiso. No parece del todo satisfecho. Se dirige a una alacena, coge una pizca de sal y la echa en la olla. Mientras prueba de nuevo, se oyen los pasos de Elizabeth en la escalera. Proctor deja la olla en el fuego, va hacia una palangana y se lava las manos y la cara. Entra Elizabeth.
ELIZABETH: ¿Por qué has tardado tanto? Es casi de noche.
PROCTOR: He estado sembrando muy lejos, junto al límite del bosque.
ELIZABETH: Entonces habrás terminado ya.
PROCTOR: Sí, todos los campos están sembrados. ¿Se han dormido los niños?
ELIZABETH: Se habrán dormido dentro de un momento. (Se dirige a la chimenea y, utilizando el cazo, procede a llenar un plato con el guiso que está en el fuego).
PROCTOR: Ahora hay que rezar para que tengamos un buen verano.
ELIZABETH: Sí.
PROCTOR: ¿Te encuentras bien?
ELIZABETH: Sí. (Trae el plato a la mesa y señala con un gesto el contenido). Es liebre.
PROCTOR (yendo hacia la mesa): ¡Ah! ¿La trampa de Jonathan?
ELIZABETH: No, se metió ella sola en casa esta tarde; la encontré sentada en un rincón, como si hubiera venido de visita.
PROCTOR: Es una buena señal que haya entrado en casa.
ELIZABETH: Eso espero. No sabes lo que me ha dolido despellejarla, pobre liebre. (Se sienta y lo mira mientras come).
PROCTOR: Está bien condimentada.
ELIZABETH (sonrojándose de satisfacción): Puse mucho cuidado. ¿Está tierna?
PROCTOR: Sí. (Come. Su mujer lo contempla). Creo que pronto veremos verdear los campos. Por debajo de los terrones, el suelo tiene la tibieza de la sangre.
ELIZABETH: Eso es bueno.
(Proctor come, luego levanta los ojos).
PROCTOR: Si la cosecha es buena, le compraré la novilla a George Jacobs. ¿Te parecería bien?
ELIZABETH: Claro que sí.
PROCTOR (con una sonrisa): Quiero complacerte, Elizabeth.
ELIZABETH (le cuesta decirlo): Lo sé, John.
(Proctor se levanta, va a donde está su mujer y le da un beso. Elizabeth se limita a poner la mejilla. Un tanto decepcionado, Proctor vuelve a la mesa).
PROCTOR (con toda la amabilidad de que es capaz): ¿Sidra?
ELIZABETH (con aire de reprocharse a sí misma haberse olvidado de la sidra): Sí, claro. (Se levanta, va a coger la sidra y sirve un vaso. Proctor se estira).
PROCTOR: Esta granja es un continente cuando vas sembrándola paso a paso.
ELIZABETH (llevándole el vaso de sidra): Debe de serlo.
PROCTOR (bebe largamente y luego deja el vaso en la mesa): Deberías adornar la casa con flores.
ELIZABETH: ¡Ay! Se me ha olvidado. Lo haré mañana.
PROCTOR: Aquí dentro todavía es invierno. El domingo me vas a acompañar y recorreremos juntos la granja; nunca he visto tantas flores. (Contento, se levanta y mira el cielo a través de la puerta abierta). Las lilas huelen como a color morado. El olor de las lilas es el olor del crepúsculo, creo yo. ¡Massachusetts es muy hermoso en primavera!
ELIZABETH: Sí que lo es.
(Se produce una pausa. Elizabeth, desde la mesa, contempla a su marido impregnándose de la noche. Es como si quisiera hablar pero no pudiese. En lugar de eso recoge el plato, el vaso y el tenedor y los lleva al barreño. Queda de espaldas a John. Proctor se vuelve hacia ella y la contempla. Se nota que algo los separa).
PROCTOR: Me parece que vuelves a estar triste. ¿Acierto?
ELIZABETH (que no quiere tener un roce con su marido, pero se siente obligada a sacar el tema): Como tardabas tanto, pensé que quizá te habías acercado a Salem.
PROCTOR: ¿Por qué? No se me ha perdido nada en Salem.
ELIZABETH: Comentaste que irías a principios de semana.
PROCTOR (que sabe a qué se refiere su mujer): Después me lo he pensado mejor.
ELIZABETH: Mary Warren está allí hoy.
PROCTOR: ¿Por qué se lo has permitido? ¡Oíste cómo le prohibía volver a Salem!
ELIZABETH: Nada la hubiera detenido.
PROCTOR (evitando condenarla abiertamente): No está bien, Elizabeth: aquí la señora eres tú y no Mary Warren.
ELIZABETH: Me asustó tanto que me quedé sin fuerzas.
PROCTOR: ¿Cómo es posible que te asuste esa ratita? Tú…
ELIZABETH: Ha dejado de ser una ratita. Le prohibí que fuera, pero levantó la barbilla como si fuese la hija de un príncipe y me dijo: «Tengo que ir a Salem, señora Proctor; ¡trabajo en el tribunal!».
PROCTOR: ¿Tribunal? ¿Qué tribunal?
ELIZABETH: Sí, sí; han organizado todo un tribunal. De Boston han enviado a cuatro jueces, me ha dicho Mary Warren; se trata de magistrados muy importantes, presididos por el vicegobernador de la provincia.
PROCTOR (asombrado): Se ha vuelto loca.
ELIZABETH: Ojalá fuese verdad. Ya hay catorce personas en la cárcel, dice Mary. (Proctor se la queda mirando fijamente, incapaz de entender lo que dice). Los van a juzgar, y Mary dice que el tribunal también tiene autoridad para ahorcarlos.
PROCTOR (tomándoselo a broma, pero sin convicción): ¡Bah!, no van a ahorcar a nadie.
ELIZABETH: El vicegobernador ha prometido ahorcarlos si no confiesan, John. Creo que el pueblo entero se ha vuelto loco. Mary Warren me ha hablado de Abigail y, oyéndola, cualquiera pensaría que se trata de una santa. Va al tribunal al frente de las otras chicas y, por donde pasa, la multitud se separa como el mar Rojo se abrió para los israelitas. Luego llevan a la gente ante esas muchachas y, si Abigail y las otras gritan y aúllan y se tiran al suelo, encarcelan a la persona en cuestión por haberlas hechizado.
PROCTOR (con los ojos desorbitados): Es una broma demasiado macabra.
ELIZABETH: Creo que debes ir a Salem, John. (Su marido se vuelve hacia ella). Creo que debes hacerlo. Tienes que ir y decirles que es un engaño, una superchería.
PROCTOR (yendo más allá con el pensamiento): Sí que lo es, desde luego.
ELIZABETH: Ve a hablar con Ezekiel Cheever, que te conoce bien. Y cuéntale lo que Abigail te contó la semana pasada en casa del reverendo. Dijo que no tenía nada que ver con la brujería, ¿no es cierto?
PROCTOR (meditabundo): Sí, sí, claro que lo dijo. (Una pausa).
ELIZABETH (con suavidad, temiendo que se irrite por decirle lo que tiene que hacer): Dios no quiera que ocultes una cosa así al tribunal, John. Creo que han de saberlo.
PROCTOR (con tranquilidad, pero debatiéndose con sus pensamientos): Sí, sí, han de saberlo, no cabe duda. Es una locura que la crean.
ELIZABETH: Yo iría ahora mismo a Salem, John. Debes ir esta misma noche.
PROCTOR: Me lo pensaré.
ELIZABETH (haciendo de tripas corazón): No puedes ocultarlo, John.
PROCTOR (irritándose): Sé perfectamente que no lo puedo ocultar. ¡Ya he dicho que me lo voy a pensar!
ELIZABETH (herida y con gran frialdad): De acuerdo, entonces. Piénsatelo. (Se levanta y se dispone a salir de la habitación).
PROCTOR: Sólo me pregunto cómo voy a poder probar lo que me dijo, Elizabeth. Si a esa chica la consideran ahora una santa, me parece que no será fácil demostrar que miente, sobre todo con el pueblo tan fuera de sí. Estábamos solos cuando me lo dijo. No tengo pruebas.
ELIZABETH: ¿Estabas a solas con ella?
PROCTOR (obstinado): A solas por un momento, sí.
ELIZABETH: Entonces no ocurrió como me contaste.
PROCTOR (cada vez más irritado): Por un momento, como te he dicho. Los demás llegaron enseguida.
ELIZABETH (calmosamente, porque, de repente, ha perdido la fe en él): Entonces haz lo que quieras. (Empieza a darse la vuelta para marcharse).
PROCTOR: Elizabeth. (Su mujer se vuelve). ¡Ya está bien de sospechas!
ELIZABETH (con cierta altanería): No tengo…
PROCTOR: ¡Te digo que ya está bien!
ELIZABETH: Pues no las provoques.
PROCTOR (con violencia contenida): ¿Todavía dudas de mí?
ELIZABETH (con una sonrisa, para mantener su dignidad): John, si se tratara de perjudicar a alguien que no fuese Abigail, ¿también dudarías? Creo que no.
PROCTOR: Escúchame…
ELIZABETH: Veo lo que veo, John.
PROCTOR (advirtiéndole solemnemente): No estoy dispuesto a que sigas juzgándome, Elizabeth. Tengo buenas razones para pensármelo antes de acusar a Abigail de mentirosa, y debo meditarlo. Piensa más bien en mejorar tú misma antes de seguir juzgando a tu marido. Elizabeth, me he olvidado de Abigail, y…
ELIZABETH: También yo.
PROCTOR: ¡Por lo que más quieras! Tú no olvidas nada ni perdonas nada. Aprende un poco de caridad, mujer. Llevo siete meses, desde que ella se marchó, andando de puntillas por la casa. No he dado un paso sin pensar en agradarte, pero por tu corazón sigue desfilando un eterno cortejo fúnebre. Aquí no puedo hablar sin que se dude de mí, y constantemente se me lleva a juicio por mentiroso, ¡como si cada vez que entro en esta casa me presentase ante un tribunal!
ELIZABETH: John, no has sido sincero conmigo. Dijiste haberla visto con otras muchas personas. Y ahora…
PROCTOR: No pienso volver a excusarme nunca más, Elizabeth.
ELIZABETH (que ahora quisiera justificarse): John, yo sólo…
PROCTOR: ¡Nunca más! Tendría que haberte hecho callar a gritos la primera vez que me contaste tus sospechas. Pero fui débil, y confesé como un cristiano. ¡Confesé! Por algún sueño que tuve, debí de confundirte con Dios aquel día. Pero no eres Dios, Elizabeth, no señor, ¡y más valdrá que lo recuerdes! Busca más bien algo bueno en mí, y no me juzgues.
ELIZABETH: No te juzgo. El magistrado que te juzga está en tu mismo corazón. Siempre te he considerado un hombre bueno, John. (Con una sonrisa). Aunque un tanto desorientado.
PROCTOR (riendo amargamente): Ah, Elizabeth, ¡tu justicia helaría la cerveza! (Se vuelve de repente hacia un ruido procedente del exterior. Se dirige hacia la puerta en el momento en que entra Mary Warren. Nada más verla, se encamina hacia ella y la agarra por la capa, furioso). ¿Por qué has ido a Salem después de que yo te lo prohibiera? ¿Pretendes reírte de mí? (Zarandeándola). ¡Te azotaré si vuelves a salir de casa! (Extrañamente, la muchacha, sin ofrecer resistencia, permanece inerme entre sus brazos).
MARY WARREN: No me encuentro bien, señor Proctor. No me haga daño, por favor. (Su peculiar comportamiento desconcierta a Proctor, así como su evidente palidez y debilidad. Proctor la suelta). Estoy toda revuelta por dentro después de un día entero en el proceso.
PROCTOR (pasando de la indignación a la curiosidad): ¿Y qué hay del proceso de aquí? ¿Cuándo vas a proceder a ocuparte de esta casa, dado que se te pagan nueve libras al año, y que además mi esposa no está del todo bien? (Como para compensarla, Mary Warren ofrece a Elizabeth una muñequita de trapo).
MARY WARREN: La he hecho hoy para usted, señora Proctor. He estado muchas horas sentada y he aprovechado el tiempo cosiendo.
ELIZABETH (contemplando sorprendida la muñeca): Vaya, muchas gracias, Mary, es muy bonita.
MARY WARREN (con voz temblorosa y debilitada): Ahora tenemos que amarnos los unos a los otros, señora Proctor.
ELIZABETH (asombrada por su extraño proceder): Sí, sí, eso es lo que hemos de hacer.
MARY WARREN (contemplando la habitación): Mañana me levantaré temprano y limpiaré la casa. Ahora debo dormir. (Se vuelve para marcharse).
PROCTOR: Mary. (La muchacha se detiene). Dime, ¿es cierto? ¿Hay catorce mujeres encarceladas?
MARY WARREN: No, señor. Ya son treinta y nueve… (De repente se interrumpe, solloza y se sienta, agotada).
ELIZABETH: ¡Está llorando! ¿Qué te sucede, chiquilla?
MARY WARREN: ¡Van a ahorcar a la comadre Osburn! (Se produce una pausa, llena de incredulidad, mientras Mary Warren solloza).
PROCTOR: ¡Ahorcar! (Acercándose mucho a ella). ¿Has dicho que la van a ahorcar?
MARY WARREN (entre sollozos): Sí, señor.
PROCTOR: ¿Y el vicegobernador lo va a permitir?
MARY WARREN: La ha condenado él mismo. No podía hacer otra cosa. (Para suavizar la noticia): Pero a Sarah Good, no. Porque Sarah Good ha confesado, ¿comprende?
PROCTOR: ¿Confesado? ¿Qué es lo que ha confesado?
MARY WARREN: Que… (horrorizada por el recuerdo)… pactó varias veces con Lucifer, y firmó en el libro negro…, firmó con su sangre…, y se comprometió a atormentar a los cristianos para destronar a Dios…, y a conseguir que todos adoremos al diablo por siempre jamás.
(Pausa).
PROCTOR: Pero ¡todo el mundo sabe que esa mujer siempre habla por hablar! ¿No se lo dijiste al tribunal?
MARY WARREN: Durante la vista de la causa, señor Proctor, la comadre Osburn casi nos asfixió a todas.
PROCTOR: ¿Cómo que os asfixió?
MARY WARREN: Nos mandó su espíritu.
ELIZABETH: Pero, Mary, tú no…
MARY WARREN (con cierta irritación): ¡Ha intentado matarme muchas veces, señora Proctor!
ELIZABETH: ¡Pues nunca te lo había oído decir!
MARY WARREN: No me había dado cuenta hasta ahora. Antes no me daba cuenta de nada. Cuando entró en la sala del tribunal me dije: «No debo acusarla, porque duerme en las cunetas y es muy vieja y muy pobre». Pero luego… se sentó y se quedó allí, negando y negando, y yo sentí algo así como una niebla fría que me trepaba por la espalda, se me puso carne de gallina por toda la cabeza, sentí una presión alrededor del cuello y no podía respirar; y entonces… (cayendo en trance)… oigo una voz, una voz que grita, y era mi voz…, y, de pronto, ¡recordé todo lo que me había hecho!
PROCTOR: ¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo que te había hecho?
MARY WARREN (como alguien que ha recibido una maravillosa y secreta visión interior): ¡Son tantas las veces, señor Proctor, que se ha acercado a esta puerta, mendigando un trozo de pan y un vaso de sidra! Pero fíjese en lo que le digo: siempre que la despedía sin darle nada, la comadre Osburn mascullaba.
ELIZABETH: ¡Mascullar! No es extraño que mascullara si tenía hambre.
MARY WARREN: Pero ¿qué es lo que masculla? Tiene usted que acordarse, señora Proctor. El mes pasado…, un lunes, si no recuerdo mal…, después de marcharse ella tuve durante dos días la sensación de que iba a estallarme la tripa. ¿No lo recuerda?
ELIZABETH: Bueno, sí, creo que sí, pero…
MARY WARREN: Y así se lo conté al juez Hathorne, y él se lo preguntó. «Comadre Osburn», dijo, «¿qué maldición masculló usted para que esta muchacha se pusiera enferma?». Y entonces ella contestó (imitando a una vieja arpía): «No, excelencia, no fue una maldición, sólo recité los mandamientos; espero que me esté permitido recitar los mandamientos». ¡Eso dijo!
ELIZABETH: Pues a mí me parece una respuesta sincera.
MARY WARREN: Sí, pero entonces el juez Hathorne le pidió que repitiera los mandamientos. (Inclinándose con aire triunfal hacia ellos). ¡Y no fue capaz de decir ni uno solo! ¡No se sabía los mandamientos y la habían pillado en una mentira!
PROCTOR: ¿Y por eso la han condenado?
MARY WARREN (un tanto nerviosa ya por las persistentes dudas de Proctor): Tenían que hacerlo, puesto que se había condenado ella misma.
PROCTOR: Pero ¿y las pruebas, dónde están las pruebas?
MARY WARREN (impacientándose cada vez más con él): Ya le he contado la prueba. Es una prueba bien sólida, tan sólida como una roca, han dicho los jueces.
PROCTOR (hace una breve pausa, y luego): No volverás a ir al tribunal, Mary Warren.
MARY WARREN: Siento tener que contradecirle, señor Proctor, porque a partir de ahora iré todos los días. Me asombra que no vea la importancia del trabajo que hacemos.
PROCTOR: ¡El trabajo que hacéis! ¡Extraño trabajo para una muchacha cristiana ahorcar ancianas!
MARY WARREN: Pero, señor Proctor, no las ahorcarán si confiesan. Sarah Good sólo pasará algún tiempo en la cárcel. (Recordando). Y ¡miren qué increíble! ¡Escuchen! ¡Sarah Good está encinta!
ELIZABETH: ¡Encinta! ¿Están locos? ¡Casi tiene sesenta años!
MARY WARREN: Hicieron que la examinara el doctor Griggs, y está muy avanzada ya. ¡A pesar de fumar en pipa todos estos años, y de no tener marido! Pero ahora está a salvo, gracias a Dios, porque no harán daño a un niño inocente. ¿No es una cosa prodigiosa? Tiene que comprenderlo, señor Proctor: lo que hacemos es obra de Dios. De manera que iré todos los días durante algún tiempo. Soy…, soy miembro del tribunal, dicen, y… (Ha ido avanzando poco a poco hacia bastidores).
PROCTOR: ¡Ahora mismo vas a ver lo que hago yo con los miembros de ese tribunal! (Se acerca a grandes zancadas a la repisa de la chimenea y toma el látigo que cuelga de allí).
MARY WARREN (horrorizada, pero irguiéndose, esforzándose por dar autoridad a sus palabras): ¡No permitiré que se me vuelva a azotar!
ELIZABETH (precipitadamente, mientras Proctor se acerca a Mary Warren): Prométenos que te quedarás en casa…
MARY WARREN (retrocediendo, pero manteniéndose erguida, esforzándose por defender su postura): El demonio anda suelto por Salem, señor Proctor, ¡y hemos de descubrir dónde se esconde!
PROCTOR: ¡A ti te voy a sacar yo el demonio del cuerpo a latigazos! (Se acerca a ella con el látigo levantado, y Mary se aleja unos pasos gritando).
MARY WARREN (señalando a Elizabeth con el dedo): ¡Hoy le he salvado la vida!
(Silencio. Proctor baja el látigo).
ELIZABETH (en voz baja): ¿Me ha acusado alguien?
MARY WARREN (flaqueándole las piernas): Se la ha mencionado. Pero dije que nunca había visto que enviara su espíritu contra nadie, y al saber que vivo en la misma casa, lo han desestimado.
ELIZABETH: ¿Quién me ha acusado?
MARY WARREN: Estoy obligada a guardar secreto; no puedo decirlo. (A Proctor). Espero que deje de mostrarse sarcástico. Cuatro jueces y el representante del rey se han sentado a cenar con nosotras hace menos de una hora. Quisiera…, quisiera que de ahora en adelante me hablase cortésmente.
PROCTOR (horrorizado, murmurando entre dientes contra ella): Vete a la cama.
MARY WARREN (dando una patada en el suelo): ¡Tampoco permitiré que se me vuelva a mandar a la cama, señor Proctor! ¡Tengo dieciocho años y soy una mujer, aunque siga soltera!
PROCTOR: ¿Quieres quedarte levantada? ¡Quédate levantada!
MARY WARREN: ¡Quiero irme a la cama!
PROCTOR (furioso): Pues entonces, ¡buenas noches!
MARY WARREN: Buenas noches. (Descontenta, insegura, sale. Proctor y Elizabeth, los dos con los ojos como platos, la ven marcharse).
ELIZABETH: ¡Ah, el nudo corredizo! ¡Ya lo están preparando!
PROCTOR: No habrá nudo corredizo.
ELIZABETH: Abigail me quiere muerta. ¡Desde hace una semana sabía que llegaríamos a esto!
PROCTOR (sin convicción): Desestimaron la acusación. Se lo has oído decir…
ELIZABETH: ¿Y qué sucederá mañana? ¡Seguirá denunciándome hasta que lo consiga!
PROCTOR: Siéntate.
ELIZABETH: ¡Me quiere muerta, John! ¡Y tú lo sabes!
PROCTOR: ¡He dicho que te sientes! (Elizabeth se sienta temblando. Proctor habla despacio, tratando de no perder la cabeza). Hemos de ser prudentes, Elizabeth.
ELIZABETH (sarcástica, con la sensación de estar perdida): ¡Sí, claro, por supuesto!
PROCTOR: No temas. Hablaré con Ezekiel Cheever. Le contaré que Abigail me dijo que todo era una broma.
ELIZABETH: John, con tanta gente en la cárcel, creo que se necesita algo más que la ayuda de Cheever. ¿Querrás hacerme un favor? Habla con Abigail.
PROCTOR (cada vez más molesto): ¿Qué… quieres que le diga?
ELIZABETH (con delicadeza): John, reconoce que tengo razón. No entiendes demasiado bien a las chicas jóvenes. Hay promesas que se hacen en la cama…
PROCTOR (esforzándose por contener la cólera): ¿Qué promesas?
ELIZABETH: Promesas con palabras o sin ellas, pero que sin duda existen. Y Abigail quizá sueñe con ellas…, estoy segura de que es así… Piensa en matarme y en ocupar mi sitio.
(La indignación de Proctor aumenta; no es capaz de hablar).
ELIZABETH: Es su sueño dorado, John, estoy segura. Podría acusar a otras muchas personas, pero es mi nombre el que pronuncia. Y una cosa así entraña cierto peligro…, yo no soy Sarah Good, que duerme en las cunetas, ni la comadre Osburn, una borracha con pocas luces. Abigail no se atrevería a mencionar el nombre de la esposa de un granjero si no esperase grandes beneficios. Se propone ocupar mi sitio, John.
PROCTOR: ¡No es posible que pretenda una cosa así! (Sabe que es verdad).
ELIZABETH (procurando mostrarse razonable): John, ¿le has manifestado de algún modo tu rechazo? Cuando te cruzas con ella en la iglesia no puedes evitar sonrojarte…
PROCTOR: Quizá mi pecado me hace sonrojarme.
ELIZABETH: Creo que Abigail ve otro significado en ese sonrojo.
PROCTOR: ¿Y qué es lo que ves tú? ¿Qué ves tú, Elizabeth?
ELIZABETH (admitiéndolo): Creo que te avergüenzas un poco, porque yo estoy presente y Abigail muy cerca.
PROCTOR: ¿Cuándo aprenderás a conocerme, mujer? ¡Si fuera de piedra, la vergüenza me habría hecho saltar en añicos durante estos siete meses!
ELIZABETH: Entonces ve a decirle que es una ramera. Cualquier promesa que quizá se imagine que le has hecho…, rómpela, John, rómpela.
PROCTOR (hablando entre dientes): De acuerdo. Iré. (Va en busca de la escopeta).
ELIZABETH (temblando, temerosa): ¡Ah, de qué mala gana!
PROCTOR (volviéndose hacia ella con la escopeta en la mano): La maldeciré con más calor que el de las brasas del centro del infierno. Pero, por favor, no me prives además de mi indignación.
ELIZABETH: ¡Tu indignación! Sólo te pido…
PROCTOR: ¿Soy realmente tan vil? ¿De verdad me consideras tan despreciable?
ELIZABETH: Nunca te he llamado vil.
PROCTOR: Entonces, ¿por qué me atribuyes semejante promesa? ¡La promesa que yo le hice a esa chica es la que le hace el semental a la yegua!
ELIZABETH: ¿Por qué te enfadas entonces conmigo cuando te pido que la rompas?
PROCTOR: ¡Porque hablas de doblez y yo soy sincero! ¡Pero no pienso suplicar más! ¡Veo que tu corazón se aferra al único error de mi vida y no querrá olvidarlo nunca!
ELIZABETH (alzando la voz): Conseguirás que lo olvide cuando te enteres de que o seré tu única mujer o no seré tu mujer en absoluto. ¡Una flecha de Abigail todavía sigue clavada en ti, John Proctor, y tú lo sabes perfectamente!
(Sin previo aviso, como si fuera el producto de la condensación del aire, aparece una figura en el umbral. Proctor y Elizabeth se sobresaltan ligeramente. Se trata del reverendo Hale. Se le ve algo cambiado: parece un poco cansado y hay en su actitud un atisbo de inseguridad, incluso de culpabilidad).
HALE: Buenas noches.
PROCTOR (todavía sorprendido): ¡Vaya, reverendo! Buenas noches tenga usted. Pase, pase.
HALE (dirigiéndose a Elizabeth): Espero no haberla asustado.
ELIZABETH: No, no; pero como no he oído que llegara ningún caballo…
HALE: Usted es la esposa del señor Proctor, ¿verdad?
ELIZABETH: Sí, me llamo Elizabeth.
HALE (con una inclinación de cabeza): Confío en que no estuvieran a punto de acostarse.
PROCTOR (dejando la escopeta): No, no. (Hale entra en la casa. Proctor quiere explicar su nerviosismo). No estamos acostumbrados a recibir visitas después de anochecer, pero le damos igualmente la bienvenida. ¿No quiere sentarse?
HALE: Sí, claro está. (Se sienta). Siéntese usted también, señora Proctor. (Elizabeth lo hace, sin perderlo nunca de vista. Se produce un silencio mientras Hale recorre la habitación con la mirada).
PROCTOR (para romper el silencio): ¿Le apetece un poco de sidra, reverendo?
HALE: No, gracias; mi estómago protesta cuando la tomo. Aún he de hacer más camino esta noche. Siéntese usted también, hágame el favor. (Proctor se sienta). No les robaré mucho tiempo, pero tengo un asunto que tratar con ustedes.
PROCTOR: ¿Un asunto del tribunal?
HALE: No, no; no vengo en representación del tribunal, sino por propia iniciativa. Préstenme atención. (Se humedece los labios con la lengua). Ignoro si está enterado, señor Proctor, pero el nombre de su mujer se ha… mencionado ante el tribunal.
PROCTOR: Lo sabemos, reverendo. Nos lo ha dicho Mary Warren. Estamos muy sorprendidos.
HALE: Soy forastero aquí, como usted bien sabe. Y, dada mi ignorancia, me resulta difícil hacerme una idea de cómo son las personas que comparecen ante el tribunal. Por eso esta tarde, y ahora también, por la noche, voy de casa en casa… En este momento vengo precisamente de casa de Rebecca Nurse y…
ELIZABETH (escandalizada): ¡Rebecca acusada!
HALE: No permita Dios que una persona como ella sea acusada. Sin embargo, se la ha mencionado en cierto modo.
ELIZABETH (intentando tomarlo a risa): No creerá, imagino, que Rebecca haya tenido tratos con el demonio.
HALE: No es imposible.
PROCTOR (estupefacto): Pero usted no puede creer una cosa así.
HALE: Vivimos en una época extraña, señor mío. Ya no cabe seguir dudando de que los poderes de las tinieblas han dirigido un formidable ataque contra este pueblo. Disponemos ya de demasiadas pruebas. Estará de acuerdo conmigo, ¿no es así?
PROCTOR (escabulléndose): Carezco de conocimientos para emitir un juicio. Pero me cuesta creer que una mujer tan piadosa como Rebecca, después de setenta años de continuas oraciones, sea, en secreto, adoradora del demonio.
HALE: Sí, desde luego. Pero el maligno es muy astuto, eso no puede usted negarlo. De todos modos la señora Nurse está lejos de ser acusada, y yo sé que no lo será. (Pausa). Mi intención, señor mío, si me lo permite, es hacerle unas preguntas sobre la práctica del cristianismo en esta casa.
PROCTOR (fríamente, con resentimiento): No…, no nos dan miedo las preguntas.
HALE: De acuerdo, entonces. (Adopta una postura más cómoda). En el registro que lleva el señor Parris he podido comprobar que muchos domingos no acude usted a la iglesia.
PROCTOR: No, señor; está usted equivocado.
HALE: Sólo ha ido usted veintiséis veces en diecisiete meses, señor mío. A eso he de llamarlo ausencias repetidas. ¿Puede decirme por qué falta tanto?
PROCTOR: Nunca pensé que tuviera que dar cuenta a Parris de si iba a la iglesia o me quedaba en casa. Mi mujer ha estado enferma este invierno.
HALE: Eso me han dicho. Pero ¿y usted?
PROCTOR: He ido cuando he podido, y cuando no, he rezado en casa.
HALE: Señor Proctor, su casa no es la iglesia; debería usted saberlo.
PROCTOR: Lo sé, reverendo, desde luego; y también sé que un ministro puede rezar a Dios sin necesidad de candeleros dorados en el altar.
HALE: ¿Qué candeleros dorados?
PROCTOR: Desde que construimos la iglesia hubo en el altar candeleros de peltre; los hizo Francis Nurse y, aunque quizás usted no lo sepa, nunca ha tocado el metal una mano más hábil. Pero llegó Parris, y durante veinte semanas, hasta que finalmente los consiguió, no predicó otra cosa que candeleros dorados. Yo trabajo la tierra de sol a sol y se lo digo con el corazón en la mano: cuando miro al cielo y veo mi dinero brillando a la altura de los codos del señor Parris, se me quitan las ganas de rezar, se lo aseguro, reverendo. A veces pienso que ese hombre sueña con catedrales y no con modestas iglesias hechas de tablas.
HALE (medita un momento antes de hablar): De todos modos, señor mío, un cristiano debe estar en la iglesia los domingos. (Pausa). Dígame…, ¿tiene usted tres hijos?
PROCTOR: Sí, tres hijos varones.
HALE: ¿Cómo es que sólo dos están bautizados?
PROCTOR (empieza a hablar, luego se detiene y, finalmente, prosigue como si fuera incapaz de contenerse): No me gusta la idea de que el señor Parris le ponga la mano encima a mi hijo. No veo la luz de Dios en ese hombre. No voy a ocultarlo.
HALE: Debo decirle, señor Proctor, que no es usted quién para emitir ese juicio. El reverendo Parris está ordenado y, por consiguiente, lleva consigo la luz divina.
PROCTOR (enrojeciendo, ofendido, pero tratando de sonreír): ¿Qué es lo que sospecha, señor Hale?
HALE: No, no. No tengo…
PROCTOR: Yo clavé el tejado de esa iglesia, y también coloqué la puerta…
HALE: ¿De veras? Esa es una buena señal, sin duda.
PROCTOR: Quizá me haya precipitado al juzgar con dureza a Parris, pero no debe usted pensar que estemos en contra de la religión. No creo que lo piense, ¿no es cierto?
HALE (sin ceder por completo): Considero…, hay un punto oscuro en su comportamiento, señor mío, un punto oscuro.
ELIZABETH: Es posible, quizá, que hayamos sido demasiado duros con el reverendo Parris. Creo que sí. Pero, desde luego, nunca hemos tenido nada que ver con el demonio.
HALE (asintiendo con la cabeza, reflexiona. Luego, con la voz de quien va a proponer una prueba confidencial, pregunta): ¿Sabe usted los mandamientos, Elizabeth?
ELIZABETH (sin vacilación, incluso con entusiasmo): Claro que sí. No encontrará nada reprobable en mi vida, reverendo. Soy una cristiana confirmada.
HALE: ¿Y usted, señor Proctor?
PROCTOR (con menos firmeza): También los sé.
HALE (después de contemplar primero el rostro sincero de Elizabeth y a continuación el de John, ordena): Recítelos, si no tiene inconveniente.
PROCTOR: Los mandamientos.
HALE: Sí.
PROCTOR (incómodo, empezando a sudar): No matarás.
HALE: Sí.
PROCTOR (contando con los dedos): No robarás. No codiciarás los bienes ajenos, no harás escultura ni imagen de lo que hay en lo alto del cielo. No pronunciarás el nombre de Dios en vano, ni tendrás otros dioses. (Con alguna vacilación). Acuérdate del día del Señor para santificarlo. (Pausa). Honrarás padre y madre. No prestarás falso testimonio. (No sabe cómo seguir. Vuelve a contar con los dedos, sabiendo que le falta uno). No harás escultura ni imagen…
HALE: Ese ya lo dijo antes.
PROCTOR (perdido): Sí. (Rebusca en su memoria, sin éxito).
ELIZABETH (delicadamente): Adulterio, John.
PROCTOR (como si una flecha invisible le hubiera dado en el corazón): Claro. (Tratando, con una sonrisa, de quitarle importancia y dirigiéndose a Hale). Ya ve que entre mi mujer y yo los conocemos todos. (Hale sólo mira a Proctor, empeñado en su intento de averiguar cómo es en realidad. Proctor se inquieta aún más). Me parece una falta pequeña.
HALE: La teología, señor mío, es una fortaleza; ninguna grieta puede considerarse pequeña. (Se pone en pie; ahora parece preocupado. Da unos pasos, sumido en profunda meditación).
PROCTOR: En esta casa nunca hemos tenido nada que ver con el demonio, reverendo.
HALE: Así lo espero, así lo espero de todo corazón. (Los mira a los dos, intentando sonreír, pero sus dudas resultan evidentes). Bien, en ese caso…, les doy las buenas noches.
ELIZABETH (incapaz de contenerse): Reverendo. (Hale se vuelve). Creo que sospecha de mí por algún motivo. ¿No es cierto?
HALE (a todas luces turbado y evasivo): Señora Proctor, yo no la juzgo a usted. Mi deber es contribuir en la medida de mis fuerzas a facilitar la tarea del tribunal. Les deseo a ambos salud y buena suerte. (A John): Queden con Dios. (Echa a andar).
ELIZABETH (con un dejo de desesperación): Creo que debes decírselo, John.
HALE: ¿De qué se trata?
ELIZABETH (sin querer que suene como una súplica): ¿Se lo dirás?
(Breve pausa. Hale mira inquisitivamente a John).
PROCTOR (con dificultad): No…, no tengo testigos y no lo puedo probar, a no ser que se acepte mi palabra. Pero sé que la dolencia de las niñas no tuvo nada que ver con la brujería.
HALE (sorprendido): ¿Nada que ver…?
PROCTOR: El señor Parris descubrió a esas chicas jugando en el bosque. Se asustaron y enfermaron.
(Pausa).
HALE: ¿Quién le dijo eso?
PROCTOR (vacila primero, después habla): Abigail Williams.
HALE: ¡Abigail!
PROCTOR: Sí.
HALE (con los ojos desorbitados): ¿Abigail Williams le dijo que no tenía nada que ver con la brujería?
PROCTOR: Me lo dijo el día en que usted llegó, reverendo.
HALE (con desconfianza): ¿Por qué…, por qué no lo ha contado antes?
PROCTOR: No he sabido hasta hoy que el mundo había perdido la cabeza con esas tonterías.
HALE: ¡Tonterías! Señor mío, yo mismo he interrogado a Tituba, a Sarah Good y a otras muchas personas que han confesado haber tenido trato con el maligno. Lo han confesado.
PROCTOR: Y, ¿por qué no, si las pueden ahorcar por negarlo? Hay personas que jurarán cualquier cosa antes de morir en la horca; ¿no ha pensado nunca en ello?
HALE: Lo he pensado. Desde luego que sí. (También él sospecha lo mismo, pero rechaza esa posibilidad. Mira de reojo, primero a Elizabeth y luego a John). ¿Está…, está dispuesto a testificar ante el tribunal?
PROCTOR: No…, no había contado con tener que presentarme ante el tribunal. Pero si tengo que hacerlo, lo haré.
HALE: ¿Vacila?
PROCTOR: No vacilo, pero me pregunto si un tribunal como ese dará crédito a lo que yo diga. Y me lo pregunto porque veo que un ministro del Señor, con una cabeza tan equilibrada como la de usted, sospecha de una mujer que no sólo no ha mentido nunca, sino que es incapaz de mentir, cosa que todo el mundo sabe. No le extrañe que dude, reverendo; no soy idiota.
HALE (reposadamente; las palabras de Proctor le han impresionado): Proctor, permítame que sea sincero con usted, porque ha llegado a mis oídos un rumor que me preocupa. Dicen que está usted convencido de que las brujas ni siquiera existen. ¿Es eso cierto?
PROCTOR (sabe que es una pregunta crucial, y tiene que luchar contra el desagrado que le produce Hale y el que siente hacia sí mismo por rebajarse a contestar): No recuerdo lo que haya podido decir, aunque quizá sea cierto. Cabe que alguna vez me haya preguntado si hay brujas en el mundo… aunque desde luego no creo que se encuentren ahora entre nosotros.
HALE: Entonces no cree…
PROCTOR: No tengo suficientes conocimientos; la Biblia habla de brujas, y no voy a negar su existencia.
HALE: ¿Y usted, señora?
ELIZABETH: Me es imposible creer en las brujas.
HALE (escandalizado): ¡Le es imposible!
PROCTOR: ¡Elizabeth, desconciertas al señor Hale!
ELIZABETH (a Hale): No me cabe en la cabeza que el demonio posea el alma de una mujer, reverendo, cuando su vida, como en mi caso, es intachable. Soy una buena mujer, me consta; y si usted cree que hago obras buenas en el mundo, pero acepta, al mismo tiempo, que puedo estar secretamente aliada con Satanás, he de decirle que no lo creo.
HALE: Pero, mujer, usted no puede negar que hay brujas en…
ELIZABETH: Si piensa que yo soy una, he de decir que no hay brujas.
HALE: No estará usted negando el Evangelio, ¿no?, porque el Evangelio…
PROCTOR: ¡Mi mujer cree en el Evangelio, hasta la última palabra!
ELIZABETH: ¡Pregunte a Abigail Williams sobre el Evangelio y no a mí!
(Hale la mira fijamente).
PROCTOR: No está diciendo que ponga en duda el Evangelio, reverendo; no piense eso. Está usted en un hogar cristiano, se lo aseguro.
HALE: Que Dios guarde a los dos; bauticen pronto a su tercer hijo, vayan sin falta a la iglesia todos los domingos y vivan con tranquilidad y recogimiento. En mi opinión…
(En el umbral aparece Giles Corey).
GILES: ¡John!
PROCTOR: ¡Giles! ¿Qué sucede?
GILES: Se han llevado a mi mujer.
(Entra Francis Nurse).
GILES: ¡Y a Rebecca Nurse!
PROCTOR (a Francis): ¡Rebecca en la cárcel!
FRANCIS: Sí; ha venido Cheever y se la ha llevado en su carro. Venimos ahora de la cárcel, y ni siquiera nos han dejado verlas.
ELIZABETH: ¡No hay duda de que se han vuelto locos, reverendo!
FRANCIS (yendo hacia Hale): ¡Reverendo Hale! ¿No podría hablar con el vicegobernador? Estoy seguro de que se equivoca…
HALE: Le ruego que se calme, señor Nurse.
FRANCIS: Mi mujer es el alma de nuestra iglesia, reverendo. (Señalando a Giles). Y en cuanto a Martha Corey…, no hay mujer que esté más cerca de Dios que Martha.
HALE: ¿De qué se acusa a Rebecca, señor Nurse?
FRANCIS (con una risa burlona, desencantada): Asesinato, ¡la acusan de asesinato! (Citando en tono de burla la orden de detención). «Por el prodigioso y diabólico asesinato de las hijitas de la señora Putnam». ¿Qué voy a hacer, reverendo?
HALE (evitando mirar a Francis, sumamente agitado): Créame, señor Nurse, si Rebecca está manchada, nada podrá impedir que todo el verdor del mundo se marchite. Confíe en la justicia del tribunal; porque el tribunal la devolverá a su casa, estoy seguro.
FRANCIS: ¡No querrá decir que van a juzgarla!
HALE (implorante): Nurse, aunque se nos rompa el corazón, no podemos acobardarnos; vivimos en una nueva época, y nos amenaza una conspiración tan sutil que sería un delito por nuestra parte aferramos a antiguas consideraciones y viejas amistades. He visto demasiadas pruebas aterradoras en el tribunal… El demonio habita en Salem, y ¡no ha de asustarnos seguir al dedo acusador, señale donde señale!
PROCTOR (indignado): ¿Cómo puede una mujer como Rebecca asesinar a criaturas recién nacidas?
HALE (sufriendo mucho): Recuerde que, hasta una hora antes de su caída, Dios mismo se recreaba en la belleza de Lucifer.
GILES: Nunca dije que mi mujer fuese bruja, reverendo; ¡sólo dije que leía libros!
HALE: ¿Cuál ha sido exactamente el motivo alegado para encarcelar a su esposa, señor Corey?
GILES: La ha acusado Walcott, ese condenado mestizo. Hace cuatro o cinco años le compró un cerdo a mi mujer, y el animal se murió al poco tiempo. Entonces vino corriendo a que le devolviera el dinero. De manera que mi Martha le dijo: «Walcott, si carece del sentido común necesario para alimentar debidamente a un cerdo, nunca tendrá una piara». Eso fue lo que le dijo. Y ahora se presenta ante el tribunal y asegura que desde entonces no ha conseguido mantener con vida a ningún cerdo más de cuatro semanas, ¡porque mi Martha los hechiza con sus libros!
(Entra Ezekiel Cheever. Todos guardan silencio, consternados).
CHEEVER: Buenas noches, Proctor.
PROCTOR: Vaya, señor Cheever. Buenas noches.
CHEEVER: Buenas noches a todos. Buenas noches, reverendo.
PROCTOR: Espero que no venga por algún asunto relacionado con el tribunal.
CHEEVER: Sí que vengo por eso, sí. No sé si sabe que ahora soy secretario del tribunal.
(Entra Herrick, el alguacil, un hombre de treinta y pico años, y un tanto avergonzado en este momento).
GILES: Es una lástima, Ezekiel, que un buen sastre que podría haber ido al cielo tenga que arder en el infierno. ¿Se da cuenta de que se condenará por esto?
CHEEVER: Sabe perfectamente que tengo que hacer lo que me ordenan, Giles. Y preferiría que no me mandara al infierno. No me gusta cómo suena, se lo aseguro; no me gusta nada. (Tiene miedo de Proctor, pero inicia el gesto de buscar algo en el interior de su casaca). Créame, Proctor, cuando le aseguro que es muy grande el peso de la ley, porque esta noche llevo todo su tonelaje sobre las espaldas. (Saca un papel). Tengo aquí una orden de detención contra su esposa.
PROCTOR (a Hale): ¡Usted nos había dicho que no había ninguna acusación contra ella!
HALE: No sé nada de esto. (A Cheever): ¿De cuándo es la acusación?
CHEEVER: Se me han entregado dieciséis órdenes esta noche, reverendo, y la señora Proctor es una de las acusadas.
PROCTOR: ¿Quién la acusa?
CHEEVER: Abigail Williams.
PROCTOR: ¿Con qué pruebas, si puede saberse?
CHEEVER (mirando por toda la habitación): Señor Proctor, tengo poco tiempo. El tribunal me ordena que registre su casa, pero no me gusta registrar casas. De manera que, ¿tendrá la amabilidad de entregarme cualquier muñeca que tenga aquí su mujer?
PROCTOR: ¿Muñecas?
ELIZABETH: Nunca he tenido muñecas; no he vuelto a tenerlas desde que era niña.
CHEEVER (desconcertado, mirando hacia la repisa de la chimenea, donde descansa la muñeca de Mary Warren): Veo desde aquí una muñeca, señora Proctor.
ELIZABETH: ¡Ah! (Yendo a buscarla). Es de Mary.
CHEEVER (tímidamente): ¿Tendría la amabilidad de entregármela?
ELIZABETH (dándosela, al tiempo que pregunta a Hale): ¿Acaso el tribunal utiliza ahora algún libro sobre muñecas?
CHEEVER (sosteniendo cuidadosamente la muñeca): ¿Guarda alguna más en la casa?
PROCTOR: No, ni tampoco esa hasta esta noche. ¿Qué valor tiene una muñeca?
CHEEVER: Vaya, una muñeca… (Cautelosamente da la vuelta a la que tiene en la mano). Una muñeca puede querer decir… Bien, señora, ¿tendrá la amabilidad de venir conmigo?
PROCTOR: ¡Mi mujer no irá a ningún sitio! (A Elizabeth): Trae a Mary.
CHEEVER (intentando, torpemente, retener a Elizabeth): No, no; me han ordenado que no la pierda de vista.
PROCTOR (apartándole el brazo): Va usted a perderla de vista y a sacársela de la cabeza, señor Cheever. Trae aquí a Mary, Elizabeth. (Elizabeth sube al piso alto).
HALE: ¿Qué interés tienen las muñecas, señor Cheever?
CHEEVER (dando vueltas a la muñeca entre las manos): Aseguran que puede querer decir… (Ha levantado la falda de la muñeca, y los ojos se le dilatan de asombro y de miedo). Vaya, esto, esto…
PROCTOR (extendiendo el brazo hacia la muñeca): ¿Qué hay ahí?
CHEEVER: ¡Vaya! (Saca de la muñeca una aguja muy larga). ¡Es una aguja! ¡Herrick, Herrick, una aguja!
(Herrick se acerca).
PROCTOR (desconcertado, furioso): ¿Y qué significa una aguja?
CHEEVER (temblándole las manos): Esto es una prueba irrefutable, Proctor; esto… Yo tenía mis dudas, Proctor, tenía mis dudas, pero esto es terrible. (Enseñándole la aguja a Hale). ¡Véala, reverendo, es una aguja!
HALE: ¿Por qué tengo que verla? ¿Qué importancia tiene?
CHEEVER (los ojos desorbitados, temblando): Esa muchacha, la chica de Williams, Abigail Williams… Esta noche, al sentarse a la mesa para cenar en casa del reverendo Parris, cayó al suelo de repente sin decir palabra. Como un animal herido, dice el reverendo, y lanzó un grito que habría hecho llorar a una bestia salvaje. Cuando el reverendo fue a socorrerla, vio que tenía una aguja clavada en el vientre y se la sacó. (Dirigiéndose ahora a Proctor). Y al preguntarle cómo le había sucedido aquello, la muchacha afirmó que se la había clavado el espíritu de su mujer, Proctor.
PROCTOR: ¡Qué me dice! ¡Se la clavó ella misma! (A Hale): ¡Espero que no considere esa aguja una prueba, reverendo!
(Hale, sorprendido ante lo que ha visto, guarda silencio).
CHEEVER: ¡Es una prueba muy importante! (A Hale): Hay aquí una muñeca de la señora Proctor. La he encontrado yo, reverendo. Y en el vientre de la muñeca está clavada una aguja. Se lo digo sinceramente, Proctor, nunca pensé hallar semejante prueba del poder del infierno, y le pido que no me ponga obstáculos, porque…
(Entra Elizabeth con Mary Warren. Proctor, al ver a Mary Warren, la toma del brazo para llevarla ante Hale).
PROCTOR: ¡Vamos a ver! Mary, ¿cómo ha llegado esa muñeca a mi casa?
MARY WARREN (asustada por lo que pueda sucederle, con muy poquita voz): ¿De qué muñeca me habla, señor Proctor?
PROCTOR (con impaciencia, señalando la muñeca que Cheever tiene en la mano): De esa muñeca, de esa.
MARY WARREN (evasivamente, mirándola): Me parece…, creo que es mía.
PROCTOR: Es tu muñeca, ¿no es cierto?
MARY WARREN (sin entender adónde lleva el interrogatorio): Sí, señor, es mi muñeca.
PROCTOR: Y ¿cómo ha llegado hasta esta casa?
MARY WARREN (contemplando los rostros que la miran ansiosos): Pues… la he cosido hoy en la sala del tribunal, y se la he regalado por la noche a la señora Proctor.
PROCTOR (a Hale): ¿Lo ve usted, reverendo?
HALE: Mary Warren, dentro de esa muñeca se ha encontrado una aguja.
MARY WARREN (desconcertada): No lo hice con mala intención.
PROCTOR (rápidamente): ¿Le clavaste tú misma esa aguja?
MARY WARREN: Creo que fui yo, sí señor.
PROCTOR (a Hale): ¿Qué dice ahora?
HALE (observando a Mary Warren desde muy cerca): Hija mía, ¿estás segura de que sucedió así? ¿No puede ser, quizá, que alguien te esté obligando, incluso ahora, a decir algo que no es verdad?
MARY WARREN: ¿Obligarme? No, señor; le estoy contando lo que pasó. Pregúntele a Susanna Walcott, que me vio cosiendo en el tribunal. O a Abby: Abby estaba a mi lado cuando hice la muñeca.
PROCTOR (a Hale, refiriéndose a Cheever): Dígale que se marche. Ya no puede usted tener dudas, reverendo. Dígale que nos deje en paz, reverendo.
ELIZABETH: ¿Qué importancia tiene esa aguja?
HALE: Mary…, acusas a Abigail de asesinato premeditado y cruel.
MARY WARREN: ¿Asesinato? No acuso…
HALE: A Abigail la hirieron esta noche; le encontraron una aguja clavada en el vientre…
ELIZABETH: ¿Y Abigail me acusa a mí?
HALE: Sí.
ELIZABETH (quedándose sin aliento): ¡Dios mío! ¡Esa chica es una asesina! ¡Hay que borrarla de la faz de la Tierra!
CHEEVER (señalando a Elizabeth): ¡Usted lo ha oído, reverendo! ¡Borrarla de la faz de la Tierra! ¡Herrick, también usted lo ha oído!
PROCTOR (arrancándole de pronto a Cheever de las manos la orden de detención): Váyase.
CHEEVER: Proctor, no se atreva a tocar esa orden.
PROCTOR (rasgando el documento): ¡Le he dicho que se vaya!
CHEEVER: ¡Ha roto la orden del vicegobernador!
PROCTOR: ¡Maldito sea el vicegobernador! ¡Fuera de mi casa!
HALE: ¡Proctor, por favor, espere!
PROCTOR: ¡Y usted váyase con ellos! ¡Ya no le considero ministro del Señor!
HALE: Proctor, si es inocente, el tribunal…
PROCTOR: ¡Si es inocente! ¿Por qué no se pregunta usted alguna vez si Parris es inocente, o si Abigail es inocente? ¿Desde cuándo el que acusa es siempre sagrado? ¿Acaso se han levantado esta mañana tan limpios e inocentes como los dedos de Dios? Le voy a decir lo que anda suelto por Salem: la venganza es lo que anda suelto. En Salem somos lo que siempre hemos sido, pero ahora, de pronto, unas muchachitas locas hacen sonar las llaves del reino de los cielos, ¡y la venganza más vulgar dicta la ley! ¡Esta orden de detención es una pura venganza! ¡No entregaré mi mujer a la venganza!
ELIZABETH: Iré, John…
PROCTOR: ¡No irás!
HERRICK: Tengo fuera a nueve hombres. No logrará retenerla. La ley me obliga, John, no puedo hacer otra cosa.
PROCTOR (a Hale, dispuesto a desenmascararlo): ¿Permitirá que se la lleven?
HALE: Proctor, el tribunal es justo…
PROCTOR: ¡Poncio Pilatos! ¡Dios no permitirá que se lave usted las manos en este caso!
ELIZABETH: John…, creo que debo ir con ellos. (Proctor no es capaz de mirarla). Mary, hay pan suficiente para mañana por la mañana; tendrás que volver a cocer por la tarde. Ayuda al señor Proctor como si fueses su hija…, me debes eso, y mucho más. (Se esfuerza por no llorar. A Proctor): Cuando los niños se despierten, no hables para nada de brujería…, se asustarían. (No puede seguir hablando).
PROCTOR: Te traeré de vuelta a casa. Volverás enseguida.
ELIZABETH: ¡No tardes, John, no tardes!
PROCTOR: ¡Caeré como una tromba sobre ese tribunal! No temas, Elizabeth.
ELIZABETH (asustadísima): No tendré miedo. (Recorre la habitación con la vista, como tratando de grabarla en la memoria). Di a los niños que he ido a visitar a un enfermo.
(Sale por la puerta, seguida de Herrick y Cheever. Durante un momento Proctor contempla la escena desde el umbral. Se oye ruido de cadenas).
PROCTOR: ¡Herrick! ¡Herrick, no le ponga las cadenas! (Sale corriendo. Seguimos oyendo su voz desde fuera). ¡Le digo que no la encadene! ¡Quíteselas! ¡No voy a consentirlo! ¡No permitiré que la lleven encadenada!
(Se oyen otras voces airadas. Hale, en un paroxismo de culpabilidad y de duda, se aleja de la puerta para no presenciar la escena. A Mary Warren se le saltan las lágrimas y se sienta, llorando ya. Giles Corey se dirige a Hale).
GILES: ¿Sigue sin decir nada, reverendo? ¡Todo es mentira y usted lo sabe! ¿Por qué no hace nada?
(Proctor vuelve a entrar, medio sujeto, medio empujado por Herrick y dos de sus ayudantes).
PROCTOR: ¡Le ajustaré las cuentas, Herrick! ¡Le juro que se acordará de mí!
HERRICK (jadeante): Por Dios bendito, John. No puedo hacer otra cosa. He de encadenarlas a todas. ¡Y ahora haga el favor de quedarse dentro de casa hasta que me haya ido! (Sale con sus ayudantes).
(Proctor se queda inmóvil, respirando hondo. Se oye ruido de caballos y el crujir de las ruedas de un carro).
HALE (lleno de dudas): Señor Proctor…
PROCTOR: ¡Apártese de mi vista!
HALE: Proctor, por lo que más quiera. Nada podrá impedirme que testifique ante el tribunal a favor de su esposa. Que Dios me ayude, porque yo no soy quién para juzgarla culpable o inocente…, no lo sé. Considere, sin embargo, lo que le voy a decir: el mundo enloquece y de nada servirá que usted lo achaque a la venganza de una niña.
PROCTOR: ¡Es usted un cobarde! ¡Aunque le ordenaran ministro con las lágrimas mismas de Dios, ahora no es usted más que un cobarde!
HALE: Proctor, me es imposible creer que Dios se haya irritado tanto por una causa tan insignificante. Las cárceles están abarrotadas…, se han reunido en Salem nuestros jueces más distinguidos…, y varias personas van a ser ajusticiadas. Hemos de buscar una causa proporcionada. ¿Se cometió quizás algún asesinato que nunca salió a la luz? ¿Abominaciones? ¿Alguna secreta blasfemia cuyo hedor llega hasta el cielo? Piense en la verdadera causa y ayúdeme a descubrirla. Porque cuando una confusión semejante golpea al mundo, esa es la manera, créalo, esa es la única manera. (Se dirige hacia donde están Giles y Francis). Considérenlo entre ustedes, piensen en Salem y en qué pueden haber hecho sus habitantes para que el cielo descargue su cólera con tanta fuerza. Rogaré a Dios para que les abra los ojos.
(Sale).
FRANCIS (impresionado por la actitud de Hale): Nunca oí decir que se hubiera cometido ningún asesinato en Salem.
PROCTOR (a quien han afectado las palabras de Hale): Déjeme, Francis, déjeme.
GILES (estremecido): John, dígame, ¿estamos perdidos?
PROCTOR: Váyase a casa, Giles. Hablaremos de eso mañana.
GILES: Piénselo. Vendremos pronto, ¿eh?
PROCTOR: Sí, pero ahora váyase.
GILES: Entonces, buenas noches.
(Salen Giles Corey y Francis Nurse. Instantes después).
MARY WARREN (llena de miedo, con un hilo de voz): Señor Proctor, es muy probable que la dejen volver a casa cuando se presenten las pruebas adecuadas.
PROCTOR: Vas a ir conmigo al tribunal, Mary. Lo contarás todo en el tribunal.
MARY WARREN: No puedo acusar a Abigail de asesinato.
PROCTOR (avanzando amenazadoramente hacia ella): Contarás al tribunal cómo llegó aquí esa muñeca y quién le clavó la aguja.
MARY WARREN: ¡Me matará si digo eso! (Proctor sigue avanzando hacia ella). ¡Abby le acusará de lujuria, señor Proctor!
PROCTOR (deteniéndose): ¡Te lo ha contado ella!
MARY WARREN: Lo sabía ya, señor Proctor. Le hundirá con eso, sé que lo hará.
PROCTOR (titubeante y profundamente descontento de sí mismo): Bien. En ese caso, se le ha acabado la santidad. (Mary se aleja de Proctor). Caeremos juntos en el mismo pozo; y tú le contarás al tribunal todo lo que sabes.
MARY WARREN (aterrorizada): No puedo, se volverán contra mí…
(Proctor la alcanza en unas pocas zancadas, mientras ella sigue repitiendo: «¡No puedo, no puedo!»).
PROCTOR: ¡No voy a permitir que muera mi mujer por mi culpa! ¡Te haré echar las entrañas por la boca antes de permitir que me quiten a mi mujer!
MARY WARREN (forcejeando para escapar): ¡No, no; no puedo hacerlo, no puedo!
PROCTOR (agarrándola por la garganta como si fuera a estrangularla): ¡Más valdrá que te hagas a la idea! El infierno y el cielo luchan cuerpo a cuerpo sobre nuestras espaldas, y todos nuestros fingimientos no sirven ya para nada…, ¡hazte a la idea! (La arroja al suelo, donde Mary solloza, repitiendo: «¡No puedo, no puedo…!». Y a continuación, medio hablando consigo mismo, mirando sin ver y volviéndose hacia la puerta abierta). No hay otra solución. Es obra de la Providencia, y no supone un gran cambio; seguimos siendo lo que siempre hemos sido, pero ahora desnudos. (Camina como si se dirigiera hacia un tremendo horror, el rostro vuelto hacia el cielo). ¡Sí, desnudos! ¡Y soplará el viento, el viento helado de Dios!
(Mary Warren, mientras tanto, repite una y otra vez, entre sollozos: «¡No puedo, no puedo!», mientras
cae el telón).[2]