Cuarto acto
Una celda en la cárcel de Salem, aquel otoño.
Al fondo hay una ventana alta, enrejada; cerca de ella una puerta muy grande y pesada y dos bancos a lo largo de las paredes.
El escenario —aparentemente vacío— está a oscuras si se exceptúa la luz de la luna que entra a través de la ventana enrejada. Al cabo de un momento se oye ruido de pasos que se acercan por el corredor que hay detrás de la pared del fondo; se oye ruido de llaves y la puerta se abre. Entra Herrick, el alguacil, con un farol.
Está casi borracho y camina pesadamente. Se dirige a uno de los bancos y da un codazo al montón de harapos que hay encima.
HERRICK: ¡Despierta, Sarah! ¡Sarah Good! (A continuación cruza la celda hasta llegar al otro banco.
SARAH GOOD (alzándose, envuelta en harapos): ¡Sí, majestad! ¡Ya vamos, ya vamos! ¡Tituba, ya está aquí, su majestad ha llegado ya!
HERRICK: Pasad a la celda norte; esta hay que dejarla libre. (Cuelga el farol de la pared. Tituba se incorpora).
TITUBA: No parece su majestad; tiene aspecto de ser el alguacil.
HERRICK (sacando del bolsillo una botella): Marchaos cuanto antes y dejad libre la celda. (Bebe; Sarah Good se acerca y lo observa con detenimiento).
SARAH GOOD: ¡Ah, es usted, alguacil! Estaba segura de que venía a por nosotras el demonio. ¿Me permite un trago de sidra como despedida?
HERRICK (pasándole la botella): ¿Puede saberse adónde vas, Sarah?
TITUBA (mientras Sarah bebe): Nos vamos a las Barbados tan pronto como se presente el diablo con las plumas y las alas.
HERRICK: ¿Ah, sí? Pues os deseo un feliz viaje.
SARAH GOOD: ¡Un par de arrendajos volando hacia el sur, nosotras dos juntas! ¡Será una gran transformación, alguacil! (Alza la botella para beber de nuevo).
HERRICK (quitándole la botella de los labios): Será mejor que me des eso, porque de lo contrario nunca levantarás los pies del suelo. Vamos, venid conmigo.
TITUBA: Puedo hablarle de usted a su majestad, alguacil, si es que quiere venir con nosotras.
HERRICK: No diría yo que no, Tituba; es la mañana perfecta para volar al infierno.
TITUBA: No iremos al infierno, sino a las Barbados. Y en las Barbados el demonio es una persona muy agradable, que canta y que baila. Ustedes, los habitantes de aquí, son los que le irritan; por esta zona hace demasiado frío para Pedro Botero. En Massachusetts se le hiela el alma, mientras que en las Barbados es tan amable y tan… (se oye el mugido de una vaca y Tituba se pone en pie de un salto y llama desde la ventana). ¡Eh, oiga! ¡Es él, Sarah!
SARAH GOOD: ¡Aquí estoy, majestad! (Recogen apresuradamente los harapos mientras entra Hopkins, un carcelero).
HOPKINS: Ha llegado el vicegobernador.
HERRICK (agarrando a Tituba): Vamos, vamos.
TITUBA (resistiéndose): No, su majestad viene a por mí. ¡Regreso a casa!
HERRICK (empujándola hacia la puerta): Esos mugidos no son de Satanás, sino de una pobre vaca con las ubres a punto de reventar. ¡Vamos, sal inmediatamente!
TITUBA (hablando en dirección a la ventana): ¡Llévame a casa, demonio! ¡Llévame a casa!
SARAH GOOD (uniéndose a los gritos de Tituba): ¡Dile que yo voy también, Tituba! ¡Dile que Sarah Good también va!
(Fuera, en el corredor. Tituba sigue repitiendo: «¡Llévame a casa, demonio; demonio, llévame a casa!». Y se oye la voz de Hopkins que le ordena seguir adelante. Herrick regresa y empuja andrajos y paja hasta colocarlos en un rincón. Al oír pasos se da la vuelta, y entran Danforth y el juez Hathorne, que llevan abrigos y la cabeza cubierta para combatir el intenso frío. Les sigue Cheever, acarreando una cartera y una caja plana de madera que contiene útiles de escritorio).
HERRICK: Buenos días, excelencia.
DANFORTH: ¿Dónde está el señor Parris?
HERRICK: Voy a buscarlo. (Se encamina hacia la puerta).
DANFORTH: Alguacil… (Herrick se detiene), ¿cuándo ha llegado el reverendo Hale?
HERRICK: Creo que hacia medianoche.
DANFORTH (desconfiado): ¿Qué hace?
HERRICK: Visita a los condenados y reza con ellos. Ahora está con la señora Nurse. Y el señor Parris le acompaña.
DANFORTH: Ese hombre carece de autoridad para entrar aquí, alguacil. ¿Por qué le ha permitido pasar?
HERRICK: Excelencia, me lo ha ordenado el señor Parris y no podía decirle que no.
DANFORTH: ¿Está usted borracho, alguacil?
HERRICK: No, excelencia; la noche es fría y en la cárcel no hay un fuego con que calentarse.
DANFORTH (conteniendo la indignación): Traiga al señor Parris.
HERRICK: Como usted mande, excelencia.
DANFORTH: Hay un hedor insoportable en esta celda.
HERRICK: Acabo de desalojar a las presas que dormían aquí.
DANFORTH: Tenga cuidado con la bebida, alguacil.
HERRICK: Sí, excelencia. (Espera un instante por si fueran a dársele órdenes adicionales. Pero Danforth, para mostrar su descontento, le vuelve la espalda. Herrick sale. Se produce una pausa. Danforth, inmóvil, reflexiona).
HATHORNE: Interrogue a Hale, excelencia; no me sorprendería que hubiera estado predicando en Andover últimamente.
DANFORTH: Ya llegaremos a eso; por el momento no diga nada de Andover. Parris reza con él. Qué extraño. (Se sopla las manos; luego se dirige hacia la ventana y mira fuera).
HATHORNE: Excelencia, me pregunto si es prudente permitir que Parris frecuente tanto a los prisioneros. (Danforth se vuelve hacia él, interesado). A veces, últimamente, creo advertir un brillo de locura en sus ojos.
DANFORTH: ¿Locura?
HATHORNE: Me lo encontré ayer cuando él salía de su casa y le di los buenos días; el hombre se echó a llorar y siguió su camino. No me parece conveniente que los habitantes de Salem lo vean tan poco seguro de sí mismo.
DANFORTH: Quizá le aflija alguna pena.
CHEEVER (pateando el suelo para combatir el frío): Creo que son las vacas, excelencia.
DANFORTH: ¿Las vacas?
CHEEVER: Ahora que sus dueños están en la cárcel, hay muchísimas vacas vagando por los caminos y se producen frecuentes altercados sobre quién se quedará con ellas. Sé que el señor Parris estuvo discutiendo con varios granjeros todo el día de ayer…, hay muchas disputas sobre las vacas, excelencia. (Se vuelve, al igual que Hathorne y Danforth, al oír que se acerca alguien por el corredor. Danforth alza la cabeza al entrar Parris. El reverendo está demacrado, parece tener miedo y suda con el abrigo puesto).
PARRIS (dirigiéndose inmediatamente a Danforth): Buenos días, excelencia, le agradezco mucho que haya venido y le pido disculpas por despertarle tan pronto. Buenos días, juez Hathorne.
DANFORTH: El reverendo Hale no tiene ningún derecho a entrar…
PARRIS: Un momento, excelencia. (Va corriendo a cerrar la puerta).
HATHORNE: ¿Lo deja solo con los prisioneros?
DANFORTH: ¿Qué ha venido a hacer Hale aquí?
PARRIS (alzando las manos con gesto suplicante): Escúcheme un instante, por favor, excelencia. Ha ocurrido una cosa providencial. El reverendo Hale ha logrado que Rebecca Nurse vuelva a Dios.
DANFORTH (sorprendido): ¿Hale le ha pedido a la señora Nurse que confiese?
PARRIS (sentándose): Escuchen. A mí Rebecca Nurse no me ha dirigido la palabra desde que llegó a la cárcel hace tres meses. Pero ahora se sienta con el señor Hale, su hermana, Martha Corey y dos o tres más, y el reverendo les suplica que confiesen sus delitos y salven la vida.
DANFORTH: Vaya; eso es sin duda providencial. ¿Y ya están mejor dispuestas?
PARRIS: Aún no, aún no. Pero he pensado que debía llamarle, excelencia, para que decidamos si sería o no prudente… (No se atreve a decirlo). Pensaba hacerle una pregunta, excelencia, y espero que su excelencia no…
DANFORTH: Señor Parris, vaya al grano, ¿qué es lo que le preocupa?
PARRIS: Hay algunas novedades, excelencia, que el tribunal deberá tener en cuenta. Mi sobrina, excelencia, mi sobrina…, creo que ha desaparecido.
DANFORTH: ¿Desaparecido?
PARRIS: Tenía intención de comunicárselo, pero…
DANFORTH: ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo hace que no se sabe de ella?
PARRIS: Esta es la tercera noche que falta. Verá usted, excelencia, me dijo que dormiría en casa de Mercy Lewis. Al día siguiente, al ver que no volvía, mandé recado al señor Lewis. Mercy le había dicho que esa noche venía a dormir a mi casa.
DANFORTH: ¡¿Han desaparecido las dos?!
PARRIS (temiendo la reacción del vicegobernador): Así es, excelencia.
DANFORTH (alarmado): Mandaré una patrulla a buscarlas. ¿Dónde pueden estar?
PARRIS: Creo, excelencia, que se han embarcado. (Danforth se queda boquiabierto). Mi hija me ha contado que las oyó hablar de barcos la semana pasada y esta noche he descubierto que…, han forzado mi caja de caudales. (Se aprieta los ojos con las manos para contener las lágrimas).
HATHORNE (asombrado): ¿Abigail le ha robado?
PARRIS: Han desaparecido treinta y una libras. Estoy sin un céntimo. (Se cubre la cara y solloza).
DANFORTH: Señor Parris, ¡es usted un mentecato! (Pasea, caviloso, sumamente preocupado).
PARRIS: No sirve de nada que me culpe a mí, excelencia. Creo que se han marchado porque tenían miedo de seguir en Salem. (Ha adoptado una actitud suplicante). Recuerde que Abigail conocía a fondo el pueblo, y desde que llegaron aquí las noticias de Andover…
DANFORTH: Lo de Andover ya se ha resuelto. El tribunal regresa allí el viernes para reanudar los interrogatorios.
PARRIS: No me cabe la menor duda, excelencia. Pero hasta aquí han llegado rumores de rebelión, y eso…
DANFORTH: ¡No hay rebelión que valga en Andover!
PARRIS: Le cuento lo que se dice aquí, excelencia. Dicen que han expulsado al tribunal y que no quieren saber nada de brujería. Hay aquí un grupo que se nutre de noticias como esas y, se lo digo sinceramente, excelencia, temo que se produzcan disturbios.
HATHORNE: ¡Disturbios! Durante todas las ejecuciones no he advertido otra cosa que una gran satisfacción en la ciudadanía.
PARRIS: Eran personas de otro tipo las que han sido ajusticiadas hasta ahora. Rebecca Nurse no es Bridget, que vivió tres años con Bishop antes de casarse con él. John Proctor no es Isaac Ward, que arruinó a su familia con la bebida. (A Danforth): Bien sabe Dios que me gustaría que fuese de otra manera, excelencia, pero esas personas aún tienen gran influencia en el pueblo. Si Rebecca dispone de un momento en el patíbulo para elevar al cielo una oración piadosa, temo que despierte deseos de venganza contra usted.
HATHORNE: Excelencia, se la ha condenado por bruja. El tribunal tiene…
DANFORTH (muy preocupado, alza una mano para acallar a Hathorne): Perdone. (A Parris): ¿Qué propone que hagamos?
PARRIS: Excelencia, yo retrasaría algún tiempo las ejecuciones.
DANFORTH: No habrá aplazamiento.
PARRIS: Ahora que el señor Hale ha regresado, hay esperanzas, creo…, porque si consigue que alguno de ellos, aunque sólo sea uno, vuelva a Dios, esa confesión condenaría a los demás a ojos de la población, y nadie podría dudar ya de sus vínculos con el infierno. Pero de esta otra manera, inconfesos y declarándose inocentes, se multiplicarán las dudas, muchas personas honestas los llorarán, y nuestro buen propósito se ahogará en sus lágrimas.
DANFORTH (después de pensar un momento, se reúne con Cheever): Deme la lista.
(Cheever abre la cartera y busca).
PARRIS: No se puede olvidar, excelencia, que cuando convoqué a la comunidad para excomulgar solemnemente a John Proctor, apenas acudieron treinta personas. Eso habla de descontento, creo yo, y…
DANFORTH: No habrá aplazamiento.
PARRIS: Excelencia…
DANFORTH: Vamos a ver, reverendo, en su opinión, ¿quién de estos podría volver a Dios? Yo mismo me quedaré hasta el amanecer con la persona que designemos para lograr que se convierta. (Pasa la lista a Parris, que se limita a echarle una ojeada).
PARRIS: De aquí al amanecer no hay tiempo suficiente.
DANFORTH: Me esforzaré al máximo. ¿En cuál de ellos pondría usted sus esperanzas?
PARRIS (sin mirar siquiera la lista, y con voz muy queda y temblorosa): Excelencia, un puñal… (Se ahoga).
DANFORTH: ¿Qué dice?
PARRIS: Esta noche, cuando he abierto la puerta para salir de casa…, un puñal ha caído al suelo con estrépito. (Silencio. Danforth asimila la noticia. Parris alza la voz). No puede ahorcar a personas como estas. Corro peligro. ¡No me atrevo a salir de casa por la noche!
(Entra el reverendo Hale. Los otros lo miran durante un instante en silencio. Está transido de sufrimiento, exhausto, y sus maneras son más tajantes que nunca).
DANFORTH: Acepte mis felicitaciones, reverendo Hale; nos alegra ver que ha vuelto a trabajar para Dios.
HALE (acercándose a Danforth): Ha de concederles el indulto, excelencia. No confesarán.
(Entra Herrick y se queda esperando).
DANFORTH (en tono conciliatorio): No ha entendido bien la situación, reverendo; no puedo perdonar a estos cuando ya se ha ahorcado a doce personas por el mismo delito. No sería justo.
PARRIS (con el corazón encogido): ¿Rebecca no confesará?
HALE: El sol saldrá dentro de pocos minutos. Necesito más tiempo, excelencia.
DANFORTH: Ahora escúchenme y dejen de engañarse. No aceptaré ninguna petición de indulto ni de aplazamiento. Quienes no confiesen subirán al patíbulo. Ya se ha ejecutado a doce; se han publicado los nombres de estos siete, y todo el pueblo espera verlos morir en la mañana de hoy. El aplazamiento pondría de manifiesto una vacilación por mi parte; la conmutación de la pena o el indulto arrojaría dudas sobre la culpabilidad de quienes ya han muerto. Cuando aplico la ley de Dios, no permito que los gemidos quiebren la voz del Todopoderoso. Si temen ustedes el desquite, sepan esto: ahorcaría a diez mil que osaran alzarse contra la ley, y un océano de lágrimas no lograría modificar la sentencia. Ahora hagan de tripas corazón y ayúdenme, como el cielo les manda que lo hagan. ¿Ha hablado usted con todos, señor Hale?
HALE: Con todos menos Proctor. Proctor está aislado en la mazmorra.
DANFORTH (a Herrick): ¿Qué actitud tiene ahora?
HERRICK: Permanece inmóvil como una gran ave de presa al acecho; sólo se sabe que está vivo porque come algo de cuando en cuando.
DANFORTH (después de meditar un momento): Su mujer…, el embarazo de su mujer ha de estar ya bastante avanzado, ¿verdad?
HERRICK: Así es, excelencia.
DANFORTH: ¿Qué le parece, señor Parris? Usted ha conocido más de cerca a ese hombre: ¿podría ablandarle la presencia de su mujer?
PARRIS: Es posible, excelencia. Lleva tres meses sin verla. Yo la llamaría.
DANFORTH (a Herrick): ¿Sigue Proctor tan obcecado? ¿Ha vuelto a golpearle a usted?
HERRICK: No puede, excelencia; ahora está encadenado a la pared.
DANFORTH (después de pensarlo): Traiga a la señora Proctor a mi presencia. Luego sáquelo también a él de la mazmorra.
HERRICK: A sus órdenes, excelencia. (Sale Herrick. Unos momentos de silencio).
HALE: Excelencia, si pospone una semana las ejecuciones y hace saber a la ciudadanía que está esforzándose por obtener la confesión de los condenados, ese aplazamiento no sería un síntoma de vacilación sino de clemencia.
DANFORTH: Dado que Dios no me ha dotado, como a Josué, de poder para retrasar la salida del sol, tampoco puedo sustraer a los condenados a la ejecución de la sentencia.
HALE (endureciendo el tono de voz): Si considera voluntad de Dios provocar una revuelta, ¡está muy equivocado!
DANFORTH (al instante): ¿Ha oído hablar de una revuelta en el pueblo?
HALE: Excelencia, hay huérfanos que vagan de casa en casa; el ganado abandonado muge por los caminos; el hedor de las cosechas podridas llega a todas partes; nadie sabe cuándo el grito de unas rameras pondrá fin a sus días y, ¿aún pregunta si se habla de revuelta? ¡Más bien debería asombrarse de que no quemen su provincia, excelencia!
DANFORTH: Señor Hale, ¿ha predicado este mes en Andover?
HALE: Gracias a Dios, en Andover no tienen necesidad de mí.
DANFORTH: Me desconcierta usted, señor mío. ¿Por qué ha vuelto a Salem?
HALE: Muy sencillo. He venido a hacer la obra del demonio. He venido a aconsejar a unos cristianos que se contradigan. (No puede seguir con el tono sarcástico). ¡Hay sangre sobre mi cabeza! ¿Es que no ve la sangre sobre mi cabeza?
PARRIS: ¡Silencio! (Porque ha oído pasos. Todos se vuelven hacia la puerta. Entra Herrick con Elizabeth, cuyas muñecas están sujetas por pesadas cadenas, que Herrick retira a continuación; lleva sucia la ropa y está pálida y demacrada. Herrick sale).
DANFORTH (con mucha cortesía): Señora Proctor. (Elizabeth guarda silencio). Espero que se encuentre bien.
ELIZABETH (a manera de advertencia): Todavía faltan seis meses para que me llegue la hora.
DANFORTH: Quédese tranquila, señora, no venimos a quitarle la vida. Nuestra… (Indeciso sobre cómo suplicar, porque no está acostumbrado a hacerlo). Reverendo Hale, ¿querrá hablar con esta mujer?
HALE: Señora Proctor, su marido está condenado a morir hoy en la horca.
(Pausa).
ELIZABETH (en voz baja): Lo he oído.
HALE: Espero que sepa que ya no tengo relación alguna con el tribunal. (Elizabeth parece ponerlo en duda). Vengo aquí por decisión propia. Quisiera salvar la vida de su marido, porque si se la quitan me consideraré su asesino. ¿Me comprende?
ELIZABETH: ¿Qué quiere de mí?
HALE: Estos tres últimos meses, señora Proctor, los he pasado en el desierto, como nuestro Señor. Buscaba una manera cristiana de proceder, porque es doble la culpa de un ministro de Dios que aconseja mentir.
HATHORNE: No es una mentira, no puede hablar de mentiras.
HALE: ¡Sí es mentira! ¡Son inocentes!
DANFORTH: ¡No estoy dispuesto a oír una palabra más sobre este asunto!
HALE (dirigiéndose de nuevo a Elizabeth): No se equivoque usted acerca de su deber como yo lo hice acerca del mío. Vine a este pueblo como un novio en busca de su amada, y traía regalos de elevada religiosidad; traía conmigo la corona misma de la ley sagrada, pero todo lo que tocaba con mi ingenua confianza, moría; y allí donde posaba el ojo de mi gran fe, brotaba la sangre. Tenga cuidado, señora Proctor: no se adhiera a la fe cuando la fe derrama sangre. La ley que lleva al sacrificio es una ley equivocada. La vida, no otra cosa, es el regalo más precioso que Dios nos hace; ningún principio, por elevado que sea, puede justificar su destrucción. Por eso le ruego que convenza a su marido para que confiese. Déjele que mienta. Que no le asuste el juicio de Dios en este caso, porque muy bien podría ser que Dios juzgara con más benevolencia a un mentiroso que a quien renuncie a la vida por orgullo. ¿Querrá suplicárselo usted? No creo que escuche a nadie más.
ELIZABETH (serenamente): Me parece que razona usted como el demonio.
HALE (en el colmo de la desesperación): ¡Mujer! ¡Ante las leyes de Dios no somos más que animales irracionales! ¡No sabemos interpretar su voluntad!
ELIZABETH: No estoy en condiciones de rebatir sus palabras, reverendo, me faltan conocimientos.
DANFORTH (acercándose a ella): Señora Proctor, no la hemos llamado para discutir cuestiones teológicas. ¿Acaso ya no quiere a su marido? Porque morirá al alba. Su marido morirá al amanecer. ¿Lo entiende? (Elizabeth se limita a mirarlo fijamente). ¿Qué me dice? ¿Querrá tratar de convencerlo? (Elizabeth permanece silenciosa). ¿Es usted de piedra? Le digo con toda sinceridad que si no tuviera otras pruebas de lo antinatural de su vida, ¡esos ojos sin lágrimas serían demostración suficiente de que ha entregado su alma al infierno! ¡Incluso un simio lloraría ante semejante calamidad! ¿Es que el maligno le ha dejado sin lágrimas de compasión? (Elizabeth sigue callada). Llévensela. ¡No servirá de nada que hable con él!
ELIZABETH (con sobriedad): Déjeme hablar con él, excelencia.
PARRIS (esperanzado): ¿Intentará convencerlo? (Elizabeth vacila).
DANFORTH: ¿Le suplicará que confiese o no lo hará?
ELIZABETH: No prometo nada. Déjeme hablar con él.
(Un ruido: el susurro de pies que se arrastran sobre la piedra. Todos se vuelven. Una pausa. Entra Herrick con John Proctor, que lleva cadenas en las muñecas. Parece otro hombre, barbudo, sucio, los ojos empañados, como cubiertos de telarañas. Proctor se detiene nada más cruzar el umbral, sorprendido al ver a su mujer. La corriente de emoción que fluye entre los dos enmudece a los demás durante unos instantes. Luego Hale, visiblemente afectado, se acerca a Danforth y le habla en voz baja).
HALE: Por favor, excelencia, déjelos que hablen a solas.
DANFORTH (apartando a Hale con un gesto de impaciencia): Señor Proctor, sabe lo que le espera, ¿no es así? (Proctor calla, mirando a Elizabeth). Pronto amanecerá, señor mío; delibere con su esposa y que Dios le ayude a volver la espalda al infierno. (Proctor guarda silencio, sin dejar de mirar a Elizabeth).
HALE (en voz baja): Excelencia, permita…
(Danforth, sin dejarle terminar la frase se dirige hacia la puerta. Hale le sigue. Cheever se pone en pie y sigue a Danforth; tras él sale Hathorne. A continuación se marcha Herrick. Parris, sin acercarse a ninguno de los dos, se muestra solícito).
PARRIS: Si desea un vaso de sidra, señor Proctor, estoy seguro de que… (Proctor lo mira con frialdad y Parris se interrumpe; luego levanta las palmas de las manos hacia Proctor). Que Dios le guíe. (Sale de la celda).
(A solas ya, Proctor camina hacia Elizabeth, pero enseguida se detiene. Es como si se hallaran en un mundo que girase vertiginosamente. Un mundo más allá y por encima del dolor. Proctor extiende la mano como si buscara algo que no es del todo real, pero al tocar a Elizabeth, un sonido suave y extraño, mitad de júbilo, mitad de asombro, sale de su garganta. Proctor palmea la mano de su mujer. Elizabeth cubre la de John con la suya. Luego, sintiéndose débil, Proctor se sienta. A continuación, también ella se sienta frente a él).
PROCTOR: ¿El niño?
ELIZABETH: Crece.
PROCTOR: ¿Sabes algo de nuestros hijos?
ELIZABETH: Están bien. Samuel, el de Rebecca, se encarga de cuidarlos.
PROCTOR: ¿No los has visto?
ELIZABETH: No. (Advierte que está a punto de dejarse dominar por la emoción, pero se repone).
PROCTOR: Eres… maravillosa, Elizabeth.
ELIZABETH: ¿Te…, te han torturado?
PROCTOR: Sí. (Pausa. Elizabeth no está dispuesta a dejarse ahogar en el mar que la amenaza). Ahora se disponen a quitarme la vida.
ELIZABETH: Lo sé.
(Pausa).
PROCTOR: ¿Nadie… ha confesado todavía?
ELIZABETH: Han confesado muchos.
PROCTOR: ¿Quiénes?
ELIZABETH: Cien o más, dicen. La señora Ballard es una; otro es Isaiah Goodkind. Y muchos más.
PROCTOR: ¿Rebecca?
ELIZABETH: Rebecca no. Ya tiene un pie en el cielo y nada puede hacerle daño.
PROCTOR: ¿Y Giles?
ELIZABETH: ¿No estás enterado?
PROCTOR: No se entera uno de nada donde yo estoy.
ELIZABETH: Giles ha muerto.
(Proctor mira a su mujer con incredulidad).
PROCTOR: ¿Cuándo lo ahorcaron?
ELIZABETH (tranquilamente, limitándose a exponer los hechos): No lo ahorcaron. Insistió en no contestar; porque si negaba la acusación iban a ahorcarlo sin remedio y a sacar a subasta sus propiedades. De manera que permaneció mudo y murió sin dejar de ser cristiano, según la ley, para que sus hijos heredaran la granja. Es lo que dice la ley: no podían condenarlo por practicar la magia si no negaba la acusación.
PROCTOR: Entonces, ¿cómo ha muerto?
ELIZABETH (afectuosamente): Lo aplastaron, John.
PROCTOR: ¿Lo aplastaron?
ELIZABETH: Le colocaron grandes piedras sobre el pecho para obligarle a decir sí o no. (Con una tierna sonrisa para el anciano). Cuentan que sólo le sacaron dos palabras del cuerpo: «Más peso», dijo. Y se murió.
PROCTOR (estupefacto, un hilo más con que tejer su sufrimiento): «Más peso».
ELIZABETH: Sí. Era un hombre temible Giles Corey.
(Pausa).
PROCTOR (con gran determinación, pero sin mirar del todo a su mujer): He estado pensando en confesar, Elizabeth. (La señora Proctor no manifiesta emoción alguna). ¿Qué me dices tú?
ELIZABETH: No soy quién para juzgarte, John.
(Pausa).
PROCTOR (con sencillez, una simple pregunta): ¿Qué querrías tú que hiciera?
ELIZABETH: Lo que tú decidas me parecerá bien. (Leve pausa). Quiero que vivas, John. De eso puedes estar seguro.
PROCTOR (también haciendo un pausa; luego, con un destello de esperanza): La mujer de Giles, ¿ha confesado?
ELIZABETH: No lo hará.
(Pausa).
PROCTOR: Es mentira, Elizabeth.
ELIZABETH: ¿Qué es mentira?
PROCTOR: No puedo subir al patíbulo como un santo. Estaría fingiendo, porque no soy santo. (Elizabeth calla). Mi honestidad no existe; no soy un hombre bueno. Con esa mentira no estropearé nada que no estuviera podrido hace ya mucho tiempo.
ELIZABETH: Pero hasta ahora no has confesado. Eso demuestra que hay bondad en ti.
PROCTOR: Sólo el rencor me hace callar. Es duro dar a esos perros la satisfacción de una mentira. (Pausa. Por primera vez mira directamente a su mujer). Necesito tu perdón, Elizabeth.
ELIZABETH: No me corresponde a mí, John; soy…
PROCTOR: Me gustaría que vieras algo de honradez en lo que me dispongo a hacer. Está bien que los que nunca han mentido mueran ahora para salvar el alma. En mi caso sería fingimiento, una vanidad que ni cegaría a Dios ni libraría a mis hijos del desastre. (Pausa). ¿Qué dices?
ELIZABETH (evitando un sollozo que la amenaza constantemente): John, no serviría de nada que yo te perdonara si tú mismo no te perdonas. (Ahora él se aparta un poco de ella, lleno de angustia). No se trata de mi alma, sino de la tuya. (Proctor se pone en pie, como si sintiera un dolor corporal, alzándose despacio, con un gran deseo de encontrar una respuesta. A Elizabeth le cuesta articular lo que tiene que decir, y está al borde de las lágrimas). Pero puedes estar seguro de que, hagas lo que hagas, lo habrá hecho un hombre bueno, ahora lo sé con certeza. (Proctor vuelve hacia ella su mirada insegura, inquisitiva). He escudriñado mi corazón durante estos tres meses, John. (Pausa). Tengo mis propios pecados que confesar. Hace falta una esposa fría para propiciar la lujuria.
PROCTOR (sufriendo mucho): Basta, basta…
ELIZABETH (sincerándose por completo): ¡Más valdrá que me conozcas!
PROCTOR: ¡No quiero oírlo! ¡Te conozco bien!
ELIZABETH: Te echas mis pecados a la espalda, John…
PROCTOR (angustiado): ¡No, sólo los míos, los míos!
ELIZABETH: Me consideraba tan fea, tan mal hecha, que creía imposible que alguien me quisiera de verdad. Cuando yo te besaba era la sospecha quien te besaba; nunca supe cómo manifestar mi amor. ¡Era un hogar muy frío el que yo cuidaba para ti! (Asustada, se vuelve bruscamente al entrar Hathorne.
HATHORNE: ¿Qué dice usted, Proctor? El sol saldrá muy pronto.
(Proctor, el pecho anhelante, lo mira fijamente y se vuelve hacia Elizabeth. Ella se le acerca como para suplicar, temblándole la voz).
ELIZABETH: Haz lo que quieras. Pero no permitas que nadie sea tu juez. ¡No hay bajo la capa del cielo un juez mejor que Proctor! ¡Perdóname, John, perdóname! ¡No he conocido nunca mayor bondad que la tuya! (Se oculta la cara, llorando).
PROCTOR: Quiero vivir.
HATHORNE (entusiasmado, sorprendido): ¿Va a confesar?
PROCTOR: Seguiré vivo.
HATHORNE (con entonación piadosa): ¡Alabado sea Dios! ¡Es providencial! (Sale corriendo, y se oye su voz corredor adelante). ¡Proctor va a confesar! ¡Proctor confiesa!
PROCTOR (lanzando una exclamación, se acerca a zancadas hasta la puerta): ¿Por qué lo grita de esa manera? (Muy afectado, se vuelve hacia su esposa). Es un gran pecado, ¿no es cierto?
ELIZABETH (aterrorizada, llorando): ¡Yo no te juzgo, John, no puedo!
PROCTOR: Entonces, ¿quién me juzgará? (Juntando las manos de repente). Dios del cielo, ¿quién es John Proctor? (Se mueve como un animal, y una furia cabalga sobre sus hombros, una búsqueda torturante). Creo que es una decisión honesta, así lo creo; no soy un santo. (Como si Elizabeth lo hubiera negado, le grita, furioso). ¡Que Rebecca vaya a la horca como una santa! ¡Si yo lo hiciera, estaría fingiendo!
(Se oyen voces en el vestíbulo, hablando entre sí con emoción contenida).
ELIZABETH: No soy tu juez, no puedo serlo. (Como liberándolo). ¡Haz lo que tú quieras!
PROCTOR: ¿Estarías dispuesta a decir tú una mentira tan grande? Contéstame. ¿Harías tú una cosa así? (Elizabeth no es capaz de contestar). No lo harías; ¡no lo harías aunque te quemaran con tenazas al rojo vivo! Es una cosa horrible, de acuerdo: ¡es una cosa horrible y yo la hago!
(Entra Hathorne con Danforth y, acompañándolos, Cheever, Parris y Hale. Entran deprisa, sin formalismos, como si se hubiera roto el hielo).
DANFORTH (muy aliviado y agradecido): Dios sea loado, Proctor, Dios sea loado; se le bendecirá por esto en el cielo. (Cheever se apresura a sentarse en el banco con pluma, tinta y papel. Proctor le observa). Procedamos. ¿Está usted listo, señor Cheever?
PROCTOR (helado de horror ante su eficiencia): ¿Por qué razón hay que poner por escrito mi confesión?
DANFORTH: ¿Razón? Para edificación del pueblo, señor mío; ¡la colocaremos en la puerta de la iglesia! (A Parris, con prisa): ¿Dónde está el alguacil?
PARRIS (corre hasta la puerta y llama, pasillo adelante): ¡Alguacil! ¡Dese prisa!
DANFORTH: Ahora, señor Proctor, haga el favor de hablar despacio y sin irse por las ramas, para facilitar la tarea del señor Cheever. (Empieza a hablar ya de manera oficial, y está realmente dictando a Cheever, que escribe). Señor Proctor, ¿ha visto al diablo alguna vez en su vida? (Proctor aprieta los dientes). Vamos, vamos, ya amanece; los habitantes de Salem esperan junto al patíbulo; yo mismo les daré la noticia. ¿Vio usted al demonio?
PROCTOR: Así es.
PARRIS: ¡Alabado sea Dios!
DANFORTH: Y cuando el demonio se le aparecía, ¿cuáles eran sus exigencias? (Proctor calla. Danforth le ayuda). ¿Le ordenó trabajar para él sobre la Tierra?
PROCTOR: Así lo hizo.
DANFORTH: ¿Y quedó usted vinculado a su servicio? (Danforth se vuelve al entrar en la celda Rebecca Nurse, con Herrick ayudándola a sostenerse, porque apenas es capaz de andar). Pase, pase, no se quede ahí.
REBECCA (animándose al ver a Proctor): ¡Ah, John! ¿Está usted bien?
(Proctor vuelve la cara hacia la pared).
DANFORTH: Valor, hombre, valor; permítale que sea testigo de su buen ejemplo, de manera que también ella pueda acercarse a Dios. ¡Escuche, señora Nurse! Continúe, señor Proctor. ¿Se comprometió usted a servir al diablo?
REBECCA (asombrada): ¿Cómo es posible, John?
PROCTOR (hablando entre dientes, evitando mirar a Rebecca): Eso hice.
DANFORTH: Ahora, mujer, ya ve que no le servirá de nada seguir manteniendo el engaño. ¿Confesará con él?
REBECCA: ¡Oh, John, que Dios se apiade de usted!
DANFORTH: Le pregunto si está dispuesta a confesar, señora Nurse.
REBECCA: No puedo; sería mentira. ¿Cómo quiere que me condene yo misma? No puedo, no puedo.
DANFORTH: Señor Proctor. Cuando el demonio se presentó a usted, ¿le acompañaba Rebecca Nurse? (Proctor guarda silencio). Vamos, hombre, anímese. ¿La vio alguna vez con el demonio?
PROCTOR (con voz casi inaudible): No.
(Danforth, advirtiendo ahora que surgen dificultades, mira a John, se acerca a la mesa y toma una hoja: la lista de los condenados).
DANFORTH: ¿Vio usted a Mary Easty, la hermana de Rebecca, con el diablo?
PROCTOR: No, no la vi.
DANFORTH (mirando a Proctor con el ceño fruncido): ¿Vio alguna vez a Martha Corey con el diablo?
PROCTOR: No, no la vi.
DANFORTH (percatándose de lo que está sucediendo y dejando lentamente la hoja): ¿Vio alguna vez a alguien con el diablo?
PROCTOR: No.
DANFORTH: Proctor, se equivoca conmigo. No tengo poder para dejarlo con vida a cambio de una mentira. Sin duda vio a alguna persona con el diablo. (Proctor calla). Señor Proctor, una veintena de personas han testificado ya que vieron a esta mujer con el diablo.
PROCTOR: Entonces ya está probado. ¿Qué necesidad hay de que lo diga yo?
DANFORTH: ¿Que por qué es «necesario» que lo diga usted? ¡Tendría que alegrarse de decirlo si su alma está realmente limpia de toda complicidad con el infierno!
PROCTOR: Creen que morirán como santos. No quiero dañar su buen nombre.
DANFORTH (preguntando, incrédulo): ¿Cree usted, señor Proctor, que morirán como santos?
PROCTOR (escabulléndose): Esta mujer nunca pensó que trabajaba para el diablo.
DANFORTH: Escúcheme, señor mío. Me parece que no ha entendido cuál es su deber en este momento. No importa lo que la señora Nurse pensara: se la ha declarado culpable del asesinato, por medios no naturales, de unas recién nacidas; y a usted de enviar su espíritu contra Mary Warren. La única cuestión aquí es su alma, Proctor, y tiene que probar que ha quedado limpia o no podrá vivir en un país cristiano. ¿Me dirá ahora qué personas conspiraron con usted en compañía del maligno? (Proctor guarda silencio). ¿Le consta que en alguna ocasión Rebecca Nurse…?
PROCTOR: Sólo hablo de mis propios pecados; no juzgo los de otras personas. (Grita con odio). ¡La lengua no me obedece!
HALE (dirigiéndose con prontitud a Danforth): Excelencia, basta con que confiese sus propias culpas. Déjele que firme.
PARRIS (nervioso): Es un gran servicio, excelencia. Su apellido tiene mucho peso; impresionará grandemente al pueblo que Proctor confiese. Le ruego que le permita firmar. ¡Ya ha salido el sol, excelencia!
DANFORTH (a disgusto, después de reflexionar): De acuerdo entonces, firme su testimonio. (A Cheever): Entrégueselo. (Cheever se acerca a John, con la confesión y una pluma en la mano. Proctor no mira en su dirección). Vamos, firme.
PROCTOR (después de lanzar una ojeada a la confesión): Todos ustedes lo han presenciado; con eso basta.
DANFORTH: ¿No va a firmarla?
PROCTOR: Todos ustedes son testigos; ¿qué más hace falta?
DANFORTH: ¿Se burla de mí? O firma usted con su nombre o no hay confesión, señor mío. (Con el pecho jadeante, pues le cuesta respirar, Proctor toma el documento y firma).
PARRIS: ¡Alabado sea el Señor!
(Apenas firmado el documento, Danforth trata de apoderarse de él, pero Proctor no se lo permite, sintiendo crecer en su interior un terror infinito y una cólera sin limites).
DANFORTH (perplejo, pero extendiendo cortésmente la mano): Tenga la amabilidad, señor Proctor.
PROCTOR: No.
DANFORTH (como si Proctor no entendiera): Señor Proctor, he de…
PROCTOR: No, no. He firmado la confesión. Ustedes me han visto hacerlo. ¡Ya está! No necesitan este papel.
PARRIS: El pueblo, Proctor, ha de tener prueba de que…
PROCTOR: ¡Me tiene sin cuidado el pueblo! ¡He confesado ante Dios y Dios ha visto mi nombre en este papel! ¡Es suficiente!
DANFORTH: No, señor mío, no es…
PROCTOR: Usted ha venido para salvar mi alma, ¿no es así? ¡Aquí está! ¡He confesado y eso es suficiente!
DANFORTH: Usted no ha con…
PROCTOR: ¡Sí que he confesado! ¿Acaso el arrepentimiento, para ser auténtico, ha de ser público? ¡Dios no necesita que se clave mi nombre en la puerta de la iglesia! ¡Dios ve mi nombre; Dios sabe de la negrura de mis pecados! ¡Eso es suficiente!
DANFORTH: Señor Proctor…
PROCTOR: ¡No me utilizarán! ¡No soy Sarah Good ni Tituba! ¡Soy John Proctor! ¡No me utilizarán! ¡No forma parte de la salvación que ustedes me utilicen!
DANFORTH: No desearía…
PROCTOR: Tengo tres hijos; ¿cómo voy a enseñarles a caminar por el mundo con la cabeza bien alta, después de vender a mis amigos?
DANFORTH: No ha vendido a sus amigos…
PROCTOR: ¡No quiera engañarme! ¡Los habré denigrado a todos cuando esto se clave en la puerta de la iglesia el mismo día en que se los ahorca por su silencio!
DANFORTH: Señor Proctor, necesito una prueba fehaciente y legal de que usted…
PROCTOR: ¡Usted es el tribunal supremo, su palabra es suficientemente buena! Dígales que he confesado; diga que Proctor cayó de rodillas y lloró como una mujer; diga lo que quiera, pero mi nombre no…
DANFORTH (desconfiando): Es lo mismo que yo lo anuncie o que usted lo firme, ¿no?
PROCTOR (aunque sabe que es una locura): ¡No, no es lo mismo! ¡Lo que otros digan y lo que yo firme no es lo mismo!
DANFORTH: ¿Cómo? ¿Se propone negar esta confesión cuando quede en libertad?
PROCTOR: ¡No me propongo negar nada!
DANFORTH: En ese caso, explíqueme, señor Proctor, por qué no quiere…
PROCTOR (con un grito de toda el alma): ¡Porque ahí está mi nombre! ¡Porque no tendré otro mientras viva! ¡Porque he mentido y he firmado mentiras! ¡Porque no merezco besar el polvo que pisan los pies de los que van a ser ahorcados! ¿Cómo voy a vivir sin mi nombre? ¡Le he entregado el alma, déjeme al menos mi nombre!
DANFORTH (señalando a la confesión que Proctor tiene en la mano): ¿Es una mentira ese documento? ¡Porque si lo es, no lo aceptaré! ¿Qué me responde? ¡No me ocupo de mentiras, señor mío! (Proctor permanece inmóvil). O me entrega una confesión sincera o no podré salvarlo de la horca. (Proctor no contesta). ¿Qué camino elige, señor mío?
(El pecho anhelante, la mirada perdida, Proctor rasga la confesión y hace un rebujo con ella, mientras llora, furioso, pero erguido).
DANFORTH: ¡Alguacil!
PARRIS (histérico, como si su vida dependiera del papel destruido): ¡Proctor, Proctor!
HALE: ¡Le ahorcarán! ¡No puede hacer eso!
PROCTOR (con los ojos arrasados en lágrimas): Sí puedo. Y ese es su primer prodigio, reverendo, que sí puedo. Ha conseguido que funcione su magia, señor Hale, porque ahora me parece que veo una pizca de decencia en John Proctor. No lo bastante para tejer un estandarte con ella, pero sí lo bastante limpia como para no querer que la manchen semejantes perros. (Elizabeth, en un estallido de terror, corre a él y llora, la mejilla apoyada contra su mano). ¡No les regales ni una lágrima! ¡Las lágrimas les agradan! ¡Muéstrales honor, muéstrales un corazón de piedra y húndelos con él! (La incorpora y la besa con gran pasión).
REBECCA: ¡No estéis pesarosos! ¡A todos nos espera otro juicio muy distinto!
DANFORTH: ¡Ahorcadlos bien alto! ¡Quien llora por ellos llora por la corrupción! (Se marcha muy deprisa. Herrick empieza a llevarse a Rebecca, que casi se desploma, pero Proctor la sujeta, y ella alza los ojos, disculpándose).
REBECCA: No he desayunado.
HERRICK: Vamos, Proctor. (Herrick los escolta; salen seguidos por Hathorne y Cheever. Elizabeth, inmóvil, contempla el umbral vacío).
PARRIS (muerto de miedo, a Elizabeth): ¡Vaya con él, señora Proctor! ¡Todavía hay tiempo!
(Fuera, un redoble de tambores estremece el aire. Parris se sobresalta. Elizabeth se precipita bruscamente hacia la ventana).
PARRIS: ¡Vaya con él! (Corre hacia la puerta, como para detener su propio destino). ¡Proctor, Proctor!
(De nuevo, un breve redoble de tambores).
HALE: ¡Mujer, suplíquele! (Hace amago de salir corriendo, pero luego regresa junto a ella). ¡Es orgullo, vanidad! (Elizabeth evita su mirada y se coloca junto a la ventana. Hale cae de rodillas). ¡Ayúdelo! ¿De qué le sirve a él derramar su sangre? ¿Acaso el polvo hará su elogio? ¿Proclamarán su verdad los gusanos? ¡Vaya con él, convénzale de que no tiene de qué avergonzarse!
ELIZABETH (buscando apoyo para no caer, se agarra a los barrotes de la ventana y contesta a voz en grito): Ahora ya tiene la paz que buscaba. ¡No quiera Dios que yo se la quite!
(El último redoble de tambores cesa bruscamente; luego inicia un violento crescendo. Hale llora, rezando frenéticamente, mientras la luz del sol naciente se derrama sobre el rostro de Elizabeth y los tambores repiquetean como huesos en el aire de la mañana).
(Cae el telón).