XVI


Un cosquilleo en los pies me despertó. La habitación estaba iluminada y vi que Ferrill sonreía maliciosamente tras la última caricia a mis pies.

—Solía despertar a Cherez de esta forma, y ella se ponía furiosa —dijo sonriente—. He pensado que le gustaría participar de la diversión. La valiente maniobra de Harlan está a punto de empezar.

Salí del catre, perdí un poco de tiempo echando agua fría a mis ojos y me arreglé el pelo antes de volver con Ferrill. No me hizo falta el comentario de Ferrill para saber que el clímax era inminente. La sala entera contemplaba la pantalla y algunos técnicos se habían subido a sillas o mesas para ver mejor el importantísimo tanque espacial. Las computadoras guardaban silencio. La conversación se limitaba a breves e inaudibles murmullos. La tensión, el miedo y la desconfianza de la sala principal fue un golpe físico tras salir de los dormitorios. Ferrill se había detenido en el umbral y ambos recorrimos con la mirada a los espectadores hasta que encontramos a Jokan. Estaba de pie detrás de Stannall y de Lesatin. Jokan volvió la cabeza, fastidiado, cuando me apreté a él para dejar pasar a Ferrill. Nos ofreció un brevísimo informe antes de seguir mirando el tanque.

Tuve que hacer un esfuerzo para dirigir la vista a la esfera. Su relato me dejó sin saliva. Yo estaba segura de que los fuertes latidos de mi corazón eran audibles.

Tane quedaba atrás. Espacio vacío separaba a la dispersa flota lothariana del planeta nativo. Las luces intermitentes que eran nuestros defensores parecían una minúscula ristra de cuentas de cristal arrojada por casualidad sobre el terciopelo de un joyero y alrededor de un medallón de treinta y tres brillantes diamantes dispuestos al azar. Las cuentas no formaban círculo; sólo una curva, porque los contingentes de Ertoi y Glan estaban tan separados que no podían completar ni siquiera la más tosca formación circular. El gruñido de Ferrill no fue advertido por nadie.

Al principio me extrañó que los Mil se dejaran cercar de esa forma. Luego recordé que aquellos seres eran capaces de infligir terribles pérdidas en el espacio, de tal modo que podían mostrarse arrogantes con respecto a la insignificante trampa. Miré las cuentas: seguían separadas, pero poco a poco iban perfeccionando el círculo. Se desviaban al mismo tiempo, con la lentitud de un caracol, hacia Lothar. Ertoi y Glan se convirtieron en puntos fijos dada su situación por encima de Lothar. Debajo de este planeta se veían las señales luminosas de tamaño ligerísimamente mayor que eran los cuatro carros de combate lotharianos, las naves de clase estelar desplegadas para la batalla. El medallón avanzaba inexorablemente y la retaguardia iba acercándose. Las inestables cuentas iban formando un círculo, poco a poco, muy despacio.

Me había fascinado tanto el movimiento de la flota que no me percaté de las maniobras del medallón milico, una masa luminosa hasta entonces, que empezó a ser menos compacto y acabó transformándose en una quebrada línea.

Jokan gruñó y su tenso cuerpo se retorció: un esfuerzo inconsciente para agrupar las naves mílicas en la posición anterior. Stannall se tapó la cara un momento con una temblorosa mano. Cuando se volvió hacia Jokan, me espantó el agotamiento y la desesperación que reflejaba en el semblante.

—Esa maniobra... ¿no mengua la eficacia de la barrera resonante? —preguntó con la esperanza de oír lo contrario.

—Depende, señor, depende.

—¿De qué? —preguntó furiosamente Stannall.

—Del número de nuestros hombres que puedan soportar la reacción de los electromagnetos que generan la resonancia. Si conseguimos saturar de energía las naves enemigas, esa tardía dispersión no significará nada. —Jokan apretó los dientes, ceñudo—. Ojalá hubiéramos tenido tiempo para idear una protección eficaz contra el flujo de energía. De momento —continuó respondiendo a Stannall—, podemos estar seguros de que esta parte se halla completamente paralizada. —Su dedo pinchó el centro del medallón milico—. Incapacidad parcial en ambos extremos y, con suerte, la táctica normal se ocupará del resto.

—¿Y si continúan separándose? —Las palabras parecían arrastrarse para salir de la boca de Stannall.

—El descenso de la incapacidad total es proporcional. La acción debe ser más individual.

La expresión de Stannall era desesperada y sus labios, reducidos a líneas blancas por la fatiga, se apretaban tercamente a los dientes.

Aguardamos. Las miradas al indicador de tiempo se hicieron más frecuentes. Faltaban escasos momentos para la hora del ataque. Jokan contaba los segundos mentalmente, muy nervioso, y alguien, al otro lado de la sala, lo hacía en voz alta. Yo no era la única que recitaba silenciosamente.

¡La hora cero!

El tanque permaneció inalterado. ¿Qué esperaba yo que sucediera? No lo sé. Tampoco sabía qué retardo existía entre las naves y el tanque, pero los siguientes instantes, o minutos, me parecieron una eternidad.

Una nueva voz rompió el silencio. Al levantar los ojos vi un patrullero de pie junto al tablero maestro que comprobaba el estado de las naves. Su voz, comedida y falta de pasión, no supuso consuelo alguno.

—Ninguna baja. Dos minutos y sin bajas. Todas las naves en funcionamiento. Tres minutos y sin bajas.

Sin bajas, repitió mi cerebro. ¡Qué batalla tan extraña! Sin sangre, remotamente librada, remotamente observada. ¿También la muerte parecería remota a las víctimas? El miedo, empero, no era un hecho remoto. Había puesto sus pródigas manos en todos los ocupantes de la sala, sin excepciones, no me cabía la menor duda, en las naves y en el planeta Lothar.

—Sin bajas —continuó la monótona voz.

Las pausas de aquella letanía fueron alargándose y de pronto, incapaz de seguir observando la inalterada imagen, Stannall se volvió hacia Jokan.

—¡No ha pasada nada! ¿Cuánto tiempo hace falta? —gritó en voz tensa y estridente que resonó con penetrante audibilidad en la sala repleta de miedo. Alguien se puso a sollozar, pero se contuvo, sofocó el sonido.

—La vibración máxima para los Mil no se alcanzará antes de seis minutos —dijo en voz apagada Jokan—. La emisión se proyecta de un lado a otro de la nave para obtener el máximo efecto. Tenemos la ventaja de que los Mil no pueden iniciar tácticas de evasión a elevadas aceleraciones como nosotros. Cuanto más tiempo permanezcan dentro del alcance eficaz de la emisión, más pronto se alcanzará la resonancia de destrucción.

Alguien volvía a contar los segundos. Pero la formación de las naves, de todas ellas, era la misma: un círculo de cuentas que se estrechaba lentamente en torno a la amenazadora manada de las naves mílicas. Aquel hombre contó hasta diez minutos pasada la hora cero antes de que una voz estridente, angustiada por la espera, le obligara a callar. El círculo de cuentas se estrechó más mientras se desplazaba hacia arriba, hacia el sistema lothariano.

—No da resultado, eso es lo que pasa —espetó un rollizo consejero con voz temblorosa—. Esa insignificante electricidad no da resultado. Fathor interrumpió la investigación. Debió tener sus motivos. Eso no sirve, ahí está el problema, y todos acabaremos...

—Todas las naves en funcionamiento —interrumpió aquella voz oficial, calmada y comedida—. No hay bajas.

—¡Atención, atención! —gritó alguien mientras señalaba el tanque.

La sarta de cuentas estaba rompiéndose, escindiéndose en círculos de menor diámetro que se desplazaban hacia los extremos de la línea mílica.

—Están usando las naves suicidas. Los resonadores no han servido de nada. Estamos perdidos. Los Mil estarán aquí dentro de poco —dijo llorando un hombre detrás de Stannall.

El Primer Consejero se acercó con tres rápidas zancadas y, pese a que el otro hombre era más joven y corpulento, le dio cuatro sonoras bofetadas y dio media vuelta, desafiante.

—Si los Mil vienen, los recibiremos con el valor y la fortaleza que tanto nos han hecho avanzar en el camino de la liberación de sus terribles ataques. Que nadie olvide el valor que ha heredado.

—Una nave suicida destruida —dijo la grave voz del locutor—. Todas las demás en funcionamiento.

En el tanque, apareció un pequeño fulgor en expansión... y desapareció una cuenta. Una luz se apagó obedientemente en el tablero principal. Pero el tanque tenía algo más que relatar. La parte central de la línea mílica seguía avanzando, libre de las naves que concentraban sus esfuerzos en los extremos. Los puntos luminosos más diminutos brillaban con increíble velocidad en comparación con los pesados movimientos de otras luces. En la parte superior hubo un breve fulgor y el locutor dio parte de otra desgracia.

—¡Sólo están atacando los extremos! —gritó alguien, consternado—. ¡Las demás naves vienen directamente hacia nosotros!

—¡No! —exclamó Jokan en tono de triunfo. Corrió a ponerse junto al tanque espacial—. La parte central está totalmente inhabilitada. Los resonadores han funcionado. Fíjense bien, ¿cómo es posible que un destacamento tan numeroso permita el ataque a otras naves sin abrir fuego? Miren, aquí, y aquí, y aquí... Naves expuestas al fuego del enemigo y sin embargo no hay bajas. Se lo aseguro, esa arma está funcionando. Funciona. ¡Funciona!

Y miren, una nave mílica importante ha sido alcanzada.

Una de las mayores luces que ocupaba la cabeza de la línea centelleó y se apagó. El locutor no anunció bajas en los defensores.

—Ya ven lo que Harlan está haciendo —continuó Jokan, muy excitado—. Tenemos tiempo de sobra para inhabilitar el otro extremo. Harlan ha ordenado dos pasadas de las suicidas sobre la primera nave mílica y van a borrarlos de los cielos. Deben estar inhabilitados en parte. ¡Ningún Mil aterrizará en Lothar!

Sus palabras resonaron en la enorme sala y levantaron alegres vítores, rugidos y sollozos de histérico alivio. Jokan, sonriendo tanto que pensé que se le partiría la cara, con lágrimas en los ojos, contempló la escena emocionado por la visión de esperanza después de tantas horas en que la desesperación había minado la moral.

También yo me vi apresada en la reacción emotiva y me eché a llorar, no tanto por el alivio de estar salvados como por saber que Harlan regresaría, triunfante e ileso. El miedo de los demás no me había afectado tanto, supongo, porque yo no había tenido que sufrir el temor a los Mil durante toda la vida.

Me vi indirectamente atrapada en la alegre histeria hasta que reparé en la expresión de Stannall. El Primer Consejero estaba agarrándose el pecho furiosamente. Tenía la cara pálida, los labios azules, no podía respirar y sus ojos reflejaban un gran dolor. Se agarró torpemente a mí, tal era su debilidad.

Al mirar alrededor en busca de alguien que me ayudara, tuve que dar las gracias al mismo Monsorlit, que debía haberse percatado del ataque de Stannall desde el otro lado de la habitación. El médico metió una mano en su cinto mientras se abría paso entre la confusión de hombres que gritaban y saltaban. Cuando llegó, puso una aguja hipodérmica en el brazo de Stannall y, con un suave gesto, me indicó que sujetara con más fuerza al Primer Consejero.

Jokan, que había notado el desmayo de Stannall, se aproximó y cogió en brazos al enfermo. Fue abriéndose paso a gritos y lo llevó a los dormitorios. Monsorlit me ordenó recoger sus instrumentos en la sala doce y yo eché a correr sin respetar ninguna formalidad.

Cuando volví con el maletín, Stannall se hallaba sentado con ayuda de los almohadones. Pese a que sudaba en abundancia, respiraba con menos dificultad. Monsorlit cogió el maletín que yo había abierto y sacó algo parecido a un estetoscopio. Ferrill entró y se puso junto a Jokan. El examen fue un alivio para Monsorlit, porque suspiró de forma audible y buscó algo en el maletín con menos prisa. Tomó cuidadosamente un vial, llenó otra jeringuilla y administró el medicamento.

—Mi buen señor —dijo Monsorlit, en tono tan bajo que sólo yo lo oí—, hay muy pocos hombres con el temperamento de usted, no puede privarnos de su presencia. Esta vez tendrá que hacerme caso.

Se levantó de la cama y, al volverse, vi brevemente las únicas emociones que hasta entonces había reflejado la cara de Monsorlit. Fue muy sorprendente para mí, una combinación de miedo, alivio, preocupación y pena, puesto que no había duda alguna en cuanto a que Stannall desaprobada decididamente la labor del médico. Este me miró un instante, con las facciones compuestas, con la frialdad acostumbrada. Pasó junto a mí y nos indicó que saliéramos al pasillo.

Ferrill y Jokan, en cuanto se cerró la puerta, pidieron el diagnóstico con impaciente preocupación.

—Un ataque al corazón —dijo Monsorlit con tranquilidad mientras guardaba con sumo cuidado el estetoscopio, colocaba bien algunas ampollas y cerraba el maletín—. Es muy lógico, con tanta tensión, sin el necesario descanso... Le he administrado un sedante que le hará dormir muchas horas. Deberá' guardar reposo absoluto durante las próximas semanas y lo más indicado es que no se mueva de la cama en varios meses. O de lo contrario tendremos que elegir otro Primer Consejero. Tengo entendido que Cordan es su médico personal. Debe visitar inmediatamente al jefe del Consejo. Para que nos confirme el diagnóstico.

Monsorlit se permitió una sonrisa vaga y retorcida, seguramente motivada por un pensamiento posterior.

—Pero Stannall debería estar en... —empezó a decir Jokan, señalando el tanque.

—... en la cama y dormido —terminó Monsorlit con suave autoridad—. No me importa que haya dejado tareas inconclusas. Hay hombres de indudable capacidad para tomar decisiones hasta que vuelva Harlan. A menos, claro está, que deseen confiar a Stannall a la Llama Eterna mañana mismo...

Dicho esto, Monsorlit dio media vuelta y se alejó.

La celebración había decaído bastante y pude oír la monótona voz del locutor. La cuenta de bajas había aumentado, pero sólo nueve luces estaban encendidas en el tablero principal. Dos fluctuaban ligeramente y ocho vibraban; aunque la potencia de la luz sólo indicaba daños secundarios. Jokan, tras observar la imagen del tanque, cruzó la sala en dirección al grupo de ansiosos consejeros. Todos habían reparado en el ataque de Stannall y la posterior conversación entre Jokan y Monsorlit.

—Creo —comentó Ferrill, pensativo—, que la situación está eficazmente controlada por Jokan. ¿Quiere acompañarme a tomar un refresco, lady Sara?

—¿No debería quedarse alguien con Stannall? —pregunté.

—Creo que Monsorlit ya se ha cuidado de ese detalle —dijo Ferrill, que dirigió mi atención a la ágil silueta que acababa de salir de los dormitorios más alejados. La mujer, alta y de aspecto profesional, se detuvo ante la puerta del Primer Consejero. La abrió con un rápido y hábil movimiento y entró. Simultáneamente, dos guardias se apostaron a ambos lados de la puerta.

Ferrill y yo apenas tuvimos tiempo para reponer las fuerzas. Apenas tuvimos tiempo para dedicárselo a la comida y la bebida. Ferrill, pese a que ya no era Señor de la Guerra, poseía aún los conocimientos propios de su anterior cargo. Además estaba enterado de los asuntos confidenciales propios del elevado desempeño y diligencias del Regente y el Primer Consejero. Dada la urgencia del caso, Ferrill renunció a su fingido desinterés y tomó decisiones claras con suma rapidez, dio órdenes con tranquila autoridad, dominó a los precipitados y calmó a los histéricos. Diversos mensajeros se amontonaron alrededor de la mesa para esperar turno. Sólo determinados consejeros y Jokan podían reclamar prioridad. También los humildes, mensajeros y técnicos, se detuvieron un momento para interesarse por Stannall o decir tímidas palabras a Ferrill.

El ex Señor de la Guerra se mantuvo frío e indiferente, natural y despreocupado frente al ajetreo. Al principio contestó las preguntas de los consejeros y de Jokan con una sonrisa que indicaba diversión personal. Pero poco a poco el grisáceo tinte de la fatiga fue superando el escaso color de sus mejillas. Le insté ansiosamente a que descansara.

—¿Descansar? Ahora no, Sara. Deseo conocer todos los detalles de estos hechos tan importantes. Dejaré constancia de ellos en una biografía que ahora tendré tiempo de escribir. Las impresiones directas de un ex Señor de la Guerra sobre una crisis y un triunfo de esta magnitud tienen indudable importancia histórica.

—Si no tiene cuidado, lo único que tendrá importancia histórica será el bonito monumento que le erijan —espeté.

Ferrill me contempló con la expresión que tan buenos resultados le daba con Monsorlit, pero yo estaba muy preocupada por él y bajé la vista. El joven cambió de táctica y me aseguró que conocía los límites de su fuerza.

—No me he movido de esta mesa. Dejo que los demás vengan a verme.

—Creía que esas cosas ya no le interesaban. Pensaba que iba a seguir siendo un espectador —le aguijoneé.

Sus ojos centellearon de rabia. Pero después sonrió: había reparado en el cebo. Cogió mi mano y la apretó con firmeza.

—Sigo siendo un espectador, estoy distribuyendo el cargamento de consejos que un espectador puede tener. Pero soy el único capaz de responder muchas preguntas en ausencia de Stannall. Es innegable que Jokan carece de experiencia práctica, ni como Señor de la Guerra, ni como Regente o Primer Consejero, y él detenta los tres cargos en estos momentos.

Ordené a un mensajero que fuera en busca de Monsorlit. El médico se presentó en el mismo momento que Jokan llegaba a la mesa. El último hizo caso omiso de la presencia de Monsorlit.

—Ferrill está agotado —dije antes de que el aludido o Jokan pudieran despedir a Monsorlit.

—Póngame una inyección de algo saludable —ordenó Ferrill al médico. Dejó al descubierto las azules venas de su delgado brazo, un gesto de desafío dirigido tanto a Monsorlit como a Jokan y a mí.

—Todos ustedes necesitan estimulantes para mantener este ritmo —observó tranquilamente el médico antes de darnos cinco pastillas a cada uno—. Es un preparado eficaz e inofensivo —prosiguió mientras Jokan observaba recelosamente las píldoras—. Una cada tres horas será suficiente. No recomiendo tomar más de cinco. Con eso conseguirán otras quince horas de eficacia máxima. Luego ninguno de ustedes tendrá dificultades para dormir.

Se fue rápidamente. Ferrill se apresuró a tomar una pastilla y Jokan, tras encogerse de hombros, siguió su ejemplo. Yo me retrasé. Pero después, al ver la diversión con que Ferrill observaba mi duda, engullí la píldora sin agua.

—Nunca sé qué hacer con él —comentó el ex Señor de la Guerra, a nadie en particular.

Jokan respondió con un gruñido surgido de las profundidades de su garganta y luego expuso la razón de su presencia en la mesa.

Monsorlit no se equivocó al valorar el efecto de su medicamento. Las pastillas nos mantuvieron en pie otras quince horas. Vi que los ojos de Jokan y de Ferrill se iluminaban, enrojecían y se manchaban de fatiga, y sabía que yo no debía estar mejor. Jokan decidió llamarme a gritos cuando no podía acercarse a la mesa y me convertí en el mensajero de los dos hombres.

No dejé de mirar el tanque mientras escuchaba conversaciones relativas a la reanudación de la actividad normal en el planeta y el apresurado reacondicionamiento de aeropuertos y programas de distribución de carburante. Todo el mundo miraba el tanque. Y me fue igualmente imposible eliminar de mi audición consciente la valoración de bajas que ofrecía el locutor. En el tanque, la parte central de la flota mílica proseguía su ciego curso hacia ninguna parte mientras Lothar se libraba de otros enemigos. Vi que la sección inhabilitada era atacada por una doble hilera de naves de la Alianza y que después cambiaba de rumbo: los pilotos ertoi y glanes habían penetrado en los cuartos de mando para cambiar el curso hacia las bases orbitales y la única instalación planetaria del océano meridional. Ya en tierra, descontaminadas, las naves serían reacondicionadas y asignadas a las fuerzas de la Alianza. Vi otras naves mílicas que se unían al grupo pasivo. Vi que el escuadrón de Lothar descendía y viraba hacia el borde del tanque espacial; las naves tomaron posiciones en el Perímetro hasta que creí que el tanque estaba salpicado de diamantes en su periferia. Vi que el cuerpo principal de la flota volvía al hogar, alcanzaba y superaba al convoy de tullidos y aceleraba hacia Lothar. Luego también yo centré mi esperanzada atención en las pantallas, a la espera de que las naves llegaran al límite de comunicaciones y nos ofrecieran un relato detallado de la victoria en boca del triunfal comandante.

De la gran armada que había partido para enfrentarse al invasor, sólo faltaban doce naves, un dato que provocó nuevos gritos de júbilo. De los veintitrés invasores, antes arrogantes y temidos, diecinueve estaban siendo conducidos al exilio. Nunca, nunca, oí que gritaban, se había logrado una victoria así en los anales de la historia escrita. Y para que la hazaña fuera más gloriosa, catorce de las quince naves de clase estelar estaban en posesión de la flota.

Teníamos que aguardar, como tantas veces habíamos hecho en momentos especiales durante los últimos y violentos días, a que las pantallas reflejaran las imágenes que más ansiábamos contemplar. En cuanto se produjo la primera oscilación de la pantalla, un jadeo conjunto resonó en la sala. Y la imagen apareció bruscamente, clara y definida.

Vimos a Maxil, un Maxil muy cambiado. Sólo un muchacho que ha sobrevivido a una brutal iniciación en la vida de adulto puede cambiar tanto. La voz del Señor de la Guerra, ronca a causa de la fatiga y el esfuerzo físico, rompió el silencio de las comunicaciones. Harlan no estaba a la vista.

—Hombres y mujeres de Lothar, os traigo la victoria. Vuelvo al hogar con todas las naves excepto doce. Os informo de un arma ofensiva contra la que los Mil nada han podido hacer. No está lejos el día en que localizaremos el hogar de esos crueles saqueadores y los destruiremos para siempre.

¿Pero dónde está Harlan?, musité en mi interior.

Maxil hizo una pausa y se humedeció los labios mientras miraba a la derecha. Después sonrió y continuó.

—No soy el responsable de esta victoria. Dudo que alguno de nosotros hubiera regresado hoy si no hubiera sido por Harlan. Él ha hecho lo imposible. Ha hecho que los Mil nos teman. Y Lothar debe reconocer que está en deuda con Harlan.

Los vítores, tan sonoros y sinceros como espontáneos, brotaron en las gargantas de los espectadores cuando Maxil forzó la presencia del reacio Regente.

Me di cuenta de que Harlan estaba muy cansado. Tenía los hombros hundidos aunque se esforzaba en permanecer derecho. Su traje espacial tenía manchas de polvo blanco y un desgarrón en la manga. No vi huella de destrozos en la sala de mando, pero otros oficiales que iban y venían en segundo plano llevaban vendajes y túnicas rotas o chamuscadas. Mas Harlan estaba bien.

—No veo a sir Stannall, mi señor —comentó Harlan.

Maxil examinó al gentío y arrugó la frente. Jokan se adelantó y, tras una formal reverencia al joven Señor de la Guerra, explicó las circunstancias. Jokan informó de las medidas tomadas, Maxil y Harlan hicieron preguntas y recomendaron nuevos pasos.

Apenas recuerdo lo que hablaron. Estaba muy contenta viendo a Harlan y sabiendo que se encontraba ileso y de vuelta. Los múltiples peligros que nos amenazaban estaban desvaneciéndose: la perfidia de Gorlot, los Mil... y Stannall estaba enfermo. El no podía reanudar su terrible interrogatorio de modo que de momento yo no tenía porque temer ya que había cesado su investigación en busca de pruebas para vengarse de Monsorlit. Sólo tenía que enfrentarme al médico y Harlan no iba a permitirle que me atosigara. La fatiga y el júbilo ocupaban todo mi cuerpo. Ni siquiera me afectó el desagradable anuncio de que Gorlot, atado a la Roca Mílica como tradicional primera víctima si el enemigo aterrizaba, había muerto a manos de histéricos lotharianos.

El plazo para retrasar la fatiga concedido por las píldoras de Monsorlit expiró de pronto. Sentí cansancio incluso en la misma médula de mis huesos. Aparté la vista de la pantalla, donde ya no aparecía Harlan. Ferrill tenía la cabeza encima de la mesa, sin que nadie lo hubiera advertido. Le toqué la mano, temerosa. Estaba mojada a causa del sudor, pero el lento pulso era constante en su muñeca. Me quedé mirando al joven durante algún rato, creo. Luego pensé que debía buscar a alguien que lo llevara a la cama, pero no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Así que también yo apoyé la cabeza en el tablero.