I
La única señal de peligro que percibí fue una desagradable oleada de olor a criatura marina muerta. Durante un momento, la hediondez superó el olor a humedad del calcinado pavimento que impregnaba el ambiente relativamente fresco de Central Park aquella calurosa tarde de julio. Yo estaba saliendo del sendero del zoo en busca de un lugar que recibiera la brisa del lago y de pronto me estremecí de terror.
Recuerdo otra impresión del último instante antes de que el horror me dominara: una enorme forma similar a un dirigible que apareció tenebrosamente. Lo recuerdo porque pensé que alguien iba a ir al infierno por sobrevolar la ciudad a tan escasa altura. Después la negra mole comprimió el hediondo aire contra mi cráneo y me privó de aliento y cordura con su efluvio de extraño terror.
Del largo intermedio que siguió (sé que fue un período de alejamiento de una realidad cuyo resquebrajamiento impide cualquier consideración) sólo recuerdo aisladas incoherencias. Fue una mezcla de horrorosos fragmentos, una maraña, una aleatoria asociación de todos los símbolos de las pesadillas, teñida de increíbles colores, acompañada por olores fétidos, intenso calor, frío terrible y, lo peor, enervantes sensaciones de agudísimo dolor. Recuerdo, y procuro olvidar con la máxima rapidez posible, despedazados fragmentos del cuerpo humano, contornos de vasos sanguíneos cortados, huesos serrados, curvas formadas por la arrugada piel... Y chillidos que consumían la garganta. Y una estridente voz en los oídos de mi mente que repetía grupos de sílabas con una paciencia sin límites y me revolvía el estómago. Hice desesperados esfuerzos para captar frases comprensibles.
Cuentas rojas, amarillas y azules empezaron a dar vueltas, describiendo una parábola para esquivar una aguja y su sarta umbilical. Una cuchara se introdujo en un cuenco azul, en un cuenco rojo; una cuchara se introdujo en un cuenco rojo, en otro azul... hasta que mi cuerpo adquirió la figura de una cuchara que se introdujo en el cuenco. Mi boca, muy agrandada, era la paleta de la cuchara. Trenzas de cabello humano se balanceaban sobre blancuzcas láminas de cuero de extraña forma. Una suave voz, dotada de la tenaz insistencia de los consagrados, siguió sonando hasta que las sucesivas repeticiones parecieron usar como trampolín la sustancia gris de mi cerebro.
Luego, tras eones de ineludible rutina, comencé a aferrarme a jirones vistos de modo normal y racional; una cara en un mar de blancura que se extendía interminablemente más allá de mi intermitente percepción. Debía preocuparme de no inclinarme sobre ese rostro. Intenté lograr que la cara se asemejara a la de una persona conocida: alguno de los jóvenes contables que invadían la sección de libros de consulta de la agencia publicitaria donde yo trabajaba, algún rostro anónimo visto en el autobús tras salir del piso sin agua caliente de la Calle 48 donde yo vivía...
Otras veces vi una bandeja con comida que flotaba ante mí y me identifiqué como la portadora. Este detalle me preocupó mucho, porque lo que más odiaba era servir. Cuando era universitaria pagaba la pensión trabajando como camarera y algunas veces como cocinera particular, agobiada por las ineludibles exigencias de ser una joven miembro de familia numerosa. Entonces me parecía no tener recuerdo más antiguo que verme poniendo o levantando la mesa y sirviendo. Pero la escena que estoy relatando tenía un rasgo extraño, a pesar del hecho de que mi visión coherente era limitada. La bandeja y los platos poseían un tacto distinto y el olor de las comidas era anormal.
La siguiente sensación identificable fue el calor del sol y la caricia del viento en mis hombros, y luz verde en mis ojos. Oí gritos que sólo pueden escucharse, no describirse, aunque quizá procedían de anteriores fragmentos de la pesadilla. Noté en mis manos la resbalosa blandura del agua jabonosa. Después reapareció la cara en la enorme extensión de blancura. Poco a poco fui captando el persistente proceso del desarrollo de mis sueños. Una cara, comida, agua, sol, una cara, comida, agua, oscuridad. La repetición era interminable y yo era un objeto pasivo en ella, impulsado por la monótona voz. Y esa voz dejó de ser suave pero mantuvo idéntica insistencia.
Lentamente, algo fue cobrando forma y coherencia; no la cara del mar, sino detalles periféricos. El rostro pertenecía a un hombre, un hombre feo de inexpresivos ojos, pelo negro y piel cetrina y hoyosa. El hecho de que no se pareciera en nada a mis hermanos y a los inteligentísimos jóvenes de la agencia de publicidad me produjo evidente placer. Su rostro se hallaba sobre un almohadón, en una cama de talla hospitalaria. Y yo siempre lo veía desde arriba, no estaba a la misma altura que él. De haber estado ese hombre inclinado sobre mí, me habría alarmado pensar que eran ciertas las historias sobre trata de blancas en Nueva York que me habían inculcado mis parientes provincianos. Mi primera duda consciente fue esta: ¿por qué no era yo la paciente, puesto que era indudable que estaba sucediéndome algo muy raro?
La mera sensación del calor del sol fue agrandándose poco a poco hasta abarcar árboles de extraña forma y frondas ondulantes y mimbreñas. Y con la caricia del viento llegó la fría fragancia de aromas florales.
La tierra dejó de revolotear fuera de mi comprensión y de pronto la noté justo bajo mis pies. Me hallaba en una senda rodeada de flores que no recordaba haber visto antes. Las bandejas que llevaba contenían platos de distintos colores con alimentos de apetitoso olor.
No puedo juzgar la duración de ese estado de semi consciencia. Yo era una observadora pasiva, y al comparar las anomalías con recuerdos personales no descubría paralelo alguno. Pero todo ello no me inquietaba en absoluto y eso era extraño, porque normalmente soy muy curiosa. Discreta, pero muy curiosa.
Sé que la transición al estado de plena consciencia fue brutalmente abrupta. Como si el foco de mi mente, tanto tiempo confusa, hubiera recobrado el equilibrio en un instante. Como si un calidoscopio hubiera formado un dibujo sorprendentemente conocido en lugar de figuras fortuitas y carentes de significado.
Una vez libres de la confusión, mis agradecidos ojos examinaron un panorama de azulinos prados dotados de alegres arbustos en flor y poblados por parejas que paseaban tranquilamente por los senderos. Las mujeres llevaban un vestido de idéntico corte y color que el mío. Los hombres vestían una túnica azul y una chaqueta que recordaba horriblemente una camisa de fuerza. Más allá de la extensión azulina se veían casitas de piedra blanca y amplias ventanas tapadas por columnas blancas dispuestas a intervalos regulares y muy próximas. Ante mí había una reluciente opacidad que reconocí, no sé por medio de qué, como una valla que entrañaba peligro.
Pero yo no formaba parte de una pareja. Me encontraba en un grupo de ocho personas que paseaba por los senderos, y mis siete acompañantes eran hombres. Sólo uno de ellos, el hombre que estaba a mi izquierda, vestía la extraña chaqueta.
Una voz, que surgía a la izquierda del hombre de la chaqueta, pronunciaba una irritante combinación de palabras comprensibles y embarulladas sílabas.
—Así que... él está tan bien como cabe esperar. Su aspecto físico ha mejorado, no hay duda. El tono firme de la carne, el color definido de la tez...
—Entonces... ¿tiene esperanzas? —preguntó una voz ansiosa y más joven. Pude ver al dueño de esa voz sin tener que volver mucho la cabeza. Era un hombre joven, alto y esbelto, con mejillas de tenue color dorado y facciones delicadas dominadas por unos ojos muy hundidos. Vestía de modo sencillo aunque elegante. Su preocupada atención iba dirigida al hombre cuyas correas en ese instante me di cuenta, sujetaba yo.
—Esperanzas, sí... —Otro incomprensible tropel de palabras; me pareció estar escuchando otro idioma en el que ni siquiera era capaz de pensar—.... hemos tenido éxitos tan escasos con este tipo de... Nuestros conocimientos no abarcan los trastornos mentales... las tensiones e inquietudes de diversos asuntos, en provecho de usted y de su patria......pero puede estar seguro de que haremos todo lo posible por él hasta ese momento. Mon sorlit...
No era la clase de palabras de ánimo que el hombre joven deseaba oír. Suspiró con aire de resignación mientras apoyaba la mano, con suma suavidad, en el hombro de mi pupilo. Fue un gesto imperceptible pero el otro hombre se detuvo bruscamente. En la inexpresividad de su rostro no se reflejó comprensión de aquel acto, no hubo reacción, no dio muestra alguna de inteligencia.
—Harlan, Harlan —se lamentó el joven, amargamente inquieto, con los ojos rebosantes de lágrimas—, ¿por qué te ha pasado esto, a ti precisamente?
—Ya es suficiente, Sir Ferrill —ordenó una voz severa sin vestigio alguno de simpatía entre su dureza—. Sabe perfectamente que la tensión emotiva puede causarle otro ataque. Y sólo le faltaría eso con la poca fuerza que tiene.
El que había hablado se volvió y le vi la cara. Y en cuanto la vi, sentí antipatía por él. Yo difícilmente podía ser juez imparcial dado el nuevo estado racional de mi mente, pero el instinto de odio que experimenté fue tan duro como blanda la carnosa cara de aquel hombre. Sus ojos, muy juntos a ambos lados de una prominente nariz, eran alarmantemente fríos, calculadores y llenos de recelo. Sus labios, gruesos y sensuales, se cerraban con fuerza sobre los dientes y el pronunciado mentón denotaba implacabilidad. Su corpulenta figura era pesada, no simplemente rolliza o musculosa, sino incómoda.
—Su excesivo interés por mi salud es conmovedor, Gorlot, pero yo mismo juzgaré qué emociones puedo soportar —espetó el hombre joven, con tal majestuosidad que su implacable compañero vaciló.
El joven siguió hablando, sin prestar atención al tal Gorlot.
—Puesto que ese es su estado, debo dejar aquí a Harlan —dijo a un individuo corpulento y mofletudo que inclinó la cabeza con empalagoso servilismo después de cada frase—. Pero... si no se me informa en el mismo instante que se observe una mejoría... —y el joven dejó en el aire la amenaza con la autoridad de una persona acostumbrada a que se le obedezca.
El mojigato inclinó de nuevo la cabeza ante la espalda del joven, que se alejó con rápido paso por otro sendero. La sonrisa que había en el semblante del gordo no indicaba obediencia a la orden. Como tampoco lo indicaba la mirada de perspicacia que Gorlot intercambió con él. Los demás componentes del grupo entraron en mi campo de visión y siguieron al joven y a Gorlot.
Cuando ya no podían escucharnos, el hombre rollizo se dirigió hacia mí y, con tono despectivo y brusco, me dio una orden:
—¡A la casa!
Y yo, obviamente como resultado de una bien ensayada práctica en el nebuloso pasado del que acababa de emerger, di media vuelta acompañada de mi paciente y seguí una senda hacia una casita entre los árboles.
En la puerta se hallaba un vigilante armado, un hombre tosco, de aspecto vulgar, que dijo algo mientras nos acercábamos aunque hablando como alguien que sabe que no le oyen.
—Vuelves a tu jaula, muy excelso y noble regente.
Empujó la puerta cuya cerradura acababa de abrir. Metió en la casa a mi paciente con un violento empellón.
Y con una caricia igualmente brutal y obscena me metió a mí y echó la llave de la puerta.
El paciente se quedó encogido en la silla donde había caído. Me pregunté cómo iba a poder ponerlo de pie, porque era un hombre alto y huesudo. Pero al colocar una mano bajo su brazo, el enfermo consideró que ello era una señal y se levantó casi sin ayuda. Sus espinillas sangraban ligeramente, pero en su vaga mirada no había rastro alguno de expresión.
—Pobre hombre —murmuré—. ¿Quién de los dos estará más loco?
—Quita las correas —resonó una voz en el techo, asustándome y dejándome sin aliento. Localicé la rejilla que ocultaba el altavoz—. Quita las correas —repitió la voz, lentamente, con claridad, como si estuviera dirigida a un niño o... a una mente infantil.
Obedecí.
—Quita las correas —repitió la voz cuatro veces a pesar de que yo había completado la tarea—. Si no lo he dicho una vez, lo he dicho un millón de veces —gruñó la voz en tono más bajo y normal.
—En la cueva de un sacerdote sí que te quejarías, ya lo creo —fue la apagadísima respuesta—. Por los Siete Hermanos, a mí no me verás quejándome. Esta vida me va bastante bien. Comida abundante, pocas cosas que hacer aparte de cerrar puertas y... abrir todas las piernas bonitas que me apetecen.
—Así que te gusta esto, ¿eh Milbait? —fue la burlona réplica.
—Ahhh, ahí está el principal problema que tienes en la vida, Balón: no puedes hacer lo que se te antoja sin que te cueste un esfuerzo. Yo no soy así.
—¿Quién te crees que eres para explicarme mis problemas? ¿Monsorlit? —gruñó Balón. Su voz sufrió otra alteración al dar una nueva orden—. Sienta al paciente.
Forcejeé con la silla, la coloqué adecuadamente y puse en ella al hombre casi empujándolo.
—Coge la bandeja de la ranura de la pared. Coge la bandeja de la ranura de la pared.
Localicé la ranura de la pared y la bandeja que contenía dos clases de platos, rojos y azules.
—Da comida azul al paciente. Da comida azul al paciente.
El enfermo comió con ansia casi animalesca, atrapando la comida en cuanto la cuchara tocaba sus labios y tragándola sin apenas haberla masticado.
—Come comida roja. Come comida roja —fue la siguiente orden—. Me importa un comino que esos muñecos coman o no coman. Me producen milescalofríos.
—Tendrías razones para quejarte si tuvieras que alimentar a todas las presas drogadas de Gleto. Entonces nunca acabarías de maldecir. Tu problema es que no reconoces una cueva de primera cuando tropiezas con una. A mí, esto me va. Esos muñecos hacen todo el trabajo.
Y pagan mejor que en la Patrulla. En estos tiempos yo no iría en la Patrulla en esos cachivaches que llaman cabezas de escuadrón. No con una guerra en Tane. ¿Quién tiene ganas de luchar cuerpo a cuerpo? Y esto es mejor que estar encargado de ilegales. Hoy en día no puedes saber cuándo tendrá que hacer más confinamientos Gorlot y... ¿a quién le gustaría acabar con una inyección? ¿O confinado en la Roca Mil de la localidad?
—¡Balón! —se oyó una nueva voz más lejana que reconocí como la de Gleto—. Has vuelto a ver a Lamar. Déjalo en paz. Fue una suerte que lo viera de paso cuando iba a saludar a Ferrill. No le pongas un dedo encima.
—Si supieras lo que me hizo ese milprovocador, no te... —empezó a decir el refunfuñador, con vehemencia.
—Aunque te haya cegado tu cueva —dijo Gleto, colérico—. Si vuelves a molestarlo acabarás en el mismo sitio que él.
—Come comida roja. Come comida roja —gruñó Balon en el circuito del altavoz.
Aquel día no oí nuevas observaciones incidentales por el altavoz, pero éste fue una fuente constante de diálogos raros y vulgares entre prácticamente las mismas personas durante la semana siguiente.
Aunque no capté las referencias corrientes hasta mucho después, mi comprensión del idioma aumentó mucho... aunque limitada a un tosco vocabulario. Sabía que había guerra entre aquella gente y los habitantes de otro planeta, Tane. Sabía que la unidad militar, la Patrulla, estaba mandada por incompetentes y que el número de bajas era elevado. Que había una repentina epidemia de locura y que dicha epidemia causaba diversión sin límite a los guardianes.
Balon me ordenó devolver la bandeja después de comer el alimento rojo. A continuación me dijo que me sentara en la otra silla de la sala y no hubo más órdenes durante lo que pareció un prolongado lapso. Mis íntimas meditaciones prosiguieron sin interrupción hasta que el sol verde dejó de verse y llegó la oscuridad de una noche iluminada por dos lunas.
Cuando el verdusco crepúsculo alcanzó el punto de casi anular la visibilidad, tuve un momentáneo sobresalto al ver que se encendían luces en las cuatro esquinas de la habitación. No fui excesivamente inteligente al suponer que un mecanismo central regulaba todas las funciones de la casita, ocupándose por control remoto del orden cotidiano sin necesidad alguna de contacto personal. Este aislamiento fue un hecho misericordioso para mí mientras separaba la realidad de la fantasía con mi recién recuperada cordura.
Es posible que al cabo de otro día, si no hubiera escuchado el vulgar diálogo, hubiera anunciado mi racionalidad del modo más inocente. La prudente decisión de guardar silencio fue reforzándose día a día con las grotescas conversaciones que acerté a oír. También tuve la suerte de que en aquella habitación apenas amueblada no existía ninguna diversión. De tal modo que mi actividad, aparte el cuidado del enfermo, se limitaba a mirar por la ventana o sentarme y mirar los inexpresivos ojos de mi compañero. Cualquier otro acto habría indicado inmediatamente mi cambio al guardián durante la esporádica vigilancia de éste.
Pronto supe que el circuito del altavoz era bidireccional. Un comentario casual por mi parte provocó la instantánea visita del guardián. Le ofrecí la misma mirada inexpresiva que moraba en el rostro del enfermo. Él me observó recelosamente, me hizo una vulgar caricia que me dejó inmóvil de espanto y se marchó tras encogerse de hombros. A partir de ese momento tenía que hacer frente a otro temor: que un vigilante me eligiera para su deleite.
También fue un buen detalle que no hubiera medios de control visual instalados en la casita; de lo contrario me habrían sorprendido la misma mañana de mi racionalidad mientras estaba ante la ventana y realicé el descubrimiento más asombroso.
Porque el cuerpo donde yo moraba apenas se parecía al que yo recordaba poseer con tanta claridad. La misma estatura, el mismo cabello castaño... pero vi una silueta esbelta y graciosa, no la mujer desgarbada que yo había sido hasta entonces. Y mi piel tenía un cálido color dorado. Por todas partes. El perfil de mi cabeza era similar, pero mis ojos azules contemplaban, ante mí, un rostro totalmente transformado. Mis incrédulos dedos acariciaron suavemente la nariz, nueva y maravillosamente congruente. Ya no tenía que cargar con la cruz de la horrible monstruosidad ganchuda legada en una injusticia hereditaria por algún fanático de Nueva Inglaterra. Mi nueva nariz, con una piel preciosa de finísimos poros, era recta, corta y encantadora. La acaricié y me recreé en la sensación táctil demostrativa de que aquel órgano era realmente mío y se reducía a lo que yo veía gracias al reflejo de la ventana. ¡Cuántas veces había vituperado la injusticia de unos padres que engendraron niño tras niño sin criterio alguno con el dinero justo para satisfacer las necesidades básicas y ni un céntimo para remediar las crueles bromas de la genética!
Si al menos ellos hubieran sido comprensivos, yo no me habría ido de casa. Pero ni siquiera fueron capaces de entender por qué su hija deseaba ahorrar dinero para una operación de cirugía plástica. Sólo las chicas judías creían necesario tener narices ganchudas. El hecho de que mi aspecto fuera semita por culpa de esa nariz no resolvía el problema.
—Eres como Dios te hizo, Sara, y cualquier hombre decente y digno pensará que tienes muchas cosas que admirar.
—Pero no tengo nada que yo pueda admirar —recuerdo que contesté— y no veo ningún hombre decente y digno que venga corriendo a llamar a mi puerta.
Un detalle que mis padres no podían discutir, no, porque ni siquiera mis hermanos permitían chantajes o presiones para buscarme admiradores. Lo que sí discutieron mis padres fue mi marcha a Nueva York pese a contar con una oferta laboral por escrito, un buen empleo en una empresa publicitaria, un trabajo confirmado y seguro.
—Caramba, la biblioteca de Seaford te ha ofrecido un trabajo muy bueno —argumentó mi padre.
—¿Aquí, en Seaford? ¡Prefiero en el fin del mundo! —grité—. ¡Tengo veintiún años y me voy de casa! Si alguna vez hago otra comida para alguien, será para mí y no para seis apetitos de peón caminero que no distinguen un plato decente de la basura que comen los cerdos.
Miré a mis hermanos, furiosa, mientras metían cucharadas de comida en sus bocas.
—Y si plancho algo, será mi ropa, nada de camisas, camisas y más camisas.
—La niña está enferma —afirmó mi madre como si ello explicara mi inesperado estallido.
—Después de darte tanta educación —replicó agriamente mi padre. Pero antes había lamentado mi insistencia en estudiar, tanto que me vi obligada a trabajar constantemente para mantenerme: tuve que vivir de mis ingresos sólo porque la escuela de bibliotecarias contaba con ayuda del estado.
—No estoy enferma. Estoy asqueada, pero no de la educación. Estoy asqueada de Seaford y de todos sus habitantes.
—Pero si todo el mundo te conoce, cielo —dijo para calmarme Seth, el mayor de mis hermanos. Era el único que casi comprendía mi desesperación. Cuando era niño, Seth no pudo satisfacer la urgente necesidad de usar gafas. Sus ojos, permanentemente dañados, habían quedado enfermizos y lacrimosos, sujetos a continuas inflamaciones.
—¡Y nadie me quiere! —grité con toda la amargura de mi alma—. Veintiún años y nunca he salido con un chico.
—Me voy, madre —dije en voz baja, y me puse a levantar la mesa para terminar la conversación.
Y me fui. Cogí la maleta del porche trasero después de salir por la puerta de la cocina, cogí el autobús nocturno hasta Wilmington y luego el tren de Nueva York.
Y ahora, en un extraño planeta, sólo Dios sabe a cuántos años-luz de Seaford, tenía una nariz nueva. Reí entre dientes. Si alguna vez regreso a casa, pensé, usaré mis ahorros para hacer un viaje a Europa. Pero ya estaba en el «extranjero»...
Me acaricié de nuevo la nariz y luego los brazos, finos y dorados, en la parte donde en otro tiempo un brote de oscuro vello se sumaba a la relación de mis imperfecciones físicas.
El examen posterior me demostró que tres conspicuas cicatrices (el premio por haber intentado participar en juegos masculinos en compañía de mis hermanos) habían desaparecido de mi cuerpo. De esas afeantes señales sólo quedaba el doble corte en el empeine del pie derecho que me produje al pisar los restos de una botella. Pero los callos de los pies (consecuencia de llevar unos zapatos demasiado pequeños para unos pies en crecimiento) habían desaparecido.
La extraña entidad causante de la transformación me hizo sentir deleite, sorpresa y gratitud pese a mi pasmo. Yo era tal como en mis sueños más locos había deseado. Bonita, no bella, con el saludable aspecto que me proporcionaba aquel bronceado (luego averigüé que no era tal), con unas curvas muy convenientes... y poco provecho podía obtener de tanta hermosura, encerrada en una habitación con un indiferente idiota.
El ambiente de peligro y desesperación que se cernía sobre los placenteros jardines y las sencillas casitas era palpable. Cuando algún desconocido se acercaba a nosotros, los guardianes mantenían una tensa vigilancia. La falta total de trato, la índole de las conversaciones que yo oía a través de los altavoces... todo ello contrastaba de un modo raro con los exuberantes alrededores y la apariencia física que mujeres y pacientes eran obligados a mantener. Las otras mujeres que paseaban con enfermos eran bonitas, tenían una hermosura perfecta de similitud casi alarmante. Su expresión apenas reflejaba más inteligencia que el semblante de los enfermos. Como tontos que cuidan de idiotas en un paraíso de morones.
Un día averigüé la justificación de las correas con que debía atar a mi pupilo antes de dar un paseo por el jardín. Un pequeño vial provisto de aguja y que contenía un fluido espeso de color tostado llegaba al brazo derecho a través del relleno que mantenía ambos brazos pegados a los costados. Un tirón de las riendas ejercía una presión que introducía la aguja en el brazo.
Vi a un hombre que se volvió loco. Se puso a chillar y arrastró a la chica que, tal fue su estupidez, continuó aferrada a las riendas. El hombre se detuvo bruscamente, dio un grito de angustia y cayó al suelo, rígido. El hecho me asustó sobremanera y miré alarmada al hombretón que estaba a mi cuidado. Yo no sabía qué precauciones debían tomarse en caso de que un ataque similar sobreviniera al enfermo en la casita. Una noche, sin embargo, oí el repentino crescendo de una risa histérica, gritos y un último chillido en una casita cercana. Vi cómo sacaban el cuerpo flácido y ensangrentado de una chica. Otra mujer, también bonita y vestida con una túnica azul, ocupó el lugar de la primera durante la siguiente hora de paseo y, con semblante inexpresivo, llevó de un sitio a otro a su protegido. Tomé el hábito de observar al hombre feo a todas horas, con la esperanza de anticiparme a un hecho semejante en mi casita. Llegué a conocer todas las arrugas de su cara, todas sus rugosas cicatrices, to das las contracciones de sus músculos. Casi puedo afirmar que me sobresaltaba cuando aquel hombre respiraba profundamente.
El enfermo recibió su primera visita profesional ocho días después de mi recuperación. Entraron tres hombres; un enfermero se presentó con un carrito de hospital y se fue inmediatamente; después llegó el hombre de la cara rechoncha, Gleto, y otro cuyo aspecto contrastaba curiosamente con el primero.
Gleto me ordenó permanecer en un rincón y yo, sin variar la vaguedad de mi expresión, obedecí tras dejar pasar el tiempo que convenía a la comprensión de una débil mental. Pero continué de pie, empero, de modo que me fuera posible ver cualquier cosa que pasara. El tercer hombre fue quien más atrajo mi atención.
No era un individuo alto, aproximadamente de mi estatura, y conservaba el cuerpo rígidamente erecto. Sus movimientos eran tan precisos como los de un soldado de la Guardia Escocesa, no desperdiciaba un solo gesto. Parecía tener la piel muy pegada al cráneo y todos los lisos cabellos negros de su cabeza estaban peinados hasta ocupar el lugar preciso. Tenía la nariz fina y con un caballete notable. Sus labios eran delgados, sus ojos de indefinido color miraban de modo penetrante e intenso, muy hundidos en las cuencas. No había expresión en aquel rostro, ni arrugas indicativas de que hubiera tenido algún tipo de expresión. Yo nunca había conocido una persona más fría o más impresionante. En cuanto a vestimenta, modales, color, gestos y conversación, aquel hombre era una máquina, el colmo de la eficacia, no un ser humano.
Hizo un rápido y completo examen del paciente, repasando la primera hoja de los rígidos gráficos colgados del carrito sin perderse detalle.
—No veo necesidad alguna de incrementar la dosis en estos momentos —dijo tras levantar los ojos del gráfico—. Una inyección cada dos semanas más las dosis orales que contiene la comida son más que suficientes para reprimir su personalidad —-y con ello dio a entender que estaba malgastando su precioso tiempo.
—No voy a correr riesgos —replicó Gleto en tono de acusación—, y usted no ha venido aquí desde hace dos meses. Usted ya conoce la fortaleza física de Harían —y los gruesos y pesados párpados oscilaron en un gesto de cínica insolencia— puesto que fueron precisas tres inyecciones para dominarlo la primera semana.
El hombre impasible miró a Gleto.
—Y usted recordará sin duda en qué laboratorios se creó el cerol y quién conoce mejor sus propiedades. No deseo más que usted la recuperación de este hombre. Esa recuperación interrumpiría mi investigación en un momento en que el éxito es cuestión de semanas.
Las cejas finas y definidas del hombre impasible se alzaron de modo imperceptible, y sus manos se extendieron de nuevo hacia los gráficos. Repasó las rígidas hojas hasta que su delgado dedo señaló una nota. Pese a la falta de expresión, su descontento fue evidente.
—¿Dónde está el dato de la absorción semanal? Cuando se es lo bastante estúpido para despreciar la sencilla precaución de registrar la absorción semanal, se es lo bastante estúpido para ponerse a temblar ante el temor de que ese Harían se recupere. Creía haber demostrado a sus técnicos, con suficiente claridad, la necesidad de hacer esa comprobación.
Gleto intentó quitar importancia al asunto.
—No eluda el problema, Gleto —se oyó la implacable voz—. La absorción no se ha analizado desde hace cuatro semanas. Hay que hacerlo inmediatamente, y luego una vez por semana. En cuanto haya obtenido un simple análisis, no perderé el tiempo viniendo aquí sólo para recordarle que lo haga.
—No dispongo de enfermeros para...
—¿Qué me dice de... el tipo que está fuera?
Gleto despreció la sugerencia.
—Lo que pensaba —dijo el hombre impasible—. Ha invertido únicamente una parte mínima de su riqueza, lo justo para mantener una apariencia de eficacia... mientras tiembla en la cama por las noches porque su avaricia le impide contratar personal eficiente para atender este lugar del modo más apropiado.
Gleto lo miró con aire de recelo y acto seguido sus labios se retorcieron formando una mueca de burla.
—No quiera engañarme, Monsorlit. Porcentajes de absorción... ¡ja! Una simple excusa para que otros muñecos suyos encuentren colocación.
—Su criterio sobre la situación es erróneo. He cometido el error de atribuirle más cacumen médico del que posee. Y debo corregir su término «muñecos». Se trata de «deficientes mentales». —La voz de Monsorlit, sin alteración en el tono, fue para Gleto igual que odio expresado a gritos—. Puesto que su percepción se ve limitada por la forma en que queda afectado su bolsillo, le enviaré, con mis mejores deseos, un técnico recuperado por falta de pago capaz de efectuar esta prueba tan sencilla como necesaria. Vendrá cada cinco días. Lo tendré dispuesto para esa tarea dentro de cuatro semanas. Mientras tanto...
Monsorlit cogió una lanceta y un frasquito y, diestramente, tomó una muestra de sangre del hombre feo.
Gleto recobró el aplomo y esbozó una cínica sonrisa.
—Muy generoso por su parte, no hay duda —se burló.
—Las instrucciones del técnico se limitarán a Harían, puesto que él es el único que me preocupa —continuó Monsorlit.
Alzó una jeringuilla llena de líquido, la examinó y a continuación la hundió en la vena del enfermo. El cuerpo de éste quedó rígido a causa de la tensión muscular, se estremeció como si intentara liberarse de la presa de la droga y finalmente se relajó. El sudor llenaba su frente de bolitas que rodaban hasta el almohadón.
—Si va a estar aquí, ¿por qué no puede encargarse también de los nueve de Trenor? —insistió Gleto, enfadado.
Monsorlit se puso en pie, se limpió las manos con una solución antiséptica, siempre con gestos precisos.
—Como acabo de decir, mi única preocupación es Harían. Si desea contratar los servicios del técnico para otros, hable con el director comercial para ponerse de acuerdo en las tarifas.
Las mejillas del otro hombre adoptaron un tono púrpura de apoplético. Gleto se controló no sin esfuerzo.
—Así da salida a sus muñecos. Oh, sí, es usted muy listo, Monsorlit, pero un día...
Monsorlit miró a Gleto fríamente.
—Un día mis técnicos cambiarán esta... esta... —su mano señaló los jardines y las casitas—... esta disposición nada profesional. No habrá necesidad de todo esto.
Los hombres llegarán a mi hospital, con el cuerpo o la mente destrozados, y saldrán de allí íntegros y sanos.
Los ojillos de Gleto se abrieron reflejando un toque de horror.
—Entonces no son muñecos. Usted ha vuelto a reconstituir, ¿eh? Ese es su trato con Gorlot. Creía que su posición de seguridad respecto a los Mil había dado un vuelco. —Gleto se echó a reír despreciativamente—. ¿Cuánto tiempo piensa que pasará antes de que el Consejo lo averigüe y someta al gas a usted y a sus vegetales?
Un repentino pensamiento hizo callar a Gleto, que abrió la boca y me miró, aterrorizado.
—¿Y ésta? ¿Es una reconstituida? ¿Todos estos muñecos son reconstituidos? ¿Está echándome encima a los zombies? —chilló mientras se acercaba a Monsorlit.
—¿Actúa ella como una reconstituida? —preguntó tranquilamente el médico—. No, ella actúa tal como es, exactamente así, una retrasada mental de mi Clínica para Deficientes Mentales. Mediante técnicas de shock se le ha devuelto la inteligencia suficiente para realizar las tareas monótonas y rutinarias de esta entidad, del mismo modo que otros enfermos de mi clínica recogen fruta y hortalizas en los cultivos de Motlina y Cant del Sur. No piense que es usted el único tacaño que puede aprovecharse de este personal con percepción limitada en tiempos de rebeliones obreras y precios en alza. Y no crea que me hace un favor usándolos. Los únicos que se benefician son su cebada persona y su cada vez más cebado bolsillo.
Monsorlit juzgó correctamente la capacidad del obeso para soportar insultos y cambió de tema.
—Enviaré a ese técnico para los porcentajes de absorción de Harían. Y dada su limitada inteligencia, será incapaz de entender la necesidad de hacer otras comprobaciones. Trenor, pese a todos sus defectos, considerará con bastante desazón el hecho de que usted descuide a sus nueve mal dispuestos pacientes. La decisión está en sus manos y creo que sus pérdidas serán mayores que las mías.
Monsorlit salió de la habitación e hizo un gesto al enfermero para que recogiera el carrito.
Gleto miró fijamente la espalda del minucioso personaje, enormemente enfurruñado, y cuando el enfermero volcó varias botellitas sobre la mesa, su grueso puño aporreó cruelmente al infeliz. Una vez satisfecho, arregló su túnica para obtener pliegues más cómodos sobre sus hombros y se fue. Yo permanecí mirando al frente mientras el enfermero se llevaba el carrito y varios minutos después de que cerrara la puerta con llave. La tensión de la escena entre Gleto y Monsorlit perduraba en la habitación, fría y pesada, y yo sentía escalofríos y espanto.