VI


Harlan me despertó con una ligera sacudida en el hombro. El primer instante, la visión de un uniformado desconocido que se inclinaba sobre mí fue aterradora, hasta que reconocí a Harlan bajo el empolvado cabello.

—¿Te he engañado? —dijo él, sonriente.

—Me has dejado tonta del susto. —Le devolví la sonrisa y eché una ojeada a la almohada de al lado.

—¿Y bien? —me desafió—. Aquí sólo hay tres dormitorios y quiero dejar claro cuál es nuestra relación. Recuerda, mi querida dama, que en este planeta se considera un honor compartir la cama del Regente.

—No deseo estar en la cama de Gorlot —contesté mientras le sonreía coqueta y maliciosamente.

—Bien dicho —replicó Harlan, con respeto pero sin dejar de sonreír—. Ahora levántate y vístete o no podré contenerme. —Había señalado la cama—. Al fin y al cabo, Sara, estuvimos durmiendo juntos como inocentes bebés durante quién sabe cuánto tiempo.

Me di cuenta de que estaba en desventaja y le hice un gesto para que saliera de la habitación. Tardé un rato en deducir el funcionamiento de los cierres del vestido verde. Anhelé con todo mi corazón la sencillez de la cremallera. Fue muy extraña la rapidez con que me vino la idea, en un salto mental, de que la Tierra podría suministrar cremalleras a Lothar. ¡Y apenas tenía idea de la distancia espacial que separaba ambos planetas! También el papel sería una bendición, imaginé en mis paseos mentales, en lugar de las engorrosas pizarras babilónicas. Estaba cogiendo la capa cuando Harlan llamó a la puerta por segunda vez. Le abrí, y las abundantes joyas resonaron y tintinearon con mis movimientos. Harlan me contempló con expresión de extrañeza. Entró rápidamente en la habitación y cerró la puerta.

—¿No me lo he puesto bien? —pregunté azuzada por la duda—. Sé que he tardado mucho. Tenía que adivinar cómo se cerraba. Bendita sea la humilde cremallera.

Harlan esbozó una sonrisa, lentamente.

—Eres muy distinta siendo la Buscadora, mi querida dama —dijo muy despacio.

Complacida con su admiración, giré sobre las puntas de los pies... y me encontré atrapada en los brazos de Harlan. Su expresión y sus ojos reflejaban una increíble severidad.

—¿Continúas siendo la muchacha que se moría de hambre en mi provecho? ¿La chica que me puso a salvo en un barco? ¿O eres...?

—¡Harlan, nos espera un largo viaje! —gritó Jessl desde abajo.

El tono de Harlan era casi brutal, los brazos que me rodeaban duros y crueles.

—Continúo siendo Sara, a pesar de lo que vista —musité, sorprendida.

—Sara... ¿qué más?

—Sara de los Estril, cueva de Odern, Jurasse —murmuré, espantada.

—¡Ahora bajamos! —rugió Harlan, con la cabeza vuelta momentáneamente hacia la puerta.

Pensé que iba a soltarme, pero me estrechó con más fuerza, me dejó todavía más inmovilizada. Luego inclinó la cabeza y me besó con rudos y exigentes labios. Creí que me perdía, sostenida únicamente por aquellos brazos, consciente tan sólo de la realidad de aquellos hirientes labios.

—¡HARLAN! —aulló Jessl.

Los dos escuchamos los pasos de Jessl en la escalera de madera.

—Un mapa para que puedas ir a casa de Jokan desde el aeropuerto militar —se apresuró a decir Harlan en voz baja. Deslizó una minúscula pizarra en mi mano—. Cualquier persona lo encontraría. No está muy lejos.

Harlan abrió la puerta en el instante que llegaba Jessl, que aprovechó la oportunidad para contemplarme.

—Bueno, bueno. —Jessl miró nerviosamente a Harlan—. Por eso te retrasabas...

Con la máxima dignidad que pude fingir, pues aún estaba temblando, dediqué a los dos hombres una altiva mirada y salí del dormitorio.

Gartly estaba sentado frente a la escalera cuando bajamos y se puso en pie de un salto, tirando la silla al suelo. Su semblante carecía por completo de expresión. El primer momento pensé que debía estar igualmente impresionado por mi transformación. Pero dio medio vuelta sin decir palabra y salió de la casa. Lo miré fijamente mientras se alejaba, herida.

—El vestido fue de su esposa —observó en voz baja Harlan—. También ella era encantadora.

El joven Sinnall apareció en la puerta e hizo una profunda reverencia. Cuando salíamos de la casa, Cire dobló una esquina del edificio y también inclinó la cabeza.

—Mucho mejor que la ropa robada a los pescadores, ¿eh? —dije.

—Es cierto —replicó Cire, con los ojos muy abiertos.

—¡Eh! ¿Dónde está mi desayuno? —pregunté, deteniéndome bruscamente en el sendero que arrancaba de la puerta principal.

—Aquí —contestó Harlan, risueño. Llevaba una botella metálica y un pequeño paquete, algo envuelto en un trapo—. Nunca consentiré que pases hambre —observó mientras me hacía un guiño.

—¿Por qué no calláis y empezáis a andar? —espetó Jessl, muy enojado—. Hay tres horas de viaje hasta que salgamos de esta zona desprovista de cuevas.

Eché a reír y seguí a los hombres hasta la zona de aterrizaje, donde nos aguardaba el aerocoche del oficial con las hélices en marcha. Sinnall había preparado algo parecido a un asiento para mí en el compartimiento de equipaje, y se disculpó profusamente por las estrecheces. Cire anunció que ocuparía este incómodo asiento hasta el momento que topáramos con tráfico militar. De este modo pude contemplar importantes lugares como las inmensas canteras de Motlina Meridional, ya que Cire había estado solo en la casa que poseía Gartly cerca de Astolla y nos condujo hacia el sur, lejos de la molesta investigación del naufragio del barco. Contemplé los yacimientos petrolíferos de Wingar y, por último, Astolla y el delta donde habíamos estado a punto de encallar. El aerocoche se elevó para superar las montañas, hacia el norte.

Me di cuenta de que Lothar había sido un planeta afortunado en varios aspectos: tenía un enemigo común a todos sus habitantes, un enemigo que había unido a la población desde tiempos remotos, y poseía un accidente geográfico que enlazaba los dos principales continentes, desde el polo norte hasta el paralelo sesenta y seis. En dicho paralelo los continentes se escindían y separaban rápidamente hacia el este y hacia el oeste, dejando un verde océano entre sus prolongaciones. Ese océano estaba salpicado de diversas islas importantes y de insignificantes porciones de tierra en el hemisferio meridional. El continente oriental, que el aerocoche sobrevoló, era más montañoso y extenso. El occidental, una vasta llanura cercada por riscos y precipicios, se veía atravesado periódicamente por ríos navegables y profundas lagunas. El mar occidental era poco hondo y estaba tachonado por minúsculas islas, aunque al sur formaba una gran sima de varios miles de kilómetros cuadrados, poco antes de que el extendido brazo y el exagerado puño peninsular del continente oriental lo atravesaran.

Acostumbrada como estaba a ver redes de carreteras desde el aire en la Tierra, me sorprendió que Lothar hubiera dado el salto de la rueda primitiva a una especie de avión de reacción, gracias a los serviciales Mil. Las únicas carreteras eran senderos, puesto que buena parte de los desplazamientos, incluso los hechos por los campesinos más pobres, se efectuaba por aire. El suelo era tan valioso que no podía desperdiciarse en ruinosas carreteras, sobre todo teniendo en cuenta que el cielo entero estaba abierto al tráfico. Durante el viaje sufrí la constante sorpresa de observar gigantescos vehículos de carga y otros de frágil apariencia que transportaban un solo pasajero: colibríes y águilas.

No pude ver, sin embargo, lo que más ansiaba ver: Lothara desde el aire. El excesivo número de vehículos que sobrevolaban la ciudad, tanto públicos como privados, inquietantemente cerca de nuestro aerocoche, forzaron mi retirada detrás de la cortina. Sinnall respondió y satisfizo diversos requerimientos antes de dirigirse hacia un dibujo que había en el aeropuerto de los barracones centrales. En ese lugar, una vez más, encontramos otra pizca de la fabulosa racha de suerte que disfrutaba Harlan.

El único detalle no concretado era éste: ¿cómo iba a ir yo desde el aeropuerto hasta la ciudad sin que me detuvieran? Sinnall había sugerido que permaneciera oculta hasta el anochecer, lo que significaba muchas horas de espera detrás de la calurosa cortina.

Había guardado las instrucciones en la parte superior de mi vestido y me sobresalté cuando el aerocoche fue desviado de un aeropuerto claramente repleto y dirigido a una pista civil auxiliar.

—En cuanto no haya nadie alrededor, salga —observó Jessl al otro lado de la cortina.

—Ve en aerotaxi al Paraje de las Aves, Sara —sugirió Harlan, y me entregó una bolsita de monedas.

Sostuve la bolsa con mucho cuidado en mi mano e hice el áspero comentario mental de que me iba a ser de enorme utilidad. No tenía la menor idea del valor de las monedas en aquel planeta. Otro ligero descuido. Qué ganas tenía de estar en casa de Jokan. Supuse que habría comida en su despensa, y yo volvía a estar hambrienta. Ya en el aeropuerto, creí que el aterrizaje duraba una eternidad. En tres ocasiones Sinnall entregó sus órdenes a alguien para que las leyera y oí que todos los miembros extraoficiales del grupo farfullaban sus nombres y una serie de cifras. Harlan, lo recuerdo, se presentó como Landar y lo dijo con un estúpido tono agudo que casi me hizo reír.

Por fin, oí que Sinnall daba la orden de desembarcar.

Harlan volvió a meter la cabeza entre las cortinas.

—Las monedas de oro valen más, tanto más cuanto más grandes. Las de plata, las más grandes, están aleadas y valen menos. Cuídate, mi querida dama —musitó.

Me cogió por la cabeza con una sola manaza y me besó en los labios con dulce celeridad. Oí que tropezaba deliberadamente al salir del aerocoche y luego escuché la voz cada vez más lejana de un oficial que marcaba el paso.

Me deslicé hacia la parte delantera del vehículo y miré precavidamente por la ventanilla. Había abundantes idas y venidas en el aeropuerto y muchas mujeres mezcladas con los hombres. Tranquilizada, salí del aerocoche. Era fácil adivinar cuál era la salida, bastaba seguir la dirección de la muchedumbre de eclipsistas brillantemente ataviados. Avancé confiadamente.

—¿Está pedida, señora? —sonó una voz masculina junto a mi oreja.

Volví la cabeza, asustada, y vi un hombre de estatura media que me sonreía ansiosamente.

—Sí, ciertamente —dije. Di media vuelta y lo dejé plantado.

Tras otras dos proposiciones de acompañantes no tan prometedoras, me encontré cerca de un numeroso grupo de variados parranderos poco antes de llegar a las puertas. Las mujeres recibían rápida autorización para pasar, pero los hombres debían identificarse, y todos los altos eran llevados aparte. La cacería estaba en marcha, buscaban alguien que respondiera a la descripción de Harlan.

La novedad de ser abordada por admirativos varones se consumió antes de que llegara a la primera calle bulliciosa. Había muchos aerocoches, pero todos en vuelo y yo no sabía cómo llamarlos. Supongo que debí haberlo preguntado a alguien, pero llevaba tanto tiempo apartada de la gente, de cualquier tipo de gente, que las caras y las siluetas me intimidaban, y despertaban mi curiosidad. No eran tan interesantes las oscuras formas apreciables en los bordes de las festivas masas: criaturas desaliñadas y beodas, pordioseros con horribles cicatrices purpúreas que suplicaban limosna. El barrio contiguo al aeropuerto era claramente pobre y seguí el flujo de la multitud hacia el centro de la ciudad. Poco a poco aquellas construcciones sucias y descuidadas cedieron sitio a zonas más agradables de sinuosas avenidas que enlazaban acanalados edificios provistos de columnatas de suaves colores. Había guardias en los cruces que detenían constantemente a los varones más altos de cualquier grupo. Sonreí en mi interior al pensar en la secreta chanza de que Harlan había entrado en la ciudad en un vehículo militar y recibiendo una majestuosa bienvenida.

Por fin llegué al Gran Bazar, una enorme plaza con un parque en el centro, constituido por cuadrados, sucesivamente más grandes, de comercios, insertos unos en otros, como una construcción infantil vista desde arriba. Pero las tiendas estaban espaciadas, de tal modo que a través de los callejones de separación tuve seductores vislumbres de otros tesoros. Erré entre el gentío, atónita al ver los fascinantes almacenes, y traté de imaginar la utilidad de diversas cosas. Me probé mentalmente los espléndidos vestidos. Decidí que mis joyas eran mejores y mi vestimenta más lujosa que la mayor parte de lo que se exhibía.

Sedienta, me detuve ante un quiosco de bebidas de los muchos que había, algunos con aspecto permanente, otros levantados obviamente para las festividades.

Cuando el camarero me miró atentamente a la espera de conocer mis deseos, comprendí que no podía pedir una limonada, ni una coca-cola. Durante unos instantes me limité a mirarlo tontamente.

De pronto, unas manos me taparon los ojos. Frenética, agarré aquellas manos.

—¿Adivinas quién soy? —me musitó al oído una ávida voz juvenil.

Pensé que debía ser un juego propio del Eclipse y me tranquilicé.

—Las adivinanzas no son mi fuerte —repliqué finalmente.

Las manos cayeron como si mi piel las hubiera quemado.

—Perdóneme, le ruego que me perdone, señora —se excusó una temblorosa voz.

Me volví y al alzar los ojos vi una gran extensión de ropa blanca antes de llegar al rostro del joven. En aquellos ojos había susto y sorpresa, y una súplica de comprensión que su poseedor no esperaba obtener. Supuse que debía tener dieciséis años, y su cuerpo había crecido antes de que pudiera acumular carne para cubrirlo. Ese detalle le confería un aspecto desgarbado; era un costal de huesos bajo su vestimenta y su sensación de inferioridad resultaba patente. Sus ojos grises me miraron con el mudo ruego de que no lo despreciara. Hizo que me acordara de mi hermano, Seth... y de otra persona que no conseguí identificar... Pero se parecía a Seth en su desgarbada fase de crecimiento. Fue ese detalle, ese ansia de cachorro, lo que provocó mi simpatía.

—La he confundido, señora Buscadora. Me alegré tanto de que lady Fara... quiero decir que... —y no supo continuar.

Me apresuré a tocarle el brazo para animarlo, porque parecía a punto de perderse entre el gentío.

—No has hecho nada malo. Estamos en Eclipse, ¿verdad? Y, te lo aseguro, me halaga que me confundas con lady Fara.

Un breve anhelo llameó en sus ojos y creí que el chico iba a sonreír, pero adoptó una expresión anormalmente madura.

—Por favor, invítame a beber algo y no pienses más en ello —dije rápidamente—. Algo... ligero —añadí, señalando con disgusto a dos beodos juerguistas.

La sonrisa se asomó de nuevo y fue sustituida por una cauta expresión.

—Dos maizadas —dijo al camarero, echándole una moneda.

—Gracias, señor, que tenga un buen Eclipse.

El joven me dio la bebida con la refinada gracia de un cortesano, un detalle inusitado dada su edad.

Era una mezcla de frutas, agria y fría, y yo tenía el paladar preparado precisamente para eso. Nos mantuvimos a un lado del atestado mostrador, sin decir nada porque no se me ocurría nada que comentar.

Al otro lado de aquella galería del Bazar se produjo una súbita conmoción. Hubo gritos confusos, nerviosos remolinos de gente, un trío que se abría paso a empujones. No estaban muy sobrios, pero tampoco habían bebido lo bastante como para que sirviera de disculpa a sus violentos actos. El primer hombre, un tipo tosco y enorme, embestía con la ferocidad de un gorila enloquecido y sus brazos empujaban a cuantas personas no se apartaban con la rapidez suficiente. Miraba a derecha e izquierda, con la cabeza echada hacia adelante, y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Maxil! ¿Dónde está ese enano? ¡Maxil, ven aquí o te destrozo! ¿Maxil? ¡Maxil!

Sus dos compañeros le imitaban, llamaban a gritos al desaparecido Maxil, paraban a la gente y exigían saber dónde estaba el tal Maxil.

Volví la cabeza hacia mi joven acompañante y descubrí que no estaba junto a mí, en el preciso instante que el gorila cargaba contra el quiosco y hacía violentos gestos al camarero.

—Estaba con esta señora hace un momento —replicó solícitamente el camarero, sin mirarme pero claramente asustado.

El patán se encaró conmigo. Su aliento, cargado de alcohol, era repulsivo y su sudoroso cuerpo apestaba. Me puso las manos en los hombros y empezó a sacudirlos.

—¡Quíteme sus sucias manos de encima, estúpido pendenciero! —dije, ardiendo de ira por aquel insulto—. He dicho que me quite sus sucias manos de encima —repetí claramente en el silencio que se había adueñado de la galería.

La cólera justa posee cierta cualidad, gran fuerza para obtener obediencia. El hombre apartó las manos y quedó bamboleándose ante mí, mientras sus espesos y embriagados sentidos asimilaban el significado de mis palabras.

—¿Quién te crees que eres? —preguntó el borracho.

—Maxil pensó que era lady Fara —dijo tímidamente el camarero. Yo le lancé una mirada que esperaba lo enmudeciera por completo.

—¿Fara? ¿Fara aquí? —dijo el borrachín. Me hizo un guiño y trató de verme con claridad—. Venid, Lort. —Llamó a sus camaradas—. ¿Es Fara?.

Los otros me observaron y me obligaron a pegarme al mostrador.

—No la he visto nunca —dijo el que no había sido nombrado. Su aliento era repugnante.

—Aquí no puedo ver nada —se quejó Lort.

—Este —y el dedo del borracho empujó al camarero— ha dicho que ella estaba con Maxil. Todo el mundo sabe que Maxil está loco por Fara. Aunque a ella de poco va a servirle eso. —Se rio de su propia ocurrencia.

Antes de que comprendiera lo que iba a pasar, el gorila me tapó la cabeza con su manto y me levantó hasta sus hombros. Pataleé, arañé, chillé... y alguien me dio un golpe en la cabeza.

Cuando recuperé el conocimiento, tardé unos instantes en recordar el incidente. Me dolía la cabeza y notaba pegajosos los brazos y el mentón. Creo que fue la preocupación por el hermoso vestido que me había prestado Gartly el detalle que me estimuló para recobrar la plena conciencia.

Me hallaba tumbada en una cama enorme, en una habitación de elegante mobiliario aunque con desolada apariencia. En algún lugar más allá de las ventanas había abundante griterío, chillidos, risas y cánticos. Me levanté, con mucho cuidado debido a mi dolor de cabeza, y me acerqué a una ventana. Ante mí se extendían bellísimos jardines, un mágico mundo de flores maravillosas, que se derramaban sobre los sinuosos senderos, tocaban suavemente la diversidad de anormales árboles y realzaban la belleza de tallas y esculturas. Más allá de la delicada filigrana metálica se veía la muchedumbre de festejantes y otro ala del edificio.

No era preciso ser muy inteligente para suponer que me hallaba en el mismo palacio.

¿En la habitación de Gorlot?, me pregunté, sintiéndome muy chistosa y sin saber qué hacer.

El día anterior todo me había parecido sencillo. Esa mañana, el plan era infalible. Suspiré y tuve ganas de echarme a llorar, aunque eso habría aumentado el dolor de mi cabeza.

Busqué el lavabo y me lavé cara y brazos. También froté suavemente las manchas que descubrí en mi bella ropa. Al oír una conmoción afuera, dudé un instante, preguntándome si un cuarto de baño cerrado no sería preferible a cualquier cosa que encontrara en el dormitorio. Reconocí una de las roncas risas, la perteneciente al borracho gorila, y eso me decidió a no ser cobarde.

Él estaba allí, cierto, metiendo en la habitación a empujones a mi joven amigo del puesto de bebidas, bramando, riendo vulgarmente. Cogí un cepillo para el cabello que vi en el tocador. Al sopesar el objeto, me alegré de que fuera metálico.

—¡Eh, tú, alborotador milico! ¿Cómo te atreves? —grité, y los dos volvieron la cabeza hacia mí.

La expresión desagradablemente enfermiza del semblante del muchacho me produjo tanta rabia como su mirada de incredulidad cuando me vio agredir al gorila.

—¿Cómo te atreves a secuestrarme? Estaremos en Eclipse, pero hay límites para lo que se puede hacer. ¡Vete, sal de aquí y déjanos solos!

Estoy completamente segura de no haberme sentido nunca tan furiosa. Ni siquiera cuando los hijos de los Travis intentaron jugar una mala pasada a una inocente Sara de doce años, en el viejo granero de su padre. Él se ocupó de ellos con un cuero para afilar navajas, y yo despaché al palurdo del gorila con un cepillo metálico para el cabello.

De haber estado sobrio, yo no habría triunfado. Pero el gorila y sus dos secuaces estaban definitivamente embriagados y su reacción, porque se revolvieron contra mí, fue lenta en exceso. Aullaron con el contacto del cepillo en sus brazos y mejillas y abandonaron la habitación. No tuve que perseguirlos por el cuarto de estar. Me quedé en la puerta del dormitorio y les arrojé todo lo que encontré a mi alcance. En cuanto salieron al pasillo, me precipité hacia la puerta y la cerré de un portazo, echando el pesado cerrojo.

El muchacho, Maxil, porque estaba segura de que era él, me miraba boquiabierto de admiración.

Dominé los temblores de mi cuerpo, recuperé el aliento y cogí algo parecido a una manzana de un plato que ocupaba la mesa próxima a la puerta.

—¿Quién era ése? —pregunté al chico, que había empezado a avanzar hacia mí, con los ojos todavía relucientes como expresión de respeto.

Se detuvo al oír mi pregunta y señaló neciamente la puerta.

—¿No sabe que ese es Samoth?

—¿Samoth? No, ¿por qué tenía que saberlo? Nunca había tenido la desgracia de conocerlo.

Di un enorme bocado a la manzana. Pensé que seguramente nunca volvería a estar saciada. Buena parte de mis horas de vigilia, durante los últimos días, se había consumido comiendo algo.

—Espera a que vea a ese camarero —proseguí, iracunda—. Espera. ¿Sabes que habló por los codos de ti con aquel papanatas?

—Supuse que tendría que hacerlo —dijo Maxil en voz baja, tristemente, mirándose los pies.

—¿Por qué? —pregunté muy enfadada—. ¿Es que en esta ciudad todos se asustan de un trío de borrachos camorristas?

A Maxil le parecían muy interesantes sus elegantes sandalias.

—Tienen motivos para asustarse. Usted no debe ser de aquí —añadió, mirándome y desviando la mirada rápidamente.

——Soy de Jurasse —repliqué—. Esos creyeron que yo era lady Fara.

Me miró otra vez, sintiéndose culpable, ruborizado.

—El camarero oyó por casualidad lo que dijimos, supongo. Lo lamento mucho. Por confundirla con lady Fara la he metido en este lío y ahora usted...

Le tembló el mentón, y volvió la cabeza bruscamente. Se acercó a la ventana, con el cuerpo encogido, abatido.

—Y ahora ¿qué? —insté, esforzándome en que la impaciencia no se reflejara en mi voz.

—No puedo decirlo. Pero es horrible que la hayan traído a rastras a este lugar. Samoth y los demás regresarán y... —Me miró de nuevo, con el rostro encendido porque intentaba contener las lágrimas.

—¿Y qué, Maxil? —dije, y fui hacia él, angustiada por su apuro.

—Dirán que yo... que yo soy... impotente. —Y tras esa última palabra, tras ese término tan demorado, volvió la cabeza hacia la ventana.

—Vaya, es lo más despreciable, asqueroso, indecente e increíble que he oído. ¡El colmo! —dije, en voz baja al principio y dando rienda suelta a mi indignación al final.

El eco de otra escena resonó débilmente en mis oídos y recordé aquella vez que, sin quererlo, escuché las burlas de cuatro de mis hermanos, los mayores, porque Seth había sido incapaz de «hacerlo» con una prostituta de la ciudad. Pese a que sólo tenía catorce años, me di cuenta de lo crueles y frustrantes que esas burlas podían ser. Me fue totalmente imposible ayudar a Seth, pero decidí ayudar a Maxil en su nombre.

Le cogí de la mano y lo atraje hacia el sofá.

—Bueno, ¿eres impotente? —le pregunté sin ambages.

Maxil se sonrojó.

—Tengo relaciones sexuales —dijo en tono inseguro—. Pero no cuando alguien me mira.

—Es de esperar. Hay cosas en este mundo que deben hacerse en el momento y lugar oportunos, en la intimidad.

Y en ese instante también yo me sonrojé violentamente. No pude dejar de pensar en la infortunada utilización de una frase de Harlan, y en las circunstancias que la había pronunciado.

—Bueno, y ahora no me diga que no sabe las cosas que dicen de mí —comentó Maxil, conteniéndose aún para no llorar—. Gorlot lo tiene todo planeado. En cuanto mate a Ferrill, me denunciará, dirá que soy un afeminado y nombrará candidato a Señor de la Guerra a ese culón de Fernán, a ese tragón...

—¿Matar a Ferrill? —dije en un susurro.

—Está muy enfermo y no es por culpa de su constitución física. ¡La familia de Harlan no está debilitándose! —exclamó Maxil con patética fuerza.

—No, no es por culpa de su constitución física. Están drogándole.

—Eso intentaba... —Maxil se quedó boquiabierto y se volvió para observarme. Había asombro en sus ojos—. ¿Cómo lo sabe?

—Lo sé. Y sé más, también drogaron a Harlan.

Maxil me miró fijamente. Observó la puerta cerrada. Muy nervioso, se levantó y fue hasta la galería de la sala de estar. Abrió la puerta y atisbo recelosamente antes de volver a sentarse junto a mí.

—Pensaba que esa era la razón —dijo en un áspero murmullo—. ¿Está segura de no equivocarse?

—Estoy segura. Y además —proseguí, Harlan ya no está sometido a las drogas. Está libre y en esta ciudad.

Maxil me miró como si pensara que me había vuelto loca, o que él no me había oído bien. Parpadeó rápidamente y la nuez de su garganta se movió de arriba abajo, igual que la de Seth cuando estaba nervioso.

—Si usted repitiera esto —dijo entre gruñidos, con una voz tensa, colérica—, si usted repitiera esto... a... a... Todavía puedo usar mi autoridad para...

Apoyé la mano en su brazo y atraje su mirada, embargué su atención.

—Maxil, estoy diciendo la verdad.

Poco a poco su semblante fue variando, mientras el muchacho comprendía que yo hablaba seriamente. Esperanza, preocupación y, por fin, desespero cruzaron por su cara. Gimió y volvió la cabeza, de nuevo rendido a la apatía.

—Es demasiado tarde —dijo tristemente—. Demasiado tarde. Y además —me miró otra vez, con los ojos brillantes de odio, con una severidad impropia de su edad—, no debe ir por ahí diciendo esas cosas cuando cualquier persona puede estar oyéndola.

Su mano señaló frenéticamente la galería, el dormitorio y la puerta del pasillo, como si descomunales orejas estuvieran extendidas desde las piedras.

—Te las estoy diciendo a ti.

—¿Cómo sabe que Gorlot no me tiene dominado? —objetó rudamente. Noté que yo hablaba cada vez más bajo, que estaba haciendo un esfuerzo inconsciente para suavizar el tono del joven.

—Bien, dudo que eso sea cierto, ya que Gorlot hace afirmaciones tan degradantes sobre ti. Por otra parte, Jokan dijo que estabas terriblemente preocupado por Ferrill. Has dicho que odiabas a Samoth. En fin, si Harlan recobra la regencia, tú te librarás de Samoth. Lo único que debo hacer yo es hablar con Ferrill, contarle lo sucedido y forzarle a convocar una reunión del Consejo.

Maxil me miró como si yo estuviera fuera de mis cabales.

—Eso es lo único que debe hacer. Hablar con Ferrill y forzarle a convocar una reunión del Consejo —repitió como si razonara con una idiota—. ¡Eso es todo! —Nuevos gestos, ampulosos y dramáticos.

—Estoy en el palacio, ¿no es cierto? Ferrill vive aquí, ¿no es cierto?

Yo había pensado de pronto, y me pareció una torpeza haber tardado tanto en apreciar la oportunidad, que me hallaba en palacio y que podía llevar a la práctica el Plan A.

—Y Ferrill tendrá que dejarse ver esta noche en el Salón Estelar, suponiendo que pueda andar —proseguí—.

Y supongo que tú podrás estar en el Salón.

—Sí —convino Maxil, que en ese momento me prestaba estricta atención—. Sí, yo puedo estar, y él tiene que dejarse ver.

Se interrumpió, aturdido, e inmediatamente su rostro se iluminó, sus hombros se enderezaron y su mentón se proyectó. El niño asustado y humillado desapareció y un hombre joven ocupó su lugar.

—¿Se da cuenta de lo que ha dicho? —me preguntó Maxil—. ¿Se da cuenta?

—Deduzco que estás más animado —fue mi festiva respuesta.

—¡Animado, animado, ANIMADO! —repitió dramáticamente—. Me siento vivo por primera vez desde hace doce meses. ¡Casi un año entero! —me aseguró, con los dedos metidos en el cinturón mientras iba de un lado a otro de la estancia.

—En ese caso, ¿no podrías conseguirme algo de comer? —pregunté mientras mi estómago emitía groseros sonidos.

—¿Algo de comer? Naturalmente. Naturalmente —dijo con efusión.

Fue hasta la puerta y, tras correr el cerrojo, la abrió de par en par.

—Guardia —pidió en tono afectado—. Quiero comida para dos en mis aposentos.

Avisté brevemente la sorprendida cara del guardián, que saludó de modo descuidado mientras Maxil cerraba la puerta.

—Yo echaría el cerrojo otra vez, si estuviera en tu lugar. No creo que me gustara vérmelas con Samoth cuando esté sobrio —observé.

Maxil no tenía tanta confianza en sí mismo como para olvidar los condicionamientos de su trato con Samoth en menos de media hora. La indecisión se reflejaba en su rostro.

—Escucha, amigo mío —dije seriamente—. Me alegra que te animen las noticias sobre Harlan, pero no exageremos la situación hasta que informemos a Ferrill y empecemos a actuar contra el poder a Gorlot y Samoth.

—Bah —dijo Maxil, muy jovial—. Samoth estaba borracho como una cuba. Habrá ido a importunar a alguna dama antes de volver aquí. Y luego se presentará con un puñado de familiares y me tomará el pelo. Pero no volverá hasta que esté sobrio. Y por entonces, ¡ya no estaremos aquí!

Los ojos de Maxil ardían de resolución. Me miró otra vez.

—¿Dónde está Harlan?

—Para ser sincera, no lo sé. Y quizá no debería decir más de lo que he dicho.

—Pero... —protestó Maxil, deseoso de no verse privado de confianza—. ¿Cómo sabe usted que lo drogaron? Es decir, ¿cómo pudo... sacarlo...?

Tímidos golpes en la puerta interrumpieron al muchacho. Me miró, con espanto en los ojos.

—La comida —musité e inmediatamente, impulsada por repentina inspiración, me acurruqué junto a él y puse su largo brazo sobre mis hombros.

—Entre —dijo Maxil, con la voz firme y el brazo aplastándome los hombros mientras respondía torpemente a mi abrazo.

Debo decir que el jovencito hizo una convincente imitación de una persona que ha sufrido una interrupción fastidiosa. Entró un solo hombre, un tipo apocado vestido con un delantal verde. Hizo una nerviosa inclinación de cabeza.

—¿Qué desea para comer, lord Maxil?

—Stornell, quiero una buena comida. ¿Qué tenía usted en mente, lady...? —y enmudeció al darse cuenta de que no conocía mi nombre.

—Me llamo Sara, querido —dije, haciendo un quejumbroso puchero—. ¿Lo has olvidado, después de...? —Y me interrumpí. Creí que Maxil prorrumpiría en carcajadas. Por fortuna, su mirada estaba apartada del camarero—. Y estoy muerta de hambre. Lo único que quiero es comida.

—Pon dos de los mejores... de lo que estás sirviendo a Gorlot —concluyó, casi escupiendo ese nombre.

La expresión del rostro de Storner indicaba que no se le había escapado detalle de lo que yo pretendía dar a entender. Ni del desprecio de Maxil hacia el temporal Regente. Fuera cual fuese la opinión del camarero, el hombre mantuvo inexpresivo su semblante al hacer una reverencia y prometer que la comida estaría lista en unos minutos.

—Dígame una cosa —musitó Maxil, con los ojos abiertos de admiración—. ¿Se ha dado cuenta de lo que ha hecho?

Le sonreí y me levanté de un salto del sofá.

—Espero que todo el palacio lo sepa muy pronto —contesté sonriendo.

—Caramba, es usted maravillosa —dijo sinceramente Maxil—. Ojalá que... quiero decir que usted se parece... a... —Estaba esforzándose en decir algo.

—¿A lady Fara? —pregunté delicadamente y fui respondida por el rubor del joven—. Ah, ella es tu chica.

—Ella es mi querida dama —afirmó seriamente Maxil—. Por lo menos —añadió— lo será. Stannall no pondrá objeciones, lo sé. Pero Gorlot no ha convocado el Consejo con la frágil excusa de que la crisis tanita requiere todo su tiempo y que debe intervenir el Señor de la Guerra, no los Consejos de Paz.

El tema agitó a Maxil, que reanudó su nervioso paseo por la habitación. El parecido me impresionó y me di cuenta de que el joven era una mala copia, un Harlan en pequeño, incompleto, sin moldear, sin templar. Pero el parecido a su tío era manifiesto.

—¿Lady Fara es hija de Stannall?

—Todo el mundo lo sabe —replicó Maxil, mirándome.

—Yo, no. Pero claro, soy una insignificante campesina —me apresuré a añadir.

—Pues bien, no lo parece —dijo Maxil con inesperada cortesía—. En realidad, se parece a mi Fara. —Usaba el pronombre posesivo tan desconcertantemente como su tío—. La misma estatura. La misma tez. Y hemos planeado ser sacerdote —tocó su blanca vestidura— y Buscadora este Eclipse. Es decir, lo planeamos antes de que Harlan sufriera aquella supuesta enfermedad. Bueno, ella quería aguardar, pero llegamos a un acuerdo —terminó con terca insistencia.

—¿No vendrá Stannall esta noche? En calidad de miembro del Consejo, a eso me refiero.

Maxil se alzó de hombros.

—No lo sé. Es posible. Cuando la vi en el bazar y pensé, sólo una fracción de segundo, que usted podía ser mi lady Fara... —Y dejó la frase en el aire—. Pero a pesar de todo me alegra que fuera usted —dijo, sonriendo de modo bastante atractivo.

Pese a la crueldad a que había sido sometido, pese a las preocupaciones, Maxil era un adolescente muy agradable.

—Nada va mal en la estirpe de Harlan —observé sucintamente, y sonreí por temor a que Maxil interpretara mal mis palabras.

Nuevos golpes en la puerta precedieron a la comida, una diversión bien recibida por diversas razones.

—Storner —dijo imperiosamente Maxil en cuanto la mesa estuvo puesta ante nosotros y el camarero se dispuso a retirarse—. ¿Cuándo llegará el Señor de la Guerra, mi hermano, al Salón Estelar?

—Corre el rumor de que no vendrá —dijo Storner, inexpresivo.

—No me interesan los rumores —espetó Maxil—. ¿Qué ha dicho su médico? —El tono de Maxil indicaba la opinión que le merecía ese caballero.

—A la hora décima, mi Señor Maxil —replicó Storner, con tanta desgana en su voz que ésta resultaba insolente.

—¡Oh, maravilloso! Prometí obtener una prenda de Ferrill —dije, riendo entre dientes—. Para protegerme de un sacerdote que conozco —expliqué mientras mis dedos recorrían tímidamente el brazo de Maxil.

Maxil hizo un gesto para que Storner se fuera y los dos continuamos haciéndonos estúpidas muecas hasta que oímos el ruido de la puerta al cerrarse. Maxil se tapó la boca para apagar su risa y dobló su cuerpo con regocijo.

Aguardé un momento, pero el olor de la comida que humeaba en los platos metálicos fue más fuerte que mis modales.

—Ríe cuanto quieras. Estoy hambrienta —anuncié, y empecé a llenar mi plato de comida.

—Nunca había visto una mujer que comiera tanto. ¿Está embarazada? —preguntó Maxil, receloso.

—¡Vaya pregunta! —exclamé, y casi me atraganté.

—¿No está pedida?

Otra vez esa palabra.

—No exactamente —respondí orgullosamente—. Pero he llegado a un acuerdo.

—Oh —gruñó el joven, tranquilizado.

La dieta del sanatorio no me había preparado para golosinas de aquel tipo y comí sin descanso mientras Maxil hablaba. Y lo hizo como si hubiera perdido la costumbre de hablar. Comprendí que debía haber estado sometido a una enorme tensión. Junto a su espectacular entusiasmo y sus apasionadas opiniones de adolescente, que ni siquiera las tiernas atenciones de Samoth habían acabado de reprimir, Maxil poseía aguda perspicacia. Su humor, a menudo con visos de amargura, era irónico y delicioso. Y yo, con tal de poder seguir comiendo, le dejé llevar el peso de la conversación. Yo sabía penosamente bien las limitaciones de mis conocimientos sobre el entramado general de la vida en Lothar. Las banalidades cotidianas, como Joe Dimaggio, los perros calientes, el aniversario de la Declaración de Independencia y los asesinatos a martillazos quedaban fuera de mi comprensión.

Deduje que los «hombres de la banda» no eran músicos, sino grupos de atracadores, ladrones o bandoleros que aterrorizaban regiones no protegidas haciendo aso de absurdos poderes de destrucción contra la propiedad y la vida de las personas. Tuve que deducir que tales crímenes, bastante comunes en la Tierra, eran algo inaudito en Lothar. Un paso más y llegué a la conclusión de que los elementos revoltosos solían quedarse en la Patrulla, donde encontraban desfogue a su energía. La decreciente necesidad de miembros activos había dejado ociosos a numerosos Criminales en potencia. Pero me sorprendió que Maxil expusiera la misma conclusión.

Supe que la demencia, también una rareza en Lothar, estaba describiendo una horrible curva ascendente de incidencia en la ciencia médica. No existía ningún Freud, ningún Jung, ni siquiera un buen servidor del sentido común que instruyera y analizara. En Lothar no existía religión organizada de ningún tipo. Sólo la antiquísima dedicación a la destrucción absoluta y total de los Mil. Ello no bastaba para las generaciones más jóvenes de lotaria nos que apenas habían tenido contacto directo con la sempiterna amenaza. Exigían a la vida mucho más que la simple liberación del miedo y los severos dispositivos de seguridad desarrollados por antepasados enterrados hacía siglos.

Quizá Harlan, pensé, estaba equivocado en cuanto a no localizar inmediatamente a los Mil. Esa tarea, no había duda, absorbería a los elementos más inquietos. Una vez enterrada la calamidad, Lothar podría progresar de modo más normal. ¿Normal? ¿Acaso mi Tierra era más normal con sus constantes y absurdos altercados internacionales? Lothar, por lo menos, tenía una meta fija y la perseguía sin descanso, valerosamente.

Al terminar la fruta dulce del postre, cometí un error particularmente craso.

—A veces se comporta como si no supiera de qué estoy hablando —comentó Maxil, ceñudo—. Y su forma de hablar es de lo más extraordinario. ¿De dónde es usted?

—De Jurasse. Mi madre era de Cant del Sur. Supongo que esa es la razón de mi extraña forma de hablar. Mi madre siempre decía que la gente de Jurasse deforma el idioma... —y estuve a punto de añadir «de Shakespeare».

—Ciertamente —convino Maxil, y apartó a un lado la mesa.

Eructó sin excusarse y me pregunté si se trataba de un detalle protocolario o típico de un adolescente. Yo me limité a carraspear.

Ya nos habíamos acostumbrado a las ruidosas multitudes del parque. De pronto, un clamor de voces enojadas atrajo nuestra atención a la ventana. Maxil fue rápidamente a la galería y me hizo una señal.

—Otra manifestación contra la guerra de Tane —observó, señalando las pancartas que se inclinaban y se deslizaban sobre las cabezas del gentío.

—Maldita guerra —refunfuñó Maxil—. Todo el mundo habla de lo mismo.

—Esa guerra encubre otro propósito —dije al recordar los temores de Harlan.

—Estoy seguro de que así es. ¿Y sabe usted por qué esta guerra es una farsa? —preguntó Maxil—. Porque los hombres de Gorlot están al mando en estos momentos. Hombres —añadió con desdén— como Samoth. Todos, incluso los hombres que convoca para las sesiones de urgencia del Consejo, todos son hombres de Gorlot. No se le escapa nada. Nada.

—Sí —le contradije—, hay algo. La fuga de Harlan.

—Eso no servirá de nada a menos que Harlan comparezca cuerdo ante el Consejo y demuestre que no es un demente. Y apuesto cualquier cosa a que Gorlot ideará algún medio para probar que Harlan está tan loco como siempre.

—Lo dudo. Porque Harlan nunca ha estado loco.

—Eso lo sé yo. Y usted —dijo Maxil, entristecido.

—Estar quietos aquí no servirá de nada. Debemos ver, a Ferrill. Vamos. Casi debe ser la hora —dije mientras me ponía en pie. La depresión de Maxil era contagiosa.