IV


Mi sueño no fue sosegado aquella noche. Estuvo poblado de informes obscenidades y cargado de miedo y furor, frustración y desesperanza. Estaba sola en la cama cuando me desperté. El asombro y el pánico me hicieron volverme, y comprobé aliviada que Harlan estaba levantado y paseando, con el semblante sombrío a causa de la fatiga y las preocupaciones.

En el desayuno no hubo ninguna de las placenteras pantomimas que hacíamos respecto a la división y consumo de la escasa ración. Harlan comió con rapidez, con la mirada ceñuda.

El paseo por el jardín de aquella mañana fue mero alivio. Las cuatro desnudas paredes de la casita habían empequeñecido minuto a minuto. Harlan se había dejado la camisa muy suelta, de modo que una fuerte presión hacia afuera le dejara libre. Habíamos convenido en retrasar el regreso a la casita hasta que el guardián se viera obligado a recogernos. Esta medida nos aseguraba la posibilidad de dominar al guardián en cuanto estuviéramos en la casita. De modo que nos demoramos en el rincón más apartado de los jardines, en las sendas exteriores paralelas a la pantalla de fuerza. Nos encontrábamos en el extremo más alto, a medio camino entre dos postes, cuando se produjo el incidente.

Un enfermo enloqueció. Se lanzó hacia la pantalla y arrastró con él a su infortunada compañera. Los dos se transformaron en una antorcha de llamas azuladas que ardió rápidamente. El eco de los chillidos de agonía fue el único detalle indicativo de que el pasto de las llamas estaba constituido por seres vivos.

Mientras yo contemplaba la escena paralizada por el terror, Harlan reaccionó ante aquella oportunidad. Se deshizo de la camisa de fuerza, me agarró por los hombros y juntos nos lanzamos hacia la oscilante pantalla. Pensé que también yo acabaría consumida por las llamas. El dolor y la conmoción que recorrieron velozmente mi cuerpo fueron tan intensos que ni siquiera pude proferir un grito de protesta. Luego, una vez pasada la debilitada barrera, sólo perduró un soportable dolor y una sensación de quemadura. Tal quemadura era perfectamente cierta puesto que nuestra ropa se redujo en un instante a jirones chamuscados. Incluso la camisa de fuerza, pese a su grueso relleno, quedó socarrada y tostada. A pesar de ello Harlan no me concedió un segundo de pausa para evaluar la situación. Me cogió de la mano y me arrastró por el foso de tierra que rodeaba la pantalla de fuerza y luego por el sembrado de granos lleno de tallos altos y oscilantes.

—Sara, ¿no tienes la menor idea de dónde está el asilo?

—¡No! —grité mientras notaba los arañazos de los zarcillos de los tallos en mi sensible piel. La valla siempre había borrado los alrededores del asilo.

—Campo, campo, campo —jadeó Harlan.

La estatura de Harlan le permitió contemplar los ondulados campos que se extendían en todas direcciones a partir del asilo. Alzó la mirada al sol, con los ojos entrecerrados, pero la proximidad del astro al zenit impedía que fuera de mucha ayuda. Harlan se detuvo unos instantes y olisqueó la ligera brisa.

—¡Mar! —afirmó y acto seguido giró a la derecha, guiándome con su mano, firme bajo mi codo.

—¿Es imposible encontrar una carretera? Así llegaríamos a algún sitio —sugerí, jadeante y pugnando por mantener los pies bajo mi cuerpo al paso que Harlan marcaba.

—¡Carretera! —espetó despreciativamente.

Ascendió la pendiente que había ante nosotros. No dejó de mirar atrás por encima del hombro. Yo no me atreví a imitarle. Era lo único que podía hacer para seguir su paso.

Seguimos corriendo por el campo hasta que la punzada de mi costado me lo impidió. Harlan presintió mi estado, sin interesarse por él, y consintió que me desplomara al abrigo de los altos tallos en la pendiente. Oculto él mismo por las plantas, miró en todas direcciones, de nuevo oliendo la brisa.

—Es posible que dispongamos de poco tiempo antes de que descubran nuestra ausencia, Sara —dijo mientras se dejaba caer junto a mí— Tendrán las manos ocupadas recogiendo a los enfermos. Quizá no los cuenten inmediatamente. Los guardianes se han vuelto descuidados, excesivamente confiados. De todas formas, la situación del asilo, en medio de los cultivos, permitiría que una búsqueda por aire fuera ridículamente sencilla. —Se interrumpió y cogió un puñado de paja—. Por supuesto, parte de nuestro camuflaje está aquí mismo.

Se echó a reír y empezó a meter paja en su túnica, de modo que los tallos quedaran pegados a la espalda y sobresalieran en los hombros. Yo seguí su ejemplo y, al ver que mi túnica se rompía a la altura del hombro, me apresuré a embadurnarme con tierra húmeda.

—Buena chica —dijo Harlan, y se embarró la piel en los puntos donde la blancura era visible.

Cuando concluimos, parecíamos espantapájaros tras una semana de lluvia.

—Y ahora nos dirigiremos hacia el mar. En cuanto oigas un ruido, túmbate en los surcos. —Señaló el borde de las plantaciones—. Los tallos son bastante altos y gruesos, tal vez no nos vean cuando empiecen a buscar figuras que corren. Y no esperarán que yo me dirija hacia el mar —añadió misteriosamente.

Me tendió la mano y yo, tras respirar profundamente, me levanté para proseguir la fuga.

Apenas habíamos atravesado aquel campo cuando oí algo distinto a nuestro fatigoso respirar. Antes de que pudiera reaccionar por mí misma, mi cara se encontró en el barro, con el cuerpo de Harlan sobre el mío.

Si los buscadores hubieran ido a pie, estoy convencida de que el sonido de mi corazón habría delatado nuestra presencia. El ruido de un vehículo aéreo se aproximó, pasó sobre nosotros, es alejó... Nos levantamos precavidamente, asegurándonos de que no había otro vehículo en el aire. Llegamos al punto más alto del siguiente campo corriendo agachados. Incluso yo me di cuenta de que el terreno iba descendiendo poco a poco. El olor del mar, acerbo y definido, era tan intenso que pude percibirlo cuando levanté mi sudoroso rostro al viento para refrescarme.

No estoy segura de que agradeciera las muchas veces que tuvimos que tumbarnos con la cara pegada al húmedo y negro suelo, aguardando a que los buscadores pasaran de largo. Recobré el aliento en todas las ocasiones, cierto, pero el terror de la espera, incapaz de permitir una mirada al cielo, me hizo perder el resuello más que el cansancio de la huida. Seis veces nos tiramos al suelo, siempre un poco más cerca del punto donde el terreno caía para dar paso al mar. Y por fin tuvimos el mar ante nosotros, cien metros más abajo del elevado acantilado donde nos hallábamos.

Mi valor decayó. Allí mismo, al borde del precipicio, que parecía prolongarse kilómetros y kilómetros en ambas direcciones, terminaban los cultivos de cereales. Los cincuenta metros que separaban el agua de la tierra estaban cubiertos únicamente de matorrales bajos y dispersos, inadecuada protección para las andantes figuras de paja que éramos nosotros.

Harlan comprendió mi desesperada evaluación y apretó mi mano para inspirarme confianza.

—Hay caminos para bajar a la playa.

—Y luego... ¿qué? —jadeé, señalando el estruendoso oleaje.

—La marea bajará pronto y podremos correr por la arena. Nos ocultaremos en las rocas si es preciso. Ese terreno es mucho mejor para nosotros. Bien, ahora vamos hacia el noreste. Estas rocas me indican el lugar exacto donde estamos.

Pero no se molestó en decírmelo, bien porque sabía que era inútil o bien porque olvidó mi ignorancia. En fin, estábamos en Cant del Sur.

Harlan había mantenido bien apretada la forrada camisa durante la huida por los campos. Cuando quitó la paja de su ropa se dio cuenta del estado de la mía. Arrancó las dos cintas colgantes que aseguraban la destrozada túnica a su cintura y me dio la camisa. Me la puse rápidamente y até los restos de mi vestimenta a mi cintura.

—Perfecto, el barro sigue siendo útil —dijo muy sonriente.

Me cogió de la mano y continuamos la fuga.

Harlan era un guía experto incapaz de tomar en cuenta nuestro agotamiento hasta el punto de permitir que renunciáramos a la carrera definitiva. Descansamos de vez en cuando e hicimos una parada más prolongada al tropezar con un arroyo no lejos del punto de descenso hacia la playa. Tal como él había predicho, cuando encontramos un camino para bajar la marea se retiraba de la bronceada arena. La fría playa fue un refresco para nuestros fatigados pies.

Mis frágiles sandalias, adecuadas para recorrer sendas de jardín, se desgastaron con enorme rapidez en la abrasiva superficie de la playa. Andar sobre la húmeda y áspera arena fue una tortura para mí en cuanto las sandalias se rompieron y la suave piel de mis pies empezó a escoriarse paso a paso. Estaba preguntándome cuánto tiempo podría continuar así cuando me vi bruscamente atraída hacia el rígido cuerpo de Harlan. No había necesidad de que me recomendara silencio, porque ya había visto el barco pesquero en la ensenada que teníamos delante. Vi a los marineros apiñados alrededor de la hoguera, oí sus voces mientras discutían. Y lo peor de todo, olí los alimentos que estaban preparando para la cena. El hambre superó el resto de las incomodidades y el hecho de no haber comido se convirtió en una tortura.

Harlan me arrastró hacia las protectoras sombras de las rocas. Si hubiéramos continuado andando, ni siquiera la creciente obscuridad nos habría ocultado a las miradas casuales de los pescadores.

—¿Sabes nadar? —Asentí y añadió—: ¿Hasta eso? —y señaló la barca.

—Sí —repliqué, aunque no tenía la menor confianza.

Estaba tan cansada, me dolían tanto los pies y el estómago y estaba tan preocupada por todo, que ir tan lejos me parecía un grave error. No consideré la enorme suerte que habíamos tenido hasta entonces. Al menos no lo hice con el olor a comida metido en mi nariz tras el prolongado ayuno. Me consolé con la idea de que no tenía que andar para llegar a la embarcación.

No tuve en cuenta la frialdad del agua ni el picor de la sal en la infinidad de arañazos y erosiones que marcaban mi cuerpo. Y Harlan tampoco me concedió tiempo para entrar despacio en el agua, como me gustaba hacer en mis salidas familiares. Harlan me arrastró inexorablemente hacia dentro.

—No nades todavía —musitó. Una ola me alcanzó en plena cara. Sus brazos me sostuvieron mientras tosía para echar el agua—. ¿Sabes nadar? —volvió a preguntarme.

—Sí, sí —le aseguré, herida por su escepticismo, y me lancé hacia el barco con una vigorosa brazada de pecho.

Quizá porque continuaba dudando de mi destreza, Harlan acompasó su brazada a la mía, pero guiándome mar adentro, sin seguir la línea oblicua de la costa a la barca. Entendí su propósito: acercarnos a la embarcación por el lado contrario, aunque la distancia original se viera incrementada muchos metros.

Si bien el mar me producía picor en las heridas, su frialdad me causó una falsa sensación de regocijo. Traté de acelerar, para demostrar mi pericia a Harlan, pero él me advirtió que no me sobrepasara. Harlan estaba en lo cierto, desde luego, porque cuando por fin viramos hacia el barco, el cansancio se presentó duplicado. Era muy difícil sacar los brazos del agua, apenas podía mantener las piernas en movimiento.

—Sara, ya falta poco —sonó animadora la voz de Harlan.

La cabeza de mi compañero era un bulto blanco por encima de mi hombro derecho mientras nadábamos, y más allá el barco era una sólida negrura, con el único mástil perfilado sobre la agónica luz del cielo crepuscular. Mis frenéticos brazos se precipitaron hacia el cabo de popa, en vano. Me hundí, me retorcí para salir a la superficie, traté de agarrarme llena de pánico. La mano de Harlan encontró la mía y la guio hacia la seguridad de la cuerda.

—Descansa —murmuró.

Nadó cautelosamente alrededor del barco. Pude oírlo. Un escarceo apenas discernible, mientras mi boca engullía aire.

—No hay nadie a bordo —confirmó Harlan—. Pero han ido a la costa con el bote. —Por cierta razón desconocida, ese detalle desilusionó a Harlan—. Oh, bueno, en ese caso les costará mucho tiempo dar la alarma.

—Quizá sea gente amigable —aventuré mientras observaba el resbaladizo costado del barco y me preguntaba cómo iba a subir a cubierta.

Harlan respondió a mi sugerencia con un bufido. Tomó impulso para salir del agua, se agarró a la borda. Su cuerpo formó una mancha blanca sobre la oscura embarcación. Aseguró ambas manos y le oí inspirar mientras hacía acopio de fuerzas para alzarse.

¡Qué egoísta eres a veces!, pensé, sintiéndome ridícula. Él está tan hambriento, tan cansado y tan dolorido como tú, y además preocupado.

Oí que Harlan maldecía en voz baja, con tono de dolor en su voz. Escuché su lento caminar a bordo y luego su rostro apareció en lo alto.

—Cógela —musitó, y una gruesa cuerda se balanceó ante mi cara.

Hice varias lazadas alrededor de mis muñecas, agradecida por no tener que trepar sin ayuda. Me di impulso con las piernas y noté que Harlan tiraba de mí. En cuanto tuve al alcance la borda, me agarré a la madera, resuelta a usar la mínima energía posible de Harlan. Ya a salvo a bordo, me sentí privada de fuerza para moverme, aterida a causa de la frialdad de la tarde.

—Deprisa, ponte esto —urgió Harlan, y me echó un puñado de ropa. Aquella vestimenta olía a sudor, rancio y acre, y la sal la había puesto pegajosa y dura. Pero me esforcé en ponerme un viejo jersey y comprobé que me tapaba casi hasta las rodillas. Me subí las mangas y lamenté que la prenda no me llegara hasta los tobillos.

—Supongo que será mucho pedir que sepas navegar —dijo en voz baja Harlan.

—He navegado, pero sólo como tripulante, hace mucho tiempo.

Me cogió el hombro con ruda gratitud.

—Siempre estás satisfaciendo mis necesidades.

Intenté sentarme de alguna manera mientras me preguntaba qué habría querido decir Harlan, y observé la embarcación. Con la precisión que me permitía la iluminación reinante, calculé que la barca medía diez metros. Tenía aparejo de balandro y en aquel momento la vela estaba pulcramente plegada sobre la botavara, con el foque apenas desplegado. Era evidente que se trataba de una barca pesquera; había montones de redes y cestas de mimbre. Al parecer existía una pequeña cabina, y allí había encontrado Harlan los jerséis.

—Es una lástima, pero tengo que cortar el ancla. Demasiado tiempo y demasiado ruido para sacarla del agua —me explicó Harlan. Vi el fulgor de un cuchillo en su mano.

—Ahorraremos tiempo si la corto yo y usted iza la vela —le dije.

Cogí el cuchillo y me apoyé en la borda. Mis manos parecieron no tener fuerza cuando serré la gruesa cuerda del ancla, contenta de que no fuera una cadena. Oí que Harlan izaba la vela, y aquel ruido habría despertado a un muerto. Del mismo modo que despertó a los hombres de la playa. Serré con más vigor.

—¡Date prisa, Sara! —oí gritar a Harlan, y me extrañó que continuara hablando en voz baja cuando los marineros ya habrían escuchado el crujido de la vela.

Toqué la cuerda y sólo quedaba una hebra intacta. Seguí cortando frenéticamente y, en el mismo instante que noté el tirón del barco al hincharse la vela, la cuerda del ancla se partió.

—¡Coge la caña y lleva el barco mar adentro! —gritó Harlan, todavía esforzándose en izar la engorrosa vela.

Supongo que debió tener dificultades para ver lo que hacía con tan poca luz. Y Harlan estaba cansado, pero hizo un pesado trabajo con la vela.

Tras varios tropezones con los útiles almacenados en la cubierta, logré llegar a popa y localicé la extraña caña del timón.

Aunque sólo hubiera sido por esa aventura, mi época de aficionada a deportes masculinos rindió sabrosos dividendos. Había corrido junto a Harlan, había nadado con él y estaba capacitada para navegar en su provecho. E indudablemente me puse en guardia con el recuerdo de amargas desilusiones: cuando llegara la fiesta anual del Club de Yates, no sería Sara quien bailaría un vals con el capitán del barco.

Harlan profirió maldiciones mientras intentaba asegurar la vela. Agarré el cabo que colgaba, porque la botavara amenazaba tirarle por la borda. Orienté la vela y puse rumbo a alta mar.

Los marineros de la costa ya habían comprendido la situación y profirieron amenazas al otro lado del agua cuando Harlan se reunió conmigo.

—Otro milagro, sabes gobernar un barco —murmuró Harlan—. Yo no podría hacerlo.

—¿Que no podría? —dije yo, atónita y consternada por la situación—. ¿Por qué no? —pregunté mientras la responsabilidad que recaía sobre mí iba aclarándose en mi fatigado cerebro. No, Harlan no podía imaginar que yo era capaz de gobernar la maldita barca en un mar desconocido y con rumbo a un puerto que jamás había visto.

—Estoy muy ocupado —dijo, sonriente—. Tú lo haces muy bien.

Ello explicaba sus ambiguos comentarios y su torpeza con la vela.

—De acuerdo —le respondí, prácticamente gritando—. Pero si conocía su incapacidad para gobernar un barco, ¿por qué, en nombre del cielo, ha robado este?

—Me las habría arreglado de alguna forma, pero me alegra que tú sepas hacerlo —repitió complacido.

La magnitud de su audacia era aterradora.

—Es un consuelo saberlo —dije ásperamente—. Navegar en alta mar es fácil incluso para un Regente idiota.

Y supongo que se las habría arreglado de alguna forma antes de varar en una playa o en unos arrecifes. Por lo menos dispondrá de la ventaja, imagino, de estar mínimamente familiarizado con la costa de este mundo. Yo, no. ¡No conozco este mundo dejado de la mano de Dios!

—¿Este mundo qué? —se extrañó, pues la expresión era desconocida para él.

—¿Qué desea que haga ahora? —grité. Lágrimas de miedo, frustración y fatiga resbalaban por mis mejillas.

—Que navegues mar adentro —dijo tranquilamente.

—Y después ¿qué? ¡No conozco la magnitud de estos mares, no sé cómo son las mareas! Aquí hay dos malditas lunas para complicar ese pequeño detalle de navegación. ¿Cómo espera que yo...?

Me pasó el brazo por los hombros y se quedó junto a mí. Su presencia y su regia confianza en sí mismo contribuyeron a calmar mi histeria.

—El Mar Largo por donde navegamos —empezó a explicar pacientemente— es profundo, no hay arrecifes ni bajos a lo largo de la costa oriental. Navegaremos hacia el este rumbo a Astolla. Seguramente tardaremos la noche entera, de modo que llegaremos a los arrecifes a la luz del día, cuando las maniobras no son tan dificultosas como por la noche. Sé navegación, Sara. Y puesto que conoces la mecánica de la navegación, todo irá bien. Mi intención al poner rumbo al este es ir al hogar de un viejo amigo mío. —Contuvo la risa—. Peleamos tanto la última vez que nos vimos, que seguramente nadie pensará buscarme en casa de Gartly.

—Si se pelearon, ¿por qué cree que ese hombre va a recibirle? —pregunté, aunque me preocupaba menos lo que sucedería cuando llegáramos que el simple problema de cómo llegar.

—Gartly forma parte. de la oposición leal, eso es todo. No tiene aprecio alguno a Gorlot, ni a nadie de esa cueva.

En absoluto. —Y Harlan rememoró recuerdos íntimos, con el rostro grave.

El viento se hizo más vivo y la barca avanzó con rapidez. Además era un viento fresco y empecé a temblar.

—Antes que nada, debe haber comida a bordo. Me comería una oca entera —dijo Harlan—. Y ojalá que haya más ropa.

Encontró ambas cosas. El basto pan y el fuerte queso llenaron mi estómago y mis temores se disiparon con unos toscos pantalones que me devolvieron el calor. El barco era fácil de gobernar, incluso para una sola persona; los cabos se maniobraban desde popa, de tal modo que el timonel podía manejar las velas en la cabina con largos tirones.

—¿Cuánto durará la travesía? —pregunté a Harlan cuando volvió junto a mí tras otro concienzudo merodeo por la barca.

Harlan se encogió de hombros.

—Mi sentido de la distancia es simplemente el de un astronauta. Media hora más o menos en coche aéreo.

Proferí un gruñido.

—Ojalá se diera cuenta del riesgo que corremos —dije, abrumada por la depresión.

—Hago lo que debo hacer —replicó severamente Harlan—. Y debo ir a casa de Gartly.

Obtener disculpas de Harlan era imposible. Y como es de suponer yo acepté la inexorable lógica de que llegaríamos a donde queríamos ir, pese a ser novatos, porque debíamos hacerlo.

La mera audacia de esa idea fue lo que evitó, creo, que nos descubrieran. Navegamos toda la noche con magnífico viento, fuerte y favorable. Harlan insistió en relevarme para concederme un descanso a pesar de que yo me mostraba reacia a dejar un bisoño al mando del barco. Me aseguró que me despertaría en caso de que el viento cambiara; esa era mi única preocupación, porque navegar con viento favorable es un juego de niños. Harlan cumplió su palabra: me despertó al amanecer cuando la brisa decreció. Además señaló con relamida complacencia el distante perfil montañoso en el horizonte.

Había usado un sedal para obtener desayuno. En cuanto aprendí a manejar el hornillo, comimos caliente hasta quedar satisfechos. Con tierra a la vista y el estómago lleno (la segunda vez desde hacía varias semanas) mi depresión desapareció.

—Estábamos más alejados de lo que suponía —observó Harlan—. Nos aproximaremos más para que pueda deducir nuestra posición.

Moví la cabeza ante aquella ciega despreocupación. Harlan se rio de mí y luego observó el sol naciente.

—Es decir —corrigió—, si el viento nos ayuda.

—Será un largo chapoteo —indiqué, esforzándome en no ser demasiado desabrida.

—Pesimista —se burló Harlan—. Ayer a estas horas estábamos bien encerrados en el divertido refugio de Gleto. La probabilidad de escapar no llegaba a una entre mil. Aprovecha las oportunidades que los dioses te concedan y vencerás —dijo Harlan con excelente buen humor—. ¿No eras tú mi enfermera? ¿No tuviste la inteligencia de comprender qué estaban haciendo conmigo? ¿Te atreves a decir que no hemos logrado escapar?

—Aquellos hombres han tenido toda la noche para llegar a algún sitio y dar parte del robo de la barca —le recordé.

—Desde luego —replicó él, impasible—. Pero no saben quién es el ladrón. ¿Un hombre? ¿Varios? Hay muchos bandidos merodeando. No, si eran sencillos pescadores, ¿es lógico que lleven la noticia a la gente de Gorlot? Yo quise coger el bote, para que fuera fácil pensar que lo habían amarrado mal. Pero... —e hizo un gesto de indiferencia—. Pero así tendré ayuda con más rapidez. Además, ¿cuánto tardará Gleto en reunir el coraje suficiente para informar a Gorlot de mi fuga? —Harlan se rio de modo desagradable.

—Tardará tanto tiempo como pueda —repliqué sintiéndome más animada gracias a ese simple hecho.

—Y puesto que saben que jamás he navegado, el último lugar donde buscarán a Harlan será en el mar.

—Va a ser un largo camino —repetí mientras miraba ansiosamente la flácida vela y el agua cristalina.

—Podemos matar el tiempo —sugirió, con un tono de voz tan alterado que me volví bruscamente para mirarle.

Antes de que comprendiera sus intenciones, Harlan me rodeó con sus brazos. Sobresaltada y totalmente sorprendida, hice el involuntario gesto de agarrarme a sus hombros para no caer y fui besada diestra y concienzudamente. Los pensamientos provocados por mis emociones fueron caóticos. Me encontré tan escindida en las diversas facetas de mi personalidad que pensé haber estallado, literalmente.

La chica de la nariz ganchuda no había sido besada, dejando aparte bromas festivas o indiferentes besos de hermanos que salen de casa. La indeseada chica que había echado furtivas y anhelantes miradas a las parejas descaradamente abrazadas en Central Park no tenía experiencia inmediata para responder a un beso. La forzada invasión de mis labios por parte de Harlan no encontró resistencia ni respuesta. La forastera, abandonada en un extraño planeta por fantásticos medios, ni podía ni deseaba enemistarse con su único amigo. Y la hermana que había acertado a oír los cándidos comentarios sobre chicas de sus hermanos estaba francamente segura de la dirección que tomaba ese principio. Y yo, con todas mis fuerzas, no quería que él dejara de besarme porque el corazón me latía con fuerza y el cuerpo ansiaba el contacto de las manos masculinas. A pesar de todo, no supe cómo reaccionar.

Percibí el cambio casi en cuanto se inició. Harlan levantó la cabeza y me observó, ligeramente confuso.

—¿Qué hay de malo en mí? —preguntó.

Comprendí que estaba preguntándome si él era la causa de mi incapacidad para responder.

—Nada, es que...

—¿No os besáis en vuestro planeta? —inquirió con infantil incredulidad.

—Sí, pero nunca he besado a un hombre —respondí neciamente mientras mi mano se dirigía a mi nariz.

La frase decisiva. Vi el nuevo cambio de su cara, la mirada cada vez más distante que yo odiaba. Aunque yo seguía en sus brazos, apretada a su pecho, él se había apartado.

—Por favor, Harlan, no me dejes así —rogué.

Su mirada se ablandó y Harlan me cogió la mano. Su pulgar acarició distraídamente mi muñeca.

—¿De modo que no te ha besado nadie? —preguntó compasivamente, como si mi situación no fuera exactamente privilegiada en su mundo.

Sólo pude responder bajando la cabeza, consciente de que me debía haber sonrojado ante tanta franqueza. Me atormentaba el horrible deseo, impropio de una doncella, de animar a Harlan aunque yo no supiera cómo comportarme.

Harlan se rio, quizá por algo que había pensado, y me abrazó con afecto aunque sin pasión. Me dio suaves besos en los ojos.

—Entonces, mi querida Sara, este no es el momento ni el lugar si queremos que el principio sea prometedor. Ambos olemos horriblemente y...

Una súbita sacudida, un crujido, llamó nuestra atención y nos separamos apresuradamente para agachamos. La desatendida botavara, impulsada por el viento, no nos tiró por la borda por muy poco.

—Sí, este no es el momento ni el lugar —repitió Harlan.

Riendo alegremente, Harlan se lanzó hacia el cabo que colgaba y yo agarré la oscilante caña.

De nuevo me vi torturada por deseos opuestos: alivio por haber eludido un rudo despertar, y frustración porque Harlan me había dejado. Yo deseaba a Harlan. ¿Y cuándo volvería a estar a solas con él en el momento y lugar oportunos?

—Maldito viento —murmuré en voz baja mientras hacía virar el barco.

El borrón púrpura del horizonte se clarificó con el tono verde de arbolados pendientes rodeado por el bullicio del oleaje. Señalé el litoral.

—No podemos atracar ahí, Harlan —protesté.

—Naveguemos hacia el sureste. El terreno forma el delta del Astolla más allá de estas montañas. Pero tenemos que tocar tierra antes de llegar a Astolla. —Contempló las montañas—. Gartly vive a más altura que Astolla y esa será la parte más difícil del viaje.

No detalló el comentario, por lo que yo no comprendí entonces que se refería al mayor riesgo de que le encontrara alguien conocido. Deduje que hablaba de las montañas y gruñí. El me miró, sonriente.

—Siempre cuesta arriba, Sara, siempre cuesta arriba. Pero —reparó en mis pies, magullados y despellejados— tendremos que poner remedio a esto.

—Y a esto —añadí, señalando de mala gana mi larguísimo jersey.

Harlan buscó en la cabina y regresó con más ropa de espantoso olor. Tras coger un cubo y una cuerda, lanzó el primero por la borda y, ante mi sorpresa y mi diversión, mojó la ropa en las limpias aguas. Las escurrió pulcramente y la tendió en cubierta.

—Nuestros anfitriones debían ser buenos pescadores, aunque increíblemente sucios —comentó Harlan en cuanto terminó—. Esa ropa no tardará en secarse. ¿Quieres que te releve?

—Me encuentro bien —le aseguré, y continué así gracias al reciente sueño, la abundante comida y la aprobación de Harlan.

Se acercó a la borda y le vi echar el cubo otra vez. En esta ocasión lavó su propio cuerpo. Yo me esforcé en mantener la vela entre mis ojos y las fugaces visiones de aquel cuerpo fuerte y moreno. Atender a un enfermo mental había sido una cosa; pensar en él como amante, otra muy distinta.

No presumiré su amistad constante, prometí para mis adentros. Harlan era demasiado importante para una mujer como yo, y habría sido más que una locura pensar que yo significaba algo para él.

Continuamos navegando mucho rato, buena parte de la soleada mañana, hasta que el sol me puso letárgica, nuevamente hambrienta y muy cansada. Me hipnotizaba el tope del mástil y la botavara que yo mantenía apuntada hacia la cada vez más próxima línea costera. Estaba absorta en mi fatiga y mis cavilaciones cuando, de pronto, la mano de Harlan cayó sobre mi hombro.

Sorprendida, abrí la boca y retrocedí como si me hubieran dado un golpe.

—¿Te resulta ofensivo mi contacto? —preguntó él, extrañado.

—No, no —me apresuré a tranquilizarle—. Estaba a muchos mundos de distancia.

Se arrodilló junto a mí y noté que su pecho desnudo estaba rojo a causa del sol.

—Te has quemado.

—Igual que tú —replicó, y vi que se había puesto unos pantalones limpios y secos. Me echó encima un montón de ropa seca—. Es lo más pequeño que había y quizá te vaya mejor. Ve por ahí y quítate tanto barro como puedas, Sara.

Vacilé al levantarme, tanto por el cansancio y por haber estado mucho tiempo en una misma postura, como por saber que la vela no ocultaría mucho a un observador resuelto.

—Si miro, no lo diré —se mofó Harlan, sonriendo maliciosamente.

Cogí la ropa que me tendía, di media vuelta con la máxima dignidad posible y me dirigí a proa. Allí estaba el cubo y un suave trapo, quizá de lino, que Harlan debía haber usado como toalla. Había restos de manchas de barro que no habían desaparecido con un simple enjuague con agua de mar.

Quitarme aquel inmundo y viejo jersey fue muy alentador. Y eliminar el resto de barro de mi cuerpo, aún mejor. Noté picor en la cara con el salino baño; pero cuando estuve limpia y otra vez vestida, me sentí mejor. Con indudable placer, tiré por la borda de una patada los harapos de mi túnica del asilo y los contemplé mientras desaparecían bajo la superficie.

—Ahora —dijo Harlan cuando regresé a la cabina— hay que darte un relato creíble sobre tu existencia en caso de que tengas que responder a preguntas embarazosas. Gartly fue segundo en mando conmigo y es un hombre honorable. Pero tú, mi querida Buscadora —y el término me dejó confusa— debes dar ciertas explicaciones, aunque se trate del camarada más leal.

—¿Por qué no la verdad?

—Sara —dijo, y movió mi cabeza para que le mirara a los ojos—, ¿no tienes la menor idea de cómo llegaste a este planeta? —Tras el movimiento negativo de mi cabeza, Harlan continuó—. En ese caso y hasta que yo no lo averigüe o tú lo recuerdes, el simple hecho de que no seas de este planeta es muy peligroso. En cuanto pueda iniciaré investigaciones secretas, pero que tú aparezcas de pronto y admitas un origen extraplanetario significaría tu muerte sin que te dieran o dejaran dar más explicaciones.

—Sería mucho más fácil decir la verdad. De ese modo no tendría importancia que yo desconociera muchas cosas —dije con cierto tono de duda. La mirada de Harlan me hizo callar.

—Lo he considerado, y preferiría enviarte a mis posesiones de Lothar del Norte, pero es posible que no pueda hacerlo inmediatamente. Como es lógico, cuantas menos cosas digas de tu pasado tanto mejor, pero Gartly pertenece a las Viejas Creencias: clan y ubicación cavernaria significan mucho para él. Ahora presta atención. Jurasse es la ciudad más importante después de Lothara. Se encuentra al noroeste del Mar Largo, en plena montaña. Tu padre... ¿cómo se llamaba tu padre? ¿Steven? No, que sea Stane, es preferible como nombre lothariano. Tu padre, Stane, fue ingeniero de minas. Voy a concederte supuesta categoría profesional, querida señora —y en este momento me sonrió— y puesto que miles y miles de mineros e ingenieros entran y salen de Jurasse, apenas hay forma de comprobarlo.

—Pero él debe haber asistido a un colegio, a una universidad —dije yo.

—¿U-ni-ver-si-dad? —preguntó Harlan, confuso.

—Instrucción avanzada, instrucción en su especialidad —aclaré.

Harlan sacudió la cabeza rápidamente.

—No. Aquí se aprende en el lugar de trabajo. Stane es un nombre bastante común. Simularemos que perteneces al clan Estril, con Odern como ubicación cavernaria.

—¿Cuál es el significado de clan y ubicación cavernaria? —pregunté, confusa.

Harlan suspiró y me miró. Luego tapó mis manos con su fuerte manaza.

—Te lo explicaré más tarde. Mientras tanto, basta con que conozcas un nombre de clan. Los Estril son conservadores pero famosos por su gran lealtad a sus dirigentes.

Y Odern es una cueva vieja y tan enorme que cientos de clanes podrían refugiarse allí.

—De acuerdo. Estril y Odern. Jurasse, la segunda ciudad en importancia, minería, noroeste.

—Buena chica. Tu padre falleció en un accidente minero que ocurrió... bien, ahora mismo no sé hace cuánto tiempo, pero ocurrió en el mes décimo del Eclipse Simple. Limítate a memorizarlo, Sara, nada de explicaciones. El mismo seísmo destruyó bloques de edificios. De modo que puedes haber vivido bajo el signo de los Cuernos y nadie podrá hacer una comprobación precisa y rápida. Tu pariente más allegado es tu madre. ¿Cómo se llamaba tu madre?

—Me gustaría que no siguieras diciendo «se llamaba». Por lo que sé, mis padres están bien vivos —espeté.

—No por lo que a ti concierne en Lothar —dijo Harlan con paciente firmeza.

—María.

—Que sea Mara del clan Thort, un grupo de Cant del Sur. Los cultivos padecieron una epidemia horrible hace unos treinta años... ¿cuál es tu edad, Sara?

—Veinticuatro.

Sonrió y se dispuso a decir algo, pero cambió de tema en el mismo momento de abrir los labios para hablar.

—Magnífico. En ese caso, todos menos tu madre murieron en aquella epidemia, de modo que no debes preocuparte por la familia materna. Esto sucede bastantes veces, y como el cabeza de clan siempre puede recibir proposiciones, nadie queda realmente huérfano. Tu acento puede explicarse como un intermedio entre el de Jurasse y el de Cant del Sur. En Cant del Sur tienen una pronunciación indistinta, y el acento de Jurasse es gutural.

—Mara de los Thort, de Cant del Sur. ¿No hay ubicación cavernaria?

—Cuando Cant del Sur se colonizó las cuevas ya no eran necesarias.

—¿Dónde te conocí? —pregunté.

Harlan contempló el cielo y se acarició los labios con la mano.

—Ahí está el punto difícil, Sara. En particular porque no sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que empezaron a drogarme, ni cómo o cuándo llegaste aquí.

—¿No podría existir un grupo de viejos cavernarios leales que se hubiera puesto del lado de Gorlot y fuera sospechoso de tu caída?

—Es posible. Déjame meditarlo. En cuanto esté con Gartly, me pondré al día. Entonces inventaré datos lógicos.

»Bien —dijo con más animación—, la última parte de nuestro viaje presenta un riesgo mayor de que nos descubran. Si nos detienen, puedes insistir en guardar silencio hasta que no hayas hablado con un consejero de clan.

Historias y atrocidades del mundo del espionaje de la Tierra se mezclaban en mi mente.

—¿No me matarán para que no hable, y asunto concluido?

—¿Matar a una madre en potencia? —se extrañó, con los ojos encendidos—. Inaudito. —Me miró—. En tu mundo... ¿matan mujeres en edad de tener hijos? —inquirió, con intenso desprecio a una civilización tan derrochadora.

Afirmé con lentos movimientos de mi cabeza.

—En Lothar, no. Las mujeres son muy importantes, incluso para Gorlot. No, tu vida está a salvo. —Recalcó la palabra «vida»—. Y ya te he hecho una propuesta. ¿Es de tu agrado?

Sus ojos se clavaron en los míos con una expresión cuya calidez llegó a la boca de mi estómago. Sólo pude responder que sí, sin palabras. La mano de Harlan cubrió de nuevo las mías mientras seguía hablando.

—De todos modos, si me detienen y puedes huir, no, no... es posible. Y, Sara, debes huir en cuanto te lo diga. ¡Prométemelo! —Asentí de nuevo hasta que cesó el penoso apretón de la mano de Harlan tras mi reacio consentimiento—. Muy bien, me detienen y tú estás libre. Irás a Lothara, al «Paraje de las Aves». Preguntarás por Jokan. Le dirás, sólo a él, todo lo sucedido. Jokan es mi hermano.

—¿Y cómo iré allí? ¿Volando?

—Es el medio más rápido —dijo Harlan, que había entendido literalmente mi expresión—. Oh. No hay dinero.

Sacudió la cabeza, hizo rechinar los dientes y juró con una elocuencia que dejaba en mal lugar todo lo que yo había escuchado de boca de los guardianes.

—Triunfaremos juntos, de algún modo, Sara. Hemos llegado tan lejos porque mi Sara sabe gobernar un barco, porque piensa y actúa. —Sonrió al ver la mueca que le hice—. Si todo va bien con Gartly, tendremos dinero, un aerocoche y ayuda. Entonces podremos hacer nuevos planes. Lo importante es ver a Gartly.

Teniendo en cuenta el modo en que el oleaje rompía en la costa, con tanta violencia, incluso aquella modesta ambición parecía inverosímil. En aquel momento navegábamos ciñendo el viento, y en la distante costa se veía el descenso de las montañas hacia una llanura. En el punto más alejado se distinguía el fulgor de los edificios al sol.

—Lleva el barco a tierra lo antes posible —me apremió Harlan mientras escudriñaba el litoral.

Le lancé una feroz mirada.

—Ocúpate de tus cosas, compañero.

—Es fácil comprender que pasé mi juventud explorando los planetas que no debía —gruñó Harlan en voz baja mientras seguíamos navegando.

Yo había visto otros barcos, con la proa al mar.

—¿Es posible que nos vigilen? —pregunté a Harlan, que sacudió la cabeza con impaciencia. Observé ansiosamente el litoral y suspiré.

—Hace años que no visito esta parte de Astolla, pero me parece que hay playa. La única forma de esparcimiento de Gartly es la pesca y...

—¡Mira! —grité, con la cabeza fuera de la cabina.

Justo ante nosotros, semioculto por la envergadura de la vela, había un aerocoche. Harlan entró en la cabina como impulsado por una catapulta.

—¡Usted, la del pesquero! —rugió una voz artificialmente aumentada.

El vehículo que se cernía sobre el barco describió un círculo sobre nosotros. Lo único que pensé es que podían ver a Harlan oculto en la cabina.

—¿Adónde va?

—¿Y a usted qué le importa? —pregunté evasivamente, maldiciendo en mi interior porque era otro detalle que Harlan no se había molestado en informarme.

—¡Responda cuando se le ordene, mujer! —fue la ruda respuesta, y yo dudé de la seguridad de Harlan respecto a que las mujeres no sufrían malos tratos en Lothar.

—¡Vuelva cuando pueda responderle, idiota! —contesté.

Había movido bruscamente el timón, un innecesario cambio de rumbo, y al estar tan atareada con la vela y el cabo no podía contestar. Además, la virada impidió la visión de la cabina desde el aerocoche.

—¿Está sola? —insistieron.

—¡Sí, hijo de los Diecisiete Hijos! —grité a pleno pulmón, recordando un moderado taco empleado por los guardianes en sus diálogos.

La botavara, que oscilaba libremente, tapaba por completo la entrada de la cabina, aunque, el aerocoche se cernía sospechosamente bajo sobre la popa. El barco había perdido el rumbo totalmente y la vela flameaba. Alcé la mirada al aerocoche, que había avanzado su posición.

Vi los uniformes militares de los ocupantes. Incluso vi sus caras, y no me gustaron.

—¡Eh, ustedes, milifolloneros, vayan a incordiar a otra! ¡Estoy muy ocupada! ¡Déjenme en paz! —chillé mientras los amenazaba con el puño.

La barca se movía al antojo de las olas y otra mirada a babor confirmó que mi ardid estaba poniéndome en peligro. Orienté la vela precipitadamente y pugné por dejar un espacio de mar entre el barco y las irregulares rocas de la costa. Que yo tenía problemas ya era obvio para los latosos aéreos. El aerocoche se alejó estruendosamente, con una velocidad pasmosa para alguien acostumbrado a ver vacilantes helicópteros.

—¡Harlan, ven aquí inmediatamente! —grité en cuanto el aerocoche estuvo convenientemente lejos. La marea se había adueñado del barco y nos llevaba cada vez más cerca de la orilla—. ¡HARLAN! —chillé en el mismo instante que el barco topó con una roca sumergida sin que yo dispusiera de una fracción de segundo para evitarlo.

Harlan salió de su escondite. De pronto, la botavara se balanceó y, para mi horror, nos barrió a los dos de cubierta y nos arrojó al mar.

Salí a la superficie jadeando; la pesada vestimenta marinera me hundía. Pero Harlan también salió, a poca distancia de mí.

—¿Estás bien?

—¡Estoy loca, ya se ve! —chillé—. ¡Tenía que ocurrir esto precisamente!

—¡No derroches energías, nada! —ordenó Harlan.

La barca pesquera, falta de guía, quedó a merced de la fuerza de las olas y se estrelló contra las rocas. Maderos, astillas, aparejos y toda clase de restos salieron despedidos en todas las direcciones mientras nosotros nadábamos para alejamos. Un fragmento volante de la cubierta me alcanzó con fuerza en el hombro, pero el grueso jersey me protegió y todo se redujo al terrible embate inicial. Harlan desprendió su cuerpo de un enredo de cuerdas y ambos nadamos hacia la orilla, lejos del pecio del agua.

—¡Lo siento! —dije a Harlan, que nadaba junto a mí.

—Yo no —contestó de buen humor—. Llegar a la costa será más fácil nadando que en barco.

Nos hallábamos a un centenar de metros de la rocosa playa y observé que las irregulares rocas, una amenaza para la navegación, dejaban espacio suficiente para que el cuerpo de un hombre pasara entre ellas. Para llegar al otro lado sólo era preciso mantener el rumbo al atravesarlas. Pero la fuerza del oleaje era notable, y un golpe contra alguna roca habría tenido malas consecuencias. Fue una tarea enervante y el agua nos llevó espantosamente cerca de la escabrosa superficie de las rocas. El inseguro caminar cuando llegamos a aguas menos profundas fue peor que el cruce de los escollos. El suelo era resbaladizo y la marea hacía que se desgarraran mis pies. Resbalé varias veces y, en una ocasión, me hundí. Me despellejé tanto una pierna que Harlan tuvo que sostenerme durante los últimos metros.

Rápidamente, al ver la sangre, Harlan me cogió en brazos y me llevó por la playa hasta el inicio del bosque. Rasgó la pernera del pantalón para dejar al descubierto la molesta herida a la altura de la espinilla. Me dolía toda la pierna debido no sólo a las heridas, sino también al golpe que recibí al hundirme. Me sentía muy, muy cansada.

—Debemos adentrarnos en el bosque antes de que el aerocoche regrese. Verán el naufragio —dijo Harlan.

—Déjame aquí —le supliqué tras lanzar una sola mirada a la espesa vegetación—. Estoy muy cansada. Conmigo irás más despacio.

—Mi querida señora, no tengo intención alguna de abandonarte —dijo airadamente.

Arrancó una manga de mi jersey y me vendó la pierna. Estaba a punto de cogerme en brazos, pese a mis protestas, cuando se quedó inmóvil, con los ojos puestos en la playa, ligeramente hacia la derecha.

Volví la cabeza bruscamente y vi una silueta que paseaba por las rocas, con enseres de pesca cubriéndole todo el cuerpo. Era un hombre joven. Se detuvo al vernos y acto seguido corrió hacia nosotros.

—¿Puede echarme una mano, desconocido? —gritó Harlan—. Hemos perdido el balandro y mi dama está herida.

Pensé que la audacia de Harlan volvería a triunfar en contra de la lógica. El joven casi había llegado junto a nosotros cuando se detuvo en seco, con la boca abierta, sorprendido y sobresaltado. Su cuerpo se encogió mientras su mente reconocía a mi acompañante.

—¿Harlan? —gritó, en parte como pregunta, en parte como afirmación del increíble hecho.

Aquello ya era demasiado para mí y, por primera vez en mi vida, me desmayé.