II


El hombre feo al que llamaban Harlan se retorcía de vez en cuando. Al principio pensé que era muy desgraciado por haber rebasado el borde de la cordura en la flor de la vida. En cuanto supe que era víctima de una extraña intriga, un hombre drogado sin desearlo, mi compasión se tiñó de sentido de justicia. Examiné más atentamente aquel rostro con la esperanza de encontrar algún vestigio de inteligencia hasta entonces desapercibido, alguna confirmación de personalidad que concordara con el papel por completo distinto asignado a Harlan.

Sus ojos grises, sus pupilas dilatadas hasta el borde del iris, observaban el techo con la acostumbrada falta de expresión. En ese momento vi que aquel feo semblante poseía un vigor innato y que la inmovilidad no despojaba de apariencia de poder a su alargado y huesudo marco. Quizá una vibrante personalidad superaba la fealdad básica de las facciones. Tal vez una sonrisa. Moldeé un laxo labio, pero era una burla enorme que yo juzgara el efecto espontáneo.

Mientras cuidaba de él había observado las cicatrices de su cuerpo: el tejido nuevo era liso, no había carne tensa indicativa de puntos, ni siquiera en el rasgado corte largo que cruzada una mejilla. Le faltaba la punta de un dedo índice. Era un tipo escarmentado y abominado.

Sintiendo pena por él, sentí pena por mí misma, porque mi reciente comprensión me ataba más a aquel hombre que la plena dedicación a un tullido mental. Me aguijoneó el impulso de echar la puerta abajo y correr, correr, correr... alejarme del miedo, de las diabólicas implicaciones, de la vulgaridad de los guardianes y del enorme y frustrante hastío. Tuve el deseo de abandonar aquel ambiente tan poco familiar y encontrar el camino de vuelta al hogar aunque la lógica indicara que no me hallaba cerca, ni mucho menos, de mi mundo.

Tras acomodar a Harlan para pasar la noche, pensé que él, en caso de estar cuerdo, podría serme útil. Y quizá era posible devolverle la cordura. Monsorlit había mencionado dosis en la comida. Si conseguía privarle de alimento el tiempo preciso, tal vez se recobrara en parte, como mínimo lo suficiente para ayudarme.

Había una pega. Si no le daba de comer, su hambre me delataría. Y yo acabaría hambrienta si le daba toda mi comida. Decidí, en el análisis final, que no tenía opción alguna aparte de poner en práctica dicha idea. Era indudable que yo no conocía el planeta y que él sí.

La mañana siguiente le di casi toda mi comida y sólo un poco de la suya, conformándome con los restos de la mía y parte de la suya como sustento. Durante el día entero experimenté una extraña desorientación y tuve dificultades para conseguir moverme. El día siguiente esa sensación se incrementó de modo tan notable que ni probé la comida de Harlan ni le di a él nada. Pasé un hambre atroz.

El quinto día yo estaba famélica y él tuvo tanto desasosiego por la noche que me vi obligada a tapar la rejilla del altavoz con una almohada. También él tenía hambre, y mordía la cuchara de modo tan salvaje que le di la poca comida reservada para mí, limitándome a consumir la cantidad de alimento azul precisa para contener el rugido de mis entrañas.

Esa noche, Harlan habló mientras dormía y yo permanecí rígida, sumida en el horror de que la almohada no bastara para amortiguar el sonido. El guardián podía presentarse en cualquier momento.

Durante el desayuno del sexto día, los párpados de Harlan se abrieron y se cerraron, y él hizo desesperados esfuerzos para ajustar el foco de sus ojos. Su esfuerzo, esbozando sonidos mientras pugnaba por hablar, fue tan intenso que me vi sometida a la tortura del deseo de escuchar y la necesidad de hacer callar a aquel hombre.

La esperanza que crecía en mi corazón de que él recobrara la cordura, acabó en brusca desilusión durante el paseo matutino. Harlan no pareció entender mis explicaciones, furtivas y musitadas. Sus ojos, que continuaban parpadeando furiosamente para intentar ver con claridad, mantuvieron la acostumbrada inexpresividad. Durante el almuerzo comió de modo más normal y masticó con intensa concentración. La noche fue una lucha continua para mí, contra el sueño que apetecía desesperadamente, contra los gemidos de Harlan que tuve que apagar con mi hombro. A la mañana siguiente Harlan pareció verme y yo sonreí para animarlo, llena de esperanzas, y le di unas palmaditas en la mano con la intención de inspirarle confianza. La necedad había desaparecido de su expresión y me miró, muy confundido. Estaba esforzándose en formular una pregunta cuando el guardián se presentó en una de sus esporádicas visitas. Rígida a causa del horror, miré fijamente al hombre que casi había logrado rescatar; mi única posibilidad de abandonar aquel horrible lugar y me la arrebataban cuando el éxito estaba tan cercano.

El guardián apenas me miró. Apuntó furiosamente un dedo hacia los platos rojos y acto seguido, tras vociferar una letanía de «¡Plato azul para el paciente, plato azul para el paciente!», me pegó repetidas veces con su látigo. Chillé de dolor y de miedo y me arrastré lejos del fustigante látigo, intentando meterme debajo de la cama para estar a salvo de la quemazón de las trallas.

—¡Este pedazo de idiota, esta imbécil se ha vuelto daltónica de repente! —gritó hacia el altavoz—. ¡Plato azul para el paciente! ¡Plato azul para el paciente! —repitió, y subrayó sus palabras con latigazos para mí hasta que consumió su furor.

Me quedé llorando, magullada y llena de sangre, medio cuerpo metido debajo de la cama.

Gleto llegó al cabo de unos minutos y examinó al enfermo. Le puso una inyección y me contempló mientras yo daba de comer a Harlan con los platos azules. Gleto añadió más golpes a mi dolorida espalda y se rio como un sádico de mis aullidos. Me encogí contra la pared, tan lejos de él como me fue posible.

—¿De qué plato das de comer al paciente? —preguntó mientras se acercaba a mí—. ¿Del plato rojo?

Negué violentamente con la cabeza.

—¿Del plato azul?

Afirmé violentamente con la cabeza.

—¡Plato azul, plato azul, azul, azul, azul! —rugió él, y recalcó las palabras con maniabiertos golpes en cualquier parte de mi cuerpo que su mano encontraba.

—¡Azul, azul, azul! —chillé yo en respuesta mientras me tapaba la cara con los brazos y mantenía la espalda pegada a la pared.

—Eso bastará —gruñó Gleto muy satisfecho y, para mi sollozante alivio, él y el guardián se fueron.

Pese a que algunas partes de mi espalda y de mis piernas estaban sangrando, un templado remojo en la ducha fue la única cura. Esa noche, incómoda hasta el punto de que ninguna postura me proporcionó alivio ni me consintió el solaz del sueño, permanecí en vela. En varias ocasiones las pesadas extremidades de Harlan se extendieron sobre mi cuerpo y lancé involuntarios gritos. El altavoz cloqueó de placer en respuesta a mi malestar. Decidí no dar más satisfacciones y reprimí mis gemidos.

Meditando en mi «valentía», me di cuenta de que había salido muy bien parada. Los guardianes y Gleto estaban tan seguros al suponerme idiota que ni una sola vez habían considerado la posibilidad de que yo estuviera dando al prisionero la comida incorrecta de modo deliberado. También suponían que yo sólo había cometido ese error una vez. No habían examinado atentamente a Harlan, aunque la administración de la droga lo había devuelto al estado de idiotez. A pesar de todo, ningún enfermero se había presentado para la prueba de absorción. Todavía no había perdido mis posibilidades de escapar o librar a Harlan de su letargo.

No tuve la suerte precisa para continuar el experimento con Harlan tal como había decidido. Durante los siguientes cuatro días un guardián estuvo siempre presente en todas las comidas. Los cuatro días más largos de mi vida, abundantes en bofetones que añadieron nuevas magulladuras a las apenas curadas y nuevas obscenidades a una relación que mi limitada experiencia no había imaginado ni siquiera en instantes de alocamiento.

En cuanto estuve segura de que consideraban que había aprendido la lección, continué. Nada me habría impulsado a conformarme en esos momentos. El breve aunque interrumpido descanso de comida drogada contribuyó a la rápida recuperación del enfermo. Al llegar el cuarto día, Harlan respondió a mis insistentes apremios para que guardara silencio. El quinto día, Harlan habló por primera vez durante el paseo matutino. Reparé en el deliberado esfuerzo que hizo para mantener baja la voz. Tuvo dificultades para pronunciar y se vio obligado a repetir hasta las frases más sencillas, demostrando una incapacidad frustrante.

—Te pegan —logró decir por fin, con los ojos fijos en las magulladuras de mi cara y mis brazos.

Me agarré a él y estuve a punto de llorar ante el inesperado solaz de las primeras palabras racionales de Harlan. Un profundo sentimiento de gratitud, alegría, respeto y amor me inundó. Me habían privado de una sociedad normal durante excesivo tiempo. Las magulladuras perdieron bruscamente el dolor y erguí los hombros.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —dijo Harlan con enorme esfuerzo.

—No lo sé. No tengo forma de saberlo.

La proximidad del guardián interrumpió la conversación durante un rato.

—¿Formas de huir?

—No lo sé.

—Debes saberlo —insistió.

Le guie hacia la amenazadora opacidad de la valla, la pantalla de fuerza, y él inclinó la cabeza, imperceptiblemente, en señal de comprensión.

—Debe haber un medio —afirmó—. ¿Y la fecha?

Y sólo pude sacudir la cabeza mientras su mirada reprochaba mi ignorancia. El desconocía que no me habían enseñado a decir la fecha de su mundo, ni a comprender los nombres de días y meses.

Nos condujeron de nuevo a la casita y el guardián, mientras yo me estremecía de miedo, metió a Harlan en la habitación de una patada, como hacía siempre. Yo entré encogida con la máxima rapidez posible, tanto para eludir el lascivo contacto del guardián como para prevenir la posible violencia de Harlan e indicarle la presencia del altavoz en el techo. El enfermo estaba mirándolo fijamente cuando corrí hacia él; sus labios se movían y sus ojos parecían a punto de estallar conforme la terapia de la cólera que libraba su mente del último eslabón de la droga.

Harlan examinó su camisa con suma atención y descubrió la aguja y el paralizante fluido. Con las uñas, sin más ayuda, conseguimos arrancar la jeringuilla del rígido tejido. Harlan la sostuvo en una mano pensativamente como el gran trofeo que era, sin dejar de lanzar especulativas miradas a la puerta. De pronto sonrió, de modo poco agradable, y escondió el líquido en el cinto de su amplia túnica.

Indiqué que debíamos sentarnos, que estábamos obligados a obedecer asiduamente las órdenes del altavoz. Mediante gestos le dije que pondríamos la almohada sobre la rejilla cuando llegara la noche. El inclinó la cabeza para responder que entendía y suspiró de impaciencia.

De modo que nos sentamos, uno delante del otro. Harlan miró por encima de mi cabeza, sumido en sus pensamientos, con sus manazas cerrándose y acariciando el brazo del sillón mientras aguardábamos.

Su semblante había cobrado vida, reflejaba su espíritu, había dejado de ser una persona desagradable. Sus hundidos ojos centelleaban y sus movedizas facciones mostraban parte de los cambios que sus pensamientos provocaban en su interior. Me miró varias veces, curiosamente, sonriendo para inspirar confianza. En dos ocasiones, después de pensar en algo, inspiró como si fuera a hablar, se dominó y apretó los labios, muy impaciente.

La llegada de la comida fue una distracción bien recibida. Harlan extendió el brazo hacia el plato azul y yo casi se lo arranqué de las manos. Me apresuré a verter la comida en el retrete e indiqué a Harlan que no podía comer eso.

Contempló la pequeña porción de comida que quedaba, con ironía en su expresión, se alzó de hombros e hizo dos partes con el alimento. Inclinó la cabeza con burlona ceremonia y me dio la cuchara de modo tan elegante que tuve ganas de echarme a reír. Comimos poco a poco para hacer creer a nuestros estómagos que estábamos haciendo una auténtica comida. Desde entonces he considerado esa extravagante primera comida con Harlan como uno de los momentos más felices de mi vida.

¡Había encontrado un amigo, volvía a estar relacionada con otro ser humano!

El día siguiente, a la hora del almuerzo, pasamos unos momentos terribles. Cuando Harlan se disponía a verter el plato azul con obvio placer, oí que abrían la cerradura. Harlan no precisó órdenes para asumir expresión de imbécil. Yo, poco a poco, empecé a darle de comer con el plato azul. El guardián contempló la actuación mientras acariciaba el látigo y yo confié en que interpretara mis temblores como temor a una paliza y no como terror a ser descubierta. Se fue y el ruido de la cerradura nos devolvió la intimidad.

Harlan se levantó rápidamente y, con el sencillo recurso de meterse un dedo en la garganta, vomitó el alimento drogado.

Esa primera noche, acostada junto a él en nuestra cama común después de haber apretado la almohada a la rejilla, es otro de mis recuerdos especiales. Yo notaba vivamente su cálido vigor junto a mí. Hasta entonces no había tenido pensamiento alguno respecto a la corrección de dormir al lado de un tonto inerte, pero esa noche una vibrante personalidad descansaba junto a mí, y noté agudamente mi presencia y la de él.

Harlan recobró el dominio de su lengua, pero le sorprendió mi conversación, todavía llena de interrupciones, y mi incapacidad para entender parte de sus preguntas.

Su perplejidad me puso nerviosa, me dio casi miedo, como si por el simple hecho de no hablar con claridad estuviera haciendo algo malo. A la defensiva, y con algunas confusas explicaciones sobre mi presencia, conseguí dejar claro que yo procedía de otro sistema solar y que sabía ese detalle. Sus dudas fueron tan patentes que bosquejé el Sol y sus planetas en la sábana con una uña. El tejido retuvo la impresión el tiempo preciso para que él comprendiera el significado.

De inmediato su expresión cobró recelo y se veló. Forzó la vista para contemplarme con claridad a la luz de la luna y sacudió la cabeza, impaciente ante las limitaciones de aquel fulgor. Estábamos acostados uno junto al otro cuando él, de pronto, abandonó su atento examen. Cogió mis manos y me acarició las muñecas con sus duros pulgares. Luego se irguió e hizo lo mismo con mis tobillos y con mi cuero cabelludo. Su confusión continuaba y, pese a mi muda protesta, apartó mi vestido para pasar ligeros e impersonales dedos por el resto de mi cuerpo, como si yo fuera un muerto. Con ello se calmó la extraña preocupación que le acosaba. Pero su cuerpo permaneció tenso y su expresión dejó de ser tan franca y amistosa como antes.

Me preguntó, con excesiva naturalidad, cómo había llegado allí.

—No lo sé. Pero ¿me cree cuando digo que... que no soy de este planeta?

Se encogió de hombros.

—Mi sol tiene nueve planetas, mi mundo sólo una luna. Mi sol es amarillo, no verde —insistí apremiante-mente—. Y el motivo de que tenga dificultades para entenderle es que habla muy deprisa y usa palabras que yo desconozco. No es que yo sea tonta... o que esté loca.

El alejamiento de Harlan me puso frenética pues podía perder la preciosa compañía que acababa de conquistar. Debía comprenderme para llevarme con él. Me daba cuenta de que tenía la clara intención de escapar en cuanto fuera posible. Y yo no albergaba dudas respecto a que triunfaría o perecería en el intento. Para mí, la muerte era preferible a la alternativa de continuar en aquel abominable lugar.

—No recuerdo cómo llegué aquí —me lamenté en voz queda—. No lo sé. Era de noche, estaba paseando por un parque de mi planeta y algo enorme y negro apareció revoloteando en lo alto. El resto está completamente confundido en las más horribles pesadillas.

—Descríbelas —ordenó con una voz tensa y fría que me asustó.

Las palabras fueron sucediéndose. El peso de las grotescas escenas y experiencias, cercado en mi subconsciencia, fue fluyendo como si el hecho de dar expresión a esos incidentes bastara para borrar el horror y el terror recordados. No recuerdo qué dije y qué me fue imposible decir hasta que me di cuenta de que estaba temblando violentamente y que Harlan me agarraba y me apretaba contra su cuerpo. Al principio pensé que él intentaba amortiguar mi voz, pero luego oí la suya, amistosa para darme confianza, y sus manos eran muy suaves.

—Puedes estar tranquila. Te creo. Sólo has podido llegar aquí de una forma. No, no. Ahora no dudo de nada de lo que has dicho. Pero que estés cuerda y... bueno, es un milagro.

Había incrédula admiración en su tono. Volvió a mirarme, muy excitado. Lo único que me importaba a mí era que ya no se mostraba distante y frío, y que me creía.

—¿Sabe cómo llegué aquí?

—Digamos —corrigió con cándida voz— que sé cómo debiste llegar a este sistema solar. Pero cómo llegaste a Lothar y a esta casa... ni siquiera puedo conjeturarlo. La única explicación posible...

—Quiere decir que su gente conoce el viaje interestelar y que me trajeron aquí como esclava —le interrumpí mientras pensaba, con una repentina oleada de esperanza, que podría regresar a la Tierra. Aunque la Tierra me reservara algo demasiado vulgar después de mi experiencia.

Harlan vaciló, meditó sus próximas palabras. Luego, tras apoyarme en su hombro, con sus labios al lado de mi oreja, Harlan se explicó.

—Mi gente no te ha traído aquí. Estoy razonablemente seguro de eso. Tenemos viajes interestelares, pero no puedo creer que mi raza haya penetrado en vuestra zona espacial. Antes de que yo enfermara de modo tan conveniente —y su voz se hizo irónica—, no se planeaban nuevas exploraciones. —Resopló con renovada exasperación—. Pero estoy razonablemente seguro de que tu planeta ha sido invadido por la maldición y, paradójicamente, la salvación de nuestro Lothar. Los llamados los Mil. Son una raza de gigantes celulares que conocen el vuelo interestelar desde el principio de nuestra historia, hace dos mil años. Para ser preciso, ellos son el principio de nuestra historia conocida. Somos, más o menos, el ganado, el forraje de los Mil. Así son las cosas, tómalo con calma —añadió para tranquilizarme.

Sus sonrisas me obligaron a admitir algo que había intentado ocultar desesperadamente: los sueltos fragmentos de anatomía que se retorcían y giraban en mis pesadillas se parecían horriblemente a trozos de carne colgados en ganchos en un mercado.

—Desde hace siglos atacan periódicamente este sistema. Cuando nosotros penetramos por fin en uno de sus depósitos, aquí en Lothar —en ese instante me di cuenta de que estaba utilizando el «nosotros» histórico— iniciamos la larga lucha para liberar a nuestro planeta del terrible azote. Usamos sus armas contra ellos mismos y después tuvimos que aprender a emplearlas correctamente, y a repararlas. Algo así como progreso en marcha atrás. Pues bien, no sólo hemos sido capaces de mantenerlos lejos de Lothar, sino también de la zona espacial inmediata. Nuestras bajas siguen siendo importantes en cualquier encuentro con ellos, ya que es difícil superar a un enemigo dotado de armamento similar al tuyo. Nuestra gran ventaja es la estructura física que poseemos. Sin embargo, es muy raro que nuestras naves y nuestros hombres caigan en manos de los Mil.

«Desconozco hasta donde se extiende su alcance, pero supongo que los hemos obligado a buscar nuevas fuentes de suministros. Tu planeta, por ejemplo. Cálmate. Olvidaba que te es difícil aceptar un destino tan terrible para tu raza. Nosotros lo hemos soportado desde siempre.

—Pero si estos...

—Mil, aunque en otro tiempo los llamábamos «Dioses» —observó Harlan, siniestramente humorístico.

—Si estos Mil me capturaron en una incursión en la Tierra, ¿cómo llegué aquí? ¿Cómo llegué a este planeta?

Harlan frunció el ceño.

—Me gustaría creer que nuestra Patrulla interceptó la nave donde tú estabas y la apresó. Pero... —y se interrumpió como si hubiera comprendido la falacia de esa teoría, como si esa falacia le inquietara—. Debe haber pasado poco tiempo después del Eclipse. ¿O no es así? Si no es así, debo llevar mucho tiempo aquí. ¿No tienes alguna idea de cuánto tiempo llevas tú?

—Sólo recuerdo claramente las últimas semanas. Pero tengo la impresión de haber estado aquí siempre. Supongo que estuve conmocionada o algo parecido —concluí, poco convencida—. Me sorprendió mucho averiguar que era enfermera de otra persona, eso es indudable.

—Otra razón para salir de aquí en cuanto sea posible. Mi cabeza ya está clara y mis reflejos parecen normales. Ha sido como nadar en arena. De todos modos... —Me miró otra vez, especulativamente, mientras meneaba la cabeza—. No entiendo cómo has podido quedar... —vaciló y cambió la palabra—... intacta.

—¿Intacta? Sí, pero mi aspecto no es el de antes —le aseguré, mientras mi mano acariciaba mi nariz.

—No seas absurda. Es obvio que no eres una reconstituida —dijo bruscamente. Noté que la tensión volvía a su cuerpo y la frialdad a su voz—. No tienes una sola señal.

—No, de eso precisamente se trata. No hay ninguna —repliqué—. He perdido tres cicatrices —y señalé las partes pertinentes— y alguien se apenó de mí... —Me toqué la nariz.

—¿Cicatrices? ¿Te faltan? —interrumpió Harlan con un áspero murmullo.

—Sí —proseguí—. Tenía una muy larga en el brazo, porque una vez me herí en una valla de estacas... —y mi voz se apagó al ver la cara de Harlan. La mezcla de horror, disgusto, incredulidad, cólera y, lo más extraño, odio, me aturdió.

Me cogió por las muñecas con iracundas manos y las frotó. Siguió la articulación de la mano y el brazo con unos dedos cuyas presiones me causaron dolor. Palpó mis orejas, me echó atrás el pelo con enorme brusquedad.

—¿Qué ocurre? —me quejé. Mi gozo se había helado.

Harlan meneó la cabeza, con fuerza, como una persona cuyos músculos se contraen de modo espasmódico.

—No lo sé, Sara. Me cuesta creerlo —replicó enigmáticamente—. Sin embargo, no habrías podido razonar como lo has hecho si... Tenemos que salir de aquí. ¡Tenemos que salir! —exclamó con vehemencia.

Cruzó la habitación con paso elástico y arrancó la almohada de la rejilla. Volvió a la cama y me dio unas palmaditas en el brazo para tranquilizarme, como si comprendiera lo mucho que me preocupaban sus reacciones.

Pasó mucho tiempo antes de que el sueño nos envolviera. Recuerdo que noté de nuevo sus dedos en mi muñeca mientras el sopor me dominaba.