IX
La mañana siguiente, al despertar, me sentí totalmente descansada y, como es lógico, hambrienta. Me torturaba la alternativa entre bañarme o comer algo. En la cama había una gruesa bata verde. Observé el otro lado de la enorme cama para asegurarme de haber sido su única ocupante. Me levanté, me puse la bata y fui de puntillas a la puerta. Me asomé a la salita, vi despejado el camino hasta la fruta de la mesa y me dirigí hacia ella.
—Lady Sara, espero no haberla despertado.
Giré en redondo y vi a una joven rubia con una túnica azul, con los ojos muy abiertos y reflejando ansiedad.
—No —murmuré.
—Soy Linnana y estoy a su servicio. ¿Quiere que le prepare un baño? Deberá elegir un vestido y si me permite informarla, los demás pronto llegarán para el desayuno.
Miró nerviosamente la puerta, como si esperara una invasión de un momento a otro.
Detrás de ella, en el piso saliente al otro lado de la puerta del balcón, vi la mesa dispuesta y a la espera de los comensales. Respondí afirmativamente a Linnana pero no obstante cogí una especie de manzana antes de volver al dormitorio. No me importó la reacción de mi sirvienta. Yo estaba hambrienta.
Me bañé y luego Linnana me enseñó los vestidos que había mencionado. Fue un error permitir que la joven hiciera tal cosa porque había abundancia de colores, tallas y tejidos, y además un cofrecillo de joyas.
—Soy una simple campesina —dije por fin al ver la impaciencia provocada por mi indecisión—. No sé cuál escoger para desayunar en palacio.
Linnana rió entre dientes.
—Es muy fácil. Si me lo permite...
Escogió una túnica que me llegaba hasta las rodillas y una chaqueta de suaves tonos rojizos que contrastaban, y cogió del joyero una sencilla cadena de oro con glóbulos de algo similar al jade en los eslabones. En cuanto estuve vestida, sin necesidad de preocuparme por los extraños cierres ya que ella se ocupó de ese detalle, Linnana me hizo sentar de nuevo y abrió una cajita metálica. Con un pincel reconstruyó las cejas que yo había perdido en la pantalla de fuerza. Añadió un toque de color a mis párpados y una mancha de pintura a mis labios, y luego estudió el efecto. Cuando me vi en el espejo, mi mano se dirigió involuntariamente hacia mi nariz. Volví a ponerla bruscamente en mi regazo por temor a que la joven interpretara aquel gesto.
—Perdóneme, lady Sara —y buscó la polvera.
Fue tranquilizador hasta cierto punto saber que las mujeres de Lothar también usaban esos trucos.
Linnana, evidentemente, creyó que no hacía falta más y me acompañó a la puerta.
Cuando salí al salón, me detuve bruscamente en el umbral. Linnana había olvidado decirme a quién esperábamos a desayunar y yo no me había molestado en contar las sillas. El hecho no habría sido tan abrumador si yo hubiera sabido a qué atenerme. Alrededor de veinte hombres estaban congregados en aquella habitación, y yo conocía únicamente a Stannall, Harlan, Maxil y Jessl. Siguiendo el ejemplo de Maxil y Harlan, los que se hallaban sentados a la atestada mesa se levantaron al instante. Creo que yo fui la única persona que vio el empujón de Harlan a Maxil para que viniera a recibirme.
Maxil se debatía con su vergüenza mientras tomó mi mano para llevarme a mi sitio. Nuestras sonrosadas mejillas crearon simplemente la impresión deseada.
Un criado se presentó en seguida con el humeante brebaje achocolatado que era el equivalente lothariano del café. La bebida contribuyó a despejar mi cabeza, sin duda; era un líquido caliente, áspero y estimulante.
—Le encantará saber, lady Sara —expuso Harlan, formalmente aunque con un malicioso guiño en sus ojos— que lord Maxil y yo hemos sido exonerados de los diversos defectos físicos y mentales que se nos atribuían.
Y ello por el primer médico del mundo, Monsorlit.
Me esforcé frenéticamente para mantener en equilibrio la taza en mi mano... antes de que mis temblores derramaran el caliente líquido sobre mi vestido. Maxil se apresuró a ofrecerme una servilleta y un criado se materializó para preparar otra taza. Hice tontos comentarios sobre tazas calientes y traté de atraer la atención de Harlan. Pero las observaciones de éste iban dirigidas a la mesa en general, y no me miró.
—Es obvio que Gorlot estaba... confundido respecto a Maxil —siguió diciendo jovialmente.
Un educado murmullo de risas forzó una radiante sonrisa por mi parte. Entre los hombres de la mesa no hubo furtivas miradas lascivas hacia mí. En realidad un padre lothariano era muy activo cuando se trataba de animar a una prometedora hija para que fuera dama extraoficial de un Señor de la Guerra. El fruto de tal alianza podía ser candidato a Señor de la Guerra si el padre moría sin haber dejado otra disposición más legal.
—Las completísimas pruebas realizadas por el médico Monsorlit no han podido demostrar que soy mentalmente anormal, aunque esta tarde él ensayará sus peores trucos en esa preciosa clínica de su propiedad. Merezco fe-litaciones, es obvio —y en este momento la risa de Harlan fue imitada por los demás—, por mi asombrosa vuelta a la cordura.
«El médico Monsorlit». Ese nombre resonó en mi cerebro, y yo no podía creerlo. ¿Podían existir dos personas con el mismo nombre?
—Notable suerte, sí —dijo un hombre de pie junto al balcón—. Que un hombre del mismo Gorlot certifique su cordura...
Harlan desaprobó el comentario.
—A mí me cuesta trabajo creer que un hombre del calibre de Monsorlit esté relacionado con Gorlot. Es un científico, un médico tan magnífico que...
—No será un hombre tan magnífico cuando se ha dedicado a la vil práctica de la reconstitución —espetó Stannall, con tanto odio y condena en su voz que la sala se llenó de tensión.
Miré fijamente, asombrada, al Primer Consejero dada la pasión de su denuncia.
—Ese hombre fue severamente castigado por aquella tentativa juvenil —observó un canoso hombre senatorial— y ha encaminado sus notables energías hacia el problema agobiante de los desequilibrios mentales. Vean lo que ha conseguido con esa Clínica. Ha podido entrenar idiotas inútiles para que efectúen a la perfección tareas sencillas.
Stannall no se impresionó.
—Monsorlit ha buscado la mejor cueva en compañía de Gorlot.
En ese caso, me pregunté, ¿por qué Monsorlit afirma que Harlan está cuerdo? ¿No se da cuenta nadie de que Monsorlit fue responsable de la «enfermedad» de Harlan?
—Ahora Gorlot tendrá problemas para impedir que Maxil sea Señor de la Guerra y que Harlan sea nombrado Regente —aseveró alguien.
—Yo no estaría tan seguro —dijo agriamente Stannall—. Recuerden que Monsorlit tenía poco que hacer en vista de que otros tres médicos famosos estaban sinceramente convencidos de la recuperación de Harlan.
—Así pues, ¿espera usted problemas cuando el Consejo se reúna? —preguntó el hombre canoso, preocupado.
—Por supuesto que sí —dijo Stannall—. ¿Esperan que Gorlot se haga a un lado simplemente porque Harlan ha vuelto inesperadamente? No, ese hombre es increíblemente astuto, de lo contrario habríamos sospechado de él hace mucho tiempo. ¿Quién de ustedes dudó de su informe sobre la impotencia de Maxil antes de ayer por la noche? ¿Quién ha puesto en duda cualquier otro acto anormal de Gorlot? ¿El nombramiento de un médico de provincias para atender a Ferrill en lugar de elegir a Loccan o a Cordan?
—Pero Trenor alivió en parte al Señor de... al chico —intervino otra voz—. Había una mejora clara.
—Sí, hubo un cese en la administración de la droga que usaban para debilitar al chico —replicó Stannall.
—¿Encontraron los médicos residuos de alguna droga en el organismo de Ferrill? —preguntó el hombre canoso.
Stannall no pudo contener la risa.
—Existen muchas drogas con propiedades peculiares, mi querido Lesatin, drogas cuyos residuos son absorbidos por completo por el organismo al cabo de pocas horas. Cordan sugiere que tal vez se usó cerol, ya que el sistema motor de Ferrill es el que más ha sufrido. Pero se trata de información confidencial.
—¿Cerol? —exclamó horrorizado Lesatin—. ¡Pero si es una droga que se cultiva en Tane!
La misma droga, pensé yo, que usaron con Harlan.
—En ese caso los tanitas son responsables de esto —comentó abruptamente alguien.
—No —replicó Stannall, con tan sosegada firmeza que calmó la histeria creciente en la habitación—. Pero tengo buenas razones para creer que la revolución tanita esconde una intención distinta a la aparente.
Stannall sonrió tímidamente ante las ansiosas solicitudes de aclaración.
—Ya hemos enviado un... eh... observador calificado. —Stannall miró brevemente a Harlan con expresión acusatoria—. Ha ido a Tane para poder ofrecernos un informe de primera mano sobre la situación. No me han dejado satisfecho los informes oficiales, son demasiado tranquilizadores.
—A mí tampoco —afirmó en voz alta Lesatin—. Eran... demasiado vagos.
Maxil acercó sus labios a mi oreja.
—Jokan partió solo ayer por la noche. Harlan quería atarle a una Roca Mílica. Igual que Stannall, aunque por distinta razón.
—Pero se suponía que él debía esperarme —dije tontamente.
—Por eso Harlan estaba furioso. ¡Ese Jokan! —Maxil rió entre dientes, tal era su deleite.
Stannall seguía hablando tranquilamente.
—Regresará en cuanto haya valorado adecuadamente el problema. Mientras tanto, es fundamental que sondeemos todos los rincones de la gestión de Gorlot y extraigamos de las profundidades de todas las cuevas las incongruencias que pueden hacer volver a sus cabales a la mayoría del Consejo en relación a este tirano.
—Yo diría que el envenenamiento de Ferrill es suficiente —observó un hombre larguirucho que después supe se llamaba Estoder.
Stannall apuntó un dedo hacia él para subrayar sus palabras.
—Si tuviéramos pruebas de ello, cosa que ni siquiera Cordan puede facilitar... excepto mediante el proceso de eliminación de otros factores. En realidad, sin la milagrosa fuga y el no menos milagroso regreso de Harlan, ni siquiera nos dominaría esa sospecha. El efecto de esa nueva droga, como ustedes comprenderán, es relativamente desconocido.
—¿Cómo pudo huir Harlan, si estaba tan drogado? Nadie ha clarificado ese punto —observó Lesatin mientras me miraba.
Harlan me sonrió, breve y alentadoramente, pero permitió que Stannall fuera el primero en hablar.
—Lady... eh... lady Sara —por alguna razón, Stannall tenía problemas para decidirse sobre mi título— logró introducirse en el asilo y fue designada asistenta de Harlan.
—Estamos dos veces en deuda con lady Sara —comentó Lesatin mientras inclinaba la cabeza en mi dirección.
Lesatin me pareció ser esa clase de persona que gusta de poseer la información más completa posible sobre cualquier tema dado que atraiga su atención. Me recordó, desagradablemente, a un joven y oficioso administrativo de mi oficina, un hombre que me molestaba sin necesidad alguna pidiéndome infinitos detalles sobre tal o cual cosa. Decidí prepararme para las preguntas que Lesatin, si hacía honor al parecido, pudiera hacerme.
—¿Es posible suponer —intervino Estoder antes que pudiera hacerlo Lesatin— que Socto, Effra y Cheret fueron destituidos de sus cargos en Sanidad, Archivos y Suministros Militares debido más a la intervención de Gorlot que al curso normal de los acontecimientos?
—Es posible, probable y enteramente lógico —convino Stannall—, y sugiero que iniciemos de inmediato las investigaciones en esos ministerios, con la misma minuciosidad con que los antiguos sacerdotes examinaban a un novicio.
Todos los presentes tenían preguntas, opiniones o sugerencias que formular. La mesa se dividió en grupitos de polemistas que recurrían a Harlan y a Stannall en busca de aprobación. Hubo hombres que departieron por parejas o individualmente. Por fin sólo quedamos cuatro personas. Harlan cogió un grueso gabán. Traté de atraer su atención para poder hablarle de la visita de Monsorlit al asilo. Yo tenía mucho miedo de quedarme sola con Stannall después de las observaciones de éste acerca de la reconstitución.
Harlan sólo perdió el tiempo suficiente para cogerme del brazo y murmurar que me vería más tarde. Cuando la puerta se cerró tras de él, me sentí terriblemente sola y vulnerable.
—Maxil —dijo Stannall—, creo que sería mejor que te presentaras en las habitaciones de tu hermano.
—¿Fernán? —replicó Maxil, asqueado.
—No —objetó Stannall—. Ferrill. El parte de la mañana es tranquilizador. La parálisis de su costado derecho se mantiene. Pero el examen de la noche pasada contradice la teoría de un ataque cardíaco. Será bien considerado que vayas a verle. Y que te acompañe lady Sara. He seleccionado cuatro hombres para tu guardia personal. Absolutamente dignos de confianza. —El semblante del Primer Consejero se relajó y hubo una tranquilizadora sonrisa para Maxil—. Ustedes dos —-y desvió su mirada hacia mí— no deben estar desprotegidos un instante. Ah, y en cuanto hayan visto a Ferrill tendrán dispuestos nuevos aposentos. Nos veremos en la comida. Lady Sara...
Y Stannall me saludó con una puntillosa reverencia.
—Yo no le gusto, Maxil —dije en cuanto se fue el Primer Consejero.
—Bah. —Maxil restó importancia al asunto—. Cuestión de tiempo. Harlan se ocupará de eso, y cuando Fara esté aquí... —Maxil se ruborizó intensamente—. Quiero decir que... bueno... —El muchacho dirigió la mirada al techo, tal era su turbación de adolescente.
—Sé a qué te refieres, Maxil. —Reí y le di unas palmaditas en el brazo para consolarle—. Será un gran placer dejar de competir por mí.
El rostro de Maxil se torció aún más.
—Oh, Sara.
—Oh, Maxil —me burlé, tratando de animar al chico.
Un golpe en la puerta precedió la entrada de Sinnall, que se cuadró ante nosotros vestido con el resplandeciente uniforme de la Guardia de Palacio. Detrás de él vi a Cire, igualmente rígido, y dos corpulentos guardias. Con el rostro grave, tomando muy en serio su nuevo puesto, Sinnall saludó:
—Tengo órdenes, Señor de la Guerra, de proteger, escoltar y defender a usted y a lady Sara. Permítame presentarle al segundo jefe Cire y a los patrulleros Fara y Regel.
—Segundo jefe Cire —dijo Maxil, sonriendo abiertamente por la buena fortuna de Cire. Después carraspeó rápidamente y recordó su nuevo cargo—. Felicidades, jefe de unidad —y su voz recalcó el doble ascenso de Sinnall— y mi agradecimiento por su lealtad. Deseo ver a mi hermano, Ferrill.
Tras saludar marcialmente, Sinnall salió al pasillo con sus hombres, permaneciendo en posición de firmes hasta que Maxil y yo iniciamos la marcha. En ese momento ordenó a sus hombres que fueran detrás de nosotros.
Esa mañana había un ambiente enormemente distinto en los corredores. Quizá fuera por la verde luz solar que los inundaba tras cruzar los tragaluces y los balcones de las habitaciones. O tal vez por los rígidos movimientos de los guardias que nos saludaban al pasar mientras que la noche anterior se habían limitado a mirarnos de modo insolente. Quizá fuera por los obsequiosos saludos de hombres y mujeres que se detenían para cumplimentar a Maxil y contemplarme sin disimulo. Varias personas quisieron entablar conversación con mi acompañante, pero éste estaba tan nervioso que le era difícil responder y, para mi alivio, todos tuvieron el tacto de retirarse.
Después noté una apreciable diferencia en el comportamiento de Maxil. La noche anterior casi se había encogido ante los que pasaban junto a él. Esa mañana, sus hombros estaban erguidos. Mantenía alta la cabeza y sus ojos habían perdido aquel rasgo furtivo, no pedían excusas. El muchacho empezaba a aceptar el hecho de ser candidato electo a Señor de la Guerra; que tal buena fortuna le pertenecía y que ya no podían ridiculizarle más. Había dejado de ser la víctima propiciatoria de Samoth. Ya no era un «hermano más joven» del prometedor Señor de la Guerra sino el mismo heredero. Y yo también me alegré al verle comportarse del modo que él consideraba más correcto.
Dejamos fuera nuestra escolta y nos hicieron pasar inmediatamente a las habitaciones interiores de las dependencias de Ferrill. Ante la puerta del dormitorio había dos guardias a los que Maxil planteó sus deseos con la arrogancia que acababa de adquirir. Uno de ellos se excusó y entró en la oscurecida habitación. Salió de inmediato y sostuvo la puerta de modo respetuoso ante el hombre que entraba.
La confianza de Maxil desapareció al instante y musitó una vacilante pregunta. Yo no pude auxiliarle porque tenía ante mis ojos a Monsorlit. Temblé de miedo y de recelo. Las palabras de Stannall giraban y giraban en mi cabeza, y la magnitud de la repugnancia y el desdén del Primer Consejero pareció aumentar giro tras giro. Miré alrededor frenéticamente en busca de una salida u otro medio que me permitiera apartarme de la vista de Monsorlit.
—Naturalmente que puede ver a Ferrill, lord Maxil —dijo Monsorlit con amabilidad. Se hizo a un lado cortésmente para que el muchacho pasara—. No obstante, debo aconsejarle que su visita sea corta para no fatigar al enfermo.
—¿Se pondrá bien? Quiero decir que... no morirá, no le pasará nada, ¿verdad? —preguntó ansiosamente Maxil.
Monsorlit movió la cabeza y sonrió de forma enigmática. Yo di media vuelta.
—No, Sara, quédate conmigo —suplicó Maxil.
Monsorlit, curioso, desvió sus ojos hacia mí.
Empezó a bajar la cabeza para saludar, se detuvo, me miró confundido durante una fracción de segundo y luego se irguió. Nada en su inexpresivo rostro indicaba que me hubiera reconocido como la ex asistenta de Harlan. Pero yo estaba segura de que no tardaría mucho en extraer mi identidad del archivo de su ordenada mente. Maxil lo vio todo, pero su interpretación de la mirada de Monsorlit le hizo sonrojarse. Me alejé bruscamente hacia el dormitorio en penumbra.
Un fulgor verdoso, placentero y sosegador caía sobre el escritorio repleto de libros, el tablero de mandos de diversas pantallas de comunicación, estantes con recuerdos y pizarras que cubrían las paredes internas de la habitación. Junto a una pared lateral se hallaba la cama de Ferrill, amplia y flanqueada por varias sillas y una austera mesa de hospital con un ordenado surtido de medicinas.
—Saludos, Maxil —dijo una grave voz desde los sombríos montones de almohadones—. ¿Vienes a ver al difunto?
—Oh, Ferrill —gimió Maxil, y tomó asiento en la cama.
—Mi señor —oí que decía el otro, en tono irónico aunque grave y áspero—, no puedo sentirme más contento por el cambio de los acontecimientos. A decir verdad, ha sido duro ser Señor de la Guerra. Ningún idealista, ningún soñador como yo debería enfrentarse a la realidad de gobernar un mundo. Mi corazón no está suficientemente acorazado contra sufrimientos y sentimientos en provecho de la estricta imparcialidad fundamental para gobernar a millones de seres. Pronto habría fallado a Harlan, recuerdo de mi padre... y a Lothar.
La voz se interrumpió para toser. Maxil, una sombra torpe y larguirucha, sacudió la cabeza de un lado a otro.
Ferrill, si yo hubiera sabido que estaban tan enfermos, no habría permitido que Sara te hablara de Harlan. Stannall dice que por eso sufriste el ataque —confesó Maxil, angustiado.
—Buena cosa, lo que hizo ella —afirmó resueltamente enfermo a su hermano—. Lo único que salvó mi vida, créeme, fue mi desmayo de ayer por la noche. De otra forma tú estarías mirando a un muerto auténtico.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Maxil, asombrado.
—Simplemente que estoy seguro de que Trenor me habría administrado una dosis mortal de su paliativo ayer por la noche. En cuanto Sara me dijo que Harlan estaba libre, noté el pinchazo de esa aguja fatal en mi brazo. En realidad, he tenido extraordinaria suerte al salir de esto con sólo una parálisis benigna. El cerol es una sustancia peligrosa. Yo habría muerto antes si no fuera de raza robusta. Ese rumor sobre mi ataque cardiaco es falso.
—¿Pretendes decir que sabías que te estaban envenenando y no hablaste con nadie? —exclamó Maxil.
Ferrill resopló.
—¿Quién me habría creído? «El chico delira» —se mofó Ferrill con voz de viejo.
Cerol, había dicho él, lo mismo que habían empleado con Harlan, pero con resultados muy distintos. A Ferrill le había causado debilidad... a Harlan sólo un necio estupor.
—Stannall opina que te envenenaban.
—Sí, lo cree... ahora. ¿Quién acecha en las sombras? Venga aquí —ordenó Ferrill—. Ah, lady Sara. Mi heraldo de buenas noticias. Gracias de nuevo.
—Me tranquiliza saber que mi mensaje de la última noche fue buena noticia para alguien —dije agradecida—. Aunque Stannall ponga reparos.
—Mi querida joven, irritó sus sentimientos. Stannall ha sufrido frustraciones últimamente, tanto personales como políticas. Lo que más le disgusta es no estar informado de hechos curiosos. Un fallo por su parte, pero un fallo que le convierte en un Primer Consejero extraordinariamente capacitado. Quizá demasiado capacitado. Gorlot debe haberle dedicado otro párrafo en sus planes, también a él.
—¿Tiene alguna idea respecto a lo que tramaba Gorlot? —pregunté llena de curiosidad.
—Aparte del dominio total de Lothar —dijo Ferrill, riéndose de forma muy desagradable—, sólo tengo vagas sospechas.
Al bajar los ojos hacia el demacrado hombre que pocas semanas antes había sido un muchacho, me resultó difícil aceptar que sólo cuatro años separaran a Maxil de Ferrill. Parecían cuarenta.
—Sospecho que Gorlot entregó los planetas tanitas a quienes le habían ayudado. Después de la conveniente baja por enfermedad de Harlan, Gorlot cayó sobre nosotros como una nave mílica que no se molesta en permanecer en órbita. Todo el mundo tenía buenas palabras para él. Tardé algún tiempo en volver a mis cabales, debo reconocerlo. Entonces ya era demasiado tarde. Sus hombres se hallaban en cargos estratégicos. La guerra tanita había empezado y a mí me conservaban muy enfermo para que no pudiera preocuparme. Después de eso, paciencia, optimismo y fortaleza intestinal parecían ser mis únicas alternativas.
—¿Y Monsorlit está ayudándole ahora? —pregunté, expresando mis temores—. ¿No es otro Trenor para usted?
La sonrisa de Ferrill reflejaba conocimiento y sensatez. El enfermo agitó débilmente un dedo ante mí.
—No dude de ese experto en enfermedades nerviosas, querida dama.
—Pero él fue el médico que drogaba a Harlan en el asilo. Y sé que allí había otros enfermos en las condiciones de Harlan. Y Trenor era el médico encargado.
—No lo dudo.
—¿Y sin embargo permites que Monsorlit te atienda? —tembló la voz de Maxil.
—Sí. Por la sencilla razón de que yo confío en ese hombre.
Miré fijamente a Ferrill.
—¿Por qué se alió con Gorlot? No lo sé —prosiguió Ferrill—. Es un tipo muy raro, pero el día de su muerte será muy triste para la medicina lothariana.
—Pero... pero —balbucí.
—Monsorlit no es un buen compañero de cueva de Gorlot, aunque ahora las apariencias indiquen lo contrario —dijo Ferrill, con más vigor del que podía esperarse en una persona tan frágil. Acto seguido me miró con el entrecejo fruncido—. ¿Está segura de que él drogaba a Harlan? Monsorlit no se hallaba en casa de Maritha la noche en que enfermó Harlan.
—Pero yo vi a Monsorlit poner una inyección a Harlan, y dijo que era de cerol. Pensaron que yo era una asistenta retrasada mental. Y sé que hay otros nueve hombres en ese sanatorio, drogados por Trenor con la misma sustancia que empleaba con Harlan.
Ferrill enarcó las cejas, pensativo, y frunció los labios, un gesto para imitar a Stannall.
—¿Por eso decidió ayudar a Harlan?
Asentí. Ferrill sacudió la cabeza y arrugó la frente mientras se esforzaba en relacionar la anterior información con su imagen mental de Monsorlit.
—Mi señor, lady Sara, deben retirarse —dijo la suave y respetuosa voz de Monsorlit.
Me sobresalté y Maxil se levantó de un salto, porque ninguno de los dos habíamos oído abrirse la puerta. Aguardé sin aliento que Monsorlit me denunciara.
—Van a fatigar al joven enfermo —fue todo lo que dijo.
Pero al pasar junto al médico para salir, sus ojos chispearon al mirarme y ansié con todas mis fuerzas saber qué había podido oír aquel hombre.
Maxil se volvió bruscamente hacia mí en cuanto se cerró la puerta.
—Debemos informar a Stannall, Sara —dijo, sofocado.
Moví la cabeza violentamente. En aquel instante no sabía cuál de los dos hombres me inspiraba más temor, el médico o el estadista.
—Stannall averiguará por su cuenta todo cuanto precise saber, estoy convencida. Ya conoces su opinión sobre Monsorlit. Y si queremos que Ferrill se recobre del envenenamiento, Monsorlit es sin duda el único hombre que puede conseguirlo. No podemos eliminar la única posibilidad de recuperación de Ferrill. Olvidemos, de momento, lo que hemos dicho ahí dentro. Todo.
Antes de que pudiera Oponerse, empujé a Maxil hacia la atestada entrada de la habitación. Allí nos hicieron preguntas sobre la salud de Ferrill. En dos ocasiones Maxil fue importunado con poco disimuladas peticiones de favores. Al principio pensé que Maxil no había captado las indirectas. En cuanto llegamos a la tranquilidad del corredor, el muchacho expuso una amarga observación.
—Deberías haber visto cómo se reían ayer cuando Samoth me llevaba a rastras y Vanan te llevaba a hombros.
Nuestros guardaespaldas marcharon detrás de nosotros cuando Maxil me condujo por el pasillo lejos de los aposentos de Ferrill.
—Disponemos de las habitaciones que habían sido de mis padres, eso creo. Son las únicas vacantes que yo podría ocupar.
También había guardias en aquella puerta. Sinnall recibió saludos y sustituyó a los presentes por sus hombres. Luego abrió la puerta de par en par, entró y examinó rápidamente todas las puertas que daban al vestíbulo. Una vez convencido de que ningún asesino o Mil acechaba en alguna parte, Sinnall abrió las dos enormes puertas que conducían a la habitación principal de las dependencias.
Las encantadoras habitaciones de Stannall me parecieron destartaladas, pequeñas y frías comparadas con el espacioso esplendor de aquella sala con cuatro balcones y suelos a distintas alturas. Un ventanal permitía contemplar el bullicioso florecimiento de los jardines sobre el fondo de las torres de la ciudad, mágicamente iridiscentes bajo la verde luz del sol, centelleantes y formando un increíble panorama ante mis ojos de extranjera.
Linnana y un joven vestido con una túnica blanca se aproximaron a nosotros e hicieron sendas reverencias.
—Mi señor Maxil, he comprobado las credenciales de Ittlo y Stanna ya ha dado su aprobación a Linnana —dijo Sinnall con rígida formalidad—. Pero falta, por supuesto, la aprobación de usted.
El comentario que Maxil hizo quedó apagado por un alboroto en el exterior. Yo sólo había oído una vez aquella voz, pero había quedado indeleblemente grabada en mis tímpanos.
Mi reacción fue de preocupación. Maxil se puso pálido, sus hombros se hundieron de nuevo y el muchacho se encogió como si quisiera ocultarse. Lo cogí por el brazo y le di una sacudida. No me vio, o no me escuchó. Sinnall manifestó su disgusto activamente abriendo la puerta de un feroz tirón.
—¿Qué significa este alboroto junto a los aposentos del Señor de la Guerra? ¡Echad de aquí a ese sujeto!
Dudo que Samoth hubiera podido superar a los guardias pese a su musculosa fuerza. En aquel momento estaba enfurecido e impotente frente a las cruzadas armas de los guardias. Se calmó un instante al ver a Maxil y luego empezó a chillar.
—¡Soy el guardián designado del Señor de la Guerra! —gritó.
—El guardián designado del Señor de la Guerra es el Consejo, no un individuo —respondió Sinnall, burlándose de tanta ignorancia—. Acabad con este fastidio —e hizo un gesto a los dos guardias apostados más lejos en el pasillo—. Retenedlo bajo arresto. La única razón de que se le haya dejado en libertad es la generosidad de lord Maxil, y esa generosidad está agotada. ¡Fuera!
Los guardias intervinieron prontamente y hubo cierto exceso de entusiasmo en las llaves que aplicaron. Sinnall interrumpió los desvaríos de Samoth cerrando de golpe la puerta. El oficial es excusó ante el estupefacto Maxil por la imprevista molestia.
—Maxil —dije yo en tono malicioso, porque el muchacho aún reflejaba tensión y espanto—, inventa algo sabroso que pueda hacer Samoth. Descontaminar naves mílicas, por ejemplo.
Los ojos de Maxil recuperaron el brillo. Sinnall tuvo dificultades para mantener la formalidad de su semblante, ya que las irrefrenables expresiones del muchacho expresaban deseos de una venganza apropiada.
—Maxil —dije tras haber errado por la habitación y fisgado en un despacho, una salita anónima, una habitación especial para tableros de comunicación y tres dormitorios. No había una sola bandeja de fruta a la vista, aunque sí muchas flores—. Maxil, me disgusta mencionarlo, pero estoy hambrienta.
Maxil me miró, molesto.
—Nunca te he visto de otra forma. ¿Estás segura de que...?
—Maxil, ordena que me traigan fruta por lo menos —rogué, dejándole con la palabra en los labios porque yo sabía muy bien qué iba a preguntar.
—Mis disculpas, señora —dijo Linnana, acercándose rápidamente—. Un fallo terrible. Lo remediaré inmediatamente. ¡Ittlo!
Linnana indicó la sala de comunicaciones al otro sirviente con su agitada mano.
Un golpe en la puerta y entró un caballero, haciendo una reverencia, seguido por jovencitos cargados con diversos uniformes y otra ropa masculina.
—Ejém —dijo discretamente Sinnall, tapándose la boca con la mano—. Habrá una cena formal, lord Maxill. Si tiene la bondad...
Maxil levantó los ojos al techo, dramáticamente fastidiado por tales asuntos, pero entró obedientemente en su dormitorio.
Estábamos acabando un maravilloso almuerzo cuando reclamaron a Maxil en la sala de comunicaciones para atender una llamada de Stannall.
—El Consejo se reunirá mañana por la mañana, lord Maxil —dijo formalmente Stannall—. Se requiere su presencia. Lady Sara estará preparada para asistir a la reunión.
—Sí, señor —convino sin más problemas Maxil.
—Confío en que sus aposentos sean satisfactorios.
—Sí, señor —convino Maxil, entusiasmado.
—¿Está satisfecho con el personal?
—Sí, ciertamente —replicó Maxil, dedicando una franca sonrisa a Sinnall y a Cire.
—Entonces hasta la hora de cenar, lord Maxil —y Stannall cortó cortésmente la comunicación.
—Una cena formal —dijo tristemente Maxil—. Sabía que Stannall iba a restaurar esa costumbre.
Hubo otro golpe en la puerta y un guardia se acercó a Sinnall. Tras una breve conferencia éste salió al corredor, mirando a Maxil por encima del hombro. Yo varié de posición para poder ver el pasillo y vislumbré un rostro joven y ansioso. Tardé un instante en comprender lo que pasaba y luego lo comenté con Maxil.
—Estoy segura de haber visto a Fara en el pasillo ahora mismo.
—Fara...
Y el rostro de Maxil se iluminó de alegría. El muchacho corrió hacia la puerta y la abrió bruscamente. Sinnall y la chica estaban enfrascados en animada charla. Ella vio a Maxil, su boca formó una redondeada O y me causó la impresión de estar a punto de desatarse en lágrimas.
—Hágala entrar —musité a Sinnall.
La pobre Fara no tuvo oportunidad de correr y yo estaba segura de que ese era su deseo. Maxil la cogió por un brazo y Sinnall por el otro. Indiqué al segundo que cerrara las puertas de modo que los cinco quedáramos en la habitación principal.
—Maxil, mi padre se pondrá furioso si se entera de que estoy aquí —se lamentó Fara, pero reprimió sus sollozos en cuanto estuvo cara a cara conmigo.
Sus emociones fueron penosamente obvias. Ella había oído todos los chismes y estaba herida. Había sufrido una traición amorosa y no podía ver al muchacho por culpa de su padre, un hombre cuyo sentido común político predominaba sobre sus preferencias personas. Ella se parecía a mí, incluso con los ojos enrojecidos por el llanto y con el cabello desgreñado. Una mujer más joven, más bonita, más fina, totalmente distinta.
Lo que me impresionó más que su delicado encanto fue la ternura con que Maxil la trataba. La atrajo hacia él, con una mano sosteniendo la de Fara junto a sus labios y el otro brazo apretando posesivamente su talle. No había vestigio alguno del desmañado adolescente que de modo tan torpe había intentado abrazarme la noche anterior para engañar al camarero. Él era Romeo para su Julieta, fuerte y amoroso, tierno y seguro.
—Fara, cuánto me alegra verte. ¿Qué quiere decir eso de que tu padre se pondrá furioso contigo? No he buscado a nadie más que a ti —estaba diciendo Maxil.
—Pero... pero... Nos sacaron del palacio y nadie nos permitió volver. Papá no me dio permiso para ir al Salón Estelar ayer por la noche y luego... —En ese momento me lanzó una mirada feroz. Fara irguió al máximo su cuerpo, repentinamente arrogante pese a toda su juventud.
—Y luego oíste esos rumores sobre lady Sara —concluí yo.
La chica tragó saliva, no respondió, quizá por orgullo o porque se sentía muy herida.
—Bien, lady Fara, sólo son rumores —dije—. Lord Harlan me ha pedido que sea su dama.
Los ojos de Fara se abrieron mucho, casi tanto como su boca, y miraron a Maxil en busca de confirmación. No sé cómo lo consiguió, pero Maxil no se sonrojó al inclinar la cabeza afirmativa y solemnemente.
—Y ahora, ¿quieres hacer el favor de no fulminarme con la mirada y sentarte mientras te explicamos toda la historia? —sugerí—. Creo que ya sé por qué tu padre no tenía ganas de que Maxil y tú os vierais inmediatamente —añadí mientras emociones de incertidumbre, curiosidad y desconfianza aparecían en la transparente carita de Fara.
Cuando ella se marchó acompañada de Cire para volver rápidamente a sus aposentos, habíamos resuelto bastante bien el asunto. A Fara no le gustó mucho, pero lo entendió. Maxil estaba tan satisfecho que pensé que iba a explotar.
—¡Ella aceptará mi petición! ¡La aceptará! —exclamó mientras se arrellanaba en un sillón, muy complacido.
Totalmente estirado, con las largas piernas cruzadas, Maxil suspiró y cerró los ojos. Después dejó caer las manos en los brazos del sillón, se levantó con asombrosa fuerza y fue dando volteretas por toda la habitación. De la expresión de Sinnall deduje que el militar no consideraba apropiada aquella conducta para un hombre designado Señor de la Guerra.
—No se meta con él —dije en broma a Sinnall—. Solamente una vez se es tan joven y se está tan enamorado y yo he sido una terrible complicación. Debe admitirlo.
Sinnall movió la cabeza.
—¿Y si se ponen en evidencia?
—Sólo tendrán que comportarse durante algunos días.
Sinnall todavía no estaba convencido, pero entonces Linnana e Ittlo sugirieron que era hora de vestirse para la cena.