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A la caza de un sueño imposible
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Te quiero, Marta
de María Ferrer Payeras
CAPÍTULO 1
«Que se n'ha fet de les nits a la fresca
Petons i bromes a cau d'orella
Tot semblava tan senzill, tan real
[Qué ha pasado con las noches al fresco
Besos y bromas al oído
Todo parecía tan sencillo, tan real]»
(Els Pets, Ulls de color mel)
Acababa de dejar a mi marido en el aeropuerto después de pasar uno de los peores fines de semana de mi vida. Estaba tan enfadada, tanto, sujetaba el volante con tanta fuerza, que creía que se me rompería entre los dedos.
«¿Tú crees? —Podía oír en mi cabeza la voz de Paula, mi psicóloga—. ¿Que dentro de una hora estarás igual de enfadada? ¿Y esta noche? ¿Y mañana por la mañana?».
—¡Paula! —dije gritando—. ¡Sí! ¡Estaré igual de enfadada mañana, pasado mañana y, ¡sí!, ¡dentro de un millón de años también! Es tan egoísta, tan egocéntrico, tan detestable, tan cobarde, tan, tan, tan... ¿campana?
Me puse a reír con un ataque de histeria. Vaya chiste de mierda para recordar justo en ese maldito momento.
Paré el coche en el arcén de la autopista y continué riéndome hasta que rompí a llorar.
En realidad, y si lo pensaba con frialdad, nada de lo que había sucedido me sorprendía. Al fin y al cabo, no era más que el curso normal de las cosas. Tampoco estaba enfadada por lo que hacía referencia a mí. Estaba enfadada por lo que concernía a los niños.
Cuando conseguí serenarme un poco, me di cuenta de que era demasiado pronto para ir a trabajar.
—Y ahora ¿qué hago hasta las nueve?
De repente, me vino a la cabeza Ca'n Joan de S'aigo. Sí, me daría un gusto y tendría un rato para reflexionar ante una buena taza de chocolate caliente y una ensaimada.
Ca'n Joan de S'aigo es la chocolatería/heladería más antigua de Palma. Aparte de tener mucho prestigio no es el típico sitio al que acuden los turistas en masa, es más bien un lugar frecuentado por gente de la isla, en el sirven un chocolate con ensaimadas, ¡hmmm! Solo con pensarlo se me hizo la boca agua. Allí podría sentarme en una de las mesas más apartadas y pensar con tranquilidad en todo lo que había sucedido.
Hacía dos años que a mi marido le habían ofrecido un trabajo, como hubiese dicho mi abuela, «al otro lado del mar» (hay que decir que para la gente de la edad de mi abuela solo había dos lugares en el mundo: Mallorca y «fuera de Mallorca», que era lo mismo que hablar de otro planeta); es decir, al otro lado del mundo.
Él era cocinero, trabajaba para una cadena hotelera y le habían propuesto ir de chef, con un sueldo fenomenal, a un hotel de Cancún.
No lo pensó ni dos minutos, dijo que sí enseguida. «¡Hala, venga!».
¡Sí, me voy! Si a mi mujer y a mis dos hijos preadolescentes no les hace ni pizca de gracia, ¡ya veremos!
Se fue solo.
Eso hubiera tenido que darnos una pista de por dónde iban los tiros.
A los niños y a mí no nos apetecía nada tener que marcharnos. A mí me parecía que vivíamos bastante bien, que no necesitábamos más dinero, ni que para conseguirlo debiéramos sufrir un cambio de vida tan radical. A los niños, por supuesto, los asustaba la idea de abandonar amigos, equipos –el de fútbol él, el de gimnasia ella– y tantas otras cosas...
—No es necesario que vengáis conmigo, si no queréis —había dicho David, mi marido—, yo puedo irme solo. ¡No será por mucho tiempo!
¡Y lo decía tan convencido!, ¡sin la más mínima sombra de duda o añoranza!
No salió de su boca ni un triste «¿Qué haré allí solito?», ni un «¡Venga! ¡Es una gran oportunidad para mí!». Ni siquiera un autoritario «¡Nos vamos todos porque allí estaremos tan bien como aquí!, ¡la familia no se debe separar!». No usó ni el suplicativo ni el imperativo. Nada. Solo pensó: «¡Ah, bien! ¡De acuerdo! ¡Ya nos veremos si nos miramos!».
No creo que sea de lo más insólito que tu mujer y tus hijos no quieran acompañarte a la otra punta del mundo. Pero que tú te marches tan feliz, que no se te ocurra llamar más que una vez cada quince o veinte días (¡que estamos en la era de los móviles y de internet, por favor!), y que no vuelvas a casa hasta después de dos años, ¡dos! ¡Eso deja tus intenciones bastante claras!
Había venido el viernes, hacía tres días, y el lunes, se marchaba de nuevo (y, tonta de mí, lo había acompañado al aeropuerto, ¡no te lo pierdas!). Solo había tenido tiempo para recoger cuatro cosas que había dejado cuando se fue la primera vez y llevárselas a casa de su madre.
Los niños (todavía los llamo niños, a pesar de que en aquel momento tenían dieciseis años Lluc y catorce Clara) habían preparado una gran bienvenida. Yo, mucho más reticente, los observé desde lejos, sin querer tomar parte.
Habían preparado la cena ellos solos. Pusieron la mesa como la pondrían en un restaurante de lujo, para impresionar a su padre. Pero él, muy lejos de entusiasmarse con la idea, cenó en un silencio incómodo, como si fuéramos desconocidos. Ellos, al principio, le hicieron muchas preguntas y le explicaron cómo lo habían cocinado todo paso a paso; en cuanto se dieron cuenta de que él no prestaba atención a lo que decían, se callaron de repente.
Resultó una cena muy triste.
Los dos días siguientes fueron casi idénticos al primero. Pero el domingo, poco antes de ir a dormir, hizo que nos sentáramos porque quería anunciarnos algo.
«¡No puede ser nada bueno! —me dije—. Está avergonzado, no es el que solía ser. Aunque, pensándolo bien, cuando se marchó hacía dos años, ya no era el mismo que era cuando nos conocimos hacía ya veinte. ¡A ver por dónde saldrá ahora!».
Cuando nos conocimos, David era muy atractivo y además lo sabía.
Alto y rubio, con el pelo ondulado hasta los hombros, tenía las facciones suaves y se parecía mucho a Brad Pitt en la peli Troya (sí, ¿qué pasa? ¡Estaba muy bueno!).
Y yo, ni demasiado alta ni demasiado baja, morena, con el pelo liso y una cara que no destacaba por encima de las otras, lo único que tenía a mi favor eran mis curvas. Tenía unos pechos grandes que desafiaban la gravedad, la cintura estrecha y las caderas en consonancia con los pechos. Y cuando salía de marcha le sacaba partido.
Nos encontramos en la típica fiesta de piso de estudiantes.
Los dos estudiábamos en Palma y vivíamos en pisos compartidos con otros chicos. Habíamos ido a la fiesta de una amiga común y coincidimos en la mesa de las bebidas cuando los dos quisimos coger una botella de ginebra al mismo tiempo.
Conectamos al instante. Nos pusimos a hablar y no paramos ni cuando la policía nos desalojó, ni cuando nos echaron de Sa Font. Está claro que pasar del bar más frecuentado por los estudiantes de la época a la cama fue visto y no visto (mejor dicho, no visto, porque con la borrachera que llevábamos era difícil ver nada).
Después quedamos varias veces, pero los dos sabíamos que otra gente calentaba, de vez en cuando, las respectivas camas. No pasaba nada, éramos amigos, tal vez con unos derechos algo especiales, pero solo amigos. O eso creíamos.
Poco a poco, empezamos a tener una relación más estrecha y, de forma tácita, dejamos de vernos con otros.
Al año siguiente, compartíamos piso con y, al cabo de dos, vivíamos juntos y solos.
Visto en perspectiva, éramos unos niños, pero, en aquellos momentos, no nos lo parecía.
Yo ya trabajaba porque, en aquel entonces, enfermería era una carrera de solo tres años y con una oferta de trabajo inacabable en la Mallorca de principios de los noventa. David había estudiado un FP2 de cocina y también trabajaba en un restaurante pequeño y elegante de Palma, donde se encontraba muy a gusto.
Los primeros años fueron una pasada. Salíamos de marcha, íbamos a trabajar (muchas veces de un sitio a otro, sin pasar por la «casilla de salida») y nos divertíamos muchísimo.
Cuando ambos teníamos veinticinco años nos casamos. Fuimos los primeros de todos nuestros amigos. Con veintisiete, nació Lluc, y veinte meses después, Clara.
Al cabo de poco tiempo le ofrecieron un trabajo a David en una prestigiosa cadena hotelera, en la zona costera.
Yo casi siempre había trabajado en quirófano como enfermera instrumentista, tanto en clínicas privadas como en hospitales públicos. Después de tener a los niños, había dejado de doblar turnos, pero seguía siendo interina. Hacía poco que se había abierto el hospital de Manacor y decían que pronto abrirían otro muy grande cerca de Palma, en Son Ferriol. No estaba preocupada; parecía que seguiría habiendo mucha demanda de enfermeras en la isla y no me asustaba cambiar de puesto de trabajo. Así que cuando David me propuso dejar de vivir en Palma e ir a vivir más cerca de su trabajo, ni lo pensé.
Compramos una finca, que en otro tiempo había sido una granja de gallinas, cerca de Ses Salines y la reformamos a nuestro gusto.
Al principio todo fue muy bien, yo me desplazaba hasta Palma para trabajar y David, en invierno cuando no trabajaba, era el que se encargaba de los niños.
Un equipo de médicos de cirugía estética abrió una clínica, me invitaron a unirme a ellos y acepté, no solo porque el horario era bueno, sino también porque me gustaba su filosofía de trabajo.
Para sueldo importante ya teníamos el de David.
Poco a poco, casi de forma imperceptible, las cosas fueron cambiando. A medida que David escalaba puestos en la jerarquía del hotel, se volvía más ambicioso. Nuestra casa le parecía poca cosa, la ropa que llevábamos no era buena, teníamos poco estilo, decía, y nos relacionábamos con la gente equivocada.
Yo no lo tomaba demasiado en serio. Pensaba que era una fase que estaba atravesando y que se le pasaría con el tiempo.
Cuando dejó de ir a las competiciones de gimnasia de la niña, debería de habérseme encendido una lucecita roja en el cerebro, pero que dejara de acompañar al niño a los entrenos de fútbol o incluso a los partidos debería haberme hecho saltar todas las alarmas, porque era una de las cosas que más le gustaban.
Pero yo pensaba que debía de ser la crisis de los cuarenta y no le hice caso.
Empezó a salir mucho. Reuniones de trabajo, decía. No solía llegar nunca antes de las seis o las siete de la mañana.
—Está bien que salgas con la gente del trabajo, pero ¿es necesario que cerréis todos los bares?
—Es lo que hay que hacer para progresar.
—¿Progresar? Si ya vivimos muy bien, ¿qué más quieres?
—¡Que me entiendas!
—¿Que desee más, como tú?
—¡Por ejemplo!
Ahí acabó la discusión. Fue la única que tuvimos. Unos días después, de repente y sin consultármelo, decidió irse. A él no le pareció mala idea y a nosotros tampoco.
Mi error fue continuar pensando que no pasaba nada.
—Bueno —dijo, sin alterar para nada su semblante—, creo que será mejor para todos que sepáis qué está pasando. No es fácil para mí contároslo, pero creo que ha llegado el momento. En Cancún he conocido a otra mujer y estamos a punto de ser papás de gemelos. He decidido instalarme en México, pero, claro, vosotros sois mis hijos y podéis venir a vernos siempre que queráis.
Se hizo un silencio absoluto. No se oyó ni una mosca. Todos nos habíamos quedado tan helados que no supimos o no pudimos reaccionar.
—El dinero no va a ser ningún problema; con todo lo que os he ido mandando estos dos años y que vuestra madre, de forma incomprensible no ha utilizado, tenéis de sobra para manteneros una buena temporada. Si necesitarais más, me lo decís y podemos hablar de ello.
¡Hala! Ya había soltado la bomba. ¿Que para él no era fácil? ¿Que si necesitaban dinero (¡sus hijos!) podíamos hablar de ello? ¿De qué iba aquel imbécil?
En cuanto intenté articular palabra no pude hacer brotar ningún sonido de mi garganta y los niños, todavía menos.
Dentro del coche, ya de camino hacia Palma, empecé a hablar, sin gritar todavía.
—¿Cómo has podido?
—¿No te habías dado cuenta de que ya no había nada entre nosotros? Hace tiempo que no tenemos nada en común.
—No hablo de mí. Me di cuenta hace tiempo de que entre nosotros estaba todo acabado. Pero los niños...
—Los niños ¿qué? Ya casi son mayores de edad y, como he dicho, tenéis mucho dinero ahorrado que, por supuesto, es suyo. Pueden estudiar, si quieren, y si les apetece venir a trabajar a Cancún, en caso de no querer seguir estudiando...
—¿Pero tú te has escuchado? —Empezaba a hervir en cólera; de hecho, hervía desde la noche anterior—. ¿Tú crees que ellos quieren tu dinero? Ellos lo que quieren es un padre, no un tipo que se va a América, que no vuelve hasta después de dos años y que, además, cuando viene, anuncia con gran pompa que tiene otra familia, eso sí, justo antes de volver a marcharse, ¡no vaya a ser que alguien se le eche a la yugular! ¡Cobarde!
—Saben dónde ir a buscarme si me necesitan. Además, ya pasé mucho tiempo con ellos cuando eran pequeños, ahora los gemelos me necesitarán más.
—¡No tienes vergüenza! ¡No sé cómo tienes la cara de presentarte aquí con estas historias! Si es por mí, no volverías a verlos nunca más. No pienses que esto se va a acabar así. Te sacaré hasta el último céntimo, ¡tendrás que trabajar tanto para mantener a tus hijos de aquí que no podrás ni ver a los de allí!
Definitivamente, en ese momento era yo la que había perdido los papeles. Pero a él no se le movió ni un pelo de la cabeza.
No nos habíamos peleado, no habíamos discutido, solo nos habíamos ido alejando uno del otro mucho antes incluso de que partiera a hacer las Américas. No me había dado cuenta al principio, pero después de las primeras semanas de haberse ido, nuestras conversaciones eran del todo intrascendentes y llenas de monosílabos.
Habíamos ido perdiendo el interés. Pero de ahí a no poder decirme que tenía a otra y que, además, estaba embarazada, mediaba un abismo.
¡Sí!, ya lo sé, podía haberme imaginado que un hombre como él no debía haber pasado dos años de celibato. De hecho, ya suponía que tenía a otras, aunque pensaba en «otras» en abstracto, no en una en concreto.
Y yo ¿qué había hecho mientras tanto? ¿Cómo había podido pasar dos años sin nada de sexo? ¡Ups!
Pero, claro, la casa, los niños, el trabajo...
¿Cuándo había dejado de preocuparme por el sexo? ¿Desde qué momento había empezado a ser prescindible, un actor secundario?
Me acabé el chocolate a toda prisa; antes de ir al trabajo, quería pasar por el banco. Me veía incapaz de cumplir las amenazas que había hecho; yo no era así, pero eso no quería decir que tuviera que comportarme como una boba. Antes de que David se echara atrás con lo del dinero, lo sacaría de nuestra cuenta común y, de paso, de nuestras vidas.