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Pero sí la hubo, vaya que sí. Las muy harpías se le echaron encima, atacándola por todos los flancos. Ella resistía a pesar de que incrementaron los esfuerzos, unas daban pataletas, otras hacían pucheros, suplicaban, gritaban, se lamentaban, tiraban las maletas e incluso la tomaron con el destino y su mal infortunio.
Bea sorteó el peligro y echó a correr hacia el coche, la persiguieron, la acorralaron, se subió al capó, dio una vuelta y se pegó una hostia de cojones al caer al suelo. A duras penas, y con las rodillas lastimadas, pudo entrar en el coche. En las pelis parecía más fácil…
Una vez a salvo, accionó el pestillo y miró triunfante a esa manada de mujeres desesperadas. Tenía la adrenalina a reventar y se sentía como uno de los protagonistas de The Walking Dead. ¡Había escapado de las garras de las amas de casa! Lanzó una carcajada de triunfo que se convirtió en un grito desesperado cuando giró el rostro y vio a su madre, sentada a su lado, con media cara negra a causa del rímel corrido por las lágrimas, el pelo libre del gorrito y encrespado sobre su cara y el labial rojo también corrido; daba más miedo que la niña de The Ring. Chilló, se encogió y suplicó:
—¡¡No me comas!! No soy tan sabrosa como parezco.
—¿¡Qué!?
Bea movió la cabeza y despejó su mente. Vale, por un momento se había metido en la ficción. Aunque tampoco ayudaba el aspecto de su progenitora. Causaba realmente pavor y así fue cuando vio cómo su labio comenzaba a temblar y sus hombros se sacudían violentamente. Bea arrancó el motor antes de que fuese demasiado tarde para huir.
—Mamá… —le advirtió. Ella se tapó la boca e intentó controlarse, pero un sollozo se escapó de entre sus dedos.
—Estoy bien —musitó casi sin voz—. Vámonos, cariño.
—Mierda —gruñó Bea, vencida por sus lágrimas.
—Venga, marchémonos. No soporto estar aquí sabiendo que mis planes, aquellos que tanto he deseado en estas últimas semanas, se van al traste. Algún día, hija mía, tendrás mi edad y te darás cuenta de que estas pequeñas cosas son las que a una le hacen feliz. Me siento tan sola… —Más lloros—. Si no fuese por las chicas… —No continuó porque comenzó a hipar.
—Joder. Está bien, os llevaré.
El rostro de Encarna Saez cambió de pronto y una sonrisa comenzó a emerger, iluminándola.
—Oh, cariño… No es necesario. Sé que en el fondo no quieres, es muy pronto, no has dormido… —Sus palabras se desvanecieron en cuanto abrió la puerta y anunció a viva voz—: ¡Nos lleva, chicas!
El clamor que siguió a su declaración se hizo insoportable para la joven, que se hundió más en el asiento.
Y ahí estaba. Dos horas después. Conduciendo una furgoneta del año de Matusalén que no tenía ni aire acondicionado, vestida en pijama y escuchando las típicas canciones que ella misma cantaba en la escuela cuando tenía trece años.
—¿Y entonces quién? —Escuchó que decía una maruja a otra.
—¡¡Bea! —chillaron todas.
—Bea se ha meado en el saco de dormir —cantó el resto, al unísono.
—Bea, cariño, tienes que contestar —la apremió su madre.
—¡No juego!
—¿Pero eso se puede? —preguntó Pilu.
—Claro que no, si te nombran, cantas —afirmó Ramona.
—¡Ya lo has oído, hija! —vociferó Encarna—. Te toca.
Bea gruñó y miró al cielo. ¿Por qué le pasaban estas cosas? Estaría tan dichosa en su cama…
—¡¡Bea!!
—¿Sí, mamá?
—¡A jugar!
—¿Quién, yo? —cantó.
—Sí, tú —se animaron todas, siguiendo con la melodía popular.
—Yo no he sido.
—Entonces, ¿quién? —preguntaron las señoras a pleno pulmón.
—¡¡Encarna Saez!! —Su madre aplaudió, extasiada de participar, y tomó el relevo con voz de opereta.
—Encarna se ha meado en el saco de dormir… —prosiguieron ellas.
Bea subió el volumen de la radio al máximo mientras miraba por la ventana, ajena al anuncio que emitía la emisora. Pero, de repente, algo captó su atención.
—Y, además, el baile contará con un invitado especial… el conde de Fiesso, Andreas Baroletti, que estará al lado de Antonia Sautter…
Bea le dio al freno, y las mujeres chillaron asustadas.
—¡Bea! ¿Qué demonios haces? —la regañó su madre.
—¿Qué ha pasado? —demandó una.
—Un ciervo —respondió otra.
—Yo creo que se ha cruzado otro vehículo, ese rojo. Mirad, va dando tumbos. Estará achispado el conductor —apuntó una pelirroja.
—¿A estas horas, Maru? —Ramona intervino, con el cejo fruncido y sujetándose al respaldo del asiento de delante.
—Te sorprenderías, querida.
—¡¡Sileeenciiooo!! —bramó Bea.
Todas callaron y escucharon.
—Repetimos para todos aquellos que estén interesados. Sorteamos dos entradas al exclusivo baile del Dogo. Una experiencia inolvidable en Venecia. Avión, hotel y baile. Ideal para los amantes de la época.
—Yo… —musitó Bea.
—Este año, Antonia Sautter estará acompañada por el guapo conde de Fiesso, Andreas Baroletti. Una ocasión especial que no os podéis perder. La temática será Venecia. Para concursar…
—Mamá, ¡apuntad! —Las mujeres dieron un respingo que las accionó, rebuscaron por bolsos, bolsillos, abrigos y neceseres, y todas empuñaron papel y bolígrafo.
—Enviad un mensaje con vuestro nombre y apellidos al 1109 en los próximos cinco minutos. ¡Os esperamos! Daremos a conocer el nombre del ganador o ganadora la semana que viene. Mucha suerte a todos, pecadores.
—¡Tengo que enviarlo! —Bea soltó el volante y las miró desesperada.
—¡¡Bea!! —Encarna chilló aterrada mientras se abrochaba mejor el cinturón. Todas protestaron a la vez.
—No lo entiendes, mamá, ¡tengo que ir! Llevo toda la vida esperando este momento.
—¿Tan importante es? Sé que admiras a la diseñadora esa, pero…
—¡No es por ella ni por el baile!
—Entonces, ¿por qué?
—¡Por tu futuro yerno! ¿Te acuerdas del muchacho que me rescató de pequeña?
—Cómo olvidarlo, durante años suspiraste por él. Decías que un día lo conquistarías y os casaríais.
—Andreas Baroletti, el invitado de honor del baile, es él. Mamá. —la miró decidida—. Pienso ir a ese concurso, seducirlo, darle el mejor polvo de su vida. —Su madre gimió y la amonestó, disculpándose con sus amigas y asesinándola con la mirada—. Y hacerle ver que soy la mujer que necesita. Me casaré con él, cueste lo que cueste.
—¿Lo juras? —preguntó Encarna esperanzada, que ya había perdido toda esperanza de verse como abuela. Por fin sus plegarias se vieron escuchadas. ¡Su hija se había interesado por un hombre! Al verla asentir, ella silbó, captando la atención de sus amigas—. ¡Chicas! ¡A enviar mensajes!
Las mujeres teclearon en dos segundos el nombre de Bea y los apellidos y lo enviaron a la emisora. Comentaron la hazaña durante todo lo que restó de viaje.
Tras dar vueltas y vueltas, consiguieron un sitio. Bueno, más bien pelearon por él porque un hombre lo vio al mismo tiempo y aceleró para hacerse con el aparcamiento, pero desistió cuando escuchó los insultos de las nada inocentes ancianas. Se le pusieron los pelos de punta y huyó al verlas bajar y correr hacia él, bolso en mano.
Una vez estacionadas, se desplazaron al Prado y aguardaron pacientemente en la larga cola de la entrada. Cuando finalmente fue su turno, todas desfilaron emocionadas por el control de seguridad, descargando sus miles de objetos sobre la cinta. Bea, que ahora iba ataviada con un vestido de tía María de su madre y un gorro que parecía una cofia, dio un paso tras su progenitora, dejó su bolso y pasó.
De pronto, todas las luces se encendieron y una alarma sonó estridentemente por la sala. Asustada, dio una vuelta y se imaginó que estaban siendo víctimas de un atraco. Tras ella, la gente estaba igual, gritando y desperdigada. Algunos se echaron al suelo protegiéndose la cabeza. Bea tragó saliva, ¿sería ese su fin? ¡Y sin haberse tirado a Andreas! Lloriqueó; qué injusta era la vida.
Varios policías desenfundaron sus armas y la rodearon.
—¡Bea! —la llamó su madre desde fuera—. ¿Qué pasa?
—Señorita, no se mueva.
Un policía se acercó a ella y le rogó que aguardase. Con cuidado, sacó su bolso y lo dio vuelta frente a sus ojos. Bea arrugó la nariz. ¿Qué coño pasaba? Bastante bochornoso era caminar con esas pintas como para ser el centro de atención del museo.
El agente volcó el contenido sobre una mesa y cogió un bote pequeño.
—María —llamó a la asustada empleada—. Ponte en contacto con la Guardia Civil.
—¿Es peligrosa? —preguntó, observando disimuladamente a una Bea totalmente aturdida. El policía la miró y asintió.
—¿Hablan de mí? No, no lo soy.
—Señorita, quizá tenga que quedarse retenida.
—¡No!
—¿Nenita? —Su madre le hizo señas desde donde estaba. Bea le respondió con la mano—. ¿Van a detenerte? Avísame para dar una vuelta rápida al museo.
Al escucharla, la joven achicó los ojos. «Oh, sí, por supuesto. No vayas a perdértelo», renegó Bea para sí misma. La ignoró e inquirió al uniformado:
—Pero ¿qué pasa?
El policía le tendió el bote, y ella lo examinó, gimiendo interiormente. ¡El gas de pimienta antivioladores! Su padre se lo había regalado. Ella rechazó llevarlo y seguramente el malvado se lo había metido a escondidas la última vez que estuvo en su apartamento.
—¡Puedo explicarlo! Es inofensivo. Bueno, no, pero está homologado. Mi padre es el Teniente Coronel Adolfo Martínez, está obsesionado con mi seguridad y es el culpable de este malentendido. Lo llamaré y se lo explicará todo.
Bea marcó, pero Adolfo Martínez no contestó, como siempre. «No sé para qué le regalé un móvil si no lo usa», pensó.
—Señorita, ¡tendremos que incautar el objeto! Por esta vez obviaremos el incidente, pero que no se vuelva a repetir.
Ella le dio las gracias y hasta lo abrazó. Con lágrimas de alivio, recogió sus pertenencias y fue hasta sus compañeras de viaje. La cara de su madre estaba más roja que un pimiento. Y se mantenía con los brazos cruzados y taconeando, señal de que se encontraba furiosa.
—Hija, de verdad —rugió iracunda—. ¿¡Pero quién creías que te iba a violar aquí!?
—Yo…
Las mujeres estuvieron enfadadas por el bochornoso episodio toda la mañana y parte de la tarde, algunas ni se despidieron cuando las dejó en casa por la noche. Bea se recordó que debía tener una charla de lo más larga con su protector padre.