8

El sonido de una respiración ansiosa cortó el escalofriante silencio que invadía el oscuro pasadizo. Bea palpó a tientas las piedras y dio pequeños pasitos. Cada vez que avanzaba un poco más, soltaba un insulto nuevo. ¿A quién se le ocurriría hacer un pasillo de piedras? Ella, con sus taconazos, se las estaba viendo y deseando llegar al interior del castillo. Y encima, las funestas palabras de Rafa la acompañaban durante esos asfixiantes minutos. Dos veces se había vuelto al percibir un ruido, imaginándose todas las escenas posibles. Las peores; la del asesino en serie carnívoro que la había citado para devorar sus suculentas carnes, y del conde Drácula escapado de Van Helsing para convertirla en una de sus madres. Reflexionó un momento sobre eso y gimió recordando los tops que portaban las vampiresas en el film. ¡Qué horror! Si por algo no pasaba la gran diseñadora Trizzy Martínez, o sea ella, era por plantarse una de esas diminutas prendas.

Llegando a ese punto, la velada ya no le parecía tan apetecible. Allí estaba, sin abrigo por eso de «quien quiere presumir tiene que sufrir». Y daba fe, pues se hallaba muerta de frío con un vestido negro apretadísimo, de escote corazón ultra pronunciado y una raja en la falda que daría para otro single a los de Estopa, unos zapatos rojos de infarto, a juego con el bolso que era del mismo tono, y el cabello a lo Rita Hayworth en Gilda. De hecho, cualquiera que la viese esa noche diría que eran como dos gotas de agua. Bueno, Bea, un poco más proporcionada, pero, vamos, casi semejantes. Era de esas personas que se miraban al espejo y se veían espléndidas siempre; luego, la báscula contaba otra historia. Pero era tan sencillo como no tener peso y arreando. Además, ya lo decía el dicho. Donde hay chicha, hay felicidad. Y ella, dichosa era un rato.

Anduvo un poco más y sonrió al observar una tenue luz. Quedaba poco. Animada con esa idea, apretó el paso y pronto emitió un quejido al tropezarse. Cayó de bruces en el suelo, lastimándose las palmas de las manos. Como pudo, se puso en pie y maldijo a los organizadores por tal descortesía. ¿No podrían haber puesto una luz al menos? Si querían meterse en el jodido papel de la época, pues que hubiesen decorado el pasillo con antorchas. ¿En serio todos los invitados habían pasado por lo mismo al llegar? Bea rezó deseando no ser la única que hubiese tenido dificultades al entrar, no quería ni imaginar cómo habría quedado su delicioso modelito tras la caída. Y, además, ¿para qué coño era la llave si la entrada no tenía cerradura?

Notó que algo le caía en el escote y se sacudió, pensando que sería alguna piedrecita o tierra, pues le hacía cosquillas. Se quitó los zapatos y, cojeando, avanzó hacia la salida. Trepando con dificultad por el muro y deslizándose por la pequeña rendija de piedra, cayó de morros al exterior. Se puso en pie rascándose el dolorido trasero y suspiró contenta. ¡Al fin libre! Abrió los brazos y dio un salto, exultante. Si alguien la hacía pasar por esa pesadilla otra vez, lo asesinaría a fuego lento. Se calzó de nuevo y respiró hondo, recuperando la calma.

—¡¡Señor!! ¡¡Señor!! —bramó una voz—. Aquí está. ¡La he encontrado!

Bea, que no llevaba las gafas, pestañeó intentando recolocar una de las lentillas que con la caída se le había movido. Se afanó por hallar al destinatario de esa voz aniñada, pero no vio a nadie cuando giró. Se fijó en cuanto la rodeaba y se extrañó. Vale que se hiciese en un castillo, que tuviese que recorrer a oscuras el túnel ese, pero además, ¿tenían que dotar a la fiesta de un estilo tan sobrio? ¡Se sentía en la propia edad media! Todo de piedra y tierra. La estancia en la que se hallaba no contaba con nada más que una puerta de madera que quedaba a su izquierda y unas escalinatas que subían a la planta superior. Decidió aventurarse y se aproximó a los primeros escalones, sujetándose en el muro de piedra que hacía de barandilla. Subió tan solo tres cuando alguien la privó de la luz que proyectaba la luna sobre la apertura superior. Una alta figura ocupó la entrada. Por un momento, el pánico la invadió y rememoró las escabrosas imágenes que su mente elaboró en el pasadizo.

—¡¡¡Beeaaa!!! —chilló el asesino, con voz estridente. ¡Un momento! ¿Cómo sabía su nombre? ¡¡Era una trampa!! Ay, señor, que de esa no pasaba. Dio media vuelta intentando huir. Los pasos tras ella se hicieron intensos, signo de que la seguían de cerca. Corrió por una especie de pasillo que daba al exterior cuando una mano la alcanzó. El grito quedó silenciado en su garganta al ver de quien se trataba.

—¿¡Qué coño estás haciendo aquí, Peter!? ¡¡¡Casi me matas del susto!!!

—¿¡Se puede saber dónde te habías metido!? ¡¡Me tenías con el alma en vilo!! —La zarandeó, y ella lo pisó. Él la soltó entre lamentos y se masajeó el pie dolorido. La miró echando chispas por los ojos—. Hace una hora avisté tu coche desde la torre. Te esperé en la entrada, luego recorrí el exterior, mis hombres te han buscado por cada rincón del castillo. —Peter se mesó el cabello, furioso—. Creo que me has quitado diez años de golpe. —Se apoyó en la pared, abatido.

—No tienes pinta de adolescente, la verdad.

Él alzó una ceja.

—¿Cuántos años crees que tengo?

—Pues no lo sé. Pero eres demasiado yogurín para mi gusto. Me gustan los hombres mayores, altos, fuertes, morenos… Y cuya sonrisa me haga dar palmas ahí abajo. Vamos, algo así como mi Andreas.

—¡¡Solo tengo un año menos que tú!! —estalló él, muerto de celos por sus palabras.

—Lo que yo decía, una criatura.

Él puso los ojos en blanco.

—¿Quién es ese Andreas?

—Mi prometido, o al menos el tío que ostentará ese título dentro de muy poco.

—¡Sobre mi cadáver!

—Si insistes… —Bea lo echó a un lado y siguió andando.

—¿De dónde sale?

—De Italia. Es el conde de Fiesso. Llevo media vida esperándolo. —Peter apretó los puños—. Una vez me salvó la vida y juré que nos casaríamos. No hay otro como él. —Suspiró soñadora—. Sumamente atractivo, fuerte, valiente, leal, listo…

—Lo retaré a duelo. —La cortó.

—Morirás, caballero. A su lado eres un tirillas.

—¿Por qué me haces sufrir así? ¿Disfrutas desgarrándome el corazón, verdad?

—Oh. No empieces. ¿Dónde están los demás? Todavía no comprendo cómo has conseguido una invitación, se supone que era un evento privado donde se descubrirían las tendencias de la nueva temporada. ¿Tú qué tienes qué ver con eso? ¡Te juro que en cuanto vea al organizador, le voy a dar de fumar del puro más grande de su vida! El muy hijo de su tía me ha hecho recorrer a oscuras una especie de cueva maloliente.

Él la observaba anonadado.

—¿¡Y tu llave!? ¿Por qué no has entrado por la puerta?

—¿¡Qué puerta? Lo único que había tras un matorral era una especie de túnel que me ha llevado hasta aquí.

—Oh, Dios santo, mi amor. —La cogió en volandas y le asestó un beso en los labios que provocó una corriente en ambos. Bea, asustada, lo apartó de un empellón y rápidamente se limpió—. ¡Has descubierto la entrada secreta! ¡¡Tienes que desvelármela!!

—Pues no lo pienso hacer por tomarte licencias —replicó ella, refiriéndose al beso que, muy a su pesar, no le había disgustado ni un poquito. Se alejó unos pasos y por primera vez reparó en su estrafalaria vestimenta—. ¿Por qué te has puesto un vestido?

Él pareció sumamente indignado.

—¿¡Vestido!? Es mi túnica del cortejo. —Sacudió la prenda azul cielo que le llegaba hasta los tobillos y cubría sus brazos. Y se recolocó la capa oscura—. Me atavié con mis mejores galas en tu honor.

—Oye, ¿por qué no escucho jaleo? No me jodas que se ha suspendido todo y no me he enterado. ¿Dónde están los otros?

—No hay nadie más. Estamos solos. Mis hombres tampoco están, les he dado permiso para marchar.

—¿¡Se han pirado!? —Bea estaba a cuadros—. ¡¡Con todo lo que me ha costado entrar!!

Peter observó su despeinado cabello, la suciedad de su vestido negro y el arañazo en el cuello. Sonrió. Aun así, era la mujer más exquisita de todas. Miró sus mejillas sonrosadas y tuvo el impulso de estrecharla entre sus brazos. Suspiró, repitiéndose que debía ser paciente. «Algún día, Bea, algún día», le prometió gozoso al recordar la suavidad de esos incitadores labios.

—Has tenido dificultades por no acceder por la puerta. Mírala. —Señaló con el brazo la entrada de madera que Bea vio nada más salir de la oscuridad—. Tenías que abrirla.

—Joder. La próxima vez que lo especifiquen, leches.

—Tomaré nota —dijo muy serio—. En cuanto a lo otro… —Compuso un semblante inocente—. Jamás hubo tal evento. Lo inventé.

—¿¡Qué!? —Algo se movió entre sus pechos—. La maldita piedra esta… —Metió la mano y rebuscó.

—Quería invitarte a cenar. Enseñarte mi otro yo, pero sabía que te negarías. Por eso busqué una excusa que no declinarías.

Ella alzó el brazo izquierdo y lo sujetó del cuello de la túnica, apretándosela. El rostro se le deformó en un rictus furioso. Lo soltó antes de hablar:

—Ahora mismo… —Metió la mano derecha más al fondo y palpó el sujetador. Peter no perdía cuenta de sus actos—. Estoy tan furiosa que te pegaría… —Se mordió el labio. ¿Dónde estaba la piedra?—. Y…

—Bea, este soy yo. —La cortó, centrando la vista en sus carnosas protuberancias blancas. Tragó saliva cuando uno de los pechos estuvo a punto de ver la luz—. Deseaba mostrártelo —pronunció con voz débil. Carraspeó mientras alejaba los ojos de la tentación—. ¡Soy el señor de los Trotamundos! Una Orden de caballería de la que solo tienen conocimiento mis más allegados, y ahora te lo desvelo a ti también, amada mía. Confío que protegerás lo que acabo de descubrirte. Bea, con esta confesión, me entrego a ti sin reservas. Esta noche y las venideras.

Ella dejó de hurgar en el escote y abrió y cerró la boca. Finalmente, soltó una carcajada.

—Espera, ¿¡cómo has dicho!? —Rio más fuerte—. ¿Te has dado cuenta de que estás como una cabra, no? Yo me tenía por tarumba, pero, hijo, tú me superas con creces.

—¡Bea! Vivimos bajo las sombras —declaró apasionado—. Nuestra misión es recuperar un pedacito de historia, traer esa sociedad perdida hasta nuestros días. Vivir como lo hacían nuestros antepasados, con sus vestimentas, comportamientos y reglas. Mantener su legado.

—Yo… —Hundió más la mano bajo el vestido—. Oh. Casi la tengo. —Movió los deditos y la tocó.

—Tras el fallecimiento de mi antecesor —continuó él—, recayó sobre mí la responsabilidad de este señorío, pero es una empresa que no deseo afrontar solo.

—¡La encontré! —anunció, sacándola.

—Bea. —Peter cerró los ojos, sumamente nervioso—. Desde que te vi lo supe. Tú eras la señora idónea para la Orden. ¿Gobernarás a mi lado?

La joven abrió la mano y vio un horripilante grillo. Emitió un chillido tan grande que retumbó en medio castillo. El insecto grilló y, de un saltito, se coló en su boca. Ella se desmayó.

Peter escuchó su exultante alegría y abrió los ojos. Al verla en el suelo, sonrió feliz. ¡Había caído presa de la emoción!

***

Rafael Moreno salía del coche cuando escuchó un grito.

—¡¡Beaaaa!! —chilló a su vez—. Por favor, que no haya llegado tarde… —Sollozó, sintiéndose el peor héroe del mundo. Fue al maletero y buscó algo puntiagudo. Haciéndose con un paraguas, corrió hacia el castillo. Aterrorizado pero decidido—. Amiga, a Dios pongo por testigo… —¿Cómo seguía O’Hara? Bueno, qué más daba—. Que yo te salvaré. ¡Aunque muera en el intento!

Partió hacia el castillo.

Al examinar la fortaleza, resbaló y acabó rodando hasta aterrizar en un seto. Escupiendo hojas, se puso en pie y, para su gran asombro, descubrió una entrada. Se introdujo, resuelto a liberar a Bebi.