17
Stephanos y Muzio gatearon hacia la salida en completo silencio. Se hicieron señas y, cuando vieron su oportunidad, se escabulleron de la cocina con su premio, unos deliciosos bollos de chocolate. Encantados con su hazaña, rieron y echaron a andar hacia los campos, pero alguien les gritó desde la casa. Temieron que fuese Lorenza Fierrieri, la cocinera, una mujer con muy malas pulgas que siempre andaba tras ellos con la escoba. Su razón tenía porque todos los días le usurpaban parte del desayuno y la merienda, pero, aun así, sus gritos daban auténtico pavor.
Se giraron y no vieron a la rolliza mujer, sino a otra más perversa, Fiorella, que se aproximaba hacia ellos con el rostro encendido y apretando la boca, señal inequívoca de que estaba iracunda.
—¡Vosotros! Criajos del demonio. No creáis que no sé qué hicisteis ayer, malditos engendros. ¡¡Me pusisteis hormigas en la cama!! Por suerte, voy un paso por delante y obligué a la criada a revisar la habitación antes de meterme a dormir. Por vuestra culpa tuvo que acostarse bien tarde porque exigí que me cambiase las sábanas y me limpiase a fondo el cuarto. Pero no creáis que esto va a quedar así. Ya se lo conté todo a vuestro padre, suerte tuvisteis de que vuestra tía Brina estaba delante y como siempre la tonta intercedió por sus huerfanitos.
—¡¡No la insultes!! —se rebeló Muzio.
Fiorella comprobó que no la escuchaba nadie y sonrió perversamente al niño que la apuntaba con su dedo.
—¿Y qué si lo hago?
—¡Se lo diré a papá! —intervino Stephanos, ayudando a su hermano—. Tú no nos quieres. No queremos que seas nuestra mamá.
—Oh… Pero no sufráis porque no lo seré. —Ellos pusieron cara de sorpresa—. En cuanto me case con vuestro padre, os meteré en un internado del que no saldréis nunca. Nadie se acordará de los odiosos hijos de la insípida Martia.
—¡Papá no lo permitirá!
—Ya lo veremos…
—Tita Brina nos rescatará.
Fiorella lanzó una risotada.
—Vuestra tía será historia para aquel entonces. Pobrecita, muerta de amor por unos niños que no son suyos y un hombre que jamás le pertenecerá. Voy a acabar con vuestra tía, me quedaré con vuestro padre y a vosotros, bichos, os haré desaparecer. —Antes de marcharse, los encaró—. Ah, si volvéis a entrar en mi habitación, tendré que llamar a mi amigo. ¿Sabéis quién es? —Los pequeños, que temblaban, negaron con la cabeza—. Un monstruo que se alimenta de niños. Vive en estos campos e irá a por vosotros como volváis a cabrearme. ¿Entendido? —Ellos asintieron, abrazados.
Fiorella vio el miedo pintado en sus facciones y rio a gusto. Se arregló su traje de montar y, con el ánimo restablecido, se encaminó hacia el establo. Cabalgaría unas horas, a ver si conseguía combatir el aburrimiento que le producía ese detestable sitio. Deseaba casarse cuanto antes para obtener el título de condesa y luego… Acabaría con el lugar. Lo vendería y adiós villa, campo e insectos. Sonrió, sumamente feliz.
***
Bea se levantó temprano y recorrió cada palmo de la enorme casa. Su mente seguía dándole caña con pensamientos e imágenes que le producían de todo menos ternura; en todas ellas, Graziella y Peter acababan juntos y enamoradísimos. Algo que le debería dar igual, pero que por el contrario la enfurecía tanto que la había privado del apetito. Hecho insólito que no se repetía desde la muerte de Di Caprio en Titanic. Ese sí había sido un golpe bajo.
Entró en un salón, que a todas luces haría de sala de baile antaño, y dio varias vueltas sobre sí misma. Rio e hizo una reverencia a un caballero imaginario, coqueteó con él y aleteó las pestañas, ruborizada. Luego aceptó y bailaron un vals. Soltó otra carcajada.
—Qué cosas tienes, querido —fantaseó—. ¿Yo? Sí, soy casta y pura. ¿¡Quée!? ¡Cómo osas! Es usted un atrevido. Bueno, va, pero solo un piquito. —Cerró los ojos y puso morritos, ofreciéndoselos a su caballero inexistente.
Se escucharon unos pasos y Bea se apresuró a salir de allí, atajando por una puerta que la condujo a un estrecho pasillo que olía a cerrado. El estómago, ya revuelto durante la noche, se le contrajo y sintió una apremiante necesidad de ir al baño. Buscó entre las estancias que aparecían a su paso, pero en todas encontraba habitaciones o salones. ¿Cuántos cuartos tendría la enorme casa? Era preciosa, pero muy poco práctica. De aquí a que encontrase un servicio se lo hacía encima.
Al final, los dioses oyeron sus plegarias y la última puerta la condujo a lo que estaba buscando. Era un cuarto de baño muy austero, que le recordó a las novelas que solía leer. Había un cuenco sobre una silla y un asiento tapizado con un agujero. Bea rio y comenzó a hacer uso de él, nunca había hecho sus cosas en un sitio tan peculiar. Se limpió con unas servilletas que tenía, menos mal, en el bolsillo de sus tejanos. Y después buscó sin éxito la cadena. Se fijó en el cuenco y, con alegría, vio que estaba repleto de agua. Claro, allí seguían las viejas costumbres. Lo volcó sobre el agujero y se dirigió a la puerta, sintiendo que se había quitado como un kilo de encima, que falta le hacía, dada la copiosa cena del día anterior. Antes de marcharse, vio en una pequeña mesita un cepillo de madera algo antiguo y pequeño, lo cogió e intentó arreglarse con él el encrespado pelo. Tras pasárselo varias veces se fue.
Siguió caminando hasta que escuchó la voz de Brina a lo lejos, que ya estaría haciendo el tour con los visitantes. Se apartó de su vista y aguardó agazapada a que pasasen por su lado. No le apetecía nada hacer la ruta y, si la veía, seguro que la invitaba.
—Y aquí, señores, tienen nuestra habitación predilecta —anunció su amiga al llegar. Bea, escondida tras una columna, la oyó—. Muchos turistas nos han preguntado cómo era el aseo de nuestros antepasados y aunque he de decir que brillaba por su ausencia porque la higiene era símbolo de vicio, sí comenzaron a avanzar en este aspecto durante el siglo XVIII. Por ejemplo, las camisas empezaron a limpiarse a menudo, aunque siguieron sin utilizar ropa interior.
«Menudos marranos», pensó Bea desde su escondite.
—En las calles —continuó Brina—, surgió la figura del portador de letrinas para que quienes tuviesen una urgencia no recurriesen, como solían hacer, a la calle. Y tenían mantas con las que los tapaban para asegurar la intimidad.
«Pues menuda intimidad». Bea se imaginó la escena y se tuvo que tapar la boca para no estallar en carcajadas. Ahí, con el culo al aire encima de un inodoro, sujetado por un tío que extendía una sábana, pero se cascaba los cuescos del otro y el nauseabundo olor.
—Los dientes se trataban con un cordón de seda y se utilizaba una especie de cepillo para combatir la halitosis.
Bea en este punto dejó de reír y se tambaleó con una arcada al recordar el cepillo que ella había utilizado minutos antes. «No puede ser, no», se tranquilizó. No, tenía que tratarse de otra cosa, seguro.
—En la habitación encontraréis uno. Podéis cogerlo, pero recomiendo que no se os ocurra pasároslo, a saber cuántas bocas ha probado.
Bea sufrió un telele que la tambaleó, lloriqueó y se dejó caer en el suelo. Ni siquiera pudo olisquearse el cabello por miedo a confirmar las palabras de su amiga, sintió una arcada. ¡¡Había utilizado un cepillo repleto de babas!!
—En la publicación la Ética galante, de 1700, se muestran las recomendaciones que se les hacía a los jóvenes antes de presentarse en sociedad. Una de ellas recomendaba que si se pasaba por delante de una persona que se estaba aliviando, se disimulase como si no se hubiese visto. Poco después se instalaron las tronas en los palacios, es decir, unas sillas con orinal. Hemos conservado una para que la podáis observar. Como veréis, es una madera con un agujero. Hoy en día a nadie se lo ocurría hacer nada en ella, más que nada porque está colocada sobre nuestro establo, con lo que el desastre podría ser monumental. Imaginad si alguien pasase por ahí justo cuando…
Brina rio. Bea lloró, arrancándose los pelos con los dedos. Suplicó al cielo que si en algo la quería quien quiera que estuviese allí, le mandase un cable. «Por favor, que a nadie le haya caído encima», suplicó levantando las palmas. En ese momento, Brina abrió la puerta del extraño servicio y dejó pasar a los turistas, que comenzaron a gritar, lanzar insultos y arcadas. Su amiga preguntó qué pasaba y le siguió un silencio. Bea aguardó expectante.
—No… No me lo puedo creer —musitó, casi sin voz, Brina al salir del excusado—. ¡Alguien ha cagado aquí!
La gente huyó en estampida, y Bea se quedó escondida hasta que se vio sola. Salió como pudo y se reunió en el gran salón con el resto. Brina la puso al corriente del incidente, y ella se hizo la sorprendida.
—Es que deberíais vigilar más de cerca a los turistas. Algún pobre se habrá extraviado…
—¿Tú crees?
—Por supuesto, ¿quién si no iba ser?
—Sí, tienes razón.
Bea cogió una copa, se sirvió de la botella de vino y se bebió de golpe el contenido.
***
Fiorella entró en el establo, todavía divertida con la cara asustada de esos mocosos, y se quitó los guantes que portaba, dejándolos en una mesita. Se adentró en el interior y buscó a su caballo favorito, un bravo corcel blanco. Justo cuando se agachaba a abrir la cuadra, una lluvia le cayó encima, empapándola. Un olor asqueroso la invadió y una poderosa arcada la sobrecogió haciéndola trastabillarse y caerse sobre la paja, dio vueltas y sollozó cuando aspiró esa cosa marrón del brazo que parecía… No, imposible. Pero es que olía igual. Fiorella se quiso morir, toda ella olía a mierda. Con lágrimas y gritos salió de allí.
Los niños, que estaban planeando una nueva trastada contra su próxima madrastra, chillaron al ver la bola peluda marrón.
—Ayyyy. ¡¡El monstruoooo!! —vociferaron al unísono.
Huyeron aterrados sabiendo que si les daba alcance, se los comería, como les había advertido Fiorella.