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Bea se hallaba en los brazos del lair MacBain. Le sonrió, y los ojos de él se plagaron de ternura, rio de su chanza y aleteó las pestañas, ruborizada con su imponente presencia. Ese hombre era puro músculo. Toqueteó su pecho desnudo y gimió de placer al notar su fuerza. Alzó los brazos y le acarició la nuca mientras musitaba su nombre.

—Gabriel…

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, cayendo rendida ante su embrujo.

—Tómame, mi amor.

El poderoso highlander dio un alarido y la apretó junto a su evidente deseo. Primero, besó su boca, devorándola, luego jugueteó con sus pezones haciéndola temblar de gozo. Y poco a poco se deslizó hacia abajo, torturándola con su lengua traviesa. Bea babeó, literalmente. Sintió su aliento sobre la ingle y se preparó para el glorioso momento.

De pronto, un estridente sonido se mezcló con la imagen y poco a poco fue volviéndose difusa. Ella chilló e intentó retener a su valiente guerrero, pero fue inútil, se convirtió en una mancha borrosa. Un rayo de luz la iluminó y, conteniendo un grito, despertó.

—¿Qué coño…? —Desorientada, abrió los ojos y dejó caer el rostro hacia la izquierda, empapándose con algo mojado. Se apartó de un brinco al notar que eso viscoso era su propia saliva. ¡Qué asco!

Furiosa, giró el rostro y vio al culpable de su frustración sexual. ¡Su teléfono móvil! Apartó las sábanas de un manotazo, y Lady Johanna, el libro con el que se quedó dormida la noche anterior, cayó al suelo. Se levantó y fue hacia su escritorio, dispuesta a hacer trizas el dispositivo. Al tomarlo y descubrir la hora, maldijo entre dientes. ¡Las nueve! ¿Quién coño llamaba a esas horas? Leyó el nombre en la pantalla y resopló. Ella, ella lo hacía. Descolgó de mala leche.

—Espero que tengas una buena razón para haberme privado de un orgasmo con Gabriel. De lo contrario, morirás entre terribles sufrimientos.

¿Otra vez soñando guarronamente?

—Querida Ruth, ¿sabes que a veces eres peor que mi almorrana? ¿¡Pero tú has visto qué hora es!? ¡¡Un domingo!! ¿Desde cuándo te despiertas a estas horas en fin de semana?

—Pues, tía, desde que decidí darle una patada a la Hiena, montarme la agencia por mi cuenta y casarme con Dani. Te recuerdo que quedan menos de dos semanas y estoy histérica. ¡Hay tanto por organizar!

—¿Y tienes que hacerlo ahora?

Ruth rio al escuchar su tono.

—No te enfades, que tengo una sorpresa. Día de chicas; Andrea, Sara, tú y yo. ¿Qué me dices?

—Tendría que contestarte que no. Por mala bicha.

¿¡Todavía me guardas rencor!? Oh, vamos. No seas así, ¿seguro que hasta tú sentiste compasión?

—¿¡Compasión!? Corrígeme si me equivoco, pero el término «despedida de soltera», ¿no sugiere eso mismo? Fiestón sin tíos. Y tú vas y te lo traes.

—Es que se quedaron sin plan…

—Pues que se jodan.

¡¡Bea!!

—De Bea nada. Y te hablo porque la lapa de su primo se puso enfermo, si llega a venir Peter… ¡Te descuartizo!

Ruth emitió una risita.

—Vale, me rindo. ¿Qué quieres a cambio?

—La flor.

—No, Bea. Por favor, te lo suplico. Cualquier cosa menos eso…

—Esa es mi oferta, ¿la tomas o la dejas?

—Muy bien. Firmaré la pipa de la paz. Pero con una condición.

Bea se masajeó el puente de la nariz y caviló sobre su propuesta.

—Dispara.

—Yo elijo el color y la forma.

—¡De eso nada!

—De eso sí. Es mi boda y si tengo que llevar un floripondio en el pelo, al menos será como a mí me guste si eso es posible, ya que me parece una cursilada.

—Mejor que la diadema que te querías plantar. Ni que fueses Sissi Emperatriz, hija.

—No me hables del tema, que aún me pongo furiosa. ¡La rompiste!

—Incorrecto. Se cayó y, casualmente, mi pie la encontró y la pisó.

Ruth lanzó una carcajada.

—Qué zorra eres. Bueno, ¿vienes a comer o no?

—Pues claro, ¿cuándo he rechazado yo una girls party?

¡Genial! Nos vemos a las doce en casa de mi hermana, trae ropa cómoda.

—¿Y eso?

—Tenemos sesión de cine y palomitas a cargo de Andrea.

—Uff. Creo que al final sí tendré ese orgasmo. ¿Has dicho tarde de pelis? ¿Como antes o de esas de pongo una y me piro porque tengo mil cosas que hacer y doy mucho asquito?

—De las de me quedo hasta la noche porque si no la tocapelotas de mi amiga Bea me mata.

Bea rio.

Ale, te dejo, que tengo trescientas cosas por hacer antes de la quedada. Nos vemos luego. Besetes.

—Adiós, nena.

Se despidió y dejó el móvil sobre la mesita. Regresó a la cama y se lanzó sobre el colchón; sonrió dando la bienvenida a su Gabriel. ¿A dónde la llevaría ahora?

Serían las doce en punto cuando llegó a casa de Sara. Con una coleta medio deshecha y luciendo su chándal más desgastado. Tocó insistentemente hasta que escuchó cómo alguien se acercaba a abrir.

Andrea, la cuñada de Sara y última integrante del grupo, le dio paso. Ella silbó al verla.

—Joder, tía. ¿Qué entiendes tú por ir cómoda?

—¿Qué pasa? —preguntó la esbelta rubia, extrañada—. Llevo vaqueros y camisa, voy cómoda.

—No. Ir cómoda es plantarte un chándal rastrero, no pintarte ni peinarte. Mírame, ni siquiera me he puesto sujetador. Las pechugas me iban dando tumbos mientras subía por las escaleras.

—¿¡No has cogido el ascensor!? ¿Estás haciendo deporte? —bromeó Andrea.

—Claro que no. Está estropeado, otra vez —gruñó.

—Venga, pasa.

Andrea se apartó y Bea se introdujo en el interior. Caminó hasta el salón y vio a Ruth sentada en el sofá, descalza y con otro chándal. Rio al verla y le guiñó un ojo, cabeceando hacia Andrea; la joven se encogió de hombros sonriendo. Ruth era de las suyas.

Sara apareció por la puerta llevando una bandeja que estaba a rebosar de bebida y picoteo. Como su cuñada, el concepto cómoda significaba blusa y vaqueros ceñidos. La puso en la mesita de cristal que se situaba frente al televisor y luego dejó uno de los platos en el suelo. Bea iba a preguntarle por qué lo hacía cuando vio algo negro moverse.

—¿Has traído a Tony? —interrogó a Ruth.

El perro se giró hacia ella y ladró. Bea dio un paso y lo acarició, él le devolvió el saludo con un lametazo en el brazo.

—¡Claro! A él le encantan estas sesiones.

—Pues yo apostaría a que esto es obra de Dani, amiga.

—Ganarías —le contestó Sara con ojos risueños—. Daniel la ha amenazado con irse de casa si lo dejaba a solas con él.

—¡Qué malvado! —pronuncio Bea entre risas. «Pobre Dani», pensó. Tony era un can extremadamente mimado y especial. Tanto, que comía chuletones, bebía agua en biberón y dormía en pijama. Y hasta tenía una entrenadora personal. Su dueña, a pesar de que debía ajustar sus presupuestos al máximo de cara a la boda, se había negado en redondo a desprenderse de su querida Frederike Danka.

—En el fondo, lo adora.

—Sí, fondo fondo —intervino Andrea entre carcajadas—. Por cierto, he traído varias pelis. ¿Cuál queréis ver primero? —Las sacó de la bolsa que había encima del mueble de la televisión y se las pasó.

—Que elija Bea —propuso Sara.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, ayer me comentaste que ibas a alquilar varias comedias. ¿O es que ya no te acuerdas? Te recuerdo que me diste la vara como media hora con lo mala amiga que era por no salir contigo de fiesta ni ir a tu casa a verlas. Echa un vistazo a lo que ha traído Andrea, no sea que las hayas visto.

—Ah, no, tranquila.

—¿Y eso? ¿Al final no cogiste ninguna?

—Bueno… Sí y no.

—Uy. —Ruth se sirvió un vaso de Coca-Cola—. Eso huele a que tienes algo que contar.

—Qué va. —Bea hizo un gesto con la mano para restar importancia al asunto.

—Vale, ahora me has convencido. ¡Cuenta!

—Que no pasó nada.

—Bea.

—¡Joder! Está bien. Llegué al videoclub tarde y estaba cerrado. Ya está.

—¿Sabes que cuando mientes te muerdes el labio? —apuntó Sara, tomando asiento al lado de Ruth. Tony dio un brinco y se tumbó encima de ella.

—Mira que sois perras, eh.

—Algo me dice que esto va a ser bueno. —Rio Andrea. Bea le sacó la lengua.

—Me encontré con Peter.

—¿¡Otra vez!?

—Ay, Bea, que esto ya no es casualidad —dijo Sara.

—¿Tú también piensas que me acosa, verdad?

—No, mujer. Ese pobre chico está loco por ti. Y yo diría que es el destino el que se empeña en ponerlo en tu camino.

—Tú no crees en el destino, Sara.

—Pero tú sí.

—¿Sabes que no para de hablar de ti? Cada vez que viene a casa a comer o cenar acaba mencionándote y se apena porque no te ha vuelto a ver —le contó Ruth—. ¡Qué lástima! Me toca morderme la lengua para no confesarle que en realidad sí os habéis encontrado, pero que tú te las has ingeniado para evitarlo a toda costa.

—Dile algo y te corto la lengua.

La otra rio.

—Bueno, ¿y qué pasó?

—Me escondí en una especie de cuarto. Esperé a que se fuese y pagué mis cuatro películas. La dependienta me miraba extrañada y no entendí por qué hasta que llegué a casa y puse uno de los DVD. ¡¡Eran porno!! Y todo por culpa de ese idiota.

Ruth se carcajeó, Andrea se tapó la boca con la mano y Sara rio, sobresaltando a Tony.

—Lo que no te pase a ti… —comentó Sara.

—¿Y las viste? —Se interesó Ruth.

—Claro que no. Hice algo mejor.

—¿Qué? —preguntó Andrea.

—Leí.

—Vaya —protestó Ruth—. Me imaginé otra cosa.

—Es que tienes una mente muy calenturienta.

—Como la tuya, amiga. ¿Y dónde están?

—Las he traído.

—¡No las vamos a poner!

—Qué mojigata eres, Sara. Tranquila, las traje para devolverlas. Me pasaré por Casablanca antes de ir a casa. Venga, Andrea, pon una ya.

—Creo que te gustará la que tengo en mente. —Se acercó a la bolsa y la sacó. Bea leyó Un paseo para recordar y dio palmas.

Todas se tumbaron, se llenaron boles de palomitas y arrancó el día de cine. Solo pararon para hacer unos sándwiches y comer. Después siguieron con la maratón romántica.

Serían las doce cuando con Meryl Streep y su estelar Mamma Mia! dieron por finalizada la sesión. Andrea y Ruth estaban medio dormidas e informaron a la anfitriona que se quedaban a dormir. Bea les dijo que tenía mucho trabajo acumulado y mejor se iba. Se despidió y, antes de desaparecer, abrió la bolsa de las películas y, asegurándose de que nadie la veía, metió las que ella portaba. Con una sonrisita, escapó de la casa. Andrea la mataría al día siguiente.

El bolsillo comenzó a vibrarle y sacó el móvil. En la pantalla leyó: «Madre Superiora». Puso los ojos en blanco y descolgó.

¿Nenita? —la llamó su madre con su habitual apelativo. Bea se mordió el labio, traviesa.

—¡Hola! —puso la voz en falsete—. Hablas con el contestador de Bea Martínez, si deseas ponerte en contacto con ella, llama más tarde, o mira, mejor mañana, o pasado o al otro…

—Déjate de idioteces, Bea. Que es importante.

—¿Qué pasa?

—Te necesito. Ha ocurrido algo muy grave.

—Oh, Dios mío. ¿Papá está bien? ¡No me digas que le ha dado un chungo, que me da a mí otro!

—Claro que no. Es peor que eso.

—¿Peor que a papá le dé un telele?

¡Me he quedado sin chófer para mañana! Y tengo la excursión de las amas de casa, vamos al Prado, llevamos meses planeando el viaje a Madrid. ¡Es un desastre! Encima, esta vez, yo hacía de guía. ¡Qué calamidad, hija!

—Sí, ya veo —ironizó.

—Tu tía Edelfina se ha caído por las escaleras y se ha torcido el tobillo, ya podría haberse tropezado mañana, digo yo. Para una cosa que le pido… Siempre igual. Ah, pero que venga a pedirme favores, que se los va a hacer quien yo te diga.

—Bueno mamá, no creo que la mujer haya decidido caerse solo para joderte. —Rio Bea.

—Pues te ha tocado. Me tienes que acercar al autobús.

—Está bien. —Bea se dijo que haría lo que fuese con tal de perderla de vista un día.

—Te espero en el portal a las cuatro y media.

—¿De la tarde?

¡Qué cosas tienes! Pues claro que no. ¡De la mañana!

—¿¡¡¡Quéeee!!!?

Bea despertó gruñendo a todo cuanto se paseaba por su mente. Primero, al despertador, luego a su madre, a sus amigas, a Madrid, al Prado e incluso hasta al Imserso. ¿Quién hacía un viaje a las cinco de la mañana? Los lunes ya eran malos de por sí, no necesitaban más alicientes para serlo. Sollozó al comprobar la hora en su teléfono móvil: las cuatro y media. A tientas recogió sus cosas e hizo oídos sordos a las insistentes llamadas de su progenitora. Estaría echando fuego por la boca. Cogió la chaqueta y ni siquiera se molestó en quitarse el pijama. Total, pensaba regresar a su atrayente y cómoda cama en media hora. La recogería, la dejaría y arrancaría a toda hostia hasta su precioso hogar. Se relamió de anticipación.

Cogió el primer bolso que encontró y volcó sobre él las llaves y el monedero. Bajó casi sonámbula al coche y arrancó. Al llegar, observó a su madre en la puerta del patio, cruzada de brazos y taconeando con el pie derecho. Su cara hablaba por sí sola.

—¡¡Llegas tarde!!

—Son las cinco menos cuarto. Tienes tiempo de sobra.

—Como se vayan sin mí, no te lo perdonaré jamás —afirmó iracunda.

—No te quejes, que bastante que he venido. ¿No te podían recoger?

—Pues no.

—¿Y un taxi?

Su madre ahogó un gemido y la miró ofendidísima.

—No te preocupes, que a la próxima no te molestaré. Ni a ti ni a nadie.

Bea suspiró. Ya empezaba…

—Para un favor que te pido.

—Bueno, realmente no es solo uno porque también querías que te hiciese ese horrendo gorrito rosa que llevas y el…

—Pero claro —siguió Encarna, mirando por la ventana—, para tu madre nunca tienes tiempo. La próxima vez te pediré cita, no sé, quizá algún día de estos me otorgues el privilegio de comer contigo.

—Comemos juntas todos los días.

—¿Qué he hecho mal, Señor, en esta vida?

—Mamá, no son horas para…

—Soy una vieja que no le importa a nadie, que está sola y… ¡Tuerce a la izquierda! Bea, por Dios, ni que nunca me hubieses traído a la asociación.

Refunfuñando, Bea se dirigió a la dirección que su madre le indicó y, cuando se acercó, se situó tras una furgoneta que supuso que sería la que haría de autobús. La acera estaba llena de señoras ataviadas con gorritos, gafas, bolsos y mochilas. Formaban un círculo, y en el centro estaba Ramona, la líder de las amas de casa.

—Mira, ahí están las chicas.

Las chicas eran unas siete carcas, vestidas con colores apagados, que se habían reunido en torno a la cabecilla, una mujer grandullona que le recordaba mucho a Frederike Danka, la entrenadora alemana de Ruth, bueno, más bien del perro. A su amiga, lo de ese chucho se le iba de las manos.

—Oh, no. Algo pasa.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Ramona se muerde el labio.

—¿¡Y con eso ya adivinas que le pasa algo!? —preguntó perpleja.

Su madre abrió la puerta del vehículo y salió disparada a reunirse con el grupo. Bea se miró las uñas y aguardó unos minutos a que su progenitora regresase a por la maleta. En vista de que no tornaba, intentó hacerle señas, que la otra ignoró deliberadamente. Bea resopló. Observó que todas las mujeres parecían alteradas, y finalmente la curiosidad pudo más. Salió del coche y se aproximó a paso lento, dispuesta a cotillear.

Escuchó por encima el relato de Ramona. Al parecer, un pariente suyo, que era el encargado de trasladarlas a Madrid, había enfermado. Bea supuso que el viaje se cancelaba, y de ahí que todas pareciesen decepcionadas. ¡Genial! Madrugón gratuito para nada.

Se puso al lado de su madre y tiró de ella para llevársela, cuanto antes se marchasen, antes dormiría.

—Bea. Estate quieta —la riñó, liberándose de su agarre.

—Vámonos ya, mamá. Está claro que no hay excursión. —Su madre la miró de reojo y gimió sonoramente.

—¡Menudas fachas! ¿Qué haces en pijama? Qué vergüenza, Bea.

—Se suponía que solo era dejarte, no me iba a arreglar si en nada iba a estar en la cama —se defendió.

—No tienes remedio. Y shh —la interrumpió antes de que volviese a pronunciar palabra—. Que no me entero de lo que explica Ramona.

Bea prestó atención a la señora.

—El vehículo lo tenemos —decía Ramona—. Si pudiésemos conseguir a alguien que nos lleve, no tendríamos por qué cancelarlo.

—Pero ¿dónde encontraremos a alguien que esté despierto a esta hora y dispuesto a conducir más de tres horas?

Bea lanzó una carcajada.

—Lo tenéis crudo, sí, señor. Vale, mamá. Nos vamos.

Todas se giraron hacia ella, y luego se miraron entre sí. Se hizo el silencio. Bea, sorprendida, alzó una ceja.

—¿Qué pasa?

Su madre le sonrió de forma exagerada. Bea intuyó que se avecinaban problemas.

—Nenita, tú podrías…

—¡Ni de coña! —La cortó la joven, adivinando sus intenciones. ¡Ni muerta se prestaría a llevarlas! Primero, porque solo de pensarlo le salían eczemas en los brazos, y segundo… Bueno, con el primero sobraba.

—Por favor, cariño —suplicó zalamera. Bea siguió negando con la cabeza. Su madre tomó cartas en el asunto y bufó por la nariz, ensanchando los orificios al estilo de un toro cuando va a atacar—. ¿Serías capaz de dejar a tu pobre madre sin excursión?

—¿Y qué culpa tengo yo? Eso díselo al tal Paco, que ha decidido ponerse malo.

—¡¡Bea!!

—¡Me niego! Y no habrá forma humana de que me convenzáis.