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Bea corrió por la acera hasta que vio el cartel de Casablanca a lo lejos. Buscó el móvil en su enorme bolso y, cuando dio con él, lo accionó, para comprobar la hora. Las ocho. ¡Llegaba! Relajó el paso y comenzó a silbar distraídamente.

Pensó en las próximas semanas y volvió a sentir un estremecimiento. ¡Odiaba a los hombres! ¡¡A todos!! Y no, no le habían partido el corazón, su delito era mucho peor, ¡se habían ensañado con ella de la forma más cruel! Como ese capítulo donde el doctor Spencer Reid, de Mentes criminales, era secuestrado por un sudes (lo que viene siendo un psicópata, vamos, que en la serie les gustaba complicar la jerga) y torturado. Sí, algo así. Le habían arrebatado su bien más querido: sus mejores amigas.

¿Con quién saldría de fiesta? ¿Con quién se emborracharía? ¿Con quién criticaría al resto del mundo? Se sentía desgraciada, y la culpa la tenían ellos; esos dioses terrenales que decidieron amargarle su plácida existencia. ¿Por qué a ella? Miles de mujeres habitaban en este planeta. ¿No podrían haberse fijado en otras? Eran tan felices juntas…

Primero fue Sara. Su querida amiga, convertida en una abogada de éxito, había perdido la cabeza por el buenorro de su compañero, con quien se disputó durante meses el puesto de socio administrativo del bufete Rico & Vallejo Abogados, donde ambas trabajaban. Bea, en aquel entonces, era su secretaria, pues tras sacarse la carrera de Derecho (estudios que su padre le forzó a aceptar) pasó de estudiar más y aceptó el puesto que le ofreció Sara, aunque secretamente se dedicó a su pasión: el diseño. Al final, su gran sueño se hizo realidad y ahora tenía una tienda online y muy pronto abriría una física en el centro de Valencia. Pero esa era otra historia. Lo importante era que la traicionera de Sara se había enamorado locamente y la había abandonado por ese monumento de hombre llamado Nicolás Rico, con quien tenía una hija, la pequeña Sofía. Y a la que, por supuesto, adoraba. En el fondo, envidiaba a Sara, pero envidia de la sana, no la ponzoñosa. Le gustaba la familia que había formado y, lo más importante, por primera vez desde que su padre murió, la sintió verdaderamente feliz. Solo por eso, el seductor Rico se hizo un hueco en su corazón y le perdonó el taimado hurto.

Además, todavía estaba Ruth, la hermana de Sara y su otra mejor amiga. Con ella, las cosas volverían a su cauce, o eso creía, porque la publicista también hizo de las suyas y acabó enamorada. ¿Tan difícil era controlarse? Ni siquiera supondría un problema si no fuese porque a todas les daba por casarse. Y entonces, bye bye, Bea, fiesta y juventud. En esta ocasión, el culpable era Dan, o mejor dicho, Daniel Argüelles, que se hizo pasar por un ayudante homosexual para espiar a la joven y descubrir si estaban robándole las ideas a su padre, dueño de la agencia de la competencia. Parecía una historia enrevesada, y así fue. Pero, como en Mi gorda bella, su telenovela favorita, el amor acabó triunfando pese a todo. Y hela aquí. Camino al videoclub para refugiarse en el sofá, bajo la manta, un puto sábado de octubre. ¿Quién no salía un sábado de octubre? Pues alguien como ella, compuesta y sin amigas solteras.

Entró por la puerta y fue directa a la sección de comedia romántica. Observó varios títulos hasta que dio con Guerra de novias, ideal para esa noche, quizá hasta le diese alguna idea para evitar que Ruth se casase con Dani en dos semanas… Rio de su ocurrencia. Esa noche se sentía moñas, necesitaría otro refuerzo, no se lo pensó. Necesitaba ver a Hugh Jackman. Cogió Australia. Y antes de darse media vuelta, seleccionó también Planes de boda, las de la López eran una apuesta segura.

¿A quién quería engañar? En el fondo deseaba que el pesado de Dan y Ruth fuesen felices. Era una sentimental. Decidió llevarse, además, Posdata: Te quiero, por si las moscas. Podría alargar la sesión hasta el domingo.

Complacida con la elección, dio media vuelta, directa al mostrador. Avanzó un paso en el mismo instante en el que apareció ÉL, su pesadilla particular. Se lanzó al suelo, tirando los DVD, y gateó hasta lo que parecía un cuarto privado. No miró atrás ni un segundo. Se escondió y cerró los ojos suplicando al cielo que no la viese.

Y allí, encorvada, con el rostro cubierto por las manos y temblando, recordó su primer encuentro; nueve meses atrás…

Bea esperaba la llegada de Ruth, iban a almorzar juntas. Tardaba demasiado, cosa inusual en ella, pues aunque se diferenciaba muchísimo de Sara, si algo habían heredado todas las Maldonado, era la puntualidad. Volvió a mandar otro WhatsApp. Al segundo recibió contestación:

Estoy bajando, que la Hiena me ha retenido al teléfono. Dame cinco minutos.

Guardó el móvil, detestando a la explotadora jefa de su amiga, a la que todas apodaban la Hiena. Esperó pacientemente hasta que la vio aparecer y fue a su encuentro. De pronto, como salido de la nada, un tipejo se interpuso en su camino. Acongojada por la intrusión, chilló y dio un paso atrás, pidiendo auxilio con la mirada.

El desconocido se acercó aún más, con ojos de cuervo, y de un salto se arrodilló. Le arrebató la mano y, acto seguido, se puso a cacarear. Bea sintió que se ahogaba mientras lo escuchaba recitar a Garcilaso de la Vega:

—En tanto que de rosa y de azucena / se muestra la color en vuestro gesto, / y que vuestro mirar ardiente, honesto, / con clara luz la tempestad serena; / y en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió, con vuelo presto / por el hermoso cuello blanco, enhiesto, / el viento mueve, esparce y desordena.

—¿¡Quién coño es este? —gritó asustada a quien pudiese oírla—. ¡Socorrooo! Que alguien nos ayude, por favor. Este tío se ha escapado del manicomio y va a por mí. ¡¡Policía!! —Miró hacia todos los lados, pero la gente no la ayudó, solo reían al ver el bochornoso espectáculo. Ella también lo habría hecho de no ser porque era la víctima. Tras el idiota vio a un Daniel muy divertido y supo que, de alguna forma, él tenía la culpa.

—Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto antes de que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre.

Bea soltó un gemido sonoro. Y empuñando el bolso, lo arreó al intruso.

—¡¡Acaba de llamarme vieja, el desgraciado!! —aulló en dirección a Daniel, que se regocijaba de su incomodidad a mandíbula batiente.

—No, mi bella Afrodita, Peter jamás osaría injuriarte de esa manera.

—¿¡Quién es Peter!? —Otro bolsazo.

—¡¡YO!! —exclamó, intentando protegerse de su ataque, el larguirucho de nariz aguileña y ojos saltones. A Bea le recordó a una anguila. La comparación le hizo tanta gracia que lo bautizó así: Peter la anguila. Comenzó a reír sin parar.

—¿Bea, estás bien? —preguntó Ruth, asustada ante su extraño comportamiento. La otra asintió con la cabeza mientras se doblaba en dos, riendo.

Daniel tomó la palabra y aclaró muchas cosas, llevándose de regalo una mirada de Bea que decía: «Te la devolveré, majete».

—Será mejor que nos marchemos. Ruth, este es mi primo, veníamos del médico cuando os hemos visto. Le he hablado de ti y quería conocerte.

—Encantada —lo saludó sonriente y muy divertida con la situación. Sobre todo, al ver la confusión de su amiga. Se rio, feliz por poder meterse con ella para variar.

—Un placer —pronunció el tal Peter, pero lo hizo contemplando a Bea de arriba abajo, se la comía con la vista. Ella se sintió como una indefensa cervatilla a punto de ser devorada por un hambriento felino. Alzó el mentón y le sostuvo la mirada con enfado. Él sonrió y finalmente depositó sus penetrantes ojos sobre Ruth, pero por poco tiempo, pronto giró hacia Bea y volvió a intimidarla con su escrutinio. Ella se movió inquieta. Y él lanzó una carcajada mientras murmuraba algo que seguramente era guarrón por los caretos que ponía y el deseo con el que la miraba. ¡Qué pedazo de plasma! Todos los raritos se le pegaban. Arrugó la nariz y se cruzó de brazos. Él sonrió perversamente. Luego, suspiró y se concentró en su amiga, dedicándole una tierna sonrisa.

—Por lo visto, mi primo no exageraba, eres toda una belleza. —La publicista se sonrojó. Bea resopló. Él le guiñó un ojo haciéndole saber que, aun así, era su preferida y luego lanzó un angustioso lamento que provocó la risa de Daniel—. Sí, hoy ha caído un mito entre los Argüelles.

—¿Cómo?

—¡Será mejor que nos vayamos ya! —Su primo lo apartó de las dos mujeres— pero él se libró de su agarre, acercándose a Bea. La fémina que lo había cautivado.

—Mi dulce amor, rezaré para que llegue el día en que nuestros caminos se crucen de nuevo, será entonces cuando te robaré el corazón. Ahora te dejo el mío, guárdalo con tesón —susurró, apasionado, ante ella. Bea contrajo la cara en una mueca de repelús. Achicó los ojos y por respuesta alzó el dedo corazón en un gesto que dejaba bien clara su postura.

—Yo, sin embargo, rezaré para no tener la mala suerte de volver a verte.

—Oh, claro que sí. Peter ha hallado su destino y no lo dejará escapar tan fácilmente… —señaló el propio Peter.

—Dile a Peter que por mí puede irse a tomar por culo.

—¡Qué carácter! —Sonrió—. Me encanta.

—Ajjj.

Totalmente rabiosa, cogió de la mano a Ruth y se alejaron, pero antes de perderlo de vista, escuchó su promesa:

—Algún día serás mía…

Y ahí empezó su desgracia. Sueños de todo tipo con él. El maldito flacucho pomposo la tenía obsesionada. Y para colmo, pareciera que el destino se empeñaba en unirlos una y otra vez.

En la lavandería. Bea estaba metiendo su ropa cuando lo vio aparecer y acabó ella misma dentro. Lo peor de todo fue que un mocoso decidió jugar con los putos botoncitos y terminó más limpia que su coche en el túnel de autolavado. El otro ni se percató de su presencia, por lo visto había ido a preguntar algo y marchó rápidamente.

En el supermercado. Menudo susto se llevó la señora cuando fue a coger el carrito de su bebé y se vio a Bea sentada en él, con su niño encima. Ni qué decir que la sacaron los de seguridad, por poco hasta llaman a la policía, la muy loca decía que le quería robar a su hijo.

En su restaurante favorito. Tuvo que esconderse bajo la mesa, y todo habría ido bien si no fuese porque un tío pensó que estaba libre y se sentó. Cuando llegó la novia y pilló a Bea… En fin, que se lio bastante parda.

Y ahora aquí, en su preciado Casablanca, su templo secreto. ¿La estaría persiguiendo?

Escuchó pasos y contuvo un gemido. La cortina se meció y comenzó a abrirse. Bea se estremeció y se golpeó la espalda con la estantería de atrás. Algunas cintas cayeron sobre ella, pero ni se inmutó. No hasta que vio como la dependienta entraba.

—¿¡Qué está haciendo aquí!? —Fijó la vista en el suelo y abrió los ojos—. ¿Se… se llevará todas?

Bea, incapaz de concentrarse, asintió. La otra carraspeó y se alejó. Ella recogió sus films, corrió a la entrada y espió, comprobó que no había nadie y salió directa a pagar. Puso las cuatro películas sobre la mesa y extendió un billete de veinte euros. Recogió la bolsa y el cambio, y se dirigió al exterior, concentrada en evitar el indeseado encuentro con Peter, alias la Anguila.

Una vez que llegó a casa, se deshizo de las deportivas, el sujetador, los vaqueros y la sudadera. Armada con el traje de batalla: su pijama de Frozen, encendió el DVD y seleccionó al azar uno de los films. Lo puso y le dio play mientras recogía del armario su bolsa de Ruffles sabor a jamón. Se sentó, y casi se atraganta con una papa al ver la imagen. Corrió a por la carátula y revisó la bolsa; gimió ruidosamente.

Ahora entendía por qué la dependienta la había observado como si le hubiesen salido cuernos. Joder, ¡¡se había llevado cuatro pelis porno!!