Prólogo

El aula rebosaba de bullicio. El griterío de los niños era incesante y la pobre maestra se sentía incapaz de controlarlos, empuñó la regla y la hizo sonar fuertemente contra su mesa al tiempo que les exigía un silencio que ellos no estaban dispuestos a entregar.

Desesperada, se dejó caer en su mullida silla y ocultó el rostro entre las manos. Del fondo de la clase escuchó a la pequeña Sara riñendo a sus compañeros. Sonrió, ese angelito era una bendición entre tanto crío salvaje. Se recordó que tenía que ser paciente, que sus risas y gritos se debían a la excitación del regreso, sucedía siempre, cada septiembre. Esos pequeños demonios se afanaban por contarse las mil y unas batallas experimentadas durante los tres meses de vacaciones, imponiéndose los unos a los otros y componiendo una estridente algazara que prometía acabar con ella o acentuar, a lo sumo, su ya palpitante y dolorosa cabeza.

De pronto, dos golpes sonaron en la puerta. Se acercó y abrió para dar paso a un hombre uniformado.

—¿Es usted la señorita Rodríguez?

La aludida asintió varias veces, algo cohibida ante el imponente visitante. Tras él, una pequeña regordeta asomó el rostro. Alicia le sonrió, y la otra volvió a esconderse detrás de las piernas del que supuso que era su padre.

—¿El señor Martínez, verdad? Estábamos esperándolos. —La maestra se agachó y buscó a la niña con enormes lentes—. Hola. Mi nombre es Alicia y desde hoy seré tu profe.

La pequeña siguió oculta, y su padre la arrastró hacia delante, dándole un pequeño empujoncito. Ella apretó con fuerza el conejito de peluche que portaba y emitió una sonrisa desdentada.

—Hola. —Le ofreció la mano formalmente. Alicia aguantó la risa y se la estrechó con la misma solemnidad—. Mi nombre es Beatriz, pero prefiero que me llamen Bea.

—Muy bien, Bea, así se hará. —Se giró hacia el resto de alumnos y, para su asombro, se percató de que estaban callados, mirando con ojos abiertos al imponente militar. Aprovechó su mutismo para presentar a la pequeña—. Esta es Bea, será vuestra nueva compañera durante este curso. —Todos siguieron en silencio—. ¿Y bien? ¿No vais a saludarla? —Soltaron un «hola» colectivo, y Alicia asintió satisfecha. Frunció el entrecejo al ver que alzaban sus manitas—. ¿Alguna pregunta?

Vaya si hubo, pero no para ella, sino para el señor Martínez, que pacientemente les explicó cuanto querían saber de su profesión. Beatriz, acostumbrada al revuelo que causaba su padre en cada colegio que pisaba, se encaminó hacia el fondo y se sentó en la mesita que quedaba libre. A su derecha, una niña rubia, delgada y alta la examinaba con lupa. Ella levantó la barbilla, orgullosa, y no se dejó amilanar por el intenso escrutinio. La otra sonrió y asintió como si la hubiese puesto a prueba y hubiese salido airosa.

Bea vio como su padre se marchaba a los pocos minutos y se evadió del mundo pensando cuánto tiempo estarían allí esta vez; estaba acostumbrada a las mudanzas, pero odiaba no tener amigos, solo podía contar con Brusqui, su fiel conejito. Lo apretó y lo besó. Un niño que estaba delante de ella arrugó la nariz y la llamó mocosa. La rubia de su lado le tiró un lápiz y le dijo que la dejase en paz. Bea fue a agradecérselo, pero comprobó que no le prestaba atención y que seguía inmersa en lo que explicaba la maestra.

Pasaron las horas y por fin llegó el descanso. Bea se levantó y observó que todos formaban pequeños círculos. Volvió a sentirse sola y se aproximó a la casita de muñecas que estaba cerca de ella, cogió varios muñecos y simuló que se besaban. Tras ella escuchó un carraspeo. Se giró y vio a la niña mandona.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó altiva.

—Seis —respondió ella, recolocándose las gafas y mirándola atentamente.

—Yo, seis y medio, de modo que soy la mayor. Me toca a mí elegir. Jugaremos a mamás y papás; tú serás el padre y yo, la madre.

—Yo…

—¿Alguna pregunta? —La sabioncilla imitó a su maestra hasta en el tono.

—Sí. —La otra alzó una ceja. Bea tragó saliva—. ¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es Sara. Sara Lago Maldonado.

—Yo soy Bea. Bea Martínez Saez.

—Lo sé, la seño te presentó, ¿recuerdas?

Bea le acercó la manita como su padre le enseñó, y Sara la miró sin saber bien qué hacer. Finalmente, se acercó y la abrazó mientras le susurraba:

—A partir de hoy, seremos amigas.

Un año después, a finales de marzo, la clase hizo una excursión al Parque Natural de la Albufera para conocer de primera mano los animales que habitaban en su entorno.

Bea estaba tan emocionada que llevaba toda la noche sin dormir, Sara le había prometido que conocería una cirueña. Su amiga le explicó pacientemente que esas aves transportaban bebés, tan solo había que escribirles una carta, como a los Reyes Magos o a Papá Noel, entregársela y los pájaros se encargaban de fabricar el bebé. Ella ya tenía su carta, la había escrito dos días atrás. Quería una chica para que jugase con Ruth, el bebé que les trajeron a los padres de Sara.

La maestra, acompañada de los padres y madres que se ofrecieron voluntarios para cuidar de los pequeños en la escapada, los condujo por un itinerario botánico. Sara, de la mano de su progenitor, iba atendiéndolo embelesada, pues les estaba contando varias historias sobre el lugar. Sin embargo, Bea, que se aferraba a la otra mano de su amiga, prefería abstraerse mientras decidía cómo vestiría a la nueva muñeca que le traería su papá de su último viaje. Su madre, como siempre, estaba en casa cosiendo vestidos. Ella a veces la ayudaba y recibía elogios por su aportación. Le decía que tenía talento, que la llevaría lejos. A Bea le daba un poco de miedo eso, no quería que nadie la apartase de su familia; prefería no irse al lugar ese del que hablaba su madre, ella se conformaba con sentarse sobre sus rodillas y ayudarla en su fantástico trabajo.

—Niños —los llamó Alicia—. ¿Queréis ver los patitos? —Todos estallaron en exclamaciones jubilosas y pronunciaron un sonoro «sí». La maestra rio al observar su alegría y pensó en esa hora pasada en la preciosa ruta verde donde los pobrecitos se aburrieron como una ostra. Y ahora, con la sola mención de las aves acuáticas saltaban de emoción. ¿Quién los entendería?—. Bien, pues subamos a la torre.

Todos siguieron a la joven y mostraron su alborozo al ver a los animales en su hábitat natural. Algunos, los más osados como el pesado de Raúl, les tiraron migas de pan. Sara, muy enfadada, les riñó y los acusó de matar a los patos con sus acciones. Su padre, Antonio, la tranquilizó mientras le explicaba que no pasaba nada porque comiesen ese pan.

—Pero, papá, tú dijiste que eso no era bueno, que no debíamos hacerlo.

—Lo sé, cariño. —Los otros niños se acercaron y prestaron atención—. Y no debéis hacerlo. No es que sea mala la ingesta, sin embargo, muchas veces no se lo comen cuando lo lanzamos. Mira, Sara, ¿te acuerdas que ayer no te apetecía merendar porque estabas llena? —La niña asintió—. Pues lo mismo le pasa a los patitos, y si no se lo comen en el momento, se pueden formar algas y disminuir su oxígeno, además de llenarse de microorganismos…

—¿El qué? —preguntó uno de los pequeños, bizqueando.

—Bichitos. El pan se llena de bichos que son malos para los patitos, pues pueden infectarse y enfermar.

—Entonces, papá —insistió Sara—, no debemos echarles pan. —Él asintió—. ¡Raúl! —El otro dio un brinco justo cuando iba a lanzar otro pedazo de almuerzo—. ¿Eres tonto? ¡No puedes darles eso! ¡¡Podrían ponerse malitos!!

—Y a mí, qué. ¡Que se mueran, solo son patos!

—¡¡Raúl!! —lo amonestó la maestra—. ¡Espéranos abajo y no te muevas!

—¿Estoy castigado? —inquirió chillando.

—De momento, sí. Ya veremos si sigues el recorrido o te quedas con Amparo en el autobús. —Raúl agrandó los ojos con espanto al imaginarse el resto de la mañana acompañado de la directora de la escuela, que había decidido regresarse al transporte escolar al torcerse el tobillo durante la anterior ruta—. ¡No! Me portaré bien, seño.

—Eso espero. Ve abajo enseguida, vamos.

Refunfuñando, el crío pasó cerca de Sara y la empujó mientras la insultaba en un susurro. Sara alzó el mentón y le giró la cara. Bea, a su lado, le sacó la lengua y le tiró un trozo de bocata que le dio de pleno en la nuca. Cuando el chiquillo se dio la vuelta, ella rio, y él le dijo que se preparase, pues pensaba vengarse de ella. Bea volvió a reírse y le hizo burla. Sara, viéndola de soslayo, sonrió, entrelazó su brazo al de ella y la alejó del fastidioso niño.

—¡Bea! Mira, allí. Al fondo.

—¡Oh! Es… ¿Es una cirueña? —Se quitó la mochila, buscó la carta y la asió con fuerza—. ¡Tengo que verla! Voy a pedirle una hermanita.

—No sé si es buena idea…

—¿Por qué? —Se extrañó Bea; Sara solía hablar entusiasmada de la pequeña Ruth.

Su amiga se encogió de hombros.

—A veces parece que mis papis quieren más al bebé. Y mamá dice que tengo que compartir mis cosas con ella y cuidarla, como lo hago con mis muñecas. Es una gran esponsabidad. Pero no sé si quiero que juegue con Caty, Bea. Un día se la dejé y la baboseó toda, ni siquiera supo peinarla. Cogió el cepillo y se lo metió en la boca. Y mamá se enfadó conmigo. A veces querría que el bebé se fuese.

Bea gimió.

—He pensado que si me traen una hermanita, el bebé Ruth tendría a otra persona con la que jugar, como lo hacemos tú y yo. ¿Qué te parece?

—Umm. —Sara se sujetó la barbilla, pensativa—. Creo que es buena idea. ¡Sí! Podría funcionar.

—No quiero que los demás se enteren, porque si las cirueñas tienen mucho trabajo, igual no se acuerdan de mi carta, que es lo que les pasó a los Reyes. Mamá me dijo que tenían tantas casas a las que ir que se olvidaron algunos de los juguetes que les pedí.

—Tienes razón. —Espió tras ella y la agarró del brazo—. La seño no está mirando, vete ahora.

—¿Y tu papi?

—Le diré que estás abajo. ¡¡Corre!! —la apremió dándole un empujoncito.

Bea bajó las escaleras cuasi galopando y se dio de bruces con Raúl.

—¿Dónde vas, gafotas? —le espetó, apartándola de sí de un manotazo.

Bea tuvo que esforzarse por no perder el equilibrio.

—¡No te importa, palillo!

Raúl gruñó. Resentido con ella, la empujó, y Bea cayó sobre el último escalón, la carta se le resbaló de las manos y fue a parar a los pies del crío, que la cogió y la leyó rápidamente mientras Bea daba saltitos entorno a él e intentaba recuperarla.

—¡Dámela! Es mía.

—Ya no, mocosa. ¿Y sabes qué? Nunca podrás entregarla.

—¿¡Qué vas a hacer!?

Raúl echó a correr y Bea lo siguió como pudo. Tras varios metros, el niño se paró cerca del agua y la levantó en el aire.

—¡Raúl! Dame la carta.

—No.

Rio perversamente y la arrojó.

Bea vio angustiada como el papel se sumergía y pensó en su mami. Recordó aquel día en el que la vio llorar mientras le decía a su papi que el bebé no llegaba, que qué pasaba. Bea lo sabía. ¡No habían enviado la carta! Y ahora, la suya, estaba perdida. Y todo por culpa del bobo de Raúl, que lo había estropeado todo. Las lágrimas brotaron de sus ojos empañándole las lentes y dificultándole la visión.

Como una sonámbula, caminó hasta el borde, se agachó y estiró el bracito esforzándose por alcanzar el escrito. Los deditos consiguieron rozar el papel, así que se inclinó un poco más, y justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, perdió el equilibrio y cayó al agua.

Asustada y sin saber qué hacer, pidió auxilio entre angustiados chillidos. Movió los brazos con desesperación, pero vio que se hundía sin remedio. Recordó las indicaciones de su padre e intentó poner en práctica las clases de natación recibidas el pasado verano, pero estaba tan nerviosa que solo consiguió tragar agua.

A lo lejos escuchaba su nombre. Sintió que le fallaban las fuerzas y se dejó llevar, sus ojitos comenzaron a cerrarse en el mismo instante en el que unos poderosos brazos la sostuvieron. La sacaron del agua, la tocaron y zarandearon hasta que pudo tomar aire y respirar. Tosió varias veces. Luego, pestañeó y enfocó la mirada sobre esos dos ojos oscuros que la contemplaban con intensidad.

—¿Estás bien, piccolina? —le preguntó.

Bea asintió, incapaz de hablar.

—¡¡Bea!! ¡¡Bea!! Ay, pequeña, qué susto nos has dado. —La señorita la arrancó de ese protector pecho y la abrazó, llorando. El padre de Sara le acarició el pelo y le preguntó qué había pasado. Ella no contestó, seguía hipnotizada por ese sonriente muchacho que se había convertido en su héroe.

—¡Andreas! ¡Andreas Baroletti! ¿¡Dove sei!? Mi ucciderai, ragazzo.

Una mujer robusta, con mejillas sonrojadas, apareció de la nada. El joven lanzó una carcajada al escuchar las protestas de su nana por haberlo perdido de vista; solía refunfuñar que un día acabaría con ella. Le guiñó un ojo a la pequeña que bizqueaba sin comprender qué le decía la señora.

—Tengo que irme, bella.

—¿Eres mi príncipe? —preguntó, asombrada al conocerlo.

Bea estaba convencidísima. ¡La había salvado! Como los príncipes de sus cuentos, que rescataban a las doncellas de los temidos dragones. En su historia, Raúl era el bicho malo; ella, por supuesto, la princesa en apuros, y el niño guapo, el príncipe. Se sintió importante. Ahora se casarían, ¿no? Y luego se tendrían que comer unas perdices y podrían ser felices para siempre.

—No, piccola, solo soy un conde. Pero si te conformas, puedes ser mi condesa. Ahora me voy, antes de que el ogro me encuentre. —Arrugó la nariz y cabeceó hacia la derecha, desde donde lo llamaban—. Adiós, cara.

Le dio un beso en la mejilla y marchó al encuentro de la malhumorada fémina. Esta lo increpó con el dedo mientras gritaba palabras ininteligibles para la niña. Andreas le sacó la lengua y echó a correr con ella a la zaga.

Bea alzó la vista y le preguntó a la señorita.

—¿Qué es una condesa, seño?

—Una persona muy importante, cariño.

—¿Algún día podré ser una?

Alicia se echó a reír.

—Todo puede ser, Bea —contestó, evitando desilusionar a la fantasiosa niña.

—Lo seré. ¿Sabes cómo, seño? —La otra negó con la cabeza—. ¡¡Me casaré con él!!