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Ruth subía la cuesta jadeando. Aferró el brazo de Daniel y lo obligó a aminorar la marcha mientras se secaba el sudor que perlaba su frente.

—Repítemelo, anda. ¿Por qué estamos aquí?

—Ya sabes que a Peter le hacía mucha ilusión. Me lo suplicó toda la semana, no supe negarme.

—Vale, eso tú. ¿Pero qué cojones pintamos Tony y yo? ¡Míralo! Lleva la lengua fuera. —El pobre perro aprovechó la conversación para tumbarse sobre la tierra y jadear. Su ama, apenada al verlo en tal estado, abrió el bolso y sacó una botella de agua, la vertió sobre su mano, se acercó a él y logró que lamiera pequeños sorbos.

—¿En serio? ¡Si solo lleva dos minutos andando!

—Es delicado, Dani. Lo sabes, bien.

Su prometido lanzó una carcajada.

—Con Danka sí se mueve. Tu chucho es demasiado listo, cariño. —El aludido le ladró.

—La entrenadora alemana es capaz de levantar el ánimo hasta a un muerto. Dani, ¿de verdad tenemos que ir? Podemos esperarte en el coche…

—De eso nada. Somos una familia; si uno sufre, el resto también.

—¡Vaya! Qué bonito, señor Argüelles. Mira, Tony, lo que dice papi… No nos quiere nada de nada.

—Bien sabes que no es cierto. —Se acercó a ella y la tomó de la cintura, capturando sus labios—. Me tienes loco desde que te conocí. Él, no tanto.

—Eh —se quejó ella, apartándolo juguetonamente—. ¿Me quieres lo suficiente como para librarme de esto?

—Umm, no —le espetó riendo.

—¡Serás…! —Lo golpeó en el hombro y abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla cuando vio que tras Daniel aparecían tres hombres a caballo. Parecían sacados de un libro de historia sobre el medievo, pues así vestían, de época. Uno, el más alto, portaba casco, cota de malla, sobrevesta, guardabrazos, codal, brazal y guantelete. Y en las piernas, quijote, greba y escarpe. Por supuesto, tenía una larga espada. El del medio, y el más bajito, parecía un monje. Su atuendo consistía en una túnica larga, de lana, con capucha y correa. Y el último lucía al estilo glamuroso, con calzas de lana color bermejo, una túnica del mismo tono, un manto oscuro y una especie de zuecos muy puntiagudos. En la cabeza, una boina negra—. Dani… —susurró ella mientras apretaba su brazo. Él giró y se sorprendió al examinar a los individuos.

—Caballero, mi señora —saludó, con una inclinación de cabeza, el bajito que parecía un monje—. Os hemos observado desde lo alto de la fortaleza. ¿Se han perdido por estos lares? Gustosamente les indicaremos el camino de vuelta. —Cortésmente, el tío los echó. Ruth aguantó la carcajada que pugnaba por salir, estaba claro que no los querían allí, en su evento secreto.

—No. De hecho —Dani intentó controlar la risa—, asistimos a la coronación de su nuevo señor.

—¡Válgame Dios! —estalló el de la armadura—. ¿Usted es don Daniel de Argüelles?

—Más bien, Daniel Argüelles a secas.

—Su alteza serenísima ha cantado alabanzas sobre su merced.

—¿Quién?

—Mi señor. Imagino que la señora será su dama, y el pequeño…

—Don Tony de Lago y Maldonado —agregó Ruth, tapándose la boca. Daniel le dio un codazo con ojos chispeantes—. Y yo, doña Ruth.

—Su divina majestad los aguarda. Por favor, tengan la bondad de aceptar nuestra guía, los llevaremos a la celebración.

—¿A qué hora será?

—Dentro de media hora, mi señora. No se preocupe, le dará tiempo de cambiarse. Está todo arreglado.

—¿¡Cambiarme!? Pero yo…

—Nuestra querida Alubina, que en santa gloria esté, dejó preparado su atuendo.

—Oh, no. ¿Cuándo falleció? Lo siento mucho.

Los tres hombres la miraron sorprendidos.

—Alubina no ha exhalado su último aliento, mi señora —aportó el caballero—. Ella no ha podido asistir al acontecimiento por motivos de índole… —Arrugó la frente, se encogió de hombros y sonrió—. Laboral. La pobre andará penando en su hogar por perderse la dicha que nos envuelve hoy.

—Ya, seguro —musitó Ruth.

Apresurémonos —instó el que iba vestido pomposamente—. O llegaremos tarde. Bien, ¿quién montará conmigo? ¿Gustará su merced de compartir mi cabalgadura?

Ruth tragó saliva y asintió.

—¿Su ilustrísima? —El monje tendió la mano hacia Daniel, que subió al caballo con mucha dificultad, pero no más que la pobre Ruth, que casi se cae de morros cuando el extraño hombre la alzó.

—Don Tony de Lago irá conmigo —sentenció el caballero, que bajó del animal y cogió al perro, le hizo una reverencia antes de sujetarlo—. Me presento formalmente. Carlos Fernández, a su servicio. Y al vuestro, mis señores. —Dio media vuelta hacia los jóvenes, y estos asintieron sin saber qué hacer. El monje carraspeó.

—Yo soy fray Paco Navarro. Y su compañero de viaje, mi señora, Don Francisco Buendía y Camacho, conde de Pinofresco. —Ruth apartó la mirada y contó hasta diez aguantando la risa. ¿Quién se ponía el título de Pinofresco?—. Tengo el honor de oficiar la fausta ceremonia. ¿Se quedarán a los festejos?

Ruth asintió mientras eran conducidos por los tres hombres al pequeño castillo. Ellos les fueron relatando paso a paso todo cuanto acontecería en la próxima hora, y Ruth sintió que se ahogaba. ¿Cómo se había metido en ese lío? Desde luego Peter le debía una y bien grande.

Llegaron a la puerta principal en forma de arco de medio punto y grandes dovelas de sesenta y cinco centímetros de altura. Penetraron en el interior y Ruth se sorprendió al observar la extensa alfombra roja que conducía hacia la torre del homenaje. Atravesaron el patio de armas y un joven, de unos veintitantos, se acercó a ellos presentándose como un mozo de cuadra, los ayudó a desmontar y se encargó del cuidado de los caballos. Daniel cogió a Tony y se lo pasó a Ruth. Juntos se adentraron en el castillo.

—¡Buenas tardes! Los estábamos esperando, mis señores. Eugenio de León, a su servicio.

—Es el chambelán —aclaró fray Paco, que entró tras ellos. Al ver su desconcierto, explicó—: El mayordomo del castillo.

—Si vuestras mercedes tienen a gusto seguirme, les mostraré sus aposentos, donde podrán ataviarse.

Sin esperar respuesta, echó a andar. Los condujo hasta una habitación de piedra, donde tan solo había una silla con ropa masculina, semejante a la de Pinofresco. Ruth entró tras Daniel y rio cuando lo vio examinar los ropajes y alzar una ceja en su dirección, ella emitió una risita y se encogió de hombros. Él tragó saliva.

El chambelán aguardaba en la entrada pacientemente. Ruth lo miró, y él tosió.

—Mi señora, si me acompaña…

—¿Dónde? ¿No me cambio aquí?

—Por supuesto que no. Su ilustrísima tiene aposentos propios. Sígame, por favor. Le daré privacidad. Y luego le mostraré el camino al pequeño señor.

Ruth abrió los ojos y la boca.

—¿Pretende que mi perro se vista solo?

—No, mi señora. Tiene ayuda de cámara, como su ilustrísima. —Cabeceó hacia Daniel—. Su dama de compañía la espera.

—Ay, Dios.

Ruth suspiró y lo siguió dispuesta a dejarse llevar.

Una media hora después bajaba los estrechos escalones de piedra sujetándose a la pared para no caerse. Maldijo otra vez al primo de Daniel e intentó arreglarse la incómoda túnica cuando se sintió a salvo de la escalera. Las engorrosas mangas le llegaban casi a las caderas.

—Menos mal que apareces. —Daniel salió de la nada con Tony en brazos. La joven lanzó una carcajada al verlos con esas calzas y túnicas negras—. Una palabra y te asesino.

—¿Puedo hacerte una foto?

Su cara de enfado lo dijo todo.

—Te juro que Peter me las pagará. ¿Dónde mierdas se habrá metido? Tengo ganas de decirle unas cuantas cosas. No sabes lo mal que lo he pasado. —Miró a un lado y otro—. Me han desvestido y… —susurró—, me han intentado poner los pantalones entre dos tíos. Casi los he echado a patadas y he corrido a salvar al pobre Tony, al que estaban peinando.

—¡Oh, no! —exclamó Ruth preocupada, sabiendo cuanto detestaba el can que alguien que no fuese ella tocase su pelo—. Pobrecito mi bebé.

—¿Y yo? —Dani hizo pucheros.

—Tú también, pequeñín. —Se acercó a él, divertida, y lo besó—. Aunque me gustas más sin esas pintas.

—Oye, ¿te has visto acaso?

—Touché. ¿Vamos para allá? —Señaló un pasillo—. Se escucha jaleo por ahí.

—Es el salón. Vas a flipar cuando lo veas, está lleno de frikis vestidos de época medieval. Siempre he sabido que Peter era raro, pero esto lo supera todo. Incluso a aquel mes que se fue solo al monte para experimentar la vida de un ermitaño o cuando se bañó en pelotas en la Fontana di Trevi para ver qué pasaba con su suerte. Peter pensó que si con una moneda te aseguras volver, con dos atraes al amor y con tres, el matrimonio, si te lanzas tú mismo con los bolsillos repletos de dinero tendrás, como poco, una intensa aventura sexual. Creía que las italianas se lo rifarían.

—¿Y tuvo su aventura?

Daniel sonrió.

—Según cómo lo mires. Fue arrestado, pasó la noche en el calabozo y tuvo que pagar una multa; así que sí, en parte, tuvo una aventura. —Rio más fuerte.

Juntos se encaminaron al gran salón, donde tal y como Daniel aseguró, había centenares de personas ataviadas al estilo medieval. En el centro, una especie de tarima con una butaca gigante, parecida a la del rey Joffrey, de Juego de Tronos.

—¿A qué están esperando?

La pregunta de Ruth se quedó sin contestar porque de pronto unos cinco juglares comenzaron a cantar y bailar al ritmo de su laúd. Un hombre con un gran pergamino se situó en la entrada y fue nombrando a gente que iba penetrando en la sala.

Apartados del bullicio, Ruth, Tony y Dani observaban la escena.

—¿Dónde estará mi primo?

En ese instante, como atraído por sus palabras, el mensajero declamó un poema en cuyo final se alababan las virtudes de su nuevo señor. La gente comenzó a aplaudir y a reír histéricamente. El poeta seguía recitando.

—¿Qué pasa? —susurró Ruth. Una mujer que estaba a su lado, la ilustró.

—Nuestro querido señor está a punto de entrar. Es un momento histórico. —Dio un saltito—. Este año, por primera vez, se le ha escogido a través de una justa. Una batalla encarnecida en la que él destacó sobre su oponente. Y eso, a pesar de su juventud. Es el más entregado a nuestra comunidad.

Ruth y Daniel se miraron aterrados.

—¿Cómo… cómo dice que se llama?

—No he pronunciado su nombre aún, mi señor.

El mensajero concluyó con un grito que se escucharía por todos los rincones de España.

—Su Alteza Real, Peter de Carrasco y Argüelles, conde de Benesda.

—Ah. Ahí lo tienen.

—La madre que lo parió —estalló Daniel, anonadado.

Sorprendidos, lo vieron desfilar hasta el púlpito y dar un extenso discurso. Sus ropas eran extravagantes a más no poder, unas calzas color bermellón, una armadura del mismo tono y una larga túnica dorada. Además de una corona que brillaba tanto que hacía daño a la vista. Cuando llegó a su asiento, alzó la espada y juró guardar y proteger la orden sagrada de los Trotamundos.

—¿Los Trotamundos?

—No preguntes, Ruth, es Peter.

—¿Tú sabías esto?

—Qué va. Me dijo que era la coronación de su próximo señor. Alguien distinto a sus antecesores. Alguien sensible, capaz de amar una cultura que solo perdura en los corazones de quienes sienten la historia de sus antepasados, alguien que lucha por preservar la Orden y sacarla de las tinieblas del olvido. Alguien…

—¿¡Y no te diste cuenta de que hablaba de él!?

—Pues no. —Se rascó la cabeza, tirando la boina al suelo. De reojo, vio que no lo miraban y le dio una patada, alejándola. Al girar el rostro, se percató de que era el centro de atención. Se sintió culpable y tuvo ganas de recuperar la prenda. Joder, sí que era sensible esa gente.

—¡Dani! —siseó Ruth—. Que te han llamado. ¡Tienes que ir!

—¿Qué? Ni loco.

Un hombre con armadura se acercó a él. La gente hizo un paseíllo y Daniel se vio conducido hacia el estrado que presidía su primo, miró angustiado a Ruth, que no paraba de reír.

Al llegar, sus ojos echaban chispas.

—Pienso matarte, Peter —le advirtió.

Él sonrió, sin afectarse.

—Mis queridos señores. —Peter se puso en pie intentando no tropezarse con sus ropas—. Os ruego silencio en este acto tan memorable. Don Daniel de Argüelles, ¿aceptáis la investidura?

—¿¡Cómo!?

—¡Agachaos, mi fiel amigo! —Daniel miró hacia atrás, temeroso. El gentío aguardaba impaciente su reacción. Hincó una rodilla en el suelo y levantó el rostro—. Repite el juramento, aquí, delante de la orden de los Trotamundos: «Juro que respetaré y honraré a los míos, que no dudaré en morir por mi ley, por mi señor feudal y por la tierra. Desde hoy y para siempre soy un trotamundos».

Los invitados gritaron:

—¡¡Trotamundos, trotamundos, trotamundos, trotamundos!!

Ruth gimió. Toni ladró, y Daniel lloriqueó mientras susurraba las palabras. Peter asintió satisfecho. Se hizo el silencio hasta que concluyó:

—Así pues, ante vuestra presencia, yo, Peter de Carrasco y Argüelles, señor de Benesda, nombro caballero a don Daniel de Argüelles. Desde hoy, conde de la flor.

Dani agrandó los ojos, estupefacto. «¿¡Conde de la flor!? ¿¡¡¡De la puta flor!!!?».

—¡¡Te mato Peter, te lo juro!! —musitó mientras recibía su abrazo frente a los vítores de los presentes.