Capítulo 11
—Las cuatro de la madrugada y no ha pasado nada —canturreó Smithy mientras me sacudía por los hombros. Ni el canto ni el sacudón fueron necesarios. A estas alturas estaba con los nervios tan de punta que incluso durmiendo, el oírle girar la manilla de la puerta bastó para despertarme por completo. Me dijo:
—Hora de presentarse para la guardia. Preparamos café.
Lo seguí a la sección central de la cabaña, saludé a Conrad, afanado sobre tazas y ollas encima de una estufa, y me dirigí a la puerta principal. Para mi sorpresa, el viento soplaba desde el Oeste y había perdido intensidad hasta quedar convertido en no más de fuerza tres. La nieve tenía tan poca consistencia que era probable que muy pronto dejara de caer. Me imaginé que incluso unas pocas estrellas resultaban visibles en un espacio claro del cielo hacia el Sur, más allá del Sor-hamna. En cambio el frío era mucho más intenso que antes. Rápidamente cerré la puerta, fui donde Smithy y le dije muy despacio:
—Un malhadado cambio de clima. Si la mejoría se mantiene puedo ver a Otto llamándolo, y si no lo hace no faltará quien le recuerde su sugerencia de anoche: partir para Tunheim en busca de la policía.
—Empiezo a lamentar haberme ofrecido, pero en ese momento no creí que pudiera hacer otra cosa.
—Y no va a poder hacer otra cosa si cuando amanezca tenemos un sol radiante. No tiene otra alternativa. Vigile a Heyter, vigílelo, vigílelo constantemente.
Smithy se quedó silencioso considerando mi advertencia durante unos momentos. Después me preguntó:
—¿Cree que vale la pena?
—Es uno de los trece asesinos posibles y para mí todos ellos necesitan que se los vigile como si fueran las joyas de la Corona. Además, si de los trece descarta a Conrad, Lonnie y los Tres Apóstoles —yo ya lo he hecho— no queda más que un sospechoso entre ocho, tal vez dos entre ocho; en el peor de los casos, tres entre ocho.
—Sumamente alentador. ¿Qué le hace estar seguro de que esos cinco…? —se calló inmediatamente que Luke, bostezando y desperezándose, entró en la sección central.
Luke era un muchacho delgado, desmañado y desgarbado, con una cabellera que pedía a gritos un peluquero o un cintillo. Le pregunté a Smithy:
—¿Lo considera peligroso?
—Sí. Con una guitarra en la mano es capaz de cualquier atrocidad musical, de otra manera no, no lo creo. No representa ninguna amenaza. Y lo mismo digo respecto de los otros cuatro —observó a Conrad desaparecer con una taza de café por uno de los pasadizos—. Pondría las manos al fuego por nuestro primer actor.
—¿Y dónde diablos va con esa taza?
—Me imagino que a alimentar a su pareja. La señorita Stuart pasó casi todo nuestro turno acompañándonos.
Estuve a punto de comentar que la pareja de Conrad tenía una notable predilección por circular durante las oscuras horas de la noche, pero me arrepentí. No tenía ninguna duda de que Mary Stuart estaba envuelta en algo poco claro y tortuoso, el que Heissman fuera su tío no significaba ni el comienzo de una explicación que aclarara algunas de las excentricidades de su conducta, pero no podía creer ni por un momento que estuviera implicada en los asesinatos. Smithy prosiguió:
—¿Es importante que llegue a Tunheim?
—No tiene la menor importancia. Con Heyter a su lado, sólo el terreno y el clima pueden decidirlo. No me importa si tiene que volverse, prefiero que esté aquí. Si llega a Tunheim quédese allá.
—¿Quedarme allá? ¿Pero cómo podría quedarme allá si voy a pedir auxilio? Heyter querrá volver.
—Estoy seguro de que comprenderán si les explica que está demasiado cansado y necesita reposar. Haga que encierren a Heyter si molesta demasiado. Le daré una carta para el oficial a cargo de la Oficina Meteorológica.
—¿No me diga? ¿Y qué pasaría si el oficial encargado de la Oficina Meteorológica sencillamente rehúsa hacerlo?
—Creo que va a encontrar allá algunas personas que estarían encantadas de complacerlo —me miró sin mucho entusiasmo antes de preguntar:
—¿Amigos suyos, por supuesto?
—Hay un grupo visitante de meteorólogos ingleses que pasa allí una corta temporada. Son cinco. Y no son meteorólogos.
—Naturalmente que no —su falta de entusiasmo se convirtió en una frialdad rayana en lo hostil—. Nunca muestra todas sus cartas ¿no es así, doctor Marlowe?
—No se enoje conmigo. No se lo estoy pidiendo, se lo estoy diciendo. Mi política es obedecer las órdenes que recibo, aunque esa no sea la suya. Un secreto compartido deja de serlo, una mirada a la baraja con la que estoy jugando puede significar el triunfo del mirón. Le daré esa carta por la mañana temprano.
—Está bien —respondió controlándose con dificultad. Prosiguió malhumorado—: Supongo que no debería sorprenderme de descubrir que el Morning Rose también está allá.
—Digamos más bien que no excedería los límites de lo posible.
Smithy hizo un gesto, se dio vuelta y se dirigió hacia la estufa donde Conrad, de vuelta ya, servía café. Nos sentamos durante unos diez minutos bebiéndolo y conversando de cualquier cosa hasta que Smithy y Conrad se marcharon. La hora siguiente transcurrió sin otra novedad que el profundo sueño en el que cayó Luke a los cinco minutos de comenzar nuestro turno. No me molesté en despertarlo; era innecesario, yo estaba en un estado de alerta hipernatural, al contrario de Luke. Además, tenía cosas en mi cabeza.
Se abrió una puerta en uno de los pasillos y apareció Lonnie. Como no era de los que dormían mucho y no figuraba en mi lista de sospechosos, no había razón para alarmarse, Vino hacia donde yo estaba y se dejó caer pesadamente en una silla a mi lado. Se veía viejo, cansado y triste; el toque habitual de buen humor estaba ausente cuando habló:
—Una vez más el gentil curandero cuidando de nuevo a su pequeño rebaño. He venido, mi pequeño muchacho, para acompañarlo en su vigilia de medianoche.
—Son las cuatro menos veinticinco.
—Era una manera de decir —suspiró—. No he dormido bien, en realidad no he dormido nada. Tiene ante sus ojos, doctor, a un hombre viejo y apesadumbrado.
—Siento oírselo decir, Lonnie.
—Que nadie me llore. En mi caso, como en el de la mayoría de esta pobre Humanidad, mis problemas me los fabrico yo mismo. Ser viejo ya es bastante malo. Ser solo, y he estado solo durante muchos años, lo convierte a uno en una persona triste. Pero ser un viejo solitario que no soporta más vivir con su conciencia es insoportable —suspiró—. Esta noche me siento desusadamente triste por mí mismo.
—¿Qué le pasa a su conciencia?
—Me impide dormir. Mi amigo, mi amigo, dormir sin dolor cuando es medianoche. ¿Qué más puede desear un hombre cuando es tarde y tiempo de partir?
—¿Extraña el bar de enfrente?
—Ni siquiera eso —sacudió la cabeza con infinita melancolía—, no hay brazos amantes en el paraíso para los Lonnies perdidos de este mundo. No tengo los antecedentes necesarios, muchacho —sonrió con ojos tristes—. Mi única esperanza está en un pequeño bar que expenda cerveza en el Purgatorio.
Se quedó en silencio con los ojos cerrados, pensé que se había dormido. De pronto se movió, aclaró su garganta y me dijo aparentemente a propósito de nada:
—Siempre es demasiado tarde. Siempre.
—¿Para qué, Lonnie?
—Para la compasión, la compasión o el perdón. Me temo que Lonnie Gilbert haya estado por debajo de lo que se esperaba de él. Pero siempre es demasiado tarde. Demasiado tarde para decir te quiero, o te amo, o qué agradable eres, o te perdono. Si sólo, si sólo, si sólo… Es difícil reconciliarse con alguien que está muerto, con alguien a quien se mira, pero que está ahí en el suelo, muerto. Dios, Dios, Dios —con un inmenso esfuerzo se puso de pie—. Hay un fragmento pequeño que puede salvarse. Lonnie Gilbert se apronta a hacer algo que debió haber hecho hace muchos, muchos años atrás. Pero primero debe armarse con algo de vida en los viejos huesos, algo de claridad en la confusa mente. Tengo que prepararme para lo que, me avergüenza decirlo, todavía considero como una experiencia penosa que hay que enfrentar. Resumiendo, ¿dónde está el whisky?
—Me temo que se lo llevó Otto.
—Un hombre muy bondadoso Otto, no hay ninguno más bueno, pero tiene esa manía de la frugalidad. No importa, la fuente central de provisiones queda muy cerca —hizo un movimiento hacia la puerta, pero lo detuve mientras le decía:
—Uno de estos días, Lonnie, va a salir, se va a sentar y no va a volver más porque habrá muerto congelado. No tiene necesidad de salir. Hay algo de bebida en mi cabina. Le aseguro que proviene de la misma fuente. Voy a buscarlo. Mantenga los dos ojos bien abiertos durante mi ausencia, por favor.
No importó nada si los mantuvo abiertos o no porque estuve de vuelta antes de veinte segundos. Smithy tenía el sueño más pesado que yo, ni siquiera se movió durante mi breve visita.
Lonnie se sirvió abundantemente, vació su vaso en unos cuantos tragos, miró nostálgico a la botella y la puso a un lado con decisión.
—Una vez que haya cumplido con mi deber, volveré y gozaré de esta bebida con tranquilidad. Por el momento, ya estoy bastante fortificado.
—¿Adónde va? —no podía imaginarme qué misión urgente podía tener que cumplir a esa hora.
—Estoy en deuda con la señorita Haynes. Deseo…
—¿Con Judith Haynes? —estoy consciente de haberle clavado los ojos—. Creía que sólo con dificultad podía soportarla.
—Tengo una gran deuda con ella —repitió con firmeza—. Deseo pagarla, poner la contabilidad en orden ¿me entiende?
—No. Lo único que entiendo es que son las tres cuarenta y cinco. Si su deuda es tan importante como dice y ha durado tantos años, seguramente puede esperar algunas horas más. Por otra parte, la señorita Haynes está enferma y bajo el efecto de calmantes. Soy su médico, le guste a ella o no, y no puedo permitirle visitas.
—Como médico, mi estimado muchacho, debería comprender la necesidad de actuar de inmediato. Me he preparado para esto. He cobrado bastante ánimo para hacerlo. Más tarde, como me lo pide, sería demasiado tarde. El Lonnie Gilbert que está frente suyo habrá vuelto a su vieja maldad, a su vieja cobardía, a su viejo egoísmo, a ser de nuevo el Lonnie con alma de arcilla que todos conocemos tan bien. Y entonces será demasiado tarde para siempre —se calló y cambió de argumentos—. Habló de calmantes ¿cuánto dura su efecto?
—Varía en cada caso. Cuatro, seis horas, ocho como máximo.
—Ya ve. Seguramente la pobre muchacha ha estado despierta durante horas, deseando algo de compañía, aunque con toda seguridad no la que yo pueda proporcionarle. ¿Se ha olvidado que ya han pasado cerca de doce horas desde que le administró el calmante?
Era verdad. Lo que no había olvidado era que la relación de Lonnie con Judith Haynes me intrigaba desde hacía bastante tiempo. Pensé que sería muy útil para despejar algo de la misteriosa niebla que nos rodeaba si lograba averiguar algo respecto a la carga que sentía Lonnie sobre su conciencia en relación con Judith Haynes. Dije:
—Permítame ir a verla. Si está despierta y en condiciones de hablar entonces puede visitarla.
Asintió y me dirigí a la cabina de Judith Haynes, entré sin golpear. La lámpara estaba encendida y se encontraba despierta, cubierta con las mantas, sólo su rostro era visible. Se veía horrible, tal como esperaba. El color ticiano de sus cabellos acentuaba la extrema palidez de su cara. Los ojos verdes, habitualmente tan deslumbrantes, estaban vidriosos y sin brillo. Tenía sus mejillas manchadas y surcadas de lágrimas. Me miró con indiferencia cuando me senté en la banqueta, después retiró los ojos.
—Espero que haya dormido bien, señorita Haynes. ¿Cómo se siente?
—¿Siempre visita a sus pacientes en la mitad de la noche? —preguntó con el mismo desinterés con que me miraba.
—No lo hago habitualmente, pero estamos haciendo turnos de vigilancia durante la noche y éste es el mío. ¿Necesita algo?
—No. ¿Descubrió quién mató a mi esposo? —estaba tan increíblemente calmada que sospeché que bajo ese control férreo se anunciaba otro estallido incontrolable de histeria.
—No. ¿Debo interpretar sus palabras como que ya no piensa que el culpable sea Allen?
—No creo que fuera Allen. He estado aquí durante horas pensando y no creo que haya sido Allen —la voz átona y el rostro inanimado me aseguraron que aún estaba bajo el efecto de los calmantes—. Lo descubrirá ¿verdad? Descubrirá el hombre que mató a Michael. Michael no era tan malo como la gente creía, doctor Marlowe. De veras que no —tuvo por primera vez algo de expresión, la sugerencia de una sonrisa—. No voy a decir que era bondadoso, o bueno, o amable porque sería mentira, pero era el hombre para mí.
—Lo sé —dije como si entendiera algo que sólo comprendía parcialmente—. Espero que encontremos al responsable. Creo que lo conseguiremos. ¿Tiene alguna idea que nos pudiera ayudar?
—Mis ideas no valen mucho, doctor. Además mi mente parece no estar muy despejada.
—¿Cree que podría conversar un poco, señorita Haynes, sin cansarse demasiado?
—Estoy conversando.
—No conmigo. Con Lonnie Gilbert. Parece muy ansioso de hablar con usted.
—¿Ansioso de hablar conmigo? —preguntó con una sorpresa cansada, pero sin rechazar la posibilidad—. ¿Por qué querrá Lonnie Gilbert hablarme?
—No lo sé. Lonnie no confía en los médicos. Deduzco que piensa que le ha hecho un daño muy grande y creo que quiere pedirle disculpas.
—¿Lonnie pedirme disculpas a mí? —el asombro había hecho desaparecer la monótona desesperanza de su voz—. ¿Disculparse conmigo? —estuvo en silencio un rato, luego agregó—: Sí, me gustaría mucho verlo ahora.
Disimulé mi propio asombro lo mejor que pude y volví a mi puesto para decirle a un no menos sorprendido Lonnie que Judith Haynes estaba sumamente dispuesta a recibirlo. Lo observé mientras caminó por el pasillo, entró a la cabina y cerró la puerta. Le di una mirada a Luke, parecía dormir más profundamente que nunca. Demasiado joven para este tipo de situaciones, tenía una sonrisa de placer: probablemente soñaba con discos de oro. Me dirigí sigilosamente por el pasillo hasta la puerta de Judith Haynes; el juramento de Hipócrates no decía que los médicos no debían escuchar detrás de las puertas ajenas.
Era obvio que iba a tener que acercarme mucho para oír, ya que aunque las puertas eran de madera contrachapada hablaban en tono tan bajo que apenas pude oír algo más que un vago murmullo. Me arrodillé y puse mi oído en el agujero de la cerradura. Judith hablaba:
—¡Tú! —había un tono especial en la voz; no la habría creído capaz de ninguna emoción positiva—. ¿Tú quieres pedirme disculpas? ¡Entre todos, tú!
—Yo, querida, yo. Todos estos años, todos estos años —su voz se perdió y no pude entender lo que dijo. Luego agregó—: Es indigno, indigno, que un hombre viva alimentando su animosidad, no, el odio —se calló y hubo unos momentos de silencio, prosiguió—: No perdonaba, no perdonaba. Sé que no puede… sé que no puede haber sido tan malo porque lo amabas y nadie puede amar a una persona que sea completamente mala, pero aunque sus pecados hubieran sido negros como las sombras de medianoche…
—¡Lonnie! —la interrupción fue dura, casi enérgica—, sé que no estaba casada con un ángel, pero tampoco estaba casada con un demonio.
—Ya lo sé, querida, ya lo sé. Estaba tratando de decirte que…
—¡Escúchame de una buena vez, Lonnie! Michael no iba en el coche esa noche. Michael ni siquiera estuvo nunca cerca del coche —me esforcé por escuchar la respuesta, pero no hubo ninguna—. Tampoco estaba yo, Lonnie.
Hubo un largo silencio que fue roto cuando Lonnie dijo en una voz tan baja que era un murmullo apenas perceptible:
—Eso no es lo que me dijeron.
—Estoy segura de que no, Lonnie. Es cierto que era mi coche, pero yo no lo conducía. Michael tampoco lo conducía.
—Pero… no puedes negar que mis hijas estaban… borrachas esa noche y ustedes también. No puedes negar que ustedes las emborracharon.
—No niego nada. Todos bebimos en exceso esa noche. Por eso no he vuelto a hacerlo desde esa ocasión, Lonnie. No sé quién fue el responsable. Lo único de lo que sí estoy segura es de que ni Michael ni yo salimos de la casa. Dios mío, ¿crees que tengo que decirte estas cosas ahora… que Michael está muerto?
—No, no. Pero… entonces ¿quién conducía tu coche?
—Otras personas. Dos hombres.
—Dos hombres. ¿Y has estado protegiéndolos durante todos estos años?
—¿Protegiéndolos? No. Yo no usaría la palabra «proteger». Puede que lo hiciera sin darme cuenta. No, no me expresé bien… bueno, supongo que cualquier tipo de protección que fuera era accidental y dependía de otra cosa que queríamos. Nuestros propios y egoístas fines, si quieres llamarlos así. Todos sabían que Michael y yo… vaya, sin ser criminales siempre estábamos pendientes de la posibilidad de obtener alguna ventaja.
—Dos hombres —parecía que Lonnie no hubiera escuchado ni una sola palabra de esta última parte—. Dos hombres. Tienes que conocerlos —hubo otro silencio, luego Judith respondió muy despacio.
—Por supuesto.
Otro silencio exasperante. No respiraba por temor de perderme las próximas palabras, pero no tuve la oportunidad de perdérmelas ni de escucharlas porque una voz áspera y hostil me preguntó a mis espaldas:
—¿Qué diablos está haciendo aquí… señor?
Me abstuve de dejar escapar unas cuantas frases escogidas y con un vocabulario sin ninguna inhibición, me di vuelta y descubrí la masa en forma de pera de Otto amenazándome desde lo alto. Tenía las manos empuñadas, el color de la cara peligrosamente oscuro, sus ojos me miraban feroces y sus labios estaban tan apretados que corrían el riesgo de desaparecer en cualquier momento.
—Se lo ve molesto, señor Gerran —dije—, pero la verdad es que yo estaba escuchando detrás de la puerta —me puse de pie, me sacudí las rodillas de mis pantalones y me limpié las manos—. Puedo explicárselo todo.
—Así espero —su rostro se veía más lívido que nunca—, debe ser una explicación muy interesante, doctor Marlowe.
—Sólo dije que puedo explicárselo. Puedo, señor Gerran. Y eso no quiere decir que tenga la menor intención de explicarle nada. Además, ¿qué hace usted aquí?
—¿Qué hago… qué hago yo? —farfulló con una incoherencia ultrajada que lo convertía en el candidato del año para una coronaria—. ¡Qué falta de vergüenza la suya, señor! Es la hora de mi turno de vigilancia. Pero ¿qué hacía usted frente a la puerta de mi hija? Qué extraño que sólo estuviera escuchando por el ojo de la cerradura, Marlowe, en vez de estar mirando también.
—No necesito mirar nada por el ojo de la cerradura —dije calmadamente—. La señorita Haynes es mi paciente y yo soy su médico. Si quiero verla no tengo más que abrir la puerta y entrar. Bien, váyase a su guardia que yo me voy a la cama. Estoy cansado.
—¡A la cama! ¡A la cama! Le juro, Marlowe, que se va a arrepentir. ¿Quién está allá adentro con ella?
—Lonnie Gilbert.
—¡Lonnie Gilbert! ¡Y qué diablos está…! Hágase a un lado, señor, y déjeme pasar.
Se lo impedí. Fue como detener un tanque acolchado, pero yo tenía la ventaja de estar apoyado con mi espalda contra la pared lo que le impidió acercarse demasiado a la puerta. Le dije:
—Yo que usted no entraría. Están pasando un momento desagradable, perdidos en unos recuerdos nada agradables del pasado.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué insinúa… espía?
—No insinúo nada, pero, tal vez usted quiera decirme algo respecto a un accidente automovilístico, supongo que en California, y en el que la mujer de Lonnie y sus dos hijas se mataron hace ya bastante tiempo…
Dejó de estar lívido, incluso perdió todo color. Su cara quedó desfigurada por una serie de colores diversos y de manchas grisáceas. Balbuceó:
—¿Un accidente automovilístico? —tuve que reconocer que tenía más dominio sobre su voz que sobre su rostro—. ¿Qué significa eso de «un accidente automovilístico», señor?
—No lo sé y por eso se lo pregunto. Escuché algunos retazos de lo que decía Lonnie respecto a la muerte de su familia en un accidente. Como me pareció que su hija sabía de lo que se trataba, supuse que usted también estaría al corriente.
—No sé a qué se refiere Lonnie ni de qué me está hablando usted.
Pareció perder de pronto todo interés por hacer averiguaciones, se dio vuelta y recorrió el pasillo hasta la sección central de la cabaña. Lo seguí y crucé la puerta exterior. No me quedó ninguna duda de que Smithy tendría que hacer su paseo; aunque el frío era tan intenso como antes, había dejado de nevar, el viento del Oeste soplaba con tan poca fuerza que no era más que una suave brisa helada —podía influir el hecho de que ahora nos encontrábamos a sotavento de Antarcticfjell— y se podían ver las estrellas en los numerosos claros del cielo a nuestro alrededor. Había una curiosa luminosidad, una fosforescencia de la atmósfera que no podía atribuirse exclusivamente a la presencia de las estrellas. Caminé un poco hasta alejarme de la cabaña central y pude ver hacia el Sur tres cuartos de la Luna apareciendo sobre un límpido cielo.
Volví y mientras cerraba la puerta me encontré con Lonnie que parecía dirigirse a su cabina. Caminaba inseguro, como un hombre que no viera bien, y cuando nos cruzamos pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. Me habría gustado saber quién había sido el responsable de esas lágrimas. Lonnie estaba tan perturbado que ni siquiera le dio una mirada a la botella de whisky tres cuartos llena que se encontraba sobre la mesa vecina al lugar en el que Otto estaba sentado. No lo miró y, lo que era aún más extraordinario, Otto ni siquiera levantó la vista cuando Lonnie pasó por su lado. De acuerdo al estado de ánimo con que me acosó en la puerta de su hija, yo hubiera esperado que interrogara a Lonnie, incluso ayudándose con ambas manos sobre el cuello del viejo, pero parecía que su humor había experimentado un notable cambio.
Iba hacia Luke para despertarlo de su fidelísima vigilia de perro guardián cuando Otto se puso repentinamente de pie y se dirigió hacia la cabina de su hija. No titubeé ni un segundo. Lo seguí y me acomodé en mi puesto fuera de la puerta de Judith Haynes, pero esta vez no tuve que recurrir al ojo de la cerradura ya que Otto en su nerviosismo la había dejado entreabierta. Le hablaba a su hija en voz baja y en un tono duro y carente por completo de afecto paterno.
—¿De qué has estado hablando, demonio? ¿De qué has estado hablando? ¿Qué es eso de un accidente automovilístico? ¿Qué es eso? ¿Qué mentiras le has contado a Lonnie, perra chantajista?
—¡Sal de aquí! —gritó en un tono en el que, tal vez involuntariamente, no había nada de su cansancio previo o de su inexpresividad anterior—. Déjame sola, viejo perverso. ¡Sal de aquí! ¡Vete! ¡Vete!
Me aproximé a la abertura entre la puerta y el marco; después de todo, no se tiene a menudo la oportunidad de escuchar una escena familiar tan tierna.
—Te juro que no permitiré que mi propia hija me traicione —había olvidado la necesidad de hablar en voz baja—. He soportado más que suficiente de ti y de ese vagabundo vago, inútil y chantajista. Lo que…
—¿Cómo te atreves a hablar así de Michael? —la tranquilidad de su voz me hizo temblar—. Hablas así de él cuando está muerto. Asesinado. Y era mi esposo. Bien, querido padre ¿quieres que te diga algo que tú ignorabas y que yo sabía, algo con lo que Michael te chantajeaba? ¿Quieres que se lo diga a Heissman también?
Hubo una pausa durante la cual pareció como si Otto estuviera a punto de ahogarse, luego exclamó:
—¡Perra sarnosa!
—¡Sarnosa! ¡Sarnosa! —se rió con una carcajada cascada y glacial—. Un insulto así, viniendo de tu parte, es casi un cumplido. Vamos, querido papá, estoy segura de que recuerdas 1938, si hasta yo lo recuerdo. Pobre y viejo tío Johann corriendo, corriendo, corriendo siempre en la dirección equivocada. Pobre tío Johann. ¿No es así como me enseñaste a llamarlo, querido papá? Tío Johann.
Me fui, no porque hubiera escuchado todo lo que quería sino porque supuse que era una conversación que no iba a durar mucho más y podía prever la furia que le provocaría a Otto el volver a encontrarme escuchando en la puerta de su hija. Por otra parte, según la hora, pronto aparecería Jungbeck, el compañero de vigilancia de Otto, y no quería que me viera donde estaba. Seguramente no perdería ni un minuto antes de ir a contárselo a su patrón.
Volví donde Luke, pero decidí que era absurdo despertarlo para que se fuera a dormir de nuevo. Me serví un trago y estaba a punto de empezar a beberlo cuando escuché una voz femenina que gritaba: «sal de aquí, sal de aquí, sal de aquí» y vi a Otto abandonando apresuradamente la cabina de su hija y cerrando con igual prisa la puerta a sus espaldas. Llegó al medio de la cabina a toda velocidad, tomó la botella de whisky sin pedirle permiso a nadie —es cierto que era suya, pero él no lo sabía— llenó su vaso hasta el borde y se bebió la mitad de un sorbo. Su mano temblaba y una buena parte se perdió en el trayecto hasta su boca. En tono de reproche, le dije:
—Molestar a su hija de esa manera, señor Gerran, es muy desconsiderado de su parte. Está muy enferma y necesita afecto y amor.
—¡Afecto! —estaba bebiendo la segunda mitad de su vaso y con la exclamación lo derramó casi por completo sobre la pechera de su camisa—. ¡Amor! Santo cielo… —llenó de nuevo el vaso y lentamente se fue calmando hasta que me habló en un tono meditativo, que de ninguna manera hacía suponer que apenas unos minutos atrás su mayor deseo era descuartizarme:
—Tal vez no fui bastante considerado, pero se trata de una muchacha histérica, muy histérica. El temperamento artístico, como usted sabe. Me temo que sus calmantes no sean muy efectivos, doctor Marlowe.
—La reacción de las personas ante los calmantes varía de una a otra, señor Gerran, y no se la puede predecir de antemano.
—No lo culpo, no lo culpo —dijo irritado—; hay que prestarle cuidado y atención, por supuesto, pero creo que un buen sueño sería más importante. ¿No le podría administrar otro calmante más fuerte? ¿No sería peligroso, verdad?
—No, no sería peligroso. Y la verdad es que me pareció un poco… un poco… excitada. Pero es una persona voluntariosa y si lo rechaza…
—¡Voluntariosa! ¡Ja! Trate, de todas maneras.
Pareció perder interés en la conversación y se dedicó a mirar pensativo el suelo. Levantó los ojos sin mayor entusiasmo cuando Jungbeck, con cara de sueño, hizo su aparición, se dirigió a Luke y lo sacudió violentamente de los hombros mientras le decía:
—Despierte, hombre —Luke se movió y abrió un par de ojos legañosos—, que está de turno. Brillante guardián es usted. Su turno terminó ya, vaya a acostarse.
—Podría haberlo dejado dormir —dije—, va a tener que levantarse dentro de poco.
—Bien, ya es demasiado tarde —agregó Otto incongruente—, voy a hacer que todos estén en pie dentro de un par de horas. El tiempo mejoró, hay una luna que permite viajar, podemos ir donde queramos y estar listos para filmar apenas haya suficiente luz —miró en dirección a la cabina de su hija—. Bueno ¿va a intentarlo?
Asentí y los dejé.
En diez minutos, si las circunstancias son propicias —en este caso eran además desafortunadas— el rostro de una persona puede transformarse hasta los límites de lo inverosímil. La cara que había contemplado tan tensa apenas un poco tiempo atrás estaba ahora ojerosa y mostraba su verdadera edad más unos diez años. Lloraba en un silencio amargo y dolorido, las lágrimas rodaban ininterrumpidamente por sus sienes y los lóbulos de sus orejas y formaban pequeños charcos sobre el forro gris de su almohada. Nunca se me hubiera ocurrido que iba a llegar un momento en el que fuera a sentir una compasión y un deseo tan profundo de consolarla, pero así era. Le dije:
—Me parece que debería dormir.
—¿Por qué? —apretaba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. ¿Qué importancia puede tener si voy a tener que despertarme, no le parece?
—Sí —era una de esas situaciones en las que lo que se diga suena trivial—, pero dormirse ahora le ayudaría, señorita Haynes.
—Bueno —le costaba hablar en medio de su llanto silencioso—, bueno, pero haga que sea un sueño muy largo, lo más largo posible.
Como un idiota hice que fuera un sueño muy largo. Como un idiota me fui a mi cabina y me acosté. Como un perfecto idiota me dormí.
Dormí unas cuatro horas y desperté en una cabaña casi desierta. Otto había cumplido su palabra y puso a toda la gente en pie y a trabajar a una hora que debió parecerles el amanecer. Nadie consideró necesario despertarme porque yo era uno de los pocos que no tenía nada que hacer ese día.
Otto y Conrad eran las únicas personas que se encontraban en la parte central de la cabaña. Ambos bebían café y por la forma en que estaban vestidos resultaba obvio que estaban a punto de marcharse. Conrad me saludó educadamente, Otto ni se molestó siquiera. Me informó que el Conde, Neal Divine, Allen, Cecil y Mary Darling habían partido en el trineo con las cámaras hacia el Camino de Lenner y que tanto él como Conrad los seguirían inmediatamente. Hendriks y Los Tres Apóstoles estaban fuera con el equipo de sonido. Smithy y Heyter habían partido para Tunheim hacía una hora. Al comienzo esta última noticia me pareció extraña; esperaba que Smithy me hubiera despertado y hubiera conversado conmigo antes de partir, pero reflexionando encontré que su omisión era natural. Calzaba con la confianza en sí mismo y, por consiguiente, con la que yo le tenía aunque no se lo dijera, el que no considerara necesario pedir consejo o confirmaciones antes de marcharse. Por último, Otto me dijo que Heissman y su cámara portátil había partido acompañado por Jungbeck en el bote para buscar lugares donde efectuar las tomas. Lo había acompañado Goin que se ofreció como voluntario para reemplazar a Heyter.
Otto se levantó, terminó de beber su taza de café y me dijo:
—Respecto a mi hija, doctor Marlowe…
—Se recuperará.
Nunca se recuperaría.
—Me gustaría hablar con ella antes de irme —no podía imaginar qué podrían tener que decirse ya, pero me abstuve de hacer ningún comentario. Prosiguió:
—¿Tiene alguna objeción? De tipo médico, por supuesto.
—No de tipo médico, pero sí de sentido común. Está bajo calmantes, ni sacudiéndola podría despertarla.
—Pero seguramente…
—No antes de tres horas, por lo menos. Si no piensa hacer caso de mi consejo, señor Gerran, ¿para qué lo pide?
—Bien, bien. Dejémosla tranquila —se dirigió hacia la puerta de salida—. ¿Qué planes tiene para hoy, doctor Marlowe?
—¿Quién más está aquí, fuera de su hija y yo?
Me miró con las cejas enarcadas y respondió:
—Mary Stuart, Lonnie, Eddie y Sandy. ¿Por qué?
—¿Están durmiendo?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Porque alguien tiene que enterrar a Stryker.
—Vaya… por supuesto… Stryker. No crea que se me había olvidado, pero… claro, por supuesto… ¿Usted lo…?
—Sí.
—Le quedaría muy agradecido. Va a ser algo sumamente macabro, macabro, macabro. Una vez más, gracias, doctor Marlowe —se dirigió rápidamente hacia la puerta—. Vamos, Charles, estamos retrasados.
Partieron. Me serví un poco de café. No comí nada porque no era el momento adecuado. En la cabaña del equipo encontré una pala. La nieve no era muy profunda, no tenía un espesor superior a unos 40 centímetros, pero el hielo la había fundido con el suelo y la empresa me tomó más de una hora y media. Lo más peligroso es sudar en esas latitudes y sudé copiosamente antes de terminar de cumplir mi misión. Devolví la pala a su sitio y volví rápidamente a la cabaña para cambiarme de ropa. Era un hermoso día. Estaba muy helado, el sol aún no aparecería en el cielo, pero no era conveniente que vagara acalorado y cubierto de sudor.
Volví a salir cinco minutos más tarde con un par de binoculares alrededor del cuello. Cerré silenciosamente la puerta detrás mío. A pesar de que eran cerca de las nueve, ni Eddie ni Sandy ni Lonnie ni Mary Stuart habían dado señales de vida. La presencia de los tres primeros no me preocupaba ya que eran famosos por su aversión por todo lo que fuera una actividad física y era muy improbable que se ofrecieran para acompañarme en mi paseo. Mary Stuart podría intentarlo por una serie de razones: curiosidad, deseo de explorar, porque le hubieran dicho que me vigilara o porque pudiera sentirse más segura conmigo que en la cabaña. Pero, cualquiera que fueran sus razones, no quería de ninguna manera que se percatara de que me ponía en camino para vigilar a Heissman.
Para hacerlo, primero tenía que encontrarlo. No se le veía por ninguna parte, lo que no sólo era muy inconveniente sino también sumamente molesto. De acuerdo a lo que entendí, su intención era cruzar con Jungbeck y Goin el Sor-hamna en el bote con el objeto de buscar lugares adecuados para filmar las escenas de ambientación. No había señales del bote en el Sor-hamna y desde donde yo estaba, en las cercanías de la cabaña, podía abarcar toda la bahía con una sola mirada. Para estar seguro de que no era efectiva la remota posibilidad de que el bote se hubiera colocado temporalmente detrás de alguna de las minúsculas islas del costado este de la bahía, las estuve observando con los binoculares durante un tiempo. No había el menor indicio de que algo se moviera. Estaba seguro de que Heissman no se encontraba en el Sor-hamna.
Aunque me parecía improbable, podía haberse dirigido hacia el mar abierto a través del extremo norte de la isla de Makehl; era arriesgado porque se trataba de aguas agitadas y Heissman distaba mucho de la idea que uno tiene de un intrépido hombre de mar, además no creía que hubiera olvidado las advertencias de Smithy respecto al peligro de navegar con un bote de popa descubierta en ese tipo de clima. Pensé que podría haberse dirigido hacia el sur del Sor-hamna, donde encontraría aguas más tranquilas en la protegida bahía de Evjebukta, la más próxima en esa dirección.
También yo me encaminé hacia el Sur. Al comienzo me moví en dirección sudeste con el objeto de evitar los acantilados bajos de la bahía. No porque sufriera de vértigo con las alturas, sino porque Hendriks y los Tres Apóstoles se encontraban por allá abajo grabando o tratando de grabar, los gritos de las gaviotas, de los petreles y de los araos negros que tenían fama de cazar por esos alrededores. No había ninguna razón para que temiera a Hendriks y compañía, pero no quería despertar curiosidades innecesarias.
La tarea de subir diagonalmente una montaña, que a primera vista me pareció fácil de escalar, resultó extraordinariamente penosa: No era preciso ser un experto alpinista, lo que en vista de mi carencia de equipo adecuado resultó positivo, pero resultaba imprescindible poseer algún tipo de radar que permitiera advertir la presencia de grietas ocultas y de depresiones súbitas bajo la tersa superficie de la nieve. Por desgracia, estaba desprovisto de este tipo de radar así como del equipo para alpinismo y, como consecuencia, me caía a intervalos regulares dentro de montones de nieve fresca que a veces me llegaban hasta los hombros. No existía ningún peligro físico, el efecto amortiguador de la nieve fresca era casi completo, pero el esfuerzo para salir continuamente de estos barrancos en miniatura y la lucha para encontrar algo que se pareciera a la tierra firme —que en algunas ocasiones medía menos de treinta centímetros de nieve dura— resultó absolutamente agotador. Si me era tan difícil avanzar en un terreno relativamente fácil, pude imaginarme lo que costaría hacerlo a Smithy y a Heyter en el escabroso terreno montañoso del Norte.
Me demoré más de una hora y media en recorrer menos de un kilómetro y medio hasta llegar a un lugar estratégico, a una altura de alrededor de unos 150 metros, que me permitiera ver Evjebukta, la bahía más próxima. Tenía forma de U y se extendía desde Kapp Malmgren en el Noroeste hasta Kapp Kolthoff en el Sudeste, medía un kilómetro y medio de largo y tal vez la mitad de ancho. Toda la costa estaba formada por acantilados verticales sobre una extensión de agua gris peligrosa, prohibida y repelente, mezclada con piedra caliza, que no ofrecía ningún refugio a los que se encontraban en peligro en el mar.
Me recosté agradecido sobre la nieve y cuando los violentos latidos de mi corazón y lo irregular de mi respiración se hubieron normalizado como para sujetar con firmeza los binoculares, enfoqué Evjebukta. Estaba totalmente desprovista de vida. Había sol ahora, apenas se insinuaba sobre el horizonte sudeste, y aunque me daba sobre los ojos no me impedía tener una buena visibilidad. Por otra parte, el radio de visión de los binoculares era tal, que podría haber visto una gaviota flotando sobre las aguas. Había algunas islas al norte de la bahía y estaban los acantilados inmediatamente debajo de mí que me obstruían la visión de lo que pudiera estar ocurriendo a mis pies, pero si el bote estaba oculto detrás de una de las islas o bajo los acantilados era poco probable que Heissman se quedara mucho tiempo en esa posición, no había nada que pudiera detenerlo ahí.
Miré hacia el Sur, más allá del extremo de Kapp Kolthoff donde, fuera de la protección del promontorio, el sol centelleaba sobre los montículos del mar blanco. Estaba todo lo seguro que puede estarse sin tener pruebas concluyentes de que Heissman no se habría aventurado más allá de ese punto. Fuera de las dudosas cualidades de navegante de Heissman había que considerar que Goin era demasiado prudente como para arriesgarse en algo que oliera a peligro.
Ignoro cuánto tiempo permanecí esperando que el bote apareciera de detrás de la isla o de debajo de los acantilados más próximos, lo que sí supe es que de pronto me había dado cuenta de que temblaba de frío y que tenía las manos y los pies casi completamente entumecidos. Me di cuenta de otra cosa, además; durante varios minutos estuve enfocando al pie de los acantilados del sur, en vez de los del norte de la bahía. Vi una curiosa entrada en los muros del acantilado, a unos 40 metros al noroeste del extremo de Kapp Kolthoff. En parte debido a que parecía desaparecer a la derecha detrás de unos acantilados que ocultaban su entrada, y en parte porque el sol estaba directamente detrás y las sombras eran profundas, no pude descubrir ningún detalle de la estrecha entrada. Pero estaba cierto de que se trataba de una entrada. Era la única parte al alcance de mis binoculares donde podría haberse ocultado al bote; la razón por la cual se había escondido en ese sitio me resultaba difícil de imaginar. Una cosa era segura: era imposible hacer una investigación por tierra partiendo del lugar donde me encontraba. Incluso si tenía la buena suerte de no romperme la nuca en las dos horas que necesitaba como mínimo, no sacaría nada en limpio. El descenso por esos escarpados acantilados sería un suicidio ya que, aunque lograra bajar, no había playa y lo que me esperaba estaba fuera de toda duda: las piedras se hundían directamente en las aguas oscuras y gélidas.
Con dificultad y torpeza, me puse de pie y me dirigí de vuelta a la cabaña. El regreso resultó más fácil que la venida porque caminaba montaña abajo y siguiendo mis propias huellas pude evitar la mayoría de las caídas involuntarias que caracterizaron mi ascensión. Con todo, y por más que me apresuré, era cerca de la una cuando me aproximé a la cabaña.
Estaba a unos pocos pasos cuando se abrió la puerta y apareció Mary Stuart. Me bastó verla para que mi corazón cambiara de ritmo y sintiera algo frío y pesado contraerme el estómago. El cabello en desorden, un rostro pálido y desencajado, eran indicios que sólo un ciego podía ignorar de que la muerte había vuelto a aparecer. Al verme exclamó con voz ronca y lacrimosa:
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios que está aquí! Entre pronto, por favor, ha sucedido algo horrible.
No perdí tiempo en averiguarlo, ya lo sabría si continuaba siguiéndola en su precipitada carrera hacia la cabaña y por el pasadizo hasta llegar a la puerta de Judith Haynes.
Algo horrible había sucedido, pero no había necesidad de apurarse. Judith Haynes se había caído de su cama de campaña y estaba en el suelo, cubierta parcialmente por la manta que arrastró en su caída. Sobre la cama había un frasco de barbitúricos abierto y vacío en sus tres cuartas partes, algunas píldoras estaban desparramadas. En su puño aún sujetaba el gollete de una botella de ginebra casi vacía. Me incliné y le toqué la frente helada; incluso tomando en cuenta la atmósfera gélida de la cabina, debía haber muerto hacía ya varias horas. «Haga que sea un sueño muy largo», me había pedido, «que sea un sueño muy largo».
—¿Está… está…? —los muertos hacen hablar a la gente en susurros.
—¿No puede reconocer un muerto cuando lo ve? —era una respuesta brutal, pero me sentía inundado de una cólera sorda que no me dejaría hasta que abandonara la Isla.
—Yo… yo no la toqué… yo…
—¿Cuándo la encontró?
—Hace uno o dos minutos. Le preparé algo de comida y café y vine…
—¿Dónde están Lonnie, Sandy y Eddie?
—No sé dónde están. Salieron hace poco… me dijeron que iban a dar una vuelta.
Era inverosímil que ninguno de los tres quisiera caminar más allá de la puerta sino por una razón bien concreta. Le dije:
—Vaya a buscarlos. Están en la cabaña de las provisiones.
—¿Y por qué habrían de estar en la cabaña de las provisiones?
—Porque es ahí donde Otto guarda su whisky.
Partió. Puse a un lado la botella de ginebra y los barbitúricos y subí a Judith a la cama porque me pareció cruel dejarla tirada sobre el suelo desnudo. Miré rápidamente a mi alrededor, pero no pude notar nada extraño o sospechoso. La ventana seguía cerrada, las pocas cosas que había sacado de la maleta se encontraban dobladas y en orden sobre una pequeña silla. No podía dejar de mirar la botella de ginebra. Stryker me había dicho —y yo mismo se lo escuché decir a Lonnie— que Judith nunca bebía, que no lo había hecho durante años. Un abstemio no suele llevar una botella de ginebra por si tiene sed.
Lonnie, Eddie y Sandy entraron, impregnando el aire con el olor de una destilería. Esa era la única evidencia de su visita a la cabaña de las provisiones, pero, cualquiera que haya sido el estado en el que los encontró Mary, la impresión los había puesto absolutamente sobrios. Estaban parados en silencio, mirando al cadáver sin decir nada. Supongo que pensaban que no había nada que se pudiera decir. Rompí el silencio:
—Hay que informarle al señor Gerran de la muerte de su hija. Fue al Norte, a la bahía más próxima, no debe ser difícil encontrarlo si siguen las huellas del trineo. Creo que es mejor que vayan todos juntos.
—Misericordia Divina —exclamó Lonnie en un murmullo reverente—, la pobre muchacha, la pobre muchacha. Primero su marido y ahora… esto. ¿Cuándo vamos a concluir, doctor?
—No lo sé, Lonnie. La vida no siempre es bondadosa ¿verdad? No es necesario que se esfuercen demasiado por encontrar al señor Gerran, podemos prescindir de los ataques al corazón.
—Pobre Judith —dijo Lonnie—. ¿Y cómo le decimos a Otto que murió? El alcohol y las píldoras para dormir son una mezcla mortal ¿no es cierto?
—A menudo.
Se miraron sin saber muy bien qué hacer y se marcharon. Mary Stuart preguntó:
—¿Puedo ayudar en algo?
—Quédese aquí —la violencia de mi tono me sorprendió a mí como a ella—. Quiero hablar con usted.
Envolví la botella de ginebra en una toalla y el frasco de barbitúricos en un pañuelo. Pude ver que Mary me observaba con los ojos abiertos y una expresión de sospecha o de temor; podían ser también ambas cosas juntas. Luego examiné el cadáver para investigar si presentaba huellas visibles de violencia. No tuve mucho trabajo; aunque estaba acostada y cubierta de mantas, se había metido en cama con el anorak y unos pantalones de piel. Mamé a Mary para que viera el minúsculo agujero detrás de los cabellos de la nuca de Judith Haynes. Se pasó la lengua por los labios resecos y me miró con ojos de enferma.
—Sí —le dije—, la asesinaron. ¿Qué le, parece, querida Mary? —la expresión era afectuosa, pero no así el tono.
—¡Asesinada! —susurró—. ¡Asesinada! —miró la botella y el frasco envueltos, se humedeció los labios, quiso decir algo, pero pareció incapaz de hacerlo.
—Es probable que tenga algo de ginebra dentro —concedí—, y posiblemente algunos barbitúricos, aunque lo dudo; es muy difícil hacerle tragar algo a una persona inconsciente. Puede que no haya huellas dactilares ni en la botella ni en el frasco, seguramente las borraron, pero si aparecen las de su índice y las de su pulgar sobre el cuello de la botella… bueno, nadie se bebe tres cuartos de una botella sosteniéndola con esos dos dedos —miraba con una mezcla de horror y de fascinación el agujero del cuello; dejé caer el cabello y agregué—: No estoy seguro, pero creo que la mataron con una inyección que contenía una dosis excesiva de morfina. ¿Qué le parece, querida Mary?
Me miró pidiendo compasión, pero no estaba dispuesto a malgastarla con los vivos. Me dijo:
—Es la segunda vez que me pregunta. ¿Por qué?
—Porque en parte, y puede que sea en gran parte, usted es responsable de su muerte. Es un asesinato muy bien planeado, se lo aseguro. Desgraciadamente yo soy muy bueno para descubrirlos… cuando ya es demasiado tarde. Tiene todas las apariencias de un suicidio, pero yo sé que no bebía ¿comprende?
—¡Yo no la maté! ¡Dios mío! ¡Yo no la maté! ¡Yo no fui! ¡Yo no fui!
—Y espero que usted no sea responsable de la muerte de Smithy también —agregué con violencia—, porque si no vuelve, su próximo cargo será el de cómplice, además de asesinato.
—El señor Smithy… —su sorpresa era completa y patética, pero no logró conmoverme—. Le juro por Dios que no sé de qué está hablando.
—Claro que no. Y tampoco lo sabría si le pregunto qué se traen entre manos Gerran y Heissman. ¿Cómo podría saberlo una criatura tan dulce e inocente como usted? ¿O pretende hacerme creer que ignora también sus manejos con su querido tío Johann?
Me miró con una especie de desesperación animal y sacudió la cabeza. La golpeé. Aunque sabía que mi ira estaba más bien dirigida contra mí que contra ella, no pude contenerme y la golpeé. Cuando me dio su mirada favorita de perro regalón al que se le ha disparado un tiro que no terminó de liquidarlo volví a levantar la mano.
Cerró los ojos y se escabulló con la cabeza hacia un lado. Dejé caer mi mano que cayó inerte en mi costado e hice lo que debería haber hecho desde el comienzo: rodearla con mis brazos y estrecharla con fuerza. No se resistió, permaneció inmóvil.
—Pobre querida Mary. No tiene dónde huir ¿verdad? —no respondió, conservando los ojos cerrados—. Su tío Johann es tan tío suyo como yo. Sus papeles de inmigración certifican que tanto su padre como su madre están muertos, pero yo creo que viven y que Heissman ni es su tío ni es hermano de su madre. Creo que los tiene como rehenes para asegurarse su colaboración, así como usted es su rehén para asegurar la de ellos. No se imagine que sólo pienso que Heissman es un delincuente que opera a escala internacional porque sé que lo es. Así como sé que usted no es letona sino alemana y que su padre ocupó altos puestos en los consejos de guerra de Berlín —en realidad no lo sabía con certeza, pero lo que decía era el producto de muchas adivinanzas juntas—. También sé que hay mucho dinero de por medio, dinero en bonos negociables. ¿O me equivoco?
—Si sabe tanto ¿para qué seguir fingiendo? —hubo un silencio, luego retrocedió un poco, me miró con ojos derrotados y agregó con voz dura—: ¿Usted no es médico, verdad?
—Sí, lo soy, pero los pacientes que hubiera podido tener deberían sentirse agradecidos de que no los atendiera porque hace muchos años que no practico. Soy un funcionario civil que trabaja para el Gobierno Británico, nada primoroso o romántico como espionaje o contraespionaje sino el Tesoro. Estoy aquí porque hace tiempo que estamos interesados en los embustes de Heissman. Por supuesto que no esperaba encontrarme con todo este lío.
—¿Qué quiere decir?
—Demasiado largo para explicarlo aunque pudiera, lo que no es el caso. Además, tengo otras cosas que hacer.
—El señor Smithy… —titubeó—, ¿es del Tesoro también? —asentí y prosiguió—: Ya me parecía —volvió a titubear—. Mi padre comandaba un grupo de submarinos durante la guerra, también era un miembro del Partido de muy alto grado, parece. Después desapareció…
—¿Dónde operaba?
—El último año en el Norte: Tromso, Trondheim, Narvik, lugares de ese tipo. No lo sé muy bien.
De pronto tuve la certeza de que tenía que ser verdad.
—Después desapareció… ¿era un criminal de guerra? —pregunté y ella asintió—. ¿Y ahora es un viejo? —volvió a asentir—. ¿Y le concedieron una amnistía por su edad?
—Hace dos años. Volvió a nosotros. El señor Heissman nos reunió. No sé cómo.
Podría haberle explicado que Heissman tenía antecedentes que lo calificaban especialmente para hacerlo, pero no era el momento. Dije:
—Su padre no sólo es un criminal de guerra sino también un criminal civil, probablemente un estafador de alto nivel. ¿Esto lo hace por él?
—Por mi madre.
—Lo siento.
—Yo también. Lamento todas las molestias que le he ocasionado. ¿Cree que mi madre no tendrá problemas?
—Así espero.
Era una aseveración bastante precipitada de mi parte, tomando en cuenta mis fracasos para lograr que la gente siguiera con vida.
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué se puede hacer con todas estas cosas horribles que están pasando?
—No se trata de lo que nosotros podemos hacer. Yo sé lo que debo hacer. Usted es el problema.
—Haré cualquier cosa, cualquier cosa que me diga. Se lo prometo.
—No haga nada. Siga actuando como hasta ahora, especialmente con su tío Johann. Y no le diga nada de nuestra conversación, no le diga ni una palabra a nadie.
—¿Ni siquiera a Charles?
—¿A Conrad? Menos que a nadie.
—Pero yo creí que usted lo estimaba…
—Sí, pero ni la mitad de lo que él la estima a usted. Le daría una paliza a Heissman de inmediato —agregué con amargura—: Hasta ahora no he desplegado mucho talento o finura, déme esta última oportunidad —pensé en mi inteligencia y dije—: Hay algo que puede hacer; avisarme cuando vea que alguien viene de vuelta. Voy a dar un vistazo por ahí.
Otto tenía tantas cerraduras como yo llaves. De acuerdo a lo que correspondía al presidente de la Olympus Productions, productor de la película y director de facto de la expedición, viajaba con un gran número de equipaje. La mayor parte de sus pertenencias eran efectos personales, ropa en su mayoría. Aunque Otto, debido a su forma esférica, estaba automáticamente excluido de la lista de los Diez Hombres Mejor Vestidos del Año, sus aspiraciones de elegancia eran de lo más pretenciosas. Llevaba por lo menos dos trajes. Lo que pensaba hacer con ellos en la Isla del Oso era sólo materia de conjeturas. Lo que me resultó más interesante fue un par de maletines angostos de color marrón que servían para esconder dos cajas de metal.
Ambas estaban provistas de imponentes cierres de bronce que incluso un ciego podría abrir en un minuto. No me tomó más tiempo hacerlo. La primera caja no contenía nada de importancia, excepto para Otto. Guardaba cientos de cortes de prensa, seleccionados entre los que contenían alabanzas para su trabajo. Se remontaban hasta unos veinte años atrás y exaltaban unánimemente el genio cinematográfico de Otto. Era precisamente el tipo de alimento para su ego que se podía esperar que acarreara por el mundo durante sus viajes. La segunda caja contenía papeles de índole financiera, transacciones comerciales, ingresos y egresos registrados durante años. Estaba seguro que habría hecho las delicias de cualquier inspector de Impuestos Internos o de un contable respetuoso de la ley —suponiendo que esa especie exista—, pero mi interés fue mínimo. Lo que sí me interesó poderosamente, en cambio, fue una colección de talones de cheques. Como no veía qué utilidad podrían prestarle en el Ártico, me los guardé. Tuve cuidado de dejar todo como estaba y me fui.
De acuerdo también a lo que cabía esperar del contable de la firma, Goin tenía aficiones a guardar todas sus pertenencias bajo llave, pero como sus posesiones no eran ni un cuarto de las de Otto me tomó menos tiempo revisarlas. Como correspondía a un contable, su principal preocupación eran asuntos financieros, y ya que este interés coincidía con el mío me llevé tres cosas que consideré necesario examinar posteriormente con más calma: una lista de los sueldos de la Olympus Productions, un libro de contabilidad privada de Goin espléndidamente encuadernado, y un diario forrado en cuero que estaba escrito en clave, pero que, claramente, trataba de grandes sumas de dinero, ya que Goin no se habría molestado en inventarse una clave para contabilizar libras y peniques en pequeñas cantidades. No había nada siniestro en todo esto, fuera de que una preocupación por mantener en privado los propios secretos y los de los demás puede ser una virtud muy meritoria en un contable.
Dediqué la media hora siguiente a revisar las cabinas. En la de Heissman, tal como era de esperar, no encontré nada. Un hombre con sus antecedentes y su experiencia tenía que haber descubierto muchos años atrás que el único archivo seguro para sus documentos estaba dentro de su cabeza. Tenía algunos papeles inocuos —supongo que los habría utilizado para redactar su manifiesto— que me interesaron porque eran varios mapas a escala de la Isla del Oso. Me llevé uno.
Los documentos privados de Neal Divine no revelaron nada de interés, fuera de un gran número de cuentas pendientes, pagarés y un surtido de cartas de diversos banqueros, un tipo de correspondencia que estaba a tono con su personalidad nerviosa, aprensiva y oprimida.
En la cabina del Conde, al fondo de una anticuada maleta tipo Gladstone, encontré una pequeña pistola negra automática. Estaba cargada, pero como a su lado aparecía una licencia para portar armas dejé en suspenso la importancia del descubrimiento. En Inglaterra, un buen número de personas respetuosas de la ley consideran prudente, por una serie de razones legales, portar armas.
En la cabina que compartían Jungbeck y Heyter no hallé nada sospechoso. Me intrigó un pequeño paquete marrón sellado que encontré en la maleta de Jungbeck. Lo llevé conmigo a la parte central de la cabaña, en la que Mary Stuart iba de una a otra de las cuatro ventanas para mantener la vigilancia. Pregunté:
—¿No viene nadie? —negó con la cabeza—. Ponga agua a hervir, por favor.
—Ahí hay café y comida.
—No quiero café. Ponga una tetera a hervir con un par de centímetros de agua —le pasé el paquete—, y abra esto con el vapor.
—¿Qué contiene?
—Si lo supiera no le pediría que lo abriera.
Me fui a la cabina de Lonnie. Sólo estaba lleno de sus sueños materializados en un álbum lleno de viejas fotografías. Con pocas excepciones eran de su familia y saltaba a la vista que él mismo las había tomado. En la primera aparecía una atractiva mujer morena con un peinado al estilo de los años treinta, el pelo ondulado hasta la altura de los hombros. Tenía en sus brazos un par de gemelos. Fotografías posteriores mostraban que los gemelos eran niñas. En la medida en que iban pasando los años, la esposa de Lonnie cambiaba de peinados, pero se conservaba casi igual a la primera foto. Las niñas crecían en cada página hasta convertirse en unas bellas adolescentes que se parecían a su madre. La última fotografía, colocada unos dos tercios después de empezado el álbum, las mostraba a las tres con trajes blancos de verano de un largo desmesurado, apoyadas contra un coche oscuro sin capota. Las dos muchachas tendrían unos dieciocho años. Cerré el álbum con esa sensación de desagrado y culpabilidad que se experimenta cuando se tropieza, aunque sea sin intención, con los sueños privados de una persona.
Me dirigía a la cabina de Eddie cuando Mary me llamó. Tenía el paquete abierto y me mostraba el contenido en un pañuelo blanco. Le dije:
—Es una buena idea.
—Dos mil libras —dijo sorprendida—, todas en billetes nuevos de cinco libras.
—Es mucho dinero.
No sólo eran billetes nuevos sino que tenían el número de serie consecutivo. Apunté el primero y el último; seguirles la pista sería algo automático e instantáneo. Alguien era muy estúpido o muy confiado. Aunque constituía una prueba apropiada no me quedé con ella sino que cerré el paquete, volví a sellarlo y lo coloqué de nuevo en la maleta de Jungbeck. Cuando una persona tiene tanto dinero en su poder, es probable que se asegure con bastante frecuencia de que continúa teniéndolo.
Las cabinas de Eddie y de Hendriks no revelaron nada de interés. Lo único que saqué en limpio de mi visita a la de Sandy fue que era menos escrupuloso que Lonnie para proveerse de licor de la reserva de Otto. Tenía una buena colección de botellas llenas.
Pasé por alto los dormitorios de los Tres Apóstoles, estaba seguro que no obtendría nada positivo entrando. No se me ocurrió entrar a la cabina de Conrad.
Eran pasadas las tres y empezaba a oscurecer cuando volví a la parte central de la cabaña. A esa hora, Lonnie y los otros dos ya se habrían puesto en contacto con Otto y su vuelta era inminente. Mary ya había comido —por lo menos eso dijo— y me sirvió un filete y patatas fritas a la colección de alimentos congelados y precocidos con que contábamos. Pude captar que estaba preocupada. Tenía razones para preocuparse por muchas cosas, pero supuse que su inquietud de ese momento se debía a una sola causa. Me preguntó:
—¿Dónde podrán estar? Estoy segura de que algo tiene que haberles pasado.
—Conrad está bien. Probablemente fueron más lejos de lo que pretendían, eso es todo.
—Así espero. Está oscureciendo y ha comenzado a nevar… —se calló y me miró acusadora—. Usted es muy inteligente ¿no es así?
—Ojalá lo fuera —dije con absoluta sinceridad. Empujé hacia un lado mi comida inconclusa y me levanté—. Lo siento, no tiene nada que ver con la forma en que cocina. No tengo hambre. Estaré en mi cabina.
—Está oscureciendo —repitió inconsecuentemente.
—No me demoraré mucho.
Me recosté sobre mi catre de campaña y examiné el resultado de mis pesquisas. No tuve que estudiarlas mucho tiempo ni se necesitaron poderes deductivos especiales para captar la importancia de lo que tenía ante mis ojos. La lista de sueldos era instructiva, pero no proporcionaba ni la mitad de la luz que arrojaba la comparación de los talones de Otto y el libro de contabilidad de Goin. Lo más interesante de todo, sin embargo, lo constituía el mapa, o para ser más preciso: los dibujos detallados de Evjebukta. Estaba mirándolo y pensando en el padre de Mary Stuart cuando ella entró en mi cabina.
—Viene alguien.
—¿Quién?
—No lo sé. Está demasiado oscuro y nieva.
—¿En qué dirección?
—Ésa —señaló hacia el sur.
—Deben ser Hendriks y los Tres Apóstoles —le pasé los papeles envueltos en una toalla—. Guarde esto en su habitación —di vuelta a mi botiquín, saqué un pequeño destornillador de mi bolsillo y comencé a destornillar las cuatro láminas de metal que servían para pararlo en el suelo.
—Sí, sí, por supuesto —titubeó—, pero podría decirme…
Aquí hay personas capaces de revisar sin ninguna vergüenza lo que no les pertenece. Especialmente mis cosas y con mayor motivo si yo no estoy aquí.
Saqué la base y liberé la caja negra de metal que había acomodado en el fondo.
—Se va —dijo mecánicamente, como quien está más allá de cualquier sorpresa—: ¿Dónde?
—Bien, lo único seguro es que no voy al bar de la esquina —saqué la caja negra y se la pasé—. Con cuidado, pesa. Esconda esto también y escóndalo bien.
—Pero qué…
—Dése prisa. Ya están en la puerta.
Salió rápidamente. Atornillé la base del maletín y me dirigí a la parte central de la cabaña. Hendriks y los Tres Apóstoles ya estaban ahí. Por la forma cómo golpeaban sus brazos para reanimar la circulación en los intervalos en los que dejaban de beber el café que Mary había dejado sobre la estufa, parecía evidente que se sentían muy contentos de estar de vuelta. Su felicidad desapareció de golpe cuando les expliqué la muerte de Judith Haynes.
Aunque ni ellos, ni ningún otro miembro de la Compañía, tuvo motivos para sentir ternura por Judith, el simple hecho de la muerte reciente de una persona que conocían —les expliqué que se trataba de un suicidio— y que seguía tan pronto a las otras muertes, produjo un efecto tal que los redujo a un silencio impresionado. Empezaban a recuperarse cuando se abrió la puerta y Otto se precipitó al interior. Buscaba aire para respirar y parecía a punto de desplomarse de cansancio, síntomas que en sí, en el caso de Otto, no indicaban necesariamente un esfuerzo reciente o violento; incluso atarse los cordones de sus zapatos era un gesto que lo dejaba al borde del colapso. Lo miré con lo que esperaba pareciera un aire preocupado.
—Vamos, vamos, señor Gerran, cálmese, cálmese —dije con toda solicitud—. Comprendo que ha sido una impresión terrible para usted, pero…
—¿Dónde está? —preguntó con voz ronca—. ¿Dónde está mi hija? ¿Cómo pudo…?
—En su cabina —quiso pasar a mi lado, pero me interpuse en su camino—. Puede verla dentro de un momento, señor Gerran, pero antes tengo que… ¿comprende?
Me miró bajo las cejas arqueadas y asintió impaciente para demostrar que comprendía, lo que no dejaba de ser curioso considerando que ni siquiera yo comprendía muy bien mis propias palabras. Dijo:
—Dése prisa, por favor.
—No tardaré más que unos segundos —me dirigí a Mary Stuart—. Déle un poco de coñac al señor Gerran.
Tardé diez segundos en la cabina de Judith. No quería que Otto me hiciera preguntas incómodas respecto a los envoltorios de la botella de ginebra y del frasco de barbitúricos. Los tomé con cuidado por sus cuellos, los desempaqueté y los puse en un sitio bastante destacado. Llamé a Otto.
Estuvo un rato mirándola con expresión desolada y produciendo sonidos desarticulados, pero no opuso resistencia cuando lo tomé del brazo, le sugerí que era inútil que se quedara más tiempo y lo conduje hacia afuera. En el pasillo me preguntó:
—¿Se trata de un suicidio, verdad?
—Sin ninguna duda.
—Dios, cómo me reprocho… —suspiró.
—No tiene nada que reprocharse, señor Gerran, ya que usted mismo pudo comprobar hasta qué punto le afectó la noticia de la muerte de su esposo. Fue un caso típico de lo que antiguamente se llamaba pena.
—Es bueno que en estas circunstancias podamos contar con un hombre como usted —murmuró Otto.
Guardé un modesto silencio, lo llevé de vuelta a su coñac y le pregunté:
—¿Dónde están los otros?
—Vienen detrás. Yo corrí delante.
—¿Y por qué Lonnie y los otros dos se demoraron tanto en encontrarlo?
—Hacía un día maravilloso para filmar toda la ambientación. Nos estuvimos moviendo continuamente, cada toma mejor que la anterior. Además tuvimos que efectuar el rescate. Dios mío, si hubo alguna vez un equipo técnico con peor suerte…
—¿El rescate? —esperaba que mi tono fuera de sorpresa y no de pánico.
—Heyter. Se hirió —bebió algo de coñac y movió la cabeza para enfatizar el número de preocupaciones que cargaba sobre sus espaldas, luego agregó—: Estaba trepando con Smithy cuando se cayó. Se torció o fracturó un tobillo, no sé. Aunque estaban a mayor altura pudieron vernos en el Camino de Lenner, íbamos más o menos hacia el lugar en el que se encontraban. Parece que Heyter convenció a Smithy para que siguiera solo, le dijo que estaría bien y que nos esperaría —volvió a mover la cabeza mientras concluía su coñac—. ¡Insensato!
—No comprendo —podía oír el ruido del trineo aproximándose.
—En vez de quedarse quieto y esperar que estuviéramos cerca para oír sus gritos, trató de bajar la montaña en nuestra búsqueda. Por supuesto que su maldito tobillo no lo resistió, se cayó en un barranco y quedó bastante maltrecho. No escuchamos sus voces hasta después del mediodía. Fue muy difícil bajarlo de la montaña, muy difícil. ¿Ese ruido es el trineo?
Asentí. Otto se levantó y se encaminó hacia la puerta de entrada. Le pregunté:
—¿Y Smithy? ¿Lo ha visto?
Me miró con una sorpresa fingida y respondió:
—¿Smithy? No, por supuesto que no. Le dije que había proseguido adelante.
—Verdad. Lo había olvidado.
La puerta se abrió desde afuera antes de que alcanzáramos a llegar a ella. Conrad y el Conde entraron sosteniendo a Heyter que caminaba apoyado en un solo pie. La cabeza colgaba exhausta, la barbilla inclinada sobre el pecho, su pálido rostro estaba lastimado en la mejilla y en la sien derecha.
Lo recostamos y le sacamos la bota derecha. Tenía el tobillo hinchado, descolorido, y sangraba ligeramente en las diversas partes en las que la piel se había roto. Mientras Mary Stuart calentaba un poco de agua, lo ayudé a sentarse, le serví algo de coñac, le di mi mejor sonrisa médica para levantar el ánimo, lo compadecí por su mala suerte y lo acusé mentalmente de asesinato.