Capítulo 10
Cinco minutos más tarde, arropados hasta los ojos para defendernos del intenso frío, la nieve y el viento, que había dejado de gemir para bramar sobre la superficie helada de la Isla, Smithy y yo estábamos de pie a sotavento de la cabina, cerca de la ventana que había cerrado poniendo una hoja de papel. No tenía manilla exterior y no se la podía volver a abrir desde fuera. Yo estaba provisto de un cortaplumas suizo dotado de una serie de accesorios capaces de abrir casi cualquier cosa. Miramos a nuestro alrededor los vagos contornos de la cabina. Se veía gracias a la intensa luz —las lámparas de kerosene producen una llama blanca y brillante— que surgía de una de las ventanas de la sección central y al pálido resplandor de las lámparas más pequeñas encendidas en unas pocas cabinas.
Smithy me susurró al oído:
—Aunque no es una noche apropiada para que un honesto ciudadano se tome un trago ¿no podríamos tropezar con uno menos honesto?
—Es muy temprano para que él, o ellos, empiecen a merodear. Por el momento hay demasiada gente llena de aprensión como para que cualquiera se atreva a aclararse la garganta en un momento poco oportuno. Más tarde quizás, pero no ahora.
Nos dirigimos directamente a la cabaña de las provisiones, cerramos la puerta y como no tenía ventanas encendimos nuestras linternas. Buscamos en todas las bolsas, en los embalajes, cajas de cartón y paquetes de comida. No había nada anormal. Smithy me preguntó:
—¿Qué andamos buscando?
—No tengo idea. Supongo que cualquier cosa que no debiera estar aquí.
—¿Un revólver? ¿Una botella negra con una etiqueta que diga «Veneno Mortal»?
—Algo parecido —respondí mientras sacaba de su embalaje una botella de Haig y la guardaba en el bolsillo de mi anorak. Expliqué:
—Para usos medicinales solamente.
—Por supuesto —asintió.
Hizo un último recorrido por las paredes de la cabaña con la luz de la linterna y la dejó fija sobre tres pequeñas cajas esmaltadas que se encontraban puestas en un estante superior. Dijo:
—Debe haber alimentos muy delicados ahí ¿caviar para Otto, tal vez?
—Equipo médico para mí. Son instrumentos. Le garantizo que no hay veneno —me encaminé hacia la puerta—. Vamos.
—¿Sin comprobar el contenido?
—No vale la pena. Es difícil esconder una ametralladora dentro de una de esas cajas.
Medían alrededor de 20 x 25 centímetros.
—¿No le importa si les echo un vistazo de todas maneras?
—Bueno —empezaba a impacientarme—, pero apresúrese.
Smithy abrió la tapa de las dos primeras cajas y examinó rápidamente su contenido antes de cerrarlas. Cuando llegó a la tercera me preguntó:
—¿Ha sacado parte del instrumental?
—No he sacado nada.
—Entonces alguien lo hizo.
Me enseñó la caja. Había dos espacios vacíos en el fieltro azul.
—Alguien sacó una jeringa hipodérmica y un tubo de agujas.
Smithy me miró en silencio, cogió la caja, la cerró y volvió a ponerla en su sitio. Comentó:
—Esto no me gusta nada.
—22 días es mucho tiempo. Si pudiéramos encontrar el líquido con el que van a llenar la jeringa…
—¿No pudiera ser que se la llevaran para uso privado? ¿Alguna persona aficionada a las drogas a la que se le dobló su propia aguja, por ejemplo? ¿Uno de los Tres Apóstoles? Después de todo, no sería tan extraño en ese ambiente, música pop, el mundo del cine, adolescentes…
—No. No lo creo.
—Yo tampoco. Estaba tratando de convencerme a mí mismo.
Nos dirigimos a la cabaña del combustible; nos tomó un par de minutos comprobar que no había nada que pudiera interesarnos. Lo mismo ocurrió en la cabaña en la cual se guardaba el equipo, pero aproveché la visita para proveerme de dos cosas que necesitaba: un destornillador, que saqué de la caja que usó Eddie para conectar el generador, y un paquete de tomillos. Smithy me preguntó:
—¿Para qué los necesita?
—Para atornillar las ventanas. Las puertas no son la única manera de introducirse en la cabina de un hombre dormido.
—No confía mucho en el género humano ¿verdad?
—Tengo que admitir que he perdido la inocencia.
No tuvimos ninguna tentación de quedarnos demasiado tiempo en el cobertizo del tractor; el cadáver de Stryker yacía con los ojos vidriosos mirando el techo sin verlo, el reflejo de las linternas sobre su rostro producía un efecto horrible. Lo examinamos todo en la caja de herramientas, investigamos las bolsas de papel para equipaje, incluso nos tomamos hasta la molestia de revisar los tanques de petróleo y los radiadores. No hallamos nada.
Nos encaminamos al muelle. Estaba a una distancia de unos 18 metros de la cabaña central; tardamos alrededor de cinco minutos en encontrar el sendero. No nos atrevimos a encender las linternas y la nieve que caía pesadamente reducía la visibilidad a una distancia mínima; éramos como ciegos moviéndose en un mundo sin salidas. Bordeamos cautelosamente el camino hasta el final del malecón. La nieve cubría los baches de las piedras, y con toda la ropa que llevábamos encima teníamos pocas probabilidades de sobrevivir en las gélidas aguas del Sor-hamna, si tropezábamos. Localizamos el bote en el protegido ángulo Noroeste del malecón, y descendimos por una escalera vertical de hierro, tan vieja y mohosa que los extremos exteriores de los peldaños medían menos de medio centímetro de diámetro.
En una noche oscura, el resplandor de una linterna puede verse desde una distancia considerable, incluso a través de la más espesa nevazón, pero ahora nos encontrábamos bajo el nivel del malecón y pudimos encender las nuestras tomando la precaución de mantenerlas cubiertas. Una búsqueda rápida reveló que no había nada. Nos trasladamos gateando al otro bote y tuvimos el mismo resultado infructuoso. Luego visitamos el modelo a escala natural del submarino, le habían atornillado una escala mecánica a un costado que la unía a la torrecilla.
La torrecilla tenía una plataforma soldada alrededor de su circunferencia, a una distancia aproximada de un metro veinte del tope. Una escotilla conducía a la plataforma semicircular, colocada a unos 45 centímetros debajo de la pestaña que aseguraba la torrecilla. Una corta escalera llevaba de ahí a la cubierta del submarino. Bajamos y encendimos las linternas. Smithy dijo:
—Me gustan los submarinos porque no les cae la nieve encima pero, fuera de eso, no me gustaría tener que vivir en uno.
El estrecho y angosto interior era un lugar inhóspito y poco alegre. La cubierta estaba formada por tablones transversales de madera sujetos a ambos lados por tuercas. Bajo los tablones se podían ver firmemente sujetas unas hileras de largas barras grises: las cuatro toneladas de hierro que servían de lastre. Cuatro tanques cuadrados para lastre estaban situados a lo largo de ambos costados del casco, se los podía llenar para producir el peso necesario para hundirlo. En un extremo del casco había un motor diesel, su tubo de escape pasaba por la superficie de la cubierta y llegaba hasta el tope de la torrecilla donde estaba atornillado. El motor se acoplaba a una unidad compresora para vaciar los tanques del lastre. Como estructura eso era todo. Me habían dicho que la construcción de todo el modelo costó quince mil libras; no pude menos que pensar que esa cifra era el resultado del pasatiempo favorito de Otto: adulterar los libros de contabilidad.
Había varios otros elementos disparatados en el equipo. En un armario de lo que parecía ser el extremo final del modelo, había cuatro pequeñas anclas en forma de hongos con cadenas junto a un cabrestante portátil. Inmediatamente encima, una escotilla conectaba esta sección con la cubierta superior. Seguramente las anclas servían para asegurar el modelo en cualquier posición en la que se deseara mantenerlo. Frente a este armario, amarrado con fuerza contra un mamparo, se encontraba una liviana construcción plástica de un periscopio que parecía operar de manera bastante realista. Había otros modelos plásticos cerca: un revólver de siete centímetros, seguramente para subirlo a la cubierta, y dos ametralladoras que supuse que se instalarían en alguna parte de la torrecilla. En el extremo delantero del submarino había otros dos armarios; uno guardaba algunos salvavidas de corcho, el otro seis tarros de pintura y unas cuantas brochas. Los tarros decían «Gris Instantáneo».
—¿Y esto que significa? —preguntó Smithy.
—Me imagino que se trata de algún tipo de pintura que seca instantáneamente.
—Todo muy náutico y en el mejor estilo de Bristol. No habría pensado nunca que Otto fuera capaz de hacer algo así —tiritó—. Tal vez no nieve aquí dentro pero pongo en su conocimiento que tengo muchísimo frío. Esto me da la impresión de ser una tumba de hierro.
—No es muy cómodo. Arriba y afuera.
—Una búsqueda inútil ¿no le parece?
—Así parece. En todo caso, no me hacía demasiadas ilusiones.
—¿Por eso cambió de idea acerca de seguir adelante con la filmación? Al comienzo se mostró reticente y después les aconsejó para que se quedaran. ¿Quería tener tiempo para examinar lugares y pertenencias mientras estaban fuera?
—¿Qué le hace pensar así, Smithy?
—Hay cientos de montones de nieve en los que se puede ocultar cualquier cosa.
—Ya lo había pensado.
Nos costó mucho menos volver del muelle a la cabaña central porque contábamos con las débiles y difusas luces de las lámparas para guiarnos. Nos introdujimos en nuestras cabinas sin demasiadas dificultades, limpiamos de nieve nuestras botas y colgamos la ropa para que se secara. En comparación con el interior del casco del submarino, el calor dentro de la cabina resultaba sumamente acogedor. Provisto del destornillador aseguré la ventana mientras Smithy, luego de algunas referencias a su estado de salud, se apoderaba de la botella que confiscara en la cabaña de las provisiones y servía dos tragos en unos vasos que sacó de mi maletín. Me observó mientras concluía y comentó:
—Parece seguro para la noche. ¿Y las de los otros?
—No creo que estén en peligro porque no representan ninguna amenaza para los planes de nuestros amigos.
—¿Ninguno de ellos?
—Voy a clausurar la ventana de Judith también.
—¿Judith Haynes?
—Presiento que está en peligro pero no sé si se trata de un peligro grave o inminente. Tal vez exagere.
—No me extrañaría —dijo con ambigüedad y bebió ron aire ausente otro poco de whisky—. He estado pensando en otras cosas. ¿Cuándo cree usted que nuestra junta de ejecutivos va a pedir ayuda o, por lo menos, hacerle saber al mundo exterior que los empleados de la Olympus Productions están muriendo como moscas y no precisamente por causas naturales?
—En su caso ¿usted qué haría?
—Llamar a la policía. Siempre que no fuera un criminal o el asesino.
—Yo no soy un criminal, pero tengo poderosas razones para no querer la intervención de la policía tampoco. Apenas hiciera su aparición cesaría cualquier pensamiento, intento o acción criminal y nos quedaríamos con cinco asesinatos sin resolver en nuestras manos. Y ese sería el final ya que no podemos probar nada en contra de nadie. Hay una sola posibilidad: darle tiempo al culpable para que siga trenzando la cuerda con la que lo van a ahorcar.
—¿Y qué pasaría si le da tanto tiempo que en vez de trenzar su propia cuerda termina ahorcando a otro con ella? ¿Qué pasaría si hay otro asesinato?
—En ese caso tendríamos que recurrir a la policía. Estoy aquí para cumplir una misión de la mejor manera que pueda, pero no puedo usar cualquier medio. No puedo sacrificar víctimas inocentes como si fueran peones de ajedrez.
—Es un alivio saberlo. ¿Y si ellos tienen la idea de ponerse en contacto con la policía?
—Entonces tendríamos que tratar de comunicarnos con Tunheim. Tienen una Oficina Meteorológica con una radio con potencia como para alcanzar la Luna. Tendríamos que ofrecernos para intentar ponernos en contacto con Tunheim. Está a menos de 16 kilómetros de distancia, aunque con este tiempo daría lo mismo que se encontrara en el último rincón de Siberia. Si el tiempo mejora sería posible. El viento está girando hacia el Oeste, si continuara haciéndolo se podría hacer el viaje en bote. Sería sumamente desagradable pero posible. Dejaría de serlo si el viento girara demasiado hacia el Norte porque los botes son abiertos y se inundarían. Por tierra, si dejara de nevar, no lo sé. En primer lugar, el terreno es tan accidentado y montañoso que sería imposible utilizar el trineo. Tendría que irse a pie, adentrándose mucho para evitar el complejo montañoso de Misery Fell, que termina en acantilados en la costa Este. Hay cientos de lagos en esa región e ignoro el espesor del hielo que los cubre. Puede que en algunos casos sea superficial y resista el peso de la nieve pero no el de un hombre. Me parece que algunos de ellos tienen más de 30 metros de profundidad. Podría hundirse hasta los tobillos, hasta las rodillas, hasta los muslos o hasta la cintura en la nieve. Aparte de que tal vez se hundiera o se ahogara, no estamos equipados para hacer viajes durante el invierno. Ni siquiera contamos con una tienda para pasar la noche fuera, y no hay la menor posibilidad de hacer ese viaje en un día. Si nevara de nuevo creo que no podría contar con que la Olympus Productions tuviera una brújula que le evitara caminar en círculos hasta que se cayera muerto de frío, hambre o agotamiento.
—Todo el discurso parece basarse en el hecho de que soy yo el que hace el viaje. ¿Por qué no va usted en cambio? —sonrió burlón—. Bueno, siempre quedaría la posibilidad de ponerme en camino, buscar una cueva o un refugio para pasar la noche y volver al día siguiente diciendo que la misión resultó imposible.
—Esperemos a ver cómo se juegan las cartas —concluí mi botella y tomé el destornillador y los tornillos—. Vamos a ver cómo se encuentra la señorita Haynes.
Parecía estar bien. No tenía fiebre, su pulso era normal y respiraba profunda y regularmente. Cómo se iba a sentir cuando se despertara, era otro cuento. Atornillé la ventana, de modo que nadie pudiera entrar desde el exterior sin tener que romper el doble juego de vidrios protectores, lo que haría un ruido lo bastante fuerte como para despertar a la mitad de los ocupantes de la cabaña. Luego me dirigí a los compartimientos comunes.
Se hallaban sorprendentemente vacíos. Por lo menos diez de las personas que esperaba encontrar estaban ausentes. Después de un rápido cálculo mental, llegué a la conclusión de que no había motivos para alarmarse. La conspicua ausencia de Otto, el Conde, Heissman y Goin se debía probablemente a algún cónclave secreto en el que estarían discutiendo materias trascendentales que no querrían que sus subordinados escucharan. Tal vez estaban en una de las cabañas. Con toda seguridad Lonnie estaba tomando el fresco de nuevo. Esperaba que no se perdiera entre el edificio central y la cabaña de las provisiones. Allen probablemente, se había acostado y suponía que Mary Darling, que daba la impresión de haber superado un buen número de sus primitivas inhibiciones, habría vuelto a su misión de tenerle las manos asidas. No sospechaba dónde podrían haberse metido los Tres Apóstoles ni me preocupaba saberlo. Fuera de una ruptura del tímpano no había nada que temer de ellos.
Me dirigí hacia donde se encontraba Conrad manipulando sobre una cocinilla de tres hornillos instalada encima de una estufa. Había dos grandes sartenes y un enorme jarro que burbujeaban simultáneamente. Cocinaba un estofado, judías y café, y parecía divertirse en su papel de chef; puede que influyera el tener a Mary Stuart como ayudante. Si se hubiera tratado de otra persona habría buscado motivos menos altruistas en su gozosa disposición; la bien conocida primera figura haciéndose el servicial para una galería que lo admiraba. Conocía bastante a Conrad para saber que una actitud así no formaba parte de su naturaleza en absoluto. Era una persona espontáneamente dispuesta a ayudar, nunca se le ocurría colocarse por sobre sus compañeros de trabajo. Creo que Conrad debía ser verdaderamente una rara avis en el mundo del cine. Le pregunté:
—¿Qué pasa aquí? ¿Tiene antecedentes para este tipo de trabajo? Creí que Otto había nombrado a los Tres Apóstoles para que se turnaran como cocineros.
—Los Tres Apóstoles habían decidido empezar a mejorar su técnica musical en este mismo lugar —respondió Conrad—, e hice un tratado de defensa propia con ellos. Están practicando al frente, en la cabaña del equipo, donde está el generador.
Traté de imaginarme el grado de cacofonía que producirían sus átonas voces, los instrumentos amplificadores y el motor diesel en un espacio cerrado de ocho por ocho pero no fui capaz de conseguirlo. Le respondí:
—Merece una condecoración. Usted también, querida Mary.
—¿Yo? —sonrió—. ¿Por qué?
—¿Recuerda lo que dije respecto a los buenos juntándose con los malos? Estoy encantado de comprobar que está vigilando a uno de nuestros sospechosos. ¿Ya ha visto su mano permaneciendo inmóvil sobre el jarro durante un tiempo excesivamente largo?
—No creo que eso tenga la menor gracia, doctor Marlowe —dijo y dejó de sonreír.
—Yo tampoco, sólo fue un estúpido intento de alegrar la atmósfera —miré a Conrad—. ¿Podría hablar una palabra con el chef?
Conrad me miró interrogador unos segundos, asintió y se alejó. Mary Stuart dijo:
—Una encantadora actitud para conmigo. ¿Por qué no puede hablarle aquí?
—Voy a contarle chistes y usted parece no apreciar mi sentido del humor —me acerqué a Conrad y le pregunté—: ¿Ha podido conversar con Lonnie?
—No. No se ha presentado la oportunidad todavía. ¿Es tan urgente?
—Empiezo a pensar que sí. Mire, no está aquí pero estoy seguro de que podrá encontrarlo en la cabaña de las provisiones.
—¿Donde Otto guarda su elixir de la vida?
—No esperaría encontrar a Lonnie en la cabaña del combustible ¿verdad? Ni los motores ni el petróleo son sus bebidas favoritas. ¿Por qué no va allá en busca de un escape líquido de este mundo cruel y fastidioso, de la Isla del Oso, de la Olympus Productions de lo que le parezca mejor, y trata de sonsacarle algo? Mencione lo mucho que extraña a su familia, dígale cualquier cosa, pero hágalo hablar.
—Simpatizo con Lonnie —titubeó—. No me gusta el encargo.
—Ya no me importan los sentimientos de la gente, mi única preocupación es mantenerlos vivos, que conserven la vida, quiero decir.
—De acuerdo —me miró seriamente—. Me imagino que está corriendo un riesgo al usar a uno de sus sospechosos.
—No está en mi lista de sospechosos. Nunca lo estuvo.
Se quedó mirándome un rato y después dijo:
—Dígaselo a la querida Mary por favor —se dio vuelta y se dirigió hacia la puerta de salida.
Volví a la cocina improvisada. Mary Stuart me observó con su aire habitual, grave, remoto e inexpresivo. Le dije:
—Conrad quiere que le diga lo que le dije ¿me entiende? que no está en mi lista de sospechosos y que nunca estuvo.
—¡Qué bueno! —Me sonrió con un toque invernal en la sonrisa.
—Mary ¿está disgustada conmigo?
—Bueno…
—Bueno ¿qué?
—¿Es amigo mío?
—Por supuesto.
—Por supuesto, por supuesto —imitó mi tono muy bien—. El doctor Marlowe es amigo de toda la Humanidad.
—El doctor Marlowe no acuna en sus brazos a toda la Humanidad durante una noche entera.
Sonrió y esta vez había un toque primaveral en la sonrisa.
—¿Es amigo de Charles Conrad?
—Simpatizo con él. No se qué pensará de mí.
—A mí me gusta y sé que le gusto y que somos amigos —estuve a punto de decir «por supuesto» pero me arrepentí y me limité a asentir con la cabeza—. ¿Por qué no compartimos todos nuestros secretos?
—Las mujeres son unos seres muy curiosos, en todos los sentidos de la palabra.
—No juegue conmigo, por favor.
—¿Siempre comparte todos sus secretos? —frunció levemente el ceño como si estuviera perpleja. Proseguí—:
Le propongo un juego. Usted me cuenta un secreto y yo le cuento otro.
—¿Qué quiere decir?
—Por ejemplo ¿qué misión secreta tuvo ayer por la mañana, en la me ve, en la cubierta superior, cuando fue tan afectuosa con Heissman?
Esperaba algún tipo de reacción positiva pero, para mi desencanto, no hubo ninguno. Me miró silenciosa y pensativa. Dijo:
—¿De modo que estaba espiándome?
—Estaba ahí por casualidad.
—Qué casualidad que yo no lo viera a usted. Lamento que se haya enterado —se mordió los labios pero sin ninguna angustia particularmente discernible.
—¿Por qué?
Tuve durante unos breves segundos la intención de hacerme el irónico pero un imperceptible campanilleo interior me recomendó no hacerlo.
—Porque no quiero que nadie lo sepa.
—De eso ya me había dado cuenta, pero ¿por qué? —pregunté con calma.
—Porque no es algo de lo que me enorgullezca. De algo tengo que vivir, doctor Marlowe. Llegué a su país hace dos años y no tengo antecedentes para postular a ningún trabajo. Ni siquiera para el que estoy haciendo ahora. Soy una pésima actriz. Lo sé. No tengo ningún talento. Las dos últimas películas que hice… bueno, eran horribles. ¿Le sorprendió que la gente me tratara con indiferencia cuando la verdad es que se estaba preguntando a gritos por qué estaba filmando por tercera vez para la Olympus Productions? Ahora puede saber la razón: se llama Johann Heissman —sonrió levemente—. ¿Está sorprendido o escandalizado, doctor Marlowe?
—Ni lo uno ni lo otro.
Desapareció la sonrisa y perdió algo de color. Cuando habló, su voz sonaba ronca.
—¿Resulta fácil, entonces, creerme capaz de una cosa así?
—No. Lo que pasa es que no le creí ni una sola palabra —me miró con el rostro triste, sin comprender. Luego preguntó:
—Quiere decir que… ¿que no me cree capaz de hacer eso?
—No creo que Mary Stuart fuera capaz, ni la querida Mary —le volvió el color al rostro y me dijo como si divagara:
—Es la cosa más hermosa que me hayan dicho en mi vida —se miró las manos titubeante, luego explicó sin mirarme—: Johann Heissman es mi tío. El hermano de mi madre.
—¿Su tío?
Había estado barajando toda clase de posibilidades en mi mente, pero ésta ni siquiera había figurado entre las combinaciones analizadas.
—Mi tío Johann —volvió a sonreír casi en secreto, esta vez había un toque de malicia en su expresión. Me pregunté cómo sería una sonrisa suya de franca alegría o de felicidad—. No tiene por qué creerme, vaya y pregúnteselo usted mismo. En privado, por favor.
La cena de esa noche no fue un éxito social; faltaba esa atmósfera de alegre camaradería que se necesita para hacer que este tipo de reuniones comunitarias resulten agradables. Puede que haya influido el hecho de que la mayoría comiera sin compañía o en grupitos desparramados de pie o sentados alrededor de la cabina; la mayor parte de la atención se concentraba en la poco apetitosa sopa que sostenían en las manos. Todos parecían estar plena y dolorosamente conscientes de que estábamos viviendo el equivalente secular de nuestra propia última cena. El interés por la comida no era demasiado absorbente; con frecuencia un par de ojos interrumpían la contemplación del estofado y las judías para dar una breve ojeada a su alrededor, luego volvían con un extraño aire de culpabilidad defensiva al plato. Era como si la persona hubiera esperado descubrir, mediante su escapada ocular, signos inconfundibles que pudieran identificar sin equivocarse al traidor que cenaba con nosotros. No es necesario decir que dichos signos no aparecían por ninguna parte. El problema de identificar al culpable se veía agravado y aún más confuso por el hecho de que la mayoría de los presentes exhibía un grado de anormalidad en su conducta que habría despertado algo más que una simple sospecha. Es una curiosa característica de la naturaleza humana el que incluso la persona más inocente que se sabe bajo sospecha, tienda a reaccionar con una actitud poco natural de despreocupación y desinterés que sólo sirve para reforzar la sospecha inicial.
Otto no presentaba estos síntomas. Tal vez fuera porque se había formado parte del grupo sobre el cual no había sospechas o porque pensara que su calidad de presidente de la Compañía y productor lo colocaba por sobre la problemática que afligía al común de los mortales. Se le veía notablemente sosegado y, lo que era sorprendente, vigoroso y enérgico. A pesar de todas las evidencias que tenía hasta el momento, pudiera ser que Otto, tan poco claro e indeciso para todo, fuera de esas personas que sacan lo mejor de sí mismas en los momentos de crisis. Por cierto que no había nada poco claro ni indeciso cuando se puso de pie para hablar al final de la cena.
—Todos conocemos —dijo enérgicamente— los espantosos sucesos de los últimos días. Me temo que no tenemos otra alternativa que aceptar la interpretación que da el doctor Marlowe de los hechos. Más aún, pienso que tenemos que considerar sus advertencias respecto a lo que pudiera ocurrir en el futuro. Son realidades ineludibles y posibilidades concretas, por consiguiente les ruego que no piensen ni por un segundo de que estoy tratando de minimizar la gravedad de la situación. Muy al contrario, sería imposible exagerarla. No se puede exagerar una situación insoportable. Aquí estamos, anclados en el Ártico, fuera de toda posibilidad de ayuda, sabiendo que hay varios que terminaron sus días violentamente y que la violencia puede continuar.
Miró sin prisa a los asistentes. Yo hice lo mismo y pude apreciar que muchos estaban tan impresionados como yo por la calmada valoración que había hecho Otto de la realidad. Prosiguió:
—Es precisamente porque los hechos en los que nos hemos visto envueltos son tan increíbles y anormales que sugiero que nos comportemos de la manera más racional y normal posible. Un estado de histeria no haría reversibles los horribles sucesos que acaban de ocurrir y sólo serviría para perjudicarnos a todos. Por consiguiente, mis colegas y yo hemos decidido que hay que seguir adelante con esta empresa, por supuesto que tomando todas las precauciones posibles, que es la razón por la cual vinimos a esta Isla. Tratemos de hacerlo en forma normal. Estoy seguro de que estarán de acuerdo conmigo en que es mucho mejor tener nuestro tiempo y nuestra atención ocupados de manera constructiva, trabajando con dedicación en nuestro propósito en vez de permanecer inactivos con todas esas cosas horribles rondando en nuestras cabezas. No estoy sugiriendo que pretendamos que esas cosas no han sucedido nunca, pero sí sugiero que nos beneficiará a todos si actuamos como si no hubieran ocurrido. Si el tiempo lo permite, mañana tendremos tres equipos trabajando —no era una consulta sino una orden y creo que yo habría actuado igual en su lugar—; el grupo principal, a las órdenes del señor Divine, irá al Norte por el Camino de Lenner, un sendero construido a comienzos de siglo para comunicarse con la bahía más próxima. Lo acompañarán el Conde, Allen y Cecil. Tengo la intención de ir yo también y quiero que Charles me acompañe —dijo mirando a Conrad.
—¿Va a necesitar mi presencia? —inquirió Mary Darling, levantando una mano como una niñita que hace una pregunta en clase.
—No lo creo. La mayor parte del trabajo será de ambientación —se calló al observar la expresión de la cara magullada de Allen y se dirigió de nuevo a Mary con lo que me pareció una sonrisa picaresca—, pero si quiere venir estaremos encantados. El señor Hendriks junto con Luke, Mark y John, tratará de captar todos los sonidos de la Isla: el viento en las cascadas, los pájaros en los acantilados, las olas reventando sobre la playa. El señor Heissman partirá en el bote con una cámara manual en busca de lugares adecuados para filmar. Los señores Jungbeck y Heyter que están libres se han ofrecido gentilmente para acompañarlo. Éstas son nuestras decisiones respecto al programa de mañana. He dejado lo más importante para el final y porque no está relacionado con nuestro trabajo. Hemos decidido que es esencial buscar ayuda lo más pronto posible. Eso quiere decir que debemos ponemos en contacto con la policía o con alguna autoridad reconocida. No se trata sólo de cumplir con nuestro deber sino de algo que bien pudiera resultar esencial para nuestra preservación. Es muy importante que se haga una investigación exhaustiva y experta tan pronto como sea humanamente posible. Para pedir ayuda necesitamos una radio, la más próxima se encuentra en la Estación Meteorológica noruega de Tunheim.
Me abstuve cuidadosamente de mirar a Smithy, esperando que hiciera lo mismo. Otto le habló:
—Señor Smithy, su presencia puede ser una bendición del cielo ya que usted es el único marino profesional con el que contamos. ¿Qué posibilidades hay de llegar a Tunheim en bote?
Smithy permaneció algunos segundos en silencio para dar la impresión de que estaba pesando las posibilidades; luego explicó:
—Con un tiempo tan malo no lo intentaría ni siquiera en la situación desesperada en la que nos encontramos. Acabamos de tener una tormenta, señor Gerran, y el mar demorará en calmarse. El inconveniente de los botes es que si se encuentra el mar picado por delante es imposible recurrir a la manera normal de evitarlo: darse vuelta y retroceder. Los botes son completamente abiertos en su parte trasera y eso significa que con toda seguridad se llenarían de agua y se hundirían. Habría que estar muy seguro del tiempo para intentarlo.
—Comprendo. Es demasiado peligroso por el momento. ¿Y cuando el mar se calme, señor Smithy?
—Dependería del viento. Está retrocediendo hacia él Oeste, si se queda en esa área sería posible. Si se dirige hacia el Noroeste o más lejos sería imposible. Yo no diría que un viaje por tierra fuera más fácil pero por lo menos no existiría el riesgo de hundirse en un mar tormentoso.
—¿Cree que es posible llegar a Tunheim a pie?
—No lo sé. No soy un experto en viajes por el Ártico. Estoy seguro de que el señor Heissman aquí presente está mucho mejor preparado que yo para hablar del tema, he oído decir que ha dado una conferencia sobre…
—No, no —protestó Heissman reafirmando su negativa con un movimiento de la mano—. Escuchemos su opinión, señor Smithy.
Smithy les hizo escuchar su opinión que no era sino una copia más o menos textual de lo que yo le había dicho previamente en nuestra cabaña. Cuando concluyó, Heissman, que probablemente sabía tanto de viajes invernales en el Ártico como yo de la cara posterior de la Luna, dijo:
—Breve y admirablemente expuesto. Estoy totalmente de acuerdo con el señor Smithy.
Hubo un silencio meditativo que fue roto cuando Smithy expresó tímidamente:
—Yo estoy de más en el grupo. Si el tiempo mejora, no me importaría intentarlo.
—Ahora estoy en desacuerdo con usted —dijo Heissman con prontitud—. Sería un suicidio, simplemente un suicidio, muchacho.
—No hay ni que pensarlo —corroboró Otto con firmeza—. Para mayor seguridad, para la seguridad de todos, habría que organizar una expedición.
—Yo no lo haría así —replicó suavemente Smithy—, no creo que un ciego conduciendo a otro ciego sirviera de gran ayuda.
—Señor Gerran —dijo Jon Heyter—, tal vez yo podría servir de algo.
—¿Usted? —Otto pareció perplejo, luego su rostro se aclaró—. Por supuesto, se me había olvidado. Jon me sirvió de doble en Sierra Alta, una película sobre escalamiento de montañas. Reemplazaba a los actores que tenían miedo o que eran demasiado valiosos como para filmar ellos mismos las secuencias de escalamiento. Puedo asegurarles que se trata de un alpinista de primera clase. ¿Qué me dice, señor Smithy?
Estaba absorto tratando de descubrir cómo enfrentaría Smithy la situación cuando le escuché decir:
—Esa es exactamente la cantidad de personas adecuada para una expedición. Me encantaría tener al señor Heyter de compañero; probablemente tendrá que llevarme en brazos todo el camino.
—Bien, entonces está decidido. Les quedo muy agradecido —dijo Otto—. Pero siempre que el tiempo mejore, por supuesto —me sonrió—. Como miembro adoptivo de la junta de directores ¿qué le parece?
—Bueno, sí. En lo que tengo mis dudas es respecto a su plan de que todos nos retiremos a descansar esta noche. Para algunas personas con determinados propósitos en sus mentes, no hay mejores horas que las de la noche. Cuando digo «algunas personas» me refiero a las que se encuentran aquí dentro, y cuando digo «determinados propósitos» me refiero a los homicidios.
—Mis colegas y yo ya hemos discutido el problema —dijo Otto—. ¿Sugeriría que hiciéramos turnos de vigilancia?
—Pudieran ayudarnos a vivir un poco más —comenté mientras caminaba unos pasos hasta quedar en el centro—. Desde aquí puedo ver los cinco corredores; sería imposible que alguien entrara o saliera de ninguna de las cabinas sin ser visto por la persona que estuviera en este sitio.
—Siempre que fuera un tipo especial de persona —bromeó Conrad—, con el cuello giratorio.
—No, si hay dos personas vigilando al mismo tiempo —contesté—. Y como ya se pasó el momento en que pudiera importar herir los sentimientos de nadie, serían dos personas que no sólo vigilarían los corredores, sino que también se vigilarían mutuamente. Pondríamos un sospechoso y un no sospechoso. Entre estos últimos podríamos excluir galantemente a las dos Marys. También podríamos prescindir de Allen para que pueda tener una noche completa de sueño. Quedaríamos el señor Gerran, el señor Goin, el señor Smithy, Cecil y yo. Cinco. Un buen número para hacer turnos de dos horas entre las 10 p.m. y las 8 a.m., por ejemplo.
—Una excelente sugerencia —dijo Otto—; bien, necesitamos otros cinco voluntarios.
Había trece voluntarios posibles y todos ofrecieron inmediatamente sus servicios. Se decidió que Goin y Hendriks compartirían el tumo de diez a medianoche, Smithy y Conrad desde esa hora hasta las dos, yo y Luke de dos a cuatro, Otto y Jungbeck de cuatro a seis y Cecil y Eddie de seis a ocho. Algunos de los otros protestaron, especialmente el Conde y Heissman, alegando sin mucho entusiasmo que se los había discriminado. El hecho de que quedaran aún veintiuna noches después de ésta era suficiente como para considerar sus protestas como un gesto simbólico.
No resultó nada de sorprendente que decidiéramos por unanimidad no quedarnos conversando o haciendo vida social. En realidad, había un solo tema de conversación pero nadie quería mencionarlo por temor a estar hablando con quien no debía. En unos pocos minutos, de a uno o en parejas, casi todos se fueron a sus cabañas. Fuera de Smithy y de mí se quedó Conrad también. Supe que quería hablarme. Smithy me dio una breve mirada y partió para nuestra cabina. Conrad me preguntó:
—¿Cómo supo lo de Lonnie y su familia?
—No lo sabía. Lo adiviné. ¿Habló con usted?
—Un poco, no mucho. Tuvo familia.
—¿Tuvo?
—Tuvo. Una esposa y dos hijas, dos muchachas. Las tres murieron en un accidente automovilístico. No sé sí chocaron ni quién estaba al volante. Lonnie se quejó de que ya había hablado demasiado. Ni siquiera me dijo si estaba en el coche, si alguien lo había presenciado ni cuándo ocurrió.
Eso era todo lo que había averiguado Conrad. Conversamos de algunas vaguedades y cuando Goin y Hendriks aparecieron para el primer turno, me fui a mi cabina.
Smithy no estaba en su saco de dormir. Totalmente vestido, destornillaba el último tornillo que aseguraba el marco de la ventana. Tenía puesta la luz de la pequeña lámpara a petróleo tan baja que la cabina estaba semioscura.
—¿Se va a alguna parte?
—Hay alguien afuera —buscó su anorak y yo hice lo mismo—, y pensé que sería mejor que no usáramos la puerta de entrada.
—¿Quién es?
—No tengo idea. Miró por la ventana pero su cara era un contorno blanco borroso. Estoy seguro de que no sabe que lo vi porque encendió una linterna en la ventana de Judith Haynes. No lo habría hecho si sospechaba que lo estaban observando. —Smithy ya iba saliendo por la ventana—. Apagó la linterna pero no antes de que pudiera ver para dónde se dirigía. Hacia el muelle, no tengo la menor duda.
Seguí a Smithy y cerré la ventana como lo había hecho previamente.
El tiempo seguía parecido; con la misma nieve y el frío intenso, la misma oscuridad y el gélido viento que daba tumbos alrededor de la brújula y ahora se dirigía hacia el Sudoeste.
Pasamos frente a la ventana de Judith; cubrimos nuestras linternas para que sólo saliera un rayo de luz delgado como un lápiz y buscamos huellas en la nieve que se dirigieran hacia el muelle. Estábamos a punto de seguirlas cuando se me ocurrió que sería muy instructivo averiguar dónde comenzaban. No pudimos lograrlo. El desconocido había caminado pegado a los muros por lo menos un par de veces alrededor de la cabaña. Arrastraba los pies y era imposible saber la ventana de qué cabina fue utilizada como puerta de escape. Que hubiera disimulado sus huellas era anonadante; que se le ocurriera hacerlo resultaba desconcertante, ya que indicaba que estaba consciente de que se esperaba que se produjeran este tipo de salidas nocturnas.
Nos dirigimos con cuidado pero con toda rapidez hacia el muelle, evitando cautelosamente las huellas del desconocido. Al comienzo del malecón, arriesgué una rápida recorrida con el delgado chorro de mi linterna acondicionada para este objeto: había una sola línea de huellas hacia adelante. Smithy me dijo en voz queda:
—Vaya, vaya. Nuestro amigo está abajo, en los botes o en el submarino. Si vamos a investigar podríamos tropezar con él. Si caminamos hasta el final del malecón para una revisada rápida y no nos topamos con él, es probable que vea nuestras huellas cuando se devuelva. ¿No quiere que sepa que anduvimos por aquí?
—No. No hay ninguna ley que le prohíba pasear a un hombre cuando le da la gana, aunque sea en plena ventisca. Si nos delatamos, puede tener la seguridad que no cometerá otra torpeza mientras estemos en la Isla del Oso.
Nos retiramos detrás del refugio que nos ofrecían algunas rocas distantes unos pocos metros de la playa. Con cero de visibilidad, era una precaución superfina.
—¿Qué cree que pretende?
—No tengo ninguna idea especial, cualquier cosa entre una felonía y algo horrible. Investigaremos cuando se haya ido.
Cualquiera que haya sido su propósito, no le tomó mucho tiempo. Partió antes de que hubiera pasado un par de minutos. La nieve era tan espesa, la oscuridad tan absoluta, que podría haber caminado a nuestro lado sin que lo hubiéramos visto u oído si no hubiera sido por el movimiento errático de la pequeña linterna que sostenía en sus manos. Esperamos unos segundos, luego nos enderezamos. Pregunté:
—¿Llevaba algo?
—Tuve el mismo pensamiento. Pudiera ser, pero no podría jurarlo.
Seguimos las huellas sobre la nieve hasta el final del malecón. Terminaban frente a la escalera de hierro que conducía al modelo del submarino. No había duda de que había estado ahí, no sólo porque no habría podido dirigirse a ninguna otra parte sino porque sus huellas aparecían sobre la cubierta del submarino y al subir las encontramos en la torrecilla también. Entramos.
Nada había cambiado, no se veía ninguna alteración desde nuestra visita previa. Smithy dijo:
—Le he tomado una antipatía repentina a este lugar. La última vez que estuvimos aquí le dije que me parecía una tumba de hierro. No quisiera que fuera la nuestra.
—¿Teme que lo sea?
—Nuestro amigo no se llevó nada. Como tuvo que tener algún propósito para venir, deduzco que trajo algo. Sería imposible detectarlo basándose en las huellas sobre la nieve. ¿Y si hubiera puesto algún artefacto que hiciera volar esta maldita cosa?
—¿Y para qué iba a querer hacer algo tan absurdo? —pregunté aunque no me sentía tan incrédulo como quería hacer aparecer.
—¿Y por qué ha hecho todas las atrocidades que ha cometido? En este momento no me interesan las razones y quiero saber ahora y aquí si anda en otra de sus locuras. Lo que quiero decir es que estoy nervioso.
—Suponiendo que tiene razón, no se puede volar un artefacto como éste con una bomba de plástico explosivo. Tendría que ser algo de mucha mayor potencia. Algo de acción retardada.
—¿Para darle tiempo de estar durmiendo inocentemente cuando esto explote? Eso me pone más nervioso todavía. Quisiera saber cuánto calculó que necesitaría para estar de vuelta en su cama.
—Pudo hacerlo en un minuto.
—¡Santo cielo! ¿Qué hacemos aquí conversando, entonces? —paseó la linterna por los alrededores—. ¿Dónde diablos se podría poner una cosa así?
Examinamos primero la cubierta, pero todas las barras de hierro para el lastre y sus seguros de madera estaban en su lugar y, aparentemente, no habían sido tocados. No había espacio ahí para la bomba explosiva más minúscula. Recorrimos el resto del armazón, miramos detrás de las anclas, entre las cadenas, bajo la unidad de compresión y el cabrestante y en los modelos plásticos del periscopio y los cañones. No encontramos nada. Incluso revisamos las láminas purificadoras de los tanques del lastre por si hubieran sido desatornilladas, pero estaban en su sitio.
Smithy me miró. Era difícil saber si estaba perplejo o, como en mi caso, cada vez más consciente e incómodo con la posibilidad de que el artefacto estuviera en alguna parte y se nos acabara el tiempo. Dirigió sus ojos hacia la proa y exclamó:
—¡Pudo haberlo puesto en uno de los armarios! El lugar más fácil y rápido para esconder algo.
—No lo creo —dije, pero llegué antes que él—. Recorrí con la linterna el armario donde guardaban la pintura. Detuve la luz sobre un listón de madera cerca del piso del armario. Todavía iluminándolo pregunté:
—¿Lo ve?
—Un poco de nieve fresca que todavía no se derrite. De una bota. Bueno, no perdamos más tiempo y abramos este maldito armario.
—Mejor que no —sujeté su brazo—, no sabemos si no se trata de una trampa.
—No se me había ocurrido —retiró la mano como si hubiera visto las mandíbulas de un tigre a punto de morderla—. Con esto se habría ahorrado un fusil. ¿Cómo podemos abrirlo?
—Lentamente. Es poco probable que haya tenido tiempo de instalar algo tan complicado como un gatillo eléctrico, pero si lo hizo tienen que haber contactos con la puerta. Lo más seguro es que haya un cordón. En ninguno de los dos casos funcionaría si sólo lo abrimos unos cinco centímetros, tuvo que dejar ese espacio para poder sacar la mano.
Abrimos con suma cautela los cinco centímetros, examinamos el borde y lo que se podía ver del interior del armario. No encontramos nada. Abrí la puerta. No aparecían señales de explosivos ni de que hubieran puesto algo extraño dentro. Sin embargo, habían desaparecido dos tarros de la pintura instantánea y dos brochas.
Smithy me miró y sacudió la cabeza. Ninguno de los dos dijo ni una sola palabra. Las razones para llevarse un par de tarros de pintura eran tan inimaginables que no se podía decir absolutamente nada. Cerramos el armario, trepamos por la torrecilla y pasamos al malecón. Comenté:
—No creo que se los haya llevado a su cabinete. Después de todo, son dos tarros bastante grandes y no los podría ocultar con facilidad en un compartimento pequeño, especialmente si recibe visitas.
—No tiene por qué esconderlos allá. Como le dije antes, hay cientos de montones de nieve donde se puede guardar prácticamente cualquier cosa.
Si ocultó algo, no lo hizo en ninguno de los montones de nieve entre el muelle y la cabaña; sus huellas se dirigían directamente hacia allá sin desviarse hacia ninguno de los costados. Las seguimos hasta los muros de la cabaña, allí las perdimos en la borrosa serie de huellas que rodeaba el perímetro de la construcción. Tapando la luz de su linterna, Smithy examinó el rastro durante unos segundos. Luego dijo:
—Creo que alguien, no necesariamente la misma persona, ha estado haciendo otro recorrido por estos lugares.
—Tiene razón.
Nos encaminamos hacia la ventana de nuestro cabinete, iba a abrirla cuando una especie de instinto —o tal vez el hecho de que ahora buscaba inconscientemente algo sospechoso o extraño en cada situación— me hizo iluminar el marco. Me volví a Smithy y le pregunté:
—¿Nota algo anormal?
—Sí. El tapón de papel entre la ventana y el marco ya no está ahí —iluminó el suelo con su linterna y recogió algo— porque está aquí. Tuvimos uno o varios visitantes.
—Así parece.
Trepamos dentro y mientras Smithy atornillaba la ventana cogí la lámpara y empecé a mirar a mi alrededor para buscar huellas de la visita del intruso y, lo más importante, para tratar de descubrir el motivo de su visita. Lo primero que revisé fue mi equipo médico, no me tomó mucho tiempo y fue lo primero y lo último que examiné. Exclamé:
—¡Vaya, vaya! Mataron dos pájaros de un tiro. Somos un par de imbéciles.
—¿Por qué?
—Porque la cara que divisó por la ventana seguramente estuvo ahí unos cinco minutos, hasta que no le quedó dudas de que lo había viste. Luego, para asegurarse de que había despertado su curiosidad, iluminó con la linterna la ventana de Judith Haynes. Debió pensar que no podía haber otro par de cosas que nos tentara para salir con mayor rapidez.
—Y acertó, ¿no es cierto? —miró mi botiquín abierto y preguntó—: ¿Tengo que pensar que le falta algo?
—Así es. —Le mostré el hueco vacío sobre el forro de la bandeja—. Una mortífera dosis de morfina.