Capítulo 5
Ya no me apeteció mi camarote, ni siquiera para dormir; el excéntrico millonario que había alhajado y acondicionado el Morning Rose para uso de pasajeros tenía una profunda aversión por las cerraduras con llave en las puertas de los camarotes. Como poseía los medios, y la oportunidad, puso en práctica sus teorías. Puede que se tratara de una fobia o que fuera el producto del razonamiento de que mucha gente había perdido innecesariamente la vida en el mar al quedar atrapados en camarotes cerrados con llave cuando el barco se hundió. Un hecho que sabía que era verdadero. En todo caso, era imposible cerrar con llave desde dentro los camarotes del Morning Rose; no había ni cerrojo.
Decidí que el salón era el mejor lugar para mí. Recordaba que había un confortable sofá en un rincón; podría acomodarme y, lo que era más importante, tener la espalda protegida. Los estantes bajo los asientos del sofá tenían un espléndido surtido de mantas de lana, otra herencia, como las puertas sin cerrojos, del antiguo propietario. Lo mejor de todo era que se trataba de un sitio iluminado y público. Un sitio donde era probable que fuera gente, incluso tarde. Un sitio donde era imposible que me cogieran desprevenido. Por supuesto que nada de esto me protegería de alguien tan mal intencionado como para dispararme a través de las ventanas de cristal del salón. Supongo que me servía de consuelo pensar que la persona, o las personas, de instintos criminales no habían escogido hasta ahora la violencia abierta. Claro que no era garantía de que no lo harían. ¿Por qué diablos las editoriales de libros de consulta no emulaban la prestigiosa Enciclopedia Británica y suprimían las cintas para marcar la lectura?
En ese momento recordé que había dejado a la mesa directiva de la Olympus Productions en sesión plenaria en el salón. ¿Cuánto tiempo había pasado? Veinte minutos, nada más. Otros veinte tal vez, y ya no habría nadie. No abrigaba ninguna sospecha particular sobre ninguno de los cuatro, pero podía parecerles extraño que eligiera pasar la noche en el salón teniendo abajo un camarote muy confortable.
En parte por impulso y en parte para acortar la espera, decidí ir a darle una mirada al Duque, a verificar su estado, asegurarle una noche tranquila con la promesa de que desde el desayuno volvería a tener raciones completas y a averiguar si Sandy me había dicho la verdad. Su puerta era la tercera a la, izquierda, la segunda a la derecha estaba completamente abierta en un ángulo de 90°. Era el camarote de Mary Stuart. Estaba dentro, pero no dormía; se encontraba sentada en una silla instalada entre la mesa y la litera, con los ojos muy abiertos y las manos en su regazo. Pregunté:
—¿Qué pasa? Parece como si estuviera en un velatorio.
—No tengo sueño.
—Y deja la puerta abierta, ¿espera compañía?
—No, pero no puedo cerrar la puerta con llave.
—A bordo de este barco no se pueden cerrar las puertas con llave; no tienen cerradura.
—Lo sabía, pero no me importó… hasta esta noche.
—No se imaginará que alguien pudiera entrar y asesinarla mientras duerme —dije con el tono de una persona que es incapaz de concebir que algo semejante le pudiera pasar a ella misma.
—No sé qué pensar. Estoy bien. Créame.
—¿Tiene miedo? ¿Todavía? —sacudí la cabeza—. Debería darle vergüenza, piense en Mary Darling. No teme dormir sola.
—No duerme sola.
—¿No? Bien, vivimos en una época en la que todo está permitido.
—Está con Allen en el salón.
—¿Y por qué no se reúne con ellos? Si es seguridad lo que erróneamente cree necesitar, es más seguro ser varios que uno.
—No quiero estar de más.
—Tonterías.
Y me fui a ver al Duque. Tenía algo de color en las mejillas, no mucho pero más que antes, y era obvio que se estaba reponiendo. Le pregunté cómo se sentía y me respondió:
—Pésimo —y se tocó el estómago.
—¿Todavía le duele?
—De hambre.
—Nada por esta noche. Mañana puede volver a comer, olvídese del té y las tostadas. A propósito, no fue muy inteligente mandar a Sandy a excursionar por la cocina. Haggerty lo sorprendió en el acto.
—¿Sandy en la cocina? —la sorpresa era auténtica—. Yo no lo mandé.
—¿Pero le dijo que pensaba ir?
—Ni una palabra. Mire, doctor, no puede culpar…
—Nadie está culpando a nadie de nada. Debo haberlo interpretado mal. Tal vez quería darle una sorpresa. Dijo así como que usted tenía hambre.
—Eso sí que lo dije, pero le juro…
—Está bien. No ha pasado nada. Buenas noches.
Volví sobre mis pasos, crucé la puerta abierta de Mary Stuart, me miró pero como no dijo nada yo hice lo mismo. De vuelta en mi camarote miré mi reloj: sólo habían transcurrido cinco minutos, aún tenía que esperar otros quince. Decidí no aguardar tanto tiempo. Me sentía cansado de nuevo, cansado como para dormirme en cualquier momento, pero necesitaba una razón para subir. Empleé parte de mi agotada capacidad de raciocinio en analizar el problema y, por primera vez, tuve la solución en pocos segundos. Abrí mi botiquín y saqué tres de los elementos más importantes que contenía: los certificados de defunción. No sé por qué conté los que quedaban, diez. Había trece en total. Me alegró no ser supersticioso. Metí en mi maletín los certificados y algunas esquelas espléndidamente encabezadas: el antiguo dueño no era hombre que hiciera las cosas a medias.
Abrí la puerta del camarote de par en par para tener algo de luz, comprobé que no había nadie en el pasadizo y desatornillé la lámpara de cabecera y la tiré al suelo varias veces aumentando la altura de cada caída hasta que al sacudirla cerca de mi oído pude escuchar el inconfundible campanilleo de un filamento roto. Cerré la puerta y me encaminé al puente.
Durante mi apresurado paso por la cubierta superior y la escalera del puente, pude apreciar que el tiempo no había mejorado en absoluto. Tuve la vaga impresión de que las olas eran más livianas, pero bien pudiera haberse debido a que estaba tan agotado que yo no era capaz de registrar impresiones exactas. Un aspecto del tiempo era indiscutible: la nieve que caía en forma casi horizontal había aumentado hasta el punto de que la luz del palo mayor no era más que un brillo difuso en la oscuridad.
Allison estaba al timón, dedicado más tiempo a mirar el radar que la brújula debido a la escasa visibilidad. Le pregunté:
—¿Sabe dónde guarda el capitán la lista de la tripulación? ¿En su camarote?
—No —me miró por sobre su hombro—, en la sala de mapas.
Titubeó y agregó:
—¿Para qué la quiere, doctor Marlowe?
Saqué un certificado de defunción del maletín y lo coloqué cerca de la luz. Allison apretó los labios.
—En el cajón de arriba, el armario de babor.
Encontré la lista. Registré el nombre, domicilio, edad, lugar de nacimiento, religión y pariente más próximo de cada uno de los tres hombres muertos, devolví el libro a su sitio y me encaminé al salón. Hacía media hora que había dejado a Gerran, a sus tres co-directores y al Conde sentados allí y allí estaban los cinco todavía, instalados alrededor de una mesa estudiando unas carpetas de tapas duras desplegadas frente a ellos. Había una sobre la mesa, otras estaban desparramadas por el suelo, donde el balanceo del barco las había tirado. El Conde me miró por encima del borde de su vaso; su capacidad para beber coñac era fenomenal.
—¿Todavía en pie, estimado doctor? Se molesta demasiado por nosotros. Un poco más y sugeriría que lo incluyan entre nosotros cuatro directores.
—Estoy dispuesto a morir con las botas puestas —miré a Gerran—. Siento interrumpirlos pero tengo que llenar unos formularios. Si estoy interrumpiendo alguna reunión privada…
—Nada privado, se lo aseguro —respondió Goin—. Estamos estudiando el proyecto de filmación para los próximos quince días. Todo el reparto y el equipo tendrá una copia mañana, ¿quiere un ejemplar?
—Gracias, después que haya terminado con esto. Me temo que se haya echado a perder la luz de mi camarote y no soy muy bueno para escribir alumbrado con cerillas.
—Ya nos íbamos —Otto todavía se veía palidísimo y muy cansado, pero era mentalmente lo bastante resistente como para continuar mucho tiempo después de que su cuerpo le ordenara detenerse—. Creo que todos necesitamos una buena noche de descanso.
—Es lo que les prescribiría. ¿Podría quedarse cinco minutos?
—Si es necesario, por supuesto.
—Le prometimos al capitán Imrie una garantía, una declaración jurada o como quiera llamarla, exonerándolo de toda culpa si hubiera otros brotes de enfermedad misteriosa. Quiere tener el documento junto con su desayuno, y lo quiere firmado. Como el capitán se levantará a las cuatro y sospecho que tomará desayuno muy temprano, le sugiero la conveniencia de redactarlo ahora.
Todos estuvieron de acuerdo. Me senté en una mesa vecina y con mi mejor caligrafía, que era bastante mala, hice un borrador lleno de la mejor jerga legal, que me pareció apropiada para el caso. Aparentemente, los otros también lo consideraron adecuado, o estaban demasiado cansados como para que les importara, porque lo firmaron después de darle una leída superficial. El Conde también firmó, no di señales de extrañeza. Nunca se me había ocurrido que el Conde pudiera pertenecer a esos niveles directivos. Creía que el Conde, considerado como uno de los mejores cameramen —y en verdad lo era—, trabajaba en forma independiente y podía ser contratado por cualquier compañía fílmica. La novedad explicaba, por lo menos, su falta de respeto por Otto.
—Y ahora, a la cama —dijo Goin, reclinándose en su silla—. ¿Usted también va a acostarse, doctor?
—Después que llene los certificados de defunción.
—Una tarea penosa. Esto puede ayudarle a entretenerse más tarde —me pasó una carpeta. La tomé. Gerran se puso de pie con la fuerza acostumbrada mientras decía:
—¿A qué hora tendrá lugar el funeral, el entierro en el mar, doctor Marlowe?
—Es costumbre hacerlo con las primeras luces del día —Otto cerró los ojos con desesperación—, pero después de todo lo que le ha pasado, señor Gerran, le recomendaría que no asistiera. Descanse mañana todo lo que pueda.
—¿De veras lo cree necesario? —Asentí; Otto se sacó la máscara de sufrimiento y se dirigió a Goin—: ¿Me representaría mañana, John?
—Por supuesto. Buenas noches, doctor. Gracias por su cooperación.
—Sí, sí. Gracias, muchas gracias —dijo Otto.
Abandonaron el salón con pasos inseguros. Saqué los formularios de defunción y los llené. Los puse en un sobre sellado, en otro metí la declaración jurada, me acordé a tiempo de firmarla, y los dirigí al capitán Imrie. Los llevé al puente para pedirle a Allison que se los entregara al capitán cuando apareciera para su turno de las cuatro. Allison no estaba. En su lugar encontré a Smithy sentado en un banquillo detrás del timón. Tenía mucha ropa encima, estaba envuelto casi hasta las cejas. No tocaba el timón pero éste giraba periódicamente en una dirección y en otra como dotado de voluntad propia: el reóstato se encontraba encendido. Smithy estaba pálido y ojeroso aunque había perdido el aire enfermo. Era notable su poder para recuperarse. Me explicó casi con alegría:
—Piloto automático y estamos como a pleno día. ¿Quién necesita ver cuando la visibilidad es nula?
—Debería estar en la cama —respondí secamente.
—De allá vengo y para allá voy. El primer oficial Smithy todavía no está completamente recuperado y lo sabe. Vino a verificar la posición y a darle a Allison la oportunidad de tomarse un café. También pensé que podría encontrarlo aquí, ya que no estaba en su camarote.
—Y aquí estoy. ¿Para qué me necesita?
—Para un Otard-Dupuy. ¿Qué le parece?
—Una excelente idea.
Smithy se bajó de la banqueta y se dirigió al armario donde el capitán Imrie guardaba su provisión privada de bebidas. Agregué:
—Pero no creo que me estuviera buscando por todo el barco para ofrecerme un coñac.
—No. Para decirle la verdad, he estado tratando de sacar algunas conclusiones. No me fue muy bien. Si hubiera sido tan inteligente, no estaría donde estoy ahora. Pensé que podría ayudarme —me ofreció un vaso.
—Deberíamos formar un equipo —dije, me respondió con una sonrisa y continuó:
—Tres murieron y cuatro estuvieron a punto. Envenenamiento por la comida. ¿Qué veneno?
Le conté el cuento de la espora, el mismo que le conté a Haggerty, pero Smithy no era Haggerty.
—Un veneno muy selectivo, ¿no le parece? Ataca a A y lo mata, se salta a B, ataca a C y no lo mata, se salta a D, y así sigue. Y todos comimos lo mismo.
—Los venenos son impredecibles. Seis personas pueden comer la misma comida envenenada en un picnic, tres van a dar al hospital mientras que los otros no sienten ni una punzada.
—De acuerdo, a algunos le duele el estómago y a otros no. Pero su ejemplo es un poco diferente del caso de un veneno que es mortal, que mata rápida y violentamente, y que no afecta a todos. No soy médico, pero no creo que eso pueda ocurrir.
—Yo también lo encuentro un poco extraño. ¿Tiene alguna teoría?
—Sí. Los envenenamientos fueron deliberados.
—¿Deliberados? —bebí un poco del Otard-Dupuy mientras me preguntaba hasta dónde podía llegar con Smithy. No muy lejos, decidí, no todavía. Dije—: Por supuesto que fueron deliberados. Y todo resultó tan fácil. Imagínese a nuestro envenenador con su pequeña bolsa de veneno y su varilla de virtudes. La sacude y se convierte en invisible. Un poquito para Otto, nada para mí, un poquito para usted, un poquito para Oakley, nada para Heissman y Stryker, doble dosis para Antonio, nada para las muchachas, un poquito para el duque, doble dosis para Moxen y Scott. Vamos, ¿no le parece que nuestro amigo invisible sería demasiado caprichoso? ¿O usted prefiere llamarlo selectivo?
—No sé cómo llamarlo —dijo Smithy con seriedad— pero sí sé cómo llamarlo a usted. Taimado, burlón, bueno para despistar y demasiado aficionado a protestar. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
—Por supuesto.
—No me parece que usted sea tonto. No le creo que no haya tenido algunas sospechas.
—Las he tenido, pero como he estado pensando más tiempo que usted las he descartado. Es imposible encontrar el motivo, ni el momento, ni el medio. ¿No sabe que lo primero que hace un médico cuando lo llaman por un envenenamiento accidental es sospechar que no es accidental?
—¿Está satisfecho?
—Todo lo que puedo estarlo.
—Ya veo —hizo una pausa—. ¿Sabía que tenemos un transmisor en la sala de radio que puede comunicarse con casi todos los sitios del hemisferio Norte? Tengo la impresión de que vamos a tener que usarlo pronto.
—¿Para qué?
—Para pedir ayuda.
—¿Ayuda?
—Sí. No sé si lo sabe, pero es lo que suele hacerse cuando se está en dificultades. Y creo que estamos en dificultades. Otros pequeños accidentes y estaré seguro de que estamos en dificultades.
—Lo siento —dije— pero me he quedado atrás, en su razonamiento. Además, Inglaterra está ahora muy lejos.
—Las fuerzas de la OTAN en el Atlántico no lo están. Se encuentran haciendo maniobras con nuestra flota en las cercanías del cabo Norte.
—Parece bien informado.
—Vale la pena estar bien informado cuando se habla con alguien que está todo lo satisfecho que se pueda estar con tres muertes misteriosas y uno sabe que ese alguien no descansaría, no podría descansar, hasta saber exactamente cómo murieron esas tres personas. Admito que no soy muy inteligente pero no subestime la poca inteligencia que tengo.
—No la subestimo. No subestime la mía tampoco. Gracias por el Otard-Dupuy.
Me dirigí a la puerta de estribor, El Morning Rose todavía cabeceaba y se balanceaba, se sacudía, abriéndose camino hacia el Norte en medio del revuelto mar. Ya no era posible ver las olas sacudidas por el viento, estábamos en medio de un mundo opaco, ciego, gélido y blanco. Un mundo de oscuridad blanca que empezaba y terminaba a la distancia de un brazo. Miré el suelo del puente. Bajo el pálido chorro de luz de la sala del timón pude ver huellas sobre la nieve. Eran huellas de una sola persona; se veían nítidas y recientes, como si sólo las hubieran hecho unos segundos atrás. Alguien había estado ahí. Por un momento estuve seguro de que alguien había estado ahí, escuchándome hablar con Smithy. Luego me di cuenta que las huellas tenían una sola dirección, que las había hecho yo mismo y que no habían sido cubiertas de nieve o borradas por que la ventisca que azotaba horizontalmente en el puente estaba limpiando el suelo bajo mis pies. Dormir, pensé, dormir ahora. La falta de sueño, los agotadores sucesos de las últimas horas, el cansancio producido por el mal tiempo y los oscuros presagios de Smithy me estaban haciendo empezar a imaginar cosas. Sentí que Smithy se acercaba por detrás.
—¿Me está diciendo la verdad, doctor Marlowe?
—Por supuesto. ¿O cree que yo soy el invisible Borgia que revolotea repartiendo un poquito aquí, un poquito allá?
—No. Pero tampoco creo que me está diciendo la verdad —su voz se ensombreció—. Tal vez algún día lamente no haberlo hecho.
Algún día iba a lamentarlo, porque si se lo hubiera dicho no habría tenido que dejarlo en la Isla del Oso.
Volví al salón, tomé la carpeta que me había dado Goin, fui al sofá del rincón, busqué una manta, decidí que no la necesitaba todavía, me acomodé y puse los pies sobre una silla giratoria. Cogí sin mucho interés el guión y estaba decidiendo si lo hojeaba o no, cuando se abrió la puerta de sotavento y entró Mary Stuart. Venía con un grueso abrigo de lana y había nieve sobre sus revueltos cabellos color maíz.
—De modo que es aquí donde estaba —cerró la puerta de un golpazo y me miró casi acusándome.
—Aquí es donde estaba —reconocí.
—No lo encontré en su camarote. No tiene luz, ¿lo sabía?
—Lo sabía. Por eso vine aquí, para llenar unos formularios. Pasa algo.
Tropezó mientras cruzaba el salón y se dejó caer en el sofá frente al mío.
—Nada, fuera de todo lo que pasa —debería presentársela a Smithy, se harían íntimos—. ¿Puedo quedarme aquí?
Podría haberle dicho que no me importaba, me importara o no, que el salón era tan suyo como mío, pero como parecía ser del tipo de personas susceptibles sonreí y contesté:
—Me sentiría insultado si se fuera.
Me sonrió, el relámpago de una sonrisa de agradecimiento, se acomodó lo mejor que pudo, arrebujó su abrigo para taparse y se dispuso a defenderse de la violencia de los movimientos del Morning Rose. Cerró los ojos. Con las largas pestañas obscuras sobre las pálidas mejillas húmedas parecía tener los pómulos más pronunciados que nunca; su origen eslavo era inconfundible.
No era desagradable mirarla, pero mi irritación aumentaba mientras lo hacía. Mi disgusto no era el producto de sus torpes elucubraciones ni de su necesidad de compañía, sino de las molestias que experimentaba para mantenerse en su sitio mientras yo estaba perfectamente instalado en el mío. No hay nada más molesto que sentirse cómodo frente a una persona que no lo está. A menos, naturalmente, que se experimente un agudo antagonismo contra esa persona, en cuyo caso puede ser una experiencia placentera. Yo no sentía ningún antagonismo contra Mary Stuart. Para aumentar mi sensación de culpa, comenzó a tiritar involuntariamente.
—Venga —le dije—, estará más cómoda aquí. Puede usar mi manta.
—No, gracias —respondió, abriendo los ojos.
—Hay muchas otras mantas —repliqué algo exasperado.
Nada me enfurece más que la vista del sufrimiento soportado con una sonrisa dulce. Agarré la manta, hice mi acostumbrado paso de danza sobre el suelo que subía y bajaba, y la tapé con ella. Me miró muy seria pero no dijo nada.
Volví a mi rincón y retomé el guión, pero en vez de leerlo comencé a pensar en mi camarote y en los que podrían visitarlo durante mi ausencia. Mary Stuart lo había hecho; por supuesto que lo confesó, y el hecho de que estuviera aquí ahora confirmaba la versión de los motivos que tuvo para visitarme. Por lo menos, parecía confirmarla. Estaba asustada, se sentía sola y era natural que quisiera compañía. ¿Por qué la mía? ¿Por qué no la de Charles Conrad, por ejemplo, que era mucho más joven y mucho más atractivo que yo? ¿O la de los otros actores, Gunther Jungbeck o John Heyter, que eran personas muy agradables? Tal vez quisiera mi compañía por otras razones. Tal vez me estaba observando. Tal vez me estaba custodiando. Tal vez le estaba dando a otro la posibilidad de visitar mi camarote. De pronto tuve conciencia de que ahí había cosas que prefería que no vieran los otros.
Bajé la carpeta y me encaminé hacia la puerta de sotavento. Abrió los ojos y alzó la cabeza.
—¿Adónde va?
—Afuera.
—Discúlpeme, quería… ¿va a volver?
—Discúlpeme a mí. No soy tan mal educado —mentí—, estoy cansado. Voy abajo. Vuelvo en un minuto.
Hizo un gesto de asentimiento y sus ojos me siguieron hasta que cerré la puerta detrás mío. Una vez fuera, permanecí inmóvil unos veinte segundos ignorando las ráfagas vagabundas de nieve que incluso aquí, en el lado de sotavento, parecían querer meterse por mi cuello y por las perneras de mis pantalones. Luego, caminé rápido hacia adelante, miré por la ventana: estaba sentada tal como la dejé, sólo que ahora apoyaba los codos sobre las rodillas, sujetaba la cara con sus manos y movía lentamente la cabeza de un lado para otro. Diez años atrás, habría vuelto a entrar rápidamente al salón, la habría abrazado y le habría dicho que se habían acabado sus problemas. Eso hubiera sido diez años atrás. Ahora sólo la miré. Me habría gustado saber si esperaba que le diera una ojeada por la ventana. Proseguí adelante y bajé hasta el pasillo de los camarotes.
Era pasada media noche, pero el bar del salón seguía abierto. Lonnie Gilbert, con un desprecio temerariamente heroico por lo que con toda seguridad iba a ser una espantable ira de parte de Otto cuando descubriera el crimen, tenía ambas puertas de cristal abiertas de par en par y sujetas con cerrojo. Estaba cómodamente instalado detrás del bar, con una botella de whisky en una mano y un sifón con soda en la otra.
Me miró paternalmente mientras pasaba y como ya era tarde no le indiqué que los mejores whiskies no necesitan la anémica ayuda de la soda. Le hice un gesto amistoso y descendí.
Si alguien había estado en mi camarote examinando mis pertenencias, fue sumamente cauteloso. Por lo que podía recordar, todo estaba como lo había dejado, no aparecían señales de su paso. Por supuesto que un intruso con experiencia rara vez deja huellas detrás suyo. Mis dos maletas tenían en sus tapas un forro elástico de lino. Sosteniendo la tapa, de manera que quedara lo más vertical posible, puse una moneda al comienzo de cada forro. Luego cerré las maletas; a pesar de las subidas y bajadas del pesquero permanecerían en su sitio debido a la presión de la ropa pero, tan pronto como se abriera la tapa desaparecería la presión y aunque la abertura fuera mínima, las monedas se deslizarían al fondo del forro. A continuación cerré con llave mi maletín; era bastante más grande y pesado del que se usa habitualmente, pero también contenía mucho más material que el acostumbrado. Lo saqué al pasillo, cerré la puerta, introduje una cerilla entre el marco y el umbral: aunque abrieran la puerta un centímetro, la cerilla se caería.
Cuando llegué al salón, descubrí sin ninguna sorpresa que Lonnie seguía en su puesto. Miraba su vaso sorprendido de que estuviera vacío, después de un momento dirigió su mano hacia donde estaban las botellas y me dijo:
—El bondadoso curandero y su maleta llena de trucos. Ha estallado una nueva y horrible epidemia, ¿no es cierto? Su viejo Tío Lonnie está orgulloso de usted, muchacho, muy orgulloso. Su espíritu hipocrático… —dejó de hablar pero recomenzó en seguida—. Ahora que por casualidad hemos tocado el tema de lo que podríamos llamar bebidas alcohólicas al acordarme de la Hippocrene de color de rosa…, me gustaría saber si desearía acompañarme a tomar unas gotas del elixir que tengo aquí…
—No, gracias Lonnie. ¿Por qué no se va a acostar? Si sigue bebiendo no va a poder levantarse mañana.
—Eso es precisamente de lo que se trata mi querido muchacho. No quiero levantarme mañana. ¿Pasado mañana? Tal vez. Bueno, sí, si tengo que hacerlo enfrentaré el día pasado mañana. No me interesan los mañanas, ¿comprende? He descubierto que siempre se parecen descorazonadoramente a los hoy. Lo único bueno que se puede decir de un hoy es que en cada momento una porción del día se va en forma irrevocable —hizo una pausa para admirar su dominio verbal—, en forma irrevocable, como decía, y con cada momento que se va quedan menos por venir. Pero todo el día de mañana aún no llega, piénselo, todo un largo día por vivir —levantó el paso que había vuelto a llenar—. Otros beben para olvidar el pasado, pero algunos de nosotros, poquísimos, y de los que no sería apropiado que dijera que estamos dotados de una intuición, una comprensión y una inteligencia muy superior a la comprensible, por lo que me limitaré a afirmar que somos diferentes… algunos de nosotros, como decía, bebemos para olvidar el futuro. Usted se preguntará cómo se puede olvidar el futuro. Bien, se necesita práctica y, naturalmente un poco de ayuda —se bebió la mitad de su whisky de un sorbo—: «Mañana y mañana y mañana se deslizan a una velocidad insignificante hasta la última sílaba…».
—Lonnie, no creo que se parezca en absoluto a Macbeth.
—Y en eso acierta por completo. No me parezco. Macbeth era una figura trágica, un hombre triste, escogido y agobiado por el destino. Yo no soy así. Nosotros, los Gilberts, tenemos espíritus indomables, almas inconquistables. Todo lo que escribió Shakespeare está muy bien, pero yo prefiero a Walter de la Mare —levantó su vaso y lo miró contra la luz con ojos bizcos y miopes: «toda hora hermosa, observe su final en cada cosa».
—No creo que quisiera decir lo que usted interpreta, Lonnie. En todo caso, ésta es una orden médica: Váyase de aquí. Otto lo hará arrastrar y descuartizar si lo encuentra aquí.
—¿Otto? ¿Quiere saber algo? —se inclinó confidencialmente—. Otto es un hombre muy bondadoso. Yo lo quiero. Siempre ha sido bueno conmigo, siempre. La mayoría de las personas son buenas, mi querido amigo, ¿no lo sabía? La mayoría de las personas son bondadosas. Muchos son muy bondadosos. Pero ninguno es tan bueno como Otto. Recuerdo que…
Se calló de pronto cuando me vio entrar al bar, colocar las botellas en su sitio, cerrar las puertas, guardar las llaves en el bolsillo de su bata de levantarse y tomarlo de un brazo.
—No pretendo hacerle prescindir de una necesidad vital —le expliqué—, ni soy abusivo ni moralista pero tengo una naturaleza muy sensible y no quiero encontrarme cerca cuando descubra que su valoración de Otto está cien por ciento equivocada.
Lonnie partió conmigo sin un solo murmullo de protesta; con toda seguridad tenía su provisión de emergencia en el camarote. En nuestro accidentado descenso por la escalera de cámara, me dijo:
—Usted cree que estoy corriendo para el otro mundo a toda velocidad, ¿no es cierto?
—Mientras no atropelle a nadie, no me importa cómo se conduce, Lonnie.
Entró a su camarote a tropezones y se dejó caer pesadamente sobre la litera, inmediatamente se deslizó con suma rapidez hacia un lado. Deduje que se había sentado sin darse cuenta sobre una botella de whisky. Me miró pensativo y me preguntó:
—Dígame muchacho, ¿usted cree que habrá bares en el cielo?
—Lo lamento, pero no tengo información al respecto, Lonnie.
—Comprendo, comprendo. Es una novedad muy agradable encontrar a un médico que no es la fuente de toda la sabiduría. Ahora puede dejarme, mi querido amigo.
Le di una mirada a Neal Divine que dormía plácidamente, otra a Lonnie que por razones obvias estaba impaciente porque me fuera y los dejé a ambos.
Mary Stuart estaba sentada donde la había dejado. Tenía los brazos extendidos y los dedos abiertos para contrarrestar el aumento del cabeceo del Morning Rose; el balanceo, en cambio, había disminuido. Supuse que el viento continuaba soplando en dirección norte. Me miró con sus grandes ojos pardos, que ahora aparecían milagrosamente inmensos en su rostro agotado. Quitó su mirada y me descubrí explicando:
—Lo siento. Estuve discutiendo a los clásicos y hablando de teología con nuestro gerente de producción —me dirigí a mi rincón y me senté con alivio—. ¿Lo conoce?
—Todos conocen a Lonnie —trató de sonreír—. Trabajamos juntos en la última película que filmé —tuvo otro conato de sonrisa—, ¿la vio?
—No.
Había escuchado el suficiente número de comentarios como para hacerme desviar kilómetros de mi camino para evitarla.
—Fue un desastre. Estuve muy mal. Ni siquiera puedo imaginarme por qué me dieron otra oportunidad.
—Porque es una muchacha muy hermosa. No tiene necesidad de actuar. Una buena actuación distrae de una buena apariencia. En todo caso, puede que sea una excelente actriz. Yo no me daría cuenta. Hablábamos de Lonnie…
—Sí. Trabajé con él y con el señor Gerran y el señor Heissman. —No dije nada; prosiguió—: Ésta es la tercera película que hacemos juntos. La tercera desde que el señor Heissman… desde que…
—Lo sé. El señor Heissman estuvo lejos mucho tiempo.
—Lonnie es un hombre encantador. Amable, bondadoso, creo que muy inteligente pero muy extraño. Usted conoce su afición por la bebida; sin embargo, un día que estuvimos doce horas en el set, estábamos todos rendidos, cuando volvimos al hotel y pedí un gin doble se enojó muchísimo conmigo. ¿Por qué lo haría?
—Porque es un hombre muy extraño. ¿De manera que lo aprecia?
—¿Cómo podría no apreciarlo? Quiere a todo el mundo y todo el mundo lo quiere, incluso el señor Gerran lo estima. Son muy amigos; bueno, hace muchos años que se conocen.
—No lo sabía. ¿Lonnie tiene familia, es casado?
—No sé. Me parece que estuvo casado y puede que se haya divorciado. ¿Por qué me pregunta tantas cosas de Lonnie?
—Porque soy el típico matasanos entrometido al que le gusta saber todo lo que puede acerca de los que son o pueden ser sus pacientes. Ahora ya sé bastante de Lonnie, y no le daría un coñac si necesitara un reconstituyente, porque no le haría ningún efecto.
Sonrió y cerró los ojos. Se acabó la conversación. Tomé otra manta de debajo de mi asiento y me envolví en ella, la temperatura del salón había descendido considerablemente. Abrí la carpeta que Goin me había entregado y busqué la primera página. Fuera del título: «La Isla del Oso», comenzaba sin mayores preámbulos:
«Se ha afirmado en todas partes que la Olympus Productions encara la filmación de esta película, su última producción, en condiciones de tal modo restrictivas que alcanzan las dimensiones de un secreto de Estado. Aseveraciones de este tipo han aparecido continuamente en periódicos y revistas comerciales y, ante la carencia de un desmentido oficial por parte de los ejecutivos de la Compañía, han logrado una credibilidad que, dada las circunstancias podríamos considerar como psicológicamente inevitable. (Volví a leerlo. Parecía una parodia del inglés de la Reina, apropiado exclusivamente para los eruditos periódicos dominicales. Al final logré entenderlo: estaban haciendo una película muy secreta y no les importaba quiénes estuvieran enterados. Era una buena publicidad para el film, también pensé. Era injusto con los muchachos; por lo menos eso era lo que decían.) El artículo proseguía;
»Otras producciones para la pantalla blanca (deduje que quería decir películas) han sido planeadas, e incluso en algunas ocasiones realizadas, bajo condiciones similares de secreto. Producciones que no eran, mucho lo tememos, sino espurias aventuras sub rosa y cuyo objetivo calculado consistía nada menos que, lamentamos decirlo, en una búsqueda de publicidad gratuita. Este no es, insistimos con orgullo, la meta de la Olympus Productions. (Viejo y querido dios Olimpo, eso estaba por verse: una compañía cinematográfica a la que no le interesara la publicidad gratis. Ahora sólo me quedaba por oír que el Banco de Inglaterra arrugara la nariz de desagrado al sonido de la palabra dinero.) Nuestra franca aproximación inicial a esta producción, que ha dado origen a tanta intriga y tanta especulación, nos ha sido impuesta por consideraciones de la mayor importancia. El mal uso que manos malévolas pudieran hacer de esta historia, potencial y peligrosamente proclive a producir explosivas repercusiones internacionales, nos obliga a actuar con el máximo de delicadeza y con todas las precauciones requeridas, cualidades esenciales para la creación de lo que confiamos será recibida como una obra maestra de la pantalla blanca. Pero pensamos que incluso dichas cualidades, mejor dicho, estamos ciertos, no podrían vencer el enorme daño, y no tenemos dudas al respecto, causado por el furor mundial que inmediata y automáticamente se produciría si hubiera filtraciones prematuras respecto al argumento que pensamos filmar.
»No obstante, confiamos en que cuando la producción esté lista (no decía “si” la producción está lista) de acuerdo a nuestra planificación, en el momento que estimemos propicio y bajo las más estrictas normas de seguridad (por eso se habían tomado la molestia de legalizar actas notariales con un juramento de guardar el secreto por parte de actores y técnicos, incluyendo al productor y a sus co-directores), tendremos entre nuestras manos, apta para ser apreciada por un público en el pináculo de la expectación, un tour de force sin paralelo, que justificará…»
Mary Stuart estornudó. La bendije doblemente; primero, para que no se enfermara y segundo por haberme interrumpido la lectura del sencillo manifiesto. Estornudó de nuevo y volví a mirarla. Estaba sentada de una manera curiosa, acurrucada, con las manos apretadas y el rostro níveo aplastado. Puse a un lado el manifiesto de la Olympus, me saqué la frazada, crucé el salón con pasos vacilantes debido al pronunciado cabeceo del Morning Rose, me senté a su lado y le tomé las manos. Estaban gélidas.
—Está congelada —le comenté, innecesariamente.
—Estoy bien, nada más que un poco cansada.
—¿Por qué no se va a su camarote? Allí tiene por lo menos 10 grados más de calor. Aquí nunca va a poder dormir si tiene que estar luchando todo el tiempo para no caerse del asiento.
—No. No dormiría allá abajo. No he dormido desde… —se quedó silenciosa—. Además, aquí no me siento tan… no me siento tan mal. Estoy bien.
—Por lo menos vaya a mi lugar, en el rincón. Estaría mucho más cómoda —dije, sin darme por vencido tan fácilmente. Sacó sus manos de entre las mías e insistió.
—Estoy bien. Por favor, vuelva a su sitio.
Renuncié. Di tres pasos vacilantes en dirección a mi sitio, me detuve irritado, volví donde estaba y sin mucha gentileza la puse de pie. Me miró, sin hablar, con cansada sorpresa. Siguió muda y no opuso resistencia cuando la conduje a mi rincón, saqué otras dos mantas, la arrebujé, le puse los pies sobre el sofá y me senté a su lado. Durante unos segundos estuvo trasladando su mirada de mi ojo derecho al izquierdo y del izquierdo al derecho. Después cerró los ojos e introdujo una de sus manos heladas bajo mi chaqueta. Durante toda la escena ni habló ni mostró ninguna expresión en su rostro. Me habría sentido conmovido por su confianza si no hubiera sido porque reflexioné que si su propósito, o sus instrucciones, eran vigilarme de cerca, ni en sus momentos de mayor optimismo pudo esperar encontrarse en una situación en la que iba a vigilarme a tres centímetros de la pechera de mi camisa. Ni siquiera podía respirar sin que se enterara. Por otra parte, si era tan inocente como la nieve que ahora tapaba completamente el cristal, a unos nueve centímetros de mi cabeza, era muy improbable que uno o varios individuos mal intencionados consideraran la posibilidad de emprender una acción violenta y definitiva en mi contra, con Mary Stuart prácticamente sentada en mi regazo. Pensándolo bien, me pareció una situación justa para ambos, en cualquiera de las dos posibilidades. Miré su hermoso rostro semi oculto y llegué a la conclusión de que yo era el más afortunado.
Busqué mi manta, me la puse sobre los hombros al estilo indio, volví a tomar el manifiesto y continué leyendo. Las dos páginas siguientes eran una hiperbólica continuación de lo que ya había leído. El autor, suponía que era Heissman, machacaba constante y extensamente los temas gemelos del supremo mérito artístico de la producción y de la necesidad de silencio absoluto. Luego de las parrafadas narcisistas, llegamos a los hechos:
«Luego de madura consideración, de haber examinado y de haber rechazado un número considerable de alternativas posibles, decidimos concretar nuestro proyecto en la Isla del Oso. Estamos conscientes de que todos ustedes, del capitán Imrie para abajo, incluyendo la totalidad de la tripulación del Morning Rose creían que nuestro destino estaba en las cercanías de las Islas Lofoten al norte de la parte norte de Noruega, y este rumor no se extendió exactamente debido a lo que podríamos denominar circunstancias fortuitas en algunos sectores londinenses antes de nuestra partida. No nos disculpamos por lo que un examen superficial podría señalar como un engaño injustificado; era esencial para el logro de nuestros propósitos y para conservar el secreto que adoptáramos ese subterfugio.
»La breve descripción de la Isla del Oso, que sigue a continuación, es una cortesía de la Real Sociedad Geográfica de Oslo, la cual nos proporcionó también la traducción (ese sí que era un alivio, si el traductor no era Heissman, tal vez podría enterarme con una sola lectura). Esta información, aunque tal vez sea superfluo especificarlo, nos fue otorgada gracias a los buenos oficios de una tercera persona, un célebre ornitólogo sin conexión alguna con la Olympus Productions, y cuya identidad debe permanecer en el más riguroso incógnito. De paso, conviene mencionar que el gobierno noruego nos ha concedido su autorización para filmar en la Isla. Entendemos que creen que nos proponemos hacer un documental sobre la vida salvaje en esas regiones. Esa creencia, mucho menos un compromiso al respecto, no ha sido provocada por nosotros.»
Me habría gustado saber qué quería decir con este último párrafo. No me preocupaba tanto lo presumido del estilo, inseparable de todo lo que Heissman escribía, sino el hecho de que lo mencionara. Heissman no era aficionado a ocultar bajo un barniz su propio brillo (la palabra «artificioso» no se le habría ocurrido nunca), pero tampoco era un hombre que permitiera que esta forma particular de vanidad lo pusiera en peligro. Era casi seguro que si los noruegos descubrían que los habían engañado no tendrían ninguna norma del Derecho Internacional a la que pudieran recurrir, la Olympus no habría descuidado algo tan obvio, fuera de prohibir la exhibición de la película en el país. Como no se podía considerar a Noruega como uno de los mercados mayores, las consecuencias no le quitarían el sueño a nadie. Por otra parte, era un recurso muy efectivo para calmar cualquier remordimiento de conciencia que pudiera haberse producido si les hubieran negado al proyecto la vaga autorización concedida. Se trataba del mundo del cine, era cierto, pero Heissman no era dado a descuidar ni la más remota posibilidad. El hecho mismo de que se les permitiera curiosear en las manipulaciones secretas de la Olympus uniría al reparto y a la tripulación con la Compañía. Es una ley casi universal de la Naturaleza que la Humanidad, que aún está en el doloroso proceso de crecimiento, ama las sociedades secretas, ya sea la más remota logia masónica en Saskatchewan o los Caballeros de Saint James, y el que tienda a crear un intenso vínculo personal de lealtad con los otros miembros del grupo, mientras presenta un frente unido contra los infortunados que están fuera de sus puertas. No excluí la posibilidad de que hubiera otra interpretación más siniestra de la franqueza confidencial de Heissman, pero era tardísimo y no me sentí particularmente inclinado a buscarla. La información adjunta decía:
«Isla del Oso, una de las islas del grupo Svalboard y de las cuales Spitzbergen es la más grande. Este grupo permaneció neutral y sin pertenecer a ningún Estado hasta comienzos del siglo XX, fecha en la cual, debido a sus considerables inversiones en la explotación de fuentes minerales y al establecimiento de operaciones para la caza de la ballena, Noruega reclamó soberanía sobre el territorio en la Conferencia (no especificaba qué Conferencia) que tuvo lugar en Christiania (Oslo), en 1910, 1912, y nuevamente en 1914. En cada ocasión las objeciones rusas impidieron la ratificación de un acuerdo. En 1919, sin embargo, la Suprema Conferencia Aliada confirió a Noruega la soberanía. La toma formal de posesión tuvo lugar el 14 de agosto de 1925. (Una vez establecida la propiedad fuera de toda duda, el informe continuaba diciendo:) La Isla del Oso, 74° 28'N., 19° 13'E., está ubicada a unas 260 millas N.N.O. del cabo Norte, Noruega, y a unas 140 millas al sur de Spitzbergen. Puede considerársela como el lugar de encuentro de los mares de Noruega, Groenlandia y el de Barents. En términos de distancia de las islas vecinas, es la más aislada del Ártico.»
Seguía una larga y poco interesante narración de la historia de la Isla que parecía consistir principalmente en una serie de interminables disputas entre noruegos, alemanes y rusos, sobre los derechos a las minas y a la pesca de la ballena. Me resultó curioso enterarme de que hasta los años veinte había habido unos 180 noruegos trabajando las minas de carbón en Tunheim, al nordeste de la Isla. Yo hubiera pensado que hasta los osos, a los que debía el nombre, habrían evitado tanta desolación todo lo que les fuera posible. Parecía que cerraron las minas luego de una investigación geológica que demostró que la pureza y resistencia de la veta no eran suficientes como para un negocio ventajoso. La Isla, sin embargo, no estaba totalmente deshabitada en la actualidad; parecía que el Gobierno noruego mantenía una estación meteorológica y de radio en Tunheim.
Luego venían comentarios sobre recursos naturales, vegetación y vida animal, que di por leídos. Las referencias al clima, iba a ser un problema común, me parecieron más apasionantes y muy poco alentadoras.
«El encuentro de la Corriente del Golfo y de la Corriente Polar hace que las condiciones atmosféricas sean extraordinariamente malas, con mucha lluvia y neblina densa. El promedio de la temperatura en verano no alcanza a los cinco grados sobre cero. Sólo a mediados de julio queda el lago libre de hielo y se derrite la nieve. El sol de medianoche dura 106 días, del 30 de abril al 3 de agosto; el sol permanece bajo el horizonte desde el 7 de noviembre al 4 de febrero. (Esta última observación hacía extraña nuestra presencia en la isla en una fecha tan tardía, ya que Otto no podía contar para las filmaciones con más de unas pocas horas a lo sumo, cada día. Tal vez el guión exigiera que toda la historia fuese filmada en la oscuridad.) Física y geológicamente, la Isla del Oso tiene forma triangular, con su ápice hacia el Sur; mide aproximadamente 19 kilómetros de Norte a Sur. En el ápice, su ancho varía desde 16 kilómetros en el Norte hasta 2 en el Sur, en el punto en el cual comienza la península situada en el extremo más austral. En términos generales, el Norte y el Oeste consisten en una planicie con una elevación de alrededor de 30 metros; el Sur y el Este son montañosos; los dos complejos más importantes son el Misery Fell, en el Este, y el Antarcticfjell con sus montañas asociadas: Alfredfjell, Hambergfjell y Fuglefjell, en el extremo sudeste.
»No hay glaciares. Toda el área está cubierta con una red de lagos de poca hondura con unos pocos metros de profundidad. Representan un diez por ciento de la superficie total de la Isla; el resto está formado por pantanos helados y laderas de montañas cubiertas de cantos rodados, lo que la hace extremadamente difícil de transitar.
»La costa de la Isla del Oso está considerada como una de las más inhospitalarias y desiertas del mundo. Esto es especialmente efectivo en el Sur, donde la Isla termina en acantilados verticales, con cascadas que llevan a los ríos hasta el mar. Una característica de la Isla son los pilares de roca que se encuentran cerca del mar, al pie de los acantilados, remanentes de un período lejano en el cual la Isla era mucho más grande. El derretimiento de las nieves y hielos en junio y julio, las potentes mareas de los ríos y la erosión masiva, minan las montañas de la costa hasta el punto de que grandes masas de roca caen constantemente al mar. La gran roca de Hambergfjell rodó alrededor de 430 metros. En su base, proyectándose sobre el mar, hay rocas puntudas como agujas, de unos 80 metros de altura. Los acantilados de Fuglefjell (Bird Fell) tienen casi la misma altura y poseen en su extremo sur una notable serie de estacas, pináculos y arcos. Hacia el este de este punto, entre Kapp Bull y Kapp Kolthoff, hay una bahía rodeada de acantilados verticales por sus tres lados, ninguno mide menos de 30 metros de alto. Estos acantilados son famosos porque son los mejores criaderos de pájaros en el Hemisferio Norte.»
Era un buen lugar para los pájaros, pensé. Con eso terminaba el informe de la Sociedad Geográfica, o por lo menos lo que el autor había escogido para incluir en su manifiesto. Estaba preparándome para resistir de nuevo la límpida prosa de Heissman, cuando se abrió la puerta de sotavento y John Halliday entró a tropezones. Nuestro experto en fotos fijas era un norteamericano moreno, triste y taciturno, que casi no sonreía nunca. Incluso dentro de su habitual carencia de alegría, su aire era desusadamente lúgubre. Nos vio y se quedó indeciso, manteniendo la puerta abierta.
—Lo siento —hizo un movimiento para irse—, no sabía que…
—Adelante, adelante. Las cosas no son lo que parecen. Aquí no hay nada más que una relación médico-paciente.
Cerró la puerta y se sentó malhumoradamente en el asiento que hasta hacía poco ocupaba Mary Stuart. Le pregunté:
—¿Insomnio o algo de mal de mer?
—Insomnio. Sandy es el del mal de mer —respondió, mascando muy deprimido la porción de tabaco negro que nunca parecía separarse de su boca.
Sandy era su compañero de camarote. La última vez que lo había visto en la cocina no se veía muy bien, pero lo había atribuido a los intentos de Haggerty por destriparlo. El mareo podía explicar por qué no pasó a ver al Duque luego de dejarnos. Pregunté:
—¿Está muy mareado?
—Mareadísimo. Tiene un extraño color verde y ha vomitado sobre toda la alfombra —arrugó la nariz—, el olor…
—Mary —la sacudí gentilmente y abrió sus ojos atontados de sueño—, lo siento. Tengo que salir un momento.
No dijo nada mientras la ayudé a sentarse. Miró a Halliday sin curiosidad y volvió a cerrar los ojos.
—No creo que esté tan mal —dijo Halliday—, no se trata de veneno o algo parecido. Estoy seguro.
—No perdemos nada con ir a verlo.
Halliday tenía probablemente razón, pero, por otra parte, Sandy había estado solo en la cocina antes de que Haggerty lo sorprendiera y con sus dedos engomados y prensiles todo era posible, incluso que su apetito no fuera tan parecido al de un pájaro como pretendía. Tomé el maletín y partí.
Tal como había dicho Halliday, su color tenía una tonalidad verde peculiar y estaba verdaderamente muy enfermo. Sentado en su litera, sujetaba con ambas manos su estómago. Cuando entré, me miró tristemente y dijo, respirando con dificultad:
—Dios, me muero —lanzó varias maldiciones breves e incisivas contra la vida en general y Otto en particular—. ¿Por qué ese viejo bastardo loco quiere arrastrarnos a bordo de este maldito barco de todos los demonios…?
Le di unos calmantes y lo dejé. Estaba empezando a encontrar a Sandy menos apto para inspirar compasión, pero, lo que era más importante, los que sufrían del acónito no podían hablar, y mucho menos maldecir en el estilo de Billinsgate, que Sandy parecía dominar.
Encontré a Mary Stuart balanceándose de nuevo de lado a lado y protegiéndose con los brazos. Todavía tenía los ojos cerrados. Halliday mascaba su tabaco con desánimo y me miraba como si no le importara mucho si Sandy estaba vivo o muerto.
—Tenía razón —le dije—. Era sólo el mareo.
Me senté cerca de Mary Stuart que ni con un parpadeo de sus ojos cerrados se dio por aludida de mi presencia. Tirité y apreté la manta a mi alrededor.
—Está haciendo frío en este salón —comenté—. ¿Por qué no coge una manta y se acomoda aquí?
—No, gracias. No sabía que esto estaba tan helado. Voy a tomar mis mantas y la almohada y me iré al salón de abajo —replicó, sonriendo débilmente—. Espero que Lonnie no me pise con sus botas claveteadas en alguno de sus recorridos.
Parecía evidente que todos sabían que el licor del bar del salón de abajo atraía a Lonnie como un imán. Halliday masticó otro poco, luego me señaló la botella en el soporte de hierro del capitán Imrie.
—¿A usted le gusta el whisky, doctor? Es lo que necesita para entrar en calor.
—De acuerdo, pero soy muy exigente para el whisky. ¿Qué marca es?
—Black Label —respondió, echándole una ojeada.
—No hay otro mejor. Pero no es el que prefiero. Usted también tiene frío. Es gratis, robada de la despensa de Otto.
—No me gusta el scotch, ahora si se tratara de un bourbon…
—Corroe el tracto digestivo, se lo digo como médico. Un sorbo de esa botella y renunciará para siempre a todos esos brebajes de Kentucky. Vamos, anímese.
Miró la botella con incertidumbre. Le pregunté a Mary Stuart:
—¿Y usted no bebe un poco? No se imagina como calienta y levanta el ánimo.
Abrió los ojos y me dio una de esas miradas inexpresivas. Respondió:
—No, gracias. Casi nunca bebo.
—Es necesaria una imperfección para ser perfecto —dije, pensando en otra cosa.
Halliday no quería beber de esa botella, Mary Stuart no quería beber de esa botella, pero parecía una buena idea que yo lo hiciera. ¿Se habían quedado en sus sitios durante mi ausencia o habían estado trabajando como hormigas, unos de centinela para avisar si volvía antes de tiempo, otro alterando el Black Label con ingredientes no necesariamente preparados en Escocia? ¿Por qué había venido Halliday sino para motivar mi ausencia? ¿Por qué no se había ido directamente al salón de abajo con su almohada y sus mantas, en vez de vagar por aquí, sabiendo por su experiencia a las horas de comida, que la temperatura por estos lados era bastante más fría? Porque, naturalmente, Mary Stuart, antes de darme a conocer su presencia, debe haberme visto por las ventanas exteriores e informado a Halliday de que se había presentado un inconveniente que sólo podía solucionarse sacándome por un tiempo del salón. La enfermedad de Sandy había sido una coincidencia muy conveniente, si es que era una coincidencia. De pronto, pensé que si Halliday era el asesino, o estaba de acuerdo con el experto en venenos, no le habría costado nada, fuera de encontrar el momento apropiado, poner un vomito suave en la bebida de Sandy. Todo encajaba.
Me di cuenta de que Halliday se aproximaba tambaleándose, traía una botella en la mano y un vaso en la otra. La botella estaba llena en una tercera parte. Se detuvo frente a mí, se balanceó, sirvió una buena cantidad de licor en el vaso, se inclinó ligeramente, me lo ofreció, sonrió y dijo:
—Tal vez, ambos seamos demasiado tradicionalistas y conservadores, doctor, pero como dice la canción: «Lo haré si lo haces, eso haré.»
—Su deseo de experimentar le honra —le devolví la sonrisa—, pero no, gracias. No me gusta. Yo ya lo probé. ¿Lo ha probado usted?
—No, pero…
—Entonces, ¿qué puede decir?
—No creo que sea…
—Lo iba a probar de todas maneras, vamos, anímese, bébalo.
—¿Siempre obliga a la gente a beber contra su voluntad? —dijo Mary Stuart, abriendo los ojos—. ¿Eso es lo que hacen los médicos, forzar a beber a los que no quieren?
Me dieron ganas de gritarle que se callara, pero en vez de hacerlo, sonreí y repliqué:
—No se aceptan las objeciones de los abstemios.
—Bueno, si insiste… —dijo Halliday.
Llevó el vaso a sus labios. Lo miré hasta que me di cuenta de que tenía que hacer como que no lo observaba. En una fracción de segundo, sonreí, le eché una mirada a Mary Stuart y comprobé que apretaba los labios en un gesto levísimo de puritanismo. Volví a mirar a Halliday, a tiempo para verlo bajar el vaso semi vacío.
—No está mal —declaró—. No está nada de mal, aunque tiene un gusto raro.
—En Escocia lo arrestarían por decir algo así —repliqué mecánicamente.
El villano había bebido displicentemente la cicuta mientras su cómplice lo observaba con indiferencia. Me sentí absurdo. Un idiota completo y perdido. Mis poderes inductivos y deductivos como detective no llegaban más allá de cero. Me dieron ganas de disculparme, pero comprendí que no entenderían de qué estaba hablando.
—Puede que tenga razón, doctor. Creo que hasta podría gustarme este tipo de whisky.
Acarició el vaso, volvió a beber, llevó la botella a su soporte de hierro y volvió a sentarse. Allí estuvo en silencio durante cerca de medio minuto, terminó su bebida con un par de tragos se puso repentinamente de pie y bromeó:
—Con esto en mi interior puede que hasta ni sienta los clavos de las botas de Lonnie. Buenas noches —dijo, y salió deprisa.
Miré la puerta a través de la cual había desaparecido. Mantuve un rostro indiferente mientras pensaba; aún no comprendía por qué había venido ni qué idea repentina lo había obligado a partir tan pronto. Seguir dándole vueltas, parecía una pérdida de tiempo; no tenía ni siquiera un punto concreto para comenzar a teorizar. Miré a Mary Stuart y me sentí culpable. Sabía que las asesinas vienen en todas las formas, tamaños y disfraces, pero si también venían en este disfraz particular, entonces ya no podría volver a confiar nunca más en mi capacidad de discernimiento. Hubiera querido saber por qué había tenido una sospecha tan ridícula. Debía estar más cansado de lo que pensaba.
Como si tuviera conciencia de mis pensamientos, abrió los ojos y me miró. Tenía una habilidad extraordinaria para asumir una expresión quieta e inexpresiva, pero detrás de ese aire remoto, de esa distancia, de esa reserva, me parecía intuir un notable grado de vulnerabilidad. Tal vez, yo quería que mi intuición fuera verdadera, y al mismo tiempo, tenía la curiosa certeza de que lo era. Sin hablar, sin alterar su expresión impenetrable, se arrebujó en las mantas y se sentó a mi lado. En la forma más paternal posible, puse mi brazo alrededor de sus hombros. No estuvo mucho tiempo, tomó mi muñeca y deliberadamente, sin prisa, levantó mi brazo por sobre su cabeza y se lo quitó de encima. Para demostrarle que los médicos son sobrehumanos en su incapacidad de ofenderse con los pacientes que no son responsables de sus actos, le sonreí. Devolvió la sonrisa. Con una sorpresa que no permití que se reflejara en mi rostro, comprobé que sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas. Casi como si quisiera ocultarlas, subió los pies al sofá, giró hacia mí y volvió a quedar a una distancia mínima de la pechera de mi camisa. Esta vez me rodeó con sus brazos. En lo que respecta a mi movilidad, había quedado como si llevara esposas en las muñecas. Sin duda era lo que pretendía. Sabía que no albergaba intenciones criminales en mi contra; sabía, también, que estaba dispuesta a no perderme de vista y que ésta era la forma más expedita que conocía para hacerlo. No podía imaginarme lo que debía costarle hacerlo a una persona tan orgullosa y solitaria como ella. Tampoco podía imaginar qué la obligaba a ello.
Me quedé sentado tratando de reflexionar sobre lo sucedido, pero, como era predecible con una mente tan confusa como estaba la mía, no hice muchos progresos. Mis ojos estaban hipnotizados por la conducta del whisky dentro de la botella de Black Label; con regularidad de cronómetro, el líquido subía y bajaba de acuerdo al ritmo del cabeceo del Morning Rose. Una cosa me llevó a otra y dije:
—Querida Mary…
—¿Qué?
No levantó la cara y no tuvo que explicarme por qué: la pechera de mi camisa, a la altura del cuarto botón, estaba húmeda de lágrimas. Respondí:
—No quiero molestarla, pero es la hora de mi trago nocturno.
—¿Whisky?
—Veo que nuestros corazones se comprenden.
—No —apretó los brazos.
—¿No?
—Detesto el olor del whisky.
—Me alegro —comenté en voz baja— de no estar casado con usted.
—¿Qué cosa?
—Como quiera, querida Mary.
Pasaron unos cinco minutos. Comprendí que mi mente había dejado de funcionar por esa noche. Sin mayor interés, tomé el manifiesto de la Olympus y leí algunas estupideces respecto de la única copia completa del guión que había sido depositada en las bóvedas de un banco londinense. Lo dejé a un lado. Mary Stuart respiraba tranquila y calmada, parecía haberse dormido. Me incliné y soplé suavemente sobre el párpado izquierdo, única parte de su cara que podía ver. No se movió. Estaba dormida. Para ver qué pasaba, cambié un poco mi posición, sus brazos se estrecharon automáticamente en torno a mí. Seguramente, le había dejado instrucciones a su subconsciente antes de dormirse. Me resigné a permanecer donde estaba, después de todo no era una cárcel que me fuera a dejar cicatrices para siempre. Me pregunté si la idea detrás de esta prisión dorada no sería impedirme que hiciera cosas o que me encontrara con algún demonio en plena andanza nocturna. Me quedé dormido antes de dos minutos.
Mary Stuart ni era ni parecía haber sido construida con las dimensiones de un carguero, pero tampoco estaba rellena de plumas de cisne, de modo que cuando desperté tenía el brazo izquierdo dormido, insensible y casi paralizado. Me di cuenta cuando tuve que usar la mano derecha para levantar mi muñeca izquierda con el objeto de ver la hora en mi reloj luminoso. Eran las 4:15.
Pasaron unos diez segundos antes de que mi agudeza mental me hiciera interrogarme sobre la necesidad de consultar las manecillas luminosas para saber la hora. Estaba oscuro, pero ¿por qué? Todas las luces del salón estaban encendidas cuando me dormí. ¿Qué me había despertado? Sabía, sin darme bien cuenta cómo, que no había despertado solo, que había habido alguna causa externa. ¿Qué y dónde estaba la causa? Un sonido o un contacto físico, no podía haber sido otra cosa, y el responsable de lo que hubiera sido aún estaba allí. Tenía que estarlo. No había pasado bastante tiempo desde que me despertara como para permitirle huir del salón. Sentí con un escalofrío en la nuca, que una presencia enemiga estaba con nosotros.
Suavemente, tomé las muñecas de Mary Stuart para soltarme de sus brazos. La resistencia fue automática de nuevo, su subconsciente no era de los que se dormían en el trabajo. No me sentía dispuesto a que me detuviera ningún subconsciente. Me zafé de sus brazos, me deslicé por el sofá, muy despacio la recosté hasta dejarla horizontal, me puse de pie y caminé hasta el medio del salón.
Allí me quedé inmóvil, con las manos crispadas sobre el borde de una mesa para mantener el equilibrio. Prácticamente, no respiraba mientras escuchaba; podría haberme ahorrado la molestia. Creí que el tiempo había mejorado desde que me dormí. No mucho, pero sí lo bastante como para notar la diferencia. No había cambiado hasta el punto de que pudiera oír un movimiento sigiloso, no podía esperar que fuera de otro tipo, por sobre el ruido, del viento y del mar, del chirrido y el rechinar de las viejas láminas y remates del Morning Rose.
Los interruptores más próximos, había otro duplicado en la despensa de los camareros, estaban al lado de la puerta de sotavento. Di un paso en esa dirección y me detuve. ¿Sabía la persona que estaba en el salón que me encontraba despierto y de pie? ¿Estaban sus ojos más acostumbrados a la oscuridad que los míos, recién abiertos? ¿Podía adivinar que mi primer movimiento sería hacia el interruptor y estaba preparado para impedírmelo? Si estaba preparado ¿cómo lo haría? ¿Tendría un arma? ¿Qué clase de arma? Tomé consciencia de que yo sólo contaba con mis manos, la izquierda bastante inútil con su serie de agujetas. Me detuve, indeciso.
Escuché el ruido metálico de la manilla de la puerta y una ráfaga de aire helado me golpeó. La persona se iba por la puerta de sotavento. Con cuatro zancadas, llegué hasta la puerta y salí a la cubierta. Instintivamente, alcé mi brazo derecho para protegerme del chorro de luz que cegaba mis ojos. De inmediato, lamenté no haber usado el brazo izquierdo en cambio; me habría protegido mejor contra algo duro, pesado y muy sólido que me golpeó con fuerza en el lado izquierdo del cuello. Me aferré al borde exterior de la puerta para sujetarme. Mis manos y mis pies parecían haber perdido su fuerza. No estuve inconsciente cuando caí al suelo, como si mis pies hubieran sido cercenados. Estaba solo en la cubierta, cuando me recuperé de la parálisis y pude ponerme de pie con la ayuda de la puerta. No tenía idea hacia dónde había huido mi asaltante, duda puramente académica, por otra parte. Mis pies apenas podían soportar el peso de mi cuerpo inmóvil; la sola idea de correr, de franquear escaleras y pasadizos a toda velocidad, era absurda.
Volví al salón apoyándome en todo lo que encontré a mano, encendí las luces y cerré la puerta de sotavento. Mary Stuart estaba apoyada en un codo frotándose con la palma de una mano un ojo, el otro permanecía entrecerrado, como una persona que despierta de un sueño muy profundo o de los efectos de una droga. Miré para otro lado. Me arrastré en dirección a la mesa del capitán Imrie y me dejé caer en su silla. Cogí la botella de Black Label de su soporte. Estaba llena hasta la mitad. Por unos segundos que me parecieron una eternidad, la miré sin verla. Luego busqué el vaso que Halliday había usado. No estaba en ninguna parte. Podía haberse caído y rodado en cualquier dirección. Saqué otro vaso de la despensa de la mesa, le puse algo de whisky, me lo bebí y volví a mi asiento. Me dolía el cuello horriblemente. Un movimiento brusco y se me habría caído la cabeza.
—No respire por la nariz y no podrá oler el maldito licor —dije. La ayudé a sentarse, reacomodé sus mantas y para variar, me anticipé y puse mis brazos alrededor de sus hombros. Añadí—: Ya estamos.
—¿Quién era? ¿Qué pasó? —preguntó en voz baja y temblorosa.
—El viento abrió la puerta, tuve que cerrarla. Eso es todo.
—Pero las luces estaban apagadas…
—Yo las apagué después que se durmió.
Sacó un brazo de debajo de las mantas y me tocó suavemente el costado del cuello.
—Ya se está amoratando. Va a ser un golpe muy feo —comentó, y añadió en un susurro—: Está sangrando.
Saqué mi pañuelo. No se había equivocado, sangraba. Prosiguió con un hilo de voz:
—¿Qué le pasó?
—Una tontería. Me resbalé en la nieve y me golpeé el cuello contra el marco de la puerta. Le confieso que me duele un poco.
No dijo nada. Sacó la otra mano de debajo de las mantas, me cogió de ambas solapas, me miró angustiada y apoyó la frente en mi hombro. En esta oportunidad, me humedeció el cuello con sus lágrimas. Tenía una conducta muy curiosa para una guardiana; cada vez me convencía más que su misión era vigilarme e inmovilizarme. Me dije: Doctor Marlowe, ésta es la guardiana más extraordinaria y la más bella que has conocido. Dejé de lado mis sospechas y acaricié su revuelto cabello pajizo. Me habían dicho, no sé quién ni por qué, que nada tiene un efecto más relajante para calmar a una mujer que un gesto tierno.
Segundos más tarde, me preguntaba de dónde habría sacado una información tan errónea. Se enderezó rápidamente y golpeó dos veces en mi hombro con su puño. Decididamente, no estaba rellena de plumas de cisne.
—No lo haga. No haga eso.
—De acuerdo. No lo haré. Discúlpeme.
—No… no… por favor, perdóneme. Lo siento. No sé por qué… de veras…
Aunque dejó de hablar, continuó moviendo los labios mientras me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Tenía el rostro descompuesto, indefenso, derrotado y desesperado. Me sentí muy incómodo, no me gusta ver a una persona orgullosa y controlada, reducida a un estado semejante. Respiró hondo y, para mi sorpresa, me rodeó el cuello con sus brazos, con tanta fuerza que se podría haber pensado que sus intenciones eran estrangularme. Lloraba en silencio, sacudiendo los hombros.
Espléndido, pensé, espléndido. Muy buena actuación, incluso sin tomar en cuenta en beneficio de quién la hacía. Me odié por mi cinismo. Fuera del hecho de que sus reconocidas limitaciones como actriz excluían una actuación tan convincente, estaba seguro, sin saber de dónde sacaba esa seguridad, que su emoción era auténtica. Por otra parte, ¿qué podía ganar fingiendo una pérdida del control?
¿Por quién lloraba? Ciertamente que no por mí; no tenía ninguna razón para hacerlo. Apenas nos conocíamos. Yo no era más que un hombro sobre el cual llorar, el hombro de un médico sobre el cual llorar. La gente tiene una serie de ideas falsas sobre los médicos y entre ellas tal vez figure la de que sus hombros son más confiables y reconfortantes que otros, o que pueden absorber una mayor cantidad de lágrimas.
Tampoco lloraba por ella, de eso estaba seguro. Para sobrevivir intacta al tipo de vida que había sugerido como su pasado, es necesario poseer una buena cantidad de confianza en sí mismo y de dureza; ambos factores excluían automáticamente la autocompasión. ¿Por quién lloraba?
No lo sabía y, en ese momento, no me importaba. En circunstancias normales, sin tener el tipo de preocupaciones que absorbían mi atención, una muchacha tan encantadora y tan angustiada habría contado con toda mi dedicación, pero la situación era anormal y mis pensamientos estaban tan concentrados en otra cosa que su conducta parecía casi sin importancia.
No podía despegar mis ojos de la botella de whisky sobre la mesa del capitán. Recordaba con amargura que cuando le insistí a Halliday para que bebiera por primera vez, la botella estaba un tercio llena, después de su segundo trago, un cuarto, y ahora estaba medio llena. La silenciosa y agresiva persona que había apagado las luces hacía poco y que se había desplazado por el salón, cambió las botellas y, como precaución, se llevó el vaso en el que Halliday había bebido.
Mary dijo algo en una voz tan apagada y poco clara que no pude entenderle. Con tantas lágrimas y tanta sangre, el trabajo de esa noche iba a costarme una camisa nueva.
—¿Qué? —pregunté.
Movió la cabeza lo suficiente como para hablar con más claridad, pero no lo bastante como para que pudiera verle la cara.
—Lo siento —replicó—. Discúlpeme, me porté como una tonta. ¿Me perdona?
En un gesto más o menos automático, le apreté un hombro; mis ojos y mis pensamientos estaban en otra parte. Pareció considerar mi gesto como una respuesta satisfactoria.
—¿Va a volver a dormirse? —preguntó titubeante, Seguía portándose como una tonta. O tal vez fuera todo lo contrario.
—No, querida Mary, no voy a volver a dormirme.
La resolución con que hablaba era superflua; el dolor de mi cuello era la mejor garantía de que estaba completamente despierto. Dijo:
—Está bien entonces.
No le pregunté lo que había querido decir con un comentario tan ambiguo. Físicamente, no podíamos haber estado más cerca, pero yo me encontraba muy lejos. Estaba con Halliday, el hombre que pensé que había venido a matarme, el hombre al que obligué a beber, el hombre que se bebió lo que se había preparado para mí.
Supe que no volvería a ver a Halliday vivo.