Capítulo 1
Incluso al espectador menos impresionable y perspicaz, Morning Rose, en esta etapa de su larga y accidentada carrera, debe haberle parecido un nombre poco apropiado. Si existe un barco del que se puede decir objetivamente que se está aproximando —si es que no ha llegado ya— al ocaso de su existencia, éste es ese barco. Oficialmente designado como pesquero a vapor, el Morning Rose con 560 toneladas, 53 metros de largo, 30 de manga y con un calado, sin carga, pero completamente provisto de combustible y agua, de 4,30 metros, había sido botado desde los astilleros de Jarrow allá por 1926, el año de la gran huelga.
El Morning Rose había pasado ya el momento preciso para jubilar, era lento, crujía, tenía poca estabilidad y estaba a punto de desarmarse en la costura de los tablones. Igual que el capitán Imrie y el señor Stokes. El Morning Rose consumía una gran cantidad de combustible en relación con la energía que producía. Igual que el capitán Imrie y el señor Stokes. El capitán Imrie consumía whisky y el señor Stokes ron de Jamaica. Eso era lo que estaban haciendo ahora, abastecerse de sus respectivos combustibles con la resuelta dedicación de aquellos que no han llegado a ser septuagenarios por pura casualidad. Por lo que podía ver, ninguno de los escasos comensales de las dos largas mesas a proa y a popa estaba abasteciéndose mucho con nada. Había una razón, por supuesto; la misma que explicaba la poca concurrencia para cenar esa noche. No se debía a la comida que, si bien no le quitaría el sueño a nadie en las cocinas del Savoy, era adecuada; ni a las objeciones estéticas que nuestros pasajeros, artistas creadores, pudieran tener contra la decoración de un comedor que, bajo cualquier punto de vista, era soberbio: una sinfonía de mobiliario de madera de teca y alfombras y cortinajes color granate oscuro que no se esperaría encontrar en un barco pesquero corriente. Claro que un barco pesquero corriente cuando termina su existencia dedicada a la pesca —como se creyó que ocurriría con el Morning Star en 1956—, no tiene la buena suerte de ser reequipado y convertido en un yate de lujo por un millonario, cuyo entusiasmo por el mar era sólo comparable a su total ignorancia de todo lo náutico.
El problema de esta noche estaba en otra parte, no dentro del barco, sino fuera. A trescientas millas al norte del Círculo Ártico, donde tenemos la discutible fortuna de encontrarnos, las condiciones atmosféricas pueden ser tan pacíficas como en cualquier otro sitio sobre la tierra, con un mar terso como un espejo y blanco como la leche, extendiéndose de horizonte a horizonte, bajo un cielo de un azul palidísimo o de estrellas que tienen menos de estrella que de astillas de fuego congelado en un negro, negro cielo. Pero esos días son raros y generalmente aparecen sólo en ese breve período que pasa por verano en estas altas latitudes. Y como quiera que haya sido el verano, ya hacía tiempo que había terminado. Estábamos a finales de octubre, la época de las clásicas tormentas equinocciales, y había una tormenta clásicamente equinoccial soplando en ese momento. Moxen y Scott, los dos camareros, habían cerrado prudentemente las cortinas para que no pudiéramos ver lo clásica que era.
No teníamos que verla, podíamos oírla y sentirla. Podíamos escuchar el canto fúnebre de la tormenta en el aparejo, un sonido átono, ululante y agudo, tan perdido y horripilante como el lamento de una bruja. Podíamos oír, en monótonos intervalos regulares, el sonido plano de una explosión cada vez que la proa del pesquero golpeaba contra el seno escarpado de las olas que se dirigían ininterrumpidamente hacia el Este, estimuladas por ese penetrante viento nacido en la inmensidad del casquete helado de Groenlandia, a nada menos que setecientas millas de distancia. Podíamos escuchar la variación, constantemente alternada, en el fondo de la tonalidad del motor cuando el oleaje llevaba la hélice hacía arriba, casi saltando por encima del nivel del agua, para zambullirla luego profundamente de nuevo en el mar.
Podíamos sentir la tormenta, un hecho que la mayoría de los presentes claramente encontraba mucho más penoso que el oírla. En un momento, según a qué lado de las mesas de proa y popa estuviéramos sentados, nos inclinábamos violentamente a nuestra izquierda o derecha mientras la proa daba un bandazo y se tambaleaba; al momento siguiente, nos inclinábamos con igual violencia en la dirección contraria mientras la popa, a su vez, cabalgaba en la cima de la misma ola. Para completar el continuo aumento de sufrimiento y malestar, las apretadas filas de olas, detrás de los cortinajes de damasco, estaban lenta, pero amenazadoramente, comenzando a romperse en un mar revuelto, que acentuaba con claridad la típica tendencia de los pesqueros como el Morning Rose a balancearse constantemente en cualquier medio que no tuviese la calma de un vaso de leche. Los dos movimientos diferentes, hacia arriba y hacia el lado, estaban combinándose para producir un efecto de espiral sumamente desagradable.
Yo no experimentaba ningún síntoma penoso porque había pasado la mayor parte de los últimos ocho años en el mar, pero no tenía que ser médico —lo que mis certificados acreditaban que era— para diagnosticar los síntomas del mal de mer. Todas las características se hallaban copiosamente presentes: la sonrisa triste, la mirada que evita contemplar cualquier cosa que se parezca siquiera a la comida, y ese aire de encontrarse absorto en un monólogo interior. El mareo es una situación que resulta muy jocosa hasta que uno mismo se encuentra en ella, entonces deja de ser divertida. He prescrito la suficiente cantidad de píldoras contra el mareo como para saber cuándo pueden ayudar a soportarlo, pero contra una tormenta en el Ártico resultan tan efectivas como una aspirina contra el cólera.
Miré a mi alrededor preguntándome quién sería el primero en abandonar el comedor. Antonio, me dije, ese alto, esbelto, refinado y algo rebuscado romano de absurdo cabello rubio rizado, que resultaba curiosamente simpático. Está comprobado que cuando una persona llega al punto álgido de la náusea, preludio inevitable del vómito violento, el rostro adquiere un matiz que sólo se puede describir como verdoso. En el caso de Antonio se trataba más bien de un tinte verde chartreuse, una extraña coloración que no había visto nunca antes y que atribuí al color normalmente cetrino de su tez. En todo caso, no había duda de que se trataba de un síntoma genuino de un mareo auténtico. Otro violento bandazo y Antonio se puso de pie y salió del comedor a toda carrera —o a lo más parecido a una carrera que sus piernas, acostumbradas a pisar tierra firme, pudieron lograr en la cimbreante cubierta— sin despedirse ni disculparse.
Tan grande es el poder de la sugestión que en pocos segundos y con el próximo bandazo, otros tres pasajeros, dos hombres y una muchacha, se levantaron y se fueron. Y tan grande es el poder de la sugestión que dos minutos más tarde, fuera del capitán Imrie, el señor Stokes y yo, sólo quedaron en el comedor el señor Gerran y el señor Heissman.
El capitán Imrie y el señor Stokes, sentados a las cabeceras de sus mesas prácticamente vacías, observaron el apresurado éxodo de los últimos mareados, se miraron levemente sorprendidos, sacudieron sus cabezas y prosiguieron con la tarea de reabastecerse de combustible.
El capitán Imrie, una voluminosa figura patriarcal provista de un par de penetrantes ojos azules que no le servían mucho para ver, tenía una espesa melena blanca que cepillada hacia atrás le llegaba hasta los hombros y, ocultando la corbata que ostentaba para cenar, una caudalosa barba, aún más impresionante, que habría sido la envidia de muchos profetas bíblicos. Como siempre, llevaba puesta la chaqueta cruzada con botones dorados y la gruesa insignia blanca de la Marina Real, a la que no tenía derecho; parcialmente ocultas por la amplitud de su barba se divisaban cuatro hileras de galones metálicos, a los que sí tenía derecho.
Sacudiendo aún la cabeza, sacó la botella de su recipiente —hasta ese momento no había entendido el objeto de ese dispositivo de hierro forjado y de unos sesenta centímetros de altura, atornillado en el comedor de cubierta al lado de su asiento—, llenó el vaso casi hasta el borde y agregó la mínima cantidad de agua necesaria para hacerlo alcanzar el borde. En ese momento preciso, el Morning Rose se alzó en la cresta de una ola a una altura desusada, permaneció suspendido en el aire durante un tiempo que pareció desmesuradamente largo y luego cayó hacia adelante y hacia un lado, para cabecear con el golpe sonoro y vibrante en la próxima ola. El capitán Imrie no derramó ni una gota. Podría haberse encontrado en el salón de baile del Mainbrace, en Hull, lugar donde lo conocí. Bebió de un trago la mitad del contenido de su vaso y aspiró su pipa. Hacía tiempo que el capitán Imrie dominaba el arte de comer con elegancia en alta mar.
El señor Gerran, por el contrario, no lo había logrado y miraba sus chuletas de cordero, sus coles de Bruselas, sus patatas y su vaso de vino que no se encontraban donde debían —estaban sobre sus rodillas— con una mueca de enfado en el rostro. En cierto sentido ésta era una crisis, y no se podía decir que Otto Gerran reaccionara sacando lo mejor de sí mismo, dentro de su ineficacia, cuando enfrentaba crisis de cualquier tipo. Para el camarero, el joven Moxen, se trataba de un asunto de rutina y con una servilleta y un pequeño plástico, que aparentemente no había sacado de ningún sitio, emprendió la tarea de efectuar una rápida limpieza mientras Gerran miraba el suelo con una expresión de perplejo disgusto.
Fuera de su cráneo curiosamente estrecho, que se ensanchaba en dos amplias y carnosas mejillas, Otto Gerran, cuando estaba sentado parecía pertenecer a uno de los arquetipos que producen la enorme mayoría de formas y dimensiones humanas; no era hasta que se ponía de pie, una acción que realizaba con suma dificultad y con la menor frecuencia posible, que uno se daba cuenta de lo absurda que era esta idea. Gerran, parado sobre sus zapatos con elevadores, medía un metro y cincuenta y siete centímetros, pesaba ciento once kilos y si no hubiera sido por la ropa estrecha que llevaba puesta —se diría que el sastre sencillamente había renunciado a hacer un trabajo mejor— habría sido lo más cercano a una esfera humana que se pudiera contemplar. No tenía cuello, poseía manos largas, esbeltas y sensibles, y los pies más diminutos que he visto en un hombre de sus dimensiones.
Una vez terminada la limpieza, Gerran levantó los ojos y miró a Imrie. Su rostro era color castaño rojizo, con lo rojizo mucho más acentuado que lo castaño, tonalidad que no quería decir que estuviera enojado. Gerran nunca demostraba enojo y se creía que era incapaz de sentirlo; el color castaño rojizo le era tan natural como el color melocotón y crema a la mística rosa inglesa. La trombosis tendría que habérsele producido por lo menos hacía quince años.
—Capitán Imrie, verdaderamente esto es ridículo —para un hombre de su corpulencia, Gerran tenía un tono de voz sorprendentemente agudo. Sorprendente para cualquier que no fuera médico—. ¿Tenemos que seguir adentrándonos en esta horrible tormenta?
—¿Tormenta? —el capitán Imrie bajó su vaso y miró a Gerran con auténtica incredulidad—. ¿Llamó «tormenta» a un pequeño viento como éste? —Miró hacia la mesa donde yo estaba sentado con el señor Stokes—. ¿Fuerza siete, señor Stokes? ¿Con un toque de ocho, tal vez?
El señor Stokes se sirvió algo más de ron, se reclinó en su asiento y meditó. Su cráneo y rostro estaban tan desprovistos de pelo como el cráneo y rostro del capitán Imrie estaban cubiertos de pelo. Con su reluciente calva, su parduzca cara cansada, ajada y arrugada en miles de hendiduras, su cabello largo, delgado y descarnado, parecía tan viejo y tan sin edad como una tortuga de las Galápagos. También reaccionaba con la misma velocidad. Tanto él como el capitán Imrie habían ingresado juntos en la marina —en barreminas— en una época tan lejana como la primera guerra mundial, y habían permanecido juntos hasta que ambos habían jubilado oficialmente, diez años atrás. Corría la leyenda que nadie los había oído referirse al otro sino como capitán Imrie y señor Stokes. Algunos afirmaban que en privado usaban los términos de Patrón y Jefe (el señor Stokes era Ingeniero Jefe), pero este rumor era desechado como infundado e indigno de los dos personajes.
Pasaron varios minutos, luego el señor Stokes llegó a una ponderada opinión y la hizo saber:
—Siete —dijo.
—Siete. —El capitán Imrie aceptó su juicio sin ningún titubeo, como si un oráculo hubiera hablado, y se sirvió otro trago. Agradecí a los dioses la presencia de Smithy, el primer oficial, en el puente de mando—. ¿Ve, señor Gerran? No es nada.
Como Gerran estaba en ese momento abrazado frenéticamente a una mesa inclinada en un ángulo de 30 grados, no respondió.
—¿Una tormenta? Vaya, vaya. Pero si recuerdo la primera vez que el señor Stokes y yo llevamos el Morning Rose a la zona pesquera de la Isla del Oso, el primer barco que pescó en esas aguas y volvió con las bodegas llenas, creo que fue en 1928…
—En 1929 —dijo el señor Stokes.
—En 1929 —el capitán Imrie fijó sus brillantes ojos azules en Gerran y en Johann Heissman, un hombre pequeño, delgado, pálido, con una expresión permanente de aprehensión y cuyas manos nunca estaban quietas—. Vamos, ¡esa sí que fue una tormenta! Estábamos con un pesquero en las afueras de Aberdeen, no recuerdo su nombre…
—El Silver Harvest —dijo el señor Stokes.
—El Silver Harvest. Una falla mecánica, ¡con fuerza diez! Durante dos horas estuvo perdida en la mar, dos horas antes de que pudiéramos conseguir una línea a bordo. Su patrón… su patrón…
—MacAndrew. John MacAndrew.
—Gracias, señor Stokes. Se rompió el cuello, pero remolcó su barco y su cuello entablillado durante treinta horas con fuerza diez, cuatro de ellas con fuerza once. Hombre, debería haber visto el mar. Créame, las olas eran montañas, verdaderas montañas. La proa subía y bajaba metros, subía y bajaba, hora tras hora. Toda la tripulación, excepto el señor Stokes y yo, vomitando los intestinos. —Se calló cuando Heissman se puso rápidamente de pie y salió corriendo—. ¿Se siente molesto su amigo, señor Gerran?
—¿No podríamos detenernos o hacer algo parecido? —suplicó Gerran—. ¿O buscar refugio?
—¿Refugio? ¿Refugiarnos de qué? Vaya, recuerdo que…
—El señor Gerran y sus acompañantes no han pasado toda su vida en el mar, capitán —dije.
—Es verdad, es verdad. ¿Detenernos? Detenernos no detendrá las olas. Y el refugio más cercano es Jan Mayen, a trescientas millas hacia el Oeste, en plena tormenta.
—Pero podríamos adelantarnos a la tormenta, seguramente eso ayudaría.
—Sí, podríamos hacerlo. No hay duda de que el barco se estabilizaría. Si eso es lo que desea, señor Gerran… Ya sabe los términos del contrato: el capitán obedecerá todas las órdenes, excepto las que podrían poner en peligro el barco.
—Bien, bien. Proceda entonces.
—¿Se da cuenta, por supuesto, señor Gerran, que este viento puede durar uno o dos días?
Gerran se permitió una ligera sonrisa ante la perspectiva cercana de un alivio de sus sufrimientos.
—No podemos controlar los caprichos de la Madre Naturaleza, capitán.
—¿Y que tendríamos que girar casi noventa grados al Este?
—En sus expertas manos, capitán…
—Me temo que no comprende. Nos demorará dos o tres días. Y si nos dirigimos hacia el Este, las condiciones atmosféricas al norte del Cabo Norte suelen ser peores que aquí. Tal vez tuviéramos que refugiarnos en Hammerfest. Quizás perdiéramos una semana o más. No sé cuántos cientos de libras diarias le cuesta alquilar el barco y la tripulación, pagarle a su equipo técnico y a todos esos actores y actrices. He oído decir que algunos de esos que llaman estrellas pueden ganar una fortuna en unos segundos —el capitán Imrie se calló y empujó hacia atrás su silla—. Pero ¿qué estoy diciendo? El dinero no debe significar nada para un hombre como usted. Discúlpeme mientras llamo al puente.
—Espere —Gerran parecía alelado. Su avaricia era proverbial en el mundo cinematográfico y el capitán Imrie había tocado, creo que deliberadamente, una de sus zonas más sensibles—. ¡Una semana! ¿Perder una semana completa?
—Si tenemos suerte —el capitán Imrie acercó la silla a la mesa y cogió su whisky.
—Pero ya he perdido tres días. Los acantilados de Orkney, el mar, el Morning Rose y ni un centímetro filmado de exteriores todavía. —Las manos de Gerran no eran visibles, pero no habría sorprendido que las hubiera estado retorciendo.
—Y con su director y equipo técnico en cama desde hace cuatro días —dijo benévolamente el capitán Imrie. Era imposible decir si sonreía detrás de la exuberancia protectora de su barba y bigote—. Caprichos de la Naturaleza, señor Gerran.
—Tres días —dijo Gerran, de nuevo—. Tal vez otra semana. Un presupuesto de 33 días para rodaje de exteriores, de Kirkwall a Kirkwall —Otto Gerran parecía sentirse mal, tanto porque el estado de su estómago como el de sus finanzas fílmicas estaban exigiéndole demasiado—. ¿Cuánto falta para la Isla del Oso, capitán?
—Trescientas millas, tomando en cuenta las dificultades acostumbradas. 28 horas, si podemos mantener la velocidad.
—¿Puede mantenerla?
—No pensaba en el Morning Rose, que es capaz de aguantar cualquier cosa, sino en su gente, señor Gerran. No tengo nada en contra de ellos, por supuesto, pero creo que se sentirían más cómodos en barcos a pedal en esos estanques artificiales.
—Sí, claro, claro —podía verse que este aspecto del negocio se le ocurría por primera vez—. Doctor Marlowe, usted debe haber tratado un buen número de mareos durante su servicio en la Marina —hizo una pausa, pero como yo no lo negara prosiguió—: ¿Cuánto tarda una persona en recuperarse de una enfermedad de este tipo?
—Depende de lo enferma que esté. —Nunca lo había pensado, pero me pareció lo más lógico—. Del tiempo que haya estado enferma y de la gravedad. Noventa minutos de mar agitado en un viaje por el canal de la Mancha y a los diez minutos estará como nuevo. Cuatro días de tormenta en el Atlántico y necesitará otros cuatro para volver a pararse en dos pies.
—Pero la gente no se muere de mareo, ¿verdad?
—Nunca he sabido de ningún caso. —A pesar de toda su indecisión habitual y de sus más que ocasionales ineptitudes, que hacían que la gente se riera de él (discretamente y a sus espaldas, por supuesto) me di cuenta, por primera vez, con un vago sentimiento de sorpresa, que Otto era capaz de una determinación rayana en lo implacable. Algo relacionado con el dinero, supongo—. No, no se muere de mareo, pero una persona que sufra del corazón, de un asma grave, de bronquitis, de una úlcera estomacal, podría, sí, morirse.
Estuvo silencioso unos minutos, seguramente haciendo un análisis mental de las condiciones físicas del reparto y de la tripulación, después dijo:
—Debo confesar que estoy un poco preocupado por nuestra gente. No sé si querría examinarlos, una revisión rápida… La salud es mucho más importante que cualquier ganancia …¡ganancia en estos tiempos!… que pudiéramos hacer con la maldita película. Estoy seguro que usted, como médico, estará de acuerdo.
—Por supuesto —dije—, voy inmediatamente.
Otto debía tener algo para haberse convertido en un nombre famoso durante los últimos veinte años; su total y repelente hipocresía tenía claramente algo que ver. Me había cogido en una trampa sin salida. Yo había afirmado que el mareo solo no era mortal, de manera que si insistía en que uno o varios miembros de su reparto, o de la tripulación, no podía resistir por más tiempo el castigo de las olas, él exigiría que probara la existencia de una enfermedad que junto con el mareo pudiera ser potencialmente mortal. Me sería dificilísimo hacerlo, ya que, en primer lugar, las comodidades para examinarlos a bordo eran limitadas y, en segundo lugar, de todas maneras no podría probarlo puesto que cada miembro, tanto del reparto como de la tripulación, había sido sometido a un riguroso seguro médico antes de salir de Gran Bretaña. Si decía que todos estaban sanos, Otto presionaría para que fuéramos a toda velocidad a la Isla del Oso sin que le importaran los sufrimientos de «su gente», de la cual parecía preocuparse tanto, con el consiguiente ahorro de tiempo y dinero. En el remoto caso de que uno de ellos tuviera la falta de consideración de morirse, entonces yo, al dar luz verde para que prosiguiera el viaje, cargaría con la responsabilidad.
Bebí mi vaso de coñac de calidad inferior que Otto había servido en tan reducida cantidad y me levanté.
—¿Se va a quedar aquí?
—Sí. Le agradezco la cooperación, doctor.
—No cerramos nunca —dije.
Estaba empezando a simpatizar con Smithy aunque apenas lo conocía y no sabía nada de él. No llegaría a conocerlo nunca, no verdaderamente. Parecía poco probable que tuviera que tratarlo como médico; con su 1,85 m y con no menos de 90 kilos, Smithy era el candidato menos indicado para necesitar un médico.
—En el gabinete de primeros auxilios, allá —Smithy señaló con la cabeza un armario en un rincón de la poco iluminada sala del timón—. El elixir privado del capitán Imrie. Sólo para casos de emergencia.
Saqué una botella, de la media docena, conservada en su sitio mediante abrazaderas forradas en fieltro, y la examiné bajo la lámpara de la mesa de mapas. Mi estimación por Smithy creció otro poco. A una latitud de 70 grados hacia el Norte y a bordo de un barco pesquero jubilado, por muy reacondicionado que estuviera, no esperaba encontrar un coñac Otard-Dupuy VSOP.
—¿Qué constituye una emergencia? —pregunté.
—Tener sed.
Serví algo del Otard-Dupuy en un pequeño vaso y se lo ofrecí a Smithy, lo rechazó con la cabeza y me observó mientras yo probaba el coñac. Bajé el vaso con el debido respeto.
—Malgastar esto en apagar la sed —dije— es un crimen contra la Naturaleza. El capitán Imrie no va a sentirse muy feliz si viene y me encuentra bebiéndome de un trago su reserva especial.
—El capitán Imrie es un hombre que vive de acuerdo a reglas fijas. La más fija de todas es que nunca aparece en el puente entre las 8 p.m. y las 8 a.m. Oakley, el contramaestre, y yo nos turnamos durante la noche. Créame, es lo más seguro para todos. Fuera de su instinto para localizar un VSOP, ¿qué le trae por aquí, doctor?
—El deber. Quiero conocer las condiciones atmosféricas antes de examinar la salud de los esclavos a sueldo de Gerran. Teme que empiecen a morirse como moscas si la travesía sigue en estas condiciones.
Me había dado cuenta de que las condiciones parecían empeorar. El comportamiento del Morning Rose, especialmente su grado de cabeceo, era ahora mucho más desagradable que antes; tal vez se debiera a la altura del puente, pero no me parecía que esa fuera la causa.
—El señor Gerran debió dejarlo en Inglaterra y traer a alguien que leyera las líneas de su mano o a un adivino —Smithy, un hombre capaz de contenerse, educado e inteligente, siempre parecía estar ligeramente divertido—. Respecto a las condiciones atmosféricas puedo decirle que el informe de las 7 p.m. fue como es habitualmente por estos lados: vago y poco alentador. No tienen —agregó innecesariamente— un gran número de estaciones atmosféricas por estos sitios.
—¿A usted qué le parece?
—No va a mejorar —se desentendió del tiempo y sonrió—. No soy muy bueno para conversar, pero con un Otard-Dupuy ¿quién necesita hablar? Descanse durante una hora y luego vaya a decirle a Gerran que sus esclavos a sueldo, como usted los llama, están danzando bailes folklóricos en la popa.
—Me temo que tenga una mente suspicaz y le guste cerciorarse de los hechos. Sin embargo, podría…
—Sírvase.
Llené la copa de nuevo y volví a poner la botella en el gabinete. Smithy, tal como lo había dicho, no era muy conversador, pero su silencio resultaba amistoso. De pronto dijo:
—Pertenece a la Marina, ¿no es cierto, doctor?
—Pertenecía.
—¿Y ahora esto?
—Un vergonzoso descenso, ¿no le parece?
—Captada la alusión —pude distinguir la blancura de sus dientes mientras sonreía en la penumbra—. ¿Prácticas ilegales, drogas, o sólo una borrachera durante una intervención quirúrgica?
—Nada tan interesante. «Insubordinación» es la palabra que usaron.
—¡Valor! A mí me pasó lo mismo. —Hizo una pausa—. Ese Gerran, ¿funciona bien?
—Los médicos del seguro dicen que sí.
—No me refería a eso.
—Supongo que no esperará que hable mal de mi patrón —de nuevo divisé la blancura de sus dientes.
—Bueno, es una manera de responder mi pregunta. Bien, creo que el tío debe estar loco, ¿o ése es un término ofensivo?
—Sólo para los psiquiatras y yo no hablo con ellos. La palabra no me molesta, pero déjeme recordarle que el señor Gerran tiene unos antecedentes impresionantes.
—¿Como loco?
—Como loco, pero también en el cine, como productor.
—¿Qué clase de productor hay que ser para llevar a un equipo fílmico a la Isla del Oso cuando se está acercando el invierno?
—El señor Gerran necesita realismo.
—Lo que el señor Gerran necesita es que le examinen la cabeza. ¿Tiene la menor idea de cómo son las cosas allá en esta época del año?
—Es un hombre que sueña.
—El mar de Barents no es lugar para soñadores. Quisiera saber cómo se las arreglaron los norteamericanos para mandar un hombre a la Luna…
—Nuestro amigo Otto no es norteamericano. Es de la Europa Central. Si le interesan los realizadores de sueños o los vendedores ambulantes de sueños, ese es el lugar para encontrarlos, a la cabecera del Danubio.
—¿Y a los hombres más sinvergüenzas y tramposos de Europa?
—No se puede tener todo en esta vida.
—Ahora está bastante lejos del Danubio.
—Otto tuvo que huir apresuradamente en una época en la que mucha gente tuvo que hacerlo: el año anterior a la guerra. Fue a América, ¿a qué otro lugar, si no?, y luego a Hollywood, ¿dónde mejor? Diga lo que quiera de Otto, me temo que muchas personas lo hacen, pero hay que admirar su capacidad para recuperarse. Dejó abandonada una floreciente industria en Viena y llegó a California con lo que tenía encima.
—Que no es tan poco.
—En esa época lo era. He visto fotos. No era una sílfide, pero pesaba unos 50 kilos menos que ahora. De todas maneras, en unos pocos años y, según me han dicho, cambiando en el momento psicológicamente oportuno de antinazi a anti-comunista prosperó enormemente en la industria fílmica norteamericana. Hizo una serie de repugnantes películas super patrióticas, que desesperaron a los críticos y fascinaron al público. A mediados de los años cincuenta, detectó el crepúsculo que se aproximaba sobre el cine de Hollywood —no se le puede ver, pero lleva su propio sistema de radar interno— y la devoción de Otto por su país adoptivo desapareció, junto con su cuenta bancaria trasladada a Londres donde hizo algunas películas de vanguardia, que fascinaron a los críticos, desesperaron al público y dejaron a Otto arruinado.
—Parece conocer a Otto —dijo Smithy.
—Cualquiera que haya leído las cinco primeras páginas del folleto informativo de su última película conocería a Otto. Le prestará un ejemplar. No menciona la película, habla de Otto. Por supuesto que no figuran palabras tales como «repugnante» y «desesperación» y hay que leer entre líneas. Pero ahí está todo.
—Me gustaría tener un ejemplar —Smithy reflexionó unos segundos y luego dijo—: Si, como dicen, está arruinado, ¿de dónde saca el dinero? Para hacer esta película, quiero decir.
—¡Oh vida alejada del mundanal ruido! Un productor siempre es más opulento cuando los alguaciles están acampando fuera de las puertas del estudio, un estudio arrendado, por supuesto. ¿Quién ofrece la fiesta del año en el Savoy cuando los banqueros están suprimiendo el derecho de redimir las hipotecas y las compañías de seguro envían sus ultimátums acerca de las letras de cambio? Nuestro amigo, el importante productor. Es algo así como una ley de la Naturaleza. Es mejor que siga dedicado nada más que a los barcos, señor Smithy —agregué afectuosamente.
—Smithy —dijo distraído—. Entonces, ¿quién financia a su amigo?
—A mi patrón. No tengo idea. Otto es muy reservado en lo que se refiere al dinero.
—Pero alguien tiene que hacerlo. Respaldarlo económicamente.
—Alguien tiene que hacerlo —dejé el vaso y me levanté—. Gracias por la hospitalidad.
—¿Incluso después de haber producido una serie de fracasos? Me parece idiota. Sospechoso, por lo menos.
—El mundo del cine, Smithy, está lleno de gente idiota y sospechosa.
En realidad no sabía si esto era efectivo, pero si los pasajeros del barco eran de alguna manera representativos de la industria cinematográfica, mi juicio parecía bastante apropiado.
—Tal vez tenga una historia con la que se terminen todas las historias —dijo Smithy.
—El guión. Tal vez tenga razón. Pero ése es un tema que tendrá que discutir personalmente con el señor Gerran. Fuera de Heissman, que lo escribió, Gerran es el único que lo ha visto.
La altura del puente no había influido en nada. Mientras bajaba por la escalera de estribor, en el lado de sotavento, ya que en esos primitivos pesqueros a vapor no había comunicación interna entre el puente y la cubierta, no me quedó ninguna duda de que las condiciones atmosféricas habían empeorado, empeorado considerablemente. El hecho habría resultado obvio para cualquiera cuya preocupación por las condiciones meteorológicas no se hubiera visto injustamente desafiado por un Otard-Dupuy. Incluso en lo que debería de haber sido el lado más protegido del barco, el poder del penetrante viento era tal que tuve que asirme con ambas manos a la pasarela. Con el Morning Rose bamboleándose irregular y violentamente casi en un arco de 50° —lo que era bastante malo, pero una vez estuve en un crucero que pasó un arco de 100° y sobrevivió— habría necesitado otro par de brazos.
Aún en la más oscura de las noches en el mar, y ésta era sin duda una de las más negras, jamás se está completamente a oscuras. Puede que nunca se alcance a delinear con precisión la franja del horizonte en la que el mar y el cielo se encuentran, pero generalmente se logra ver sobre o bajo la línea del horizonte y decir con certeza dónde está el mar y dónde está el cielo; el mar es siempre más oscuro que el cielo. Esta noche era imposible decirlo, y no precisamente porque el violento cabeceo del Morning Rose lo convirtiera en una inestable plataforma de observación, ni debido a que las grandes e irregulares olas que se lanzaban amenazadoramente desde el Este transformaran al horizonte en una línea sin contornos definidos, sino porque esa noche, por primera vez, aún no demasiado densa pero sí lo bastante como para oscurecer la visión hasta más allá de dos millas, la superficie del mar estaba cubierta por un vapor helado. Fenómeno peculiar que se encuentra en Noruega, donde los vientos glaciales de la tierra pasan sobre las aguas cálidas de los fiordos, o aquí, donde el aire cálido del Atlántico pasa sobre las aguas del Ártico. Todo lo que podía divisar, y no dejaba de ser bastante, era que los montículos helados eran desgarrados por las olas produciendo vetas blancas en los costados de sotavento, que el mar irrumpía sobre la proa del Morning Rose y que la espuma blanca y helada volvía silbando al mar, a estribor. Una noche como para sentarse con pantuflas junto al fuego de la chimenea.
Me dirigí hacia la puerta que conducía a los camarotes y tropecé con alguien que estaba detrás de la escalera, asiéndola para no caerse. No pude verle el rostro, totalmente cubierto con el cabello revuelto por el viento, pero no era necesario. Había una sola persona a bordo con esa larga cabellera de un rubio pajizo, y esa persona era la querida Mary. Si hubiera podido escoger con quien tropezar, mi elección habría sido la querida Mary. La querida Mary, a quien llamaba así para distinguirla de Mary Darling, la secretaria de Gerran encargada de la unidad en cada secuencia. La querida Mary era en realidad Mary Stuart, pero ése tampoco era su verdadero nombre. Se llamaba Ilona Wisniowecki y prudentemente había decidido que no era el más indicado para abrirse camino en el mundo del cine. Ignoro por qué había elegido un nombre escocés, tal vez le gustara como sonaba.
—Querida Mary —dije—, en la cubierta tan tarde y con este tiempo. —Extendí la mano y toqué su mejilla. Los médicos podemos permitirnos cualquier cosa. La piel estaba aterida—. Creo que exagera su manía por el aire fresco. Venga, vamos adentro —la cogí del brazo y me sorprendió descubrir que temblaba violentamente. Me siguió sin resistencia.
La puerta daba directamente a la sala de estar de los pasajeros, un lugar que aunque era bastante estrecho se extendía a todo lo ancho del barco. En un extremo había un bar donde se guardaba el licor detrás de dos vitrinas protegidas con rejas de hierro. Las vitrinas se encontraban siempre cerradas y la llave estaba en el bolsillo de Otto Gerran.
—No necesita llevarme del brazo, doctor —generalmente hablaba con una voz calmada, en un tono bajo—, creo que ya no es necesario. Además, pensaba entrar, de todas maneras.
—¿Qué hacía allá afuera?
—¿Los médicos no lo saben todo? —Señaló el botón del centro de su abrigo de cuero negro y comprendí que su estómago no estaba soportando con humor las acrobacias tipo montaña rusa del Morning Rose; también comprendí que aunque el mar hubiera estado inmóvil como la superficie de un espejo, de todos modos habría estado afuera en esa gélida cubierta superior. Ni ella hablaba mucho con los demás ni los demás con ella.
Se quitó el cabello desordenado de su cara y pude ver que estaba muy pálida y que la piel bajo sus ojos pardos mostraba signos de un comienzo de agotamiento. Con sus eslavos pómulos prominentes —era letona, pero supongo que no por eso menos eslava— era muy bella; una realidad abiertamente reconocida y que se comentaba como su único talento. Se decía que sus dos últimas películas, únicas dos películas, habían sido desastrosas. Era una muchacha silenciosa, fría, remota y distante. A mí me gustaba, lo que me convertía en una solitaria minoría de uno.
—Los médicos no somos infalibles —dije—, al menos yo no lo soy —la escudriñé en mi mejor estilo profesional—. ¿Qué hace una muchacha como usted por estos lados, en este museo flotante?
—Es una pregunta demasiado personal —titubeó.
—Los médicos siempre hacemos preguntas personales: ¿cómo está su dolor de cabeza, su úlcera, su bursitis? Nunca sabemos cuándo callarnos.
—Necesito dinero.
—Los dos lo necesitarnos —le sonreí, pero como no me devolvió la sonrisa la dejé y bajé por la escalera de cámara a la cubierta principal.
Allí estaban situados los camarotes de los pasajeros más importantes del Morning Rose. Formaban una doble fila de cabinas a ambos lados del pasillo central de proa a popa. Antes había sido el sector en el cual se almacenaba la pesca, y aunque se lo había vaporizado, fumigado y desinfectado cuando lo reacondicionaron, aún hedía intensa y horriblemente a aceite de hígado de bacalao expuesto demasiado tiempo al sol. En circunstancias normales, la atmósfera era nauseabunda; en las extraordinarias, difícilmente podía ayudarle a los que sufrían de mareo para que se recuperaran rápidamente. Golpeé en la primera puerta del lado de estribor y entré.
Johann Heissman, horizontal e inmóvil sobre su litera, parecía el producto de un cruce entre un guerrero descansando y un obispo medieval posando para una figura de piedra que, en su debido tiempo, adornaría la tapa de su sarcófago. De hecho, con sus delgados dedos cerosos cruzados sobre su angosto pecho, la delgada nariz cerosa apuntando al techo y sus curiosamente transparentes párpados cerrados, hacía pensar que la imagen de la tumba era la más indicada para el caso. Pero era una imagen engañosa porque un hombre no sobrevive veinte años en un campo soviético de trabajos forzados, en Siberia Oriental, para morirse de mal de mer.
—¿Cómo se siente, señor Heissman?
—¡Oh, Dios! —abrió sus ojos sin mirarme, gimió y los volvió a cerrar—, ¡cómo me siento!
—Lo lamento, pero el señor Gerran está preocupado…
—Otto Gerran es un loco furioso —no consideré su juicio como una señal de una súbita mejoría de sus condiciones físicas, pero era indudable que en esta oportunidad su voz sonaba mucho más fuerte—. ¡Está chiflado! ¡Es un lunático!
Aunque en privado reconocía que el diagnóstico de Heissman se aproximaba a la verdad, me abstuve de hacer comentarios, no sólo por la deferencia debida a mi patrón, sino también porque Otto Gerran y Johann Heissman habían sido amigos durante demasiado tiempo como para arriesgarme a pisar el delicado terreno en el cual se desarrollaba su amistad. Se conocieron, por lo que había podido averiguar, cuando ambos estudiaban, en alguna ignota escuela del Danubio, hacía unos cuarenta años. En la época del Anschluss, en 1938, poseían conjuntamente en Viena un estudio cinematográfico relativamente próspero. En este punto del tiempo y del espacio, se habían separado repentina y drásticamente, y, según parecía entonces, para siempre. El instinto certero de Gerran había hecho que su fuga terminara en Hollywood, mientras que Heissman, desgraciadamente, había tomado la dirección contraria para reaparecer, apenas tres años atrás, y en medio del estupor de todos los que lo habían conocido y dado por muerto durante un cuarto de siglo, de las amargas profundidades de su largo invierno siberiano. Había buscado a Gerran y actualmente parecía que su amistad era tan estrecha como lo había sido siempre. Se creía que Gerran sabía los cómo y los porqué de los años en los cuales Heissman estuvo perdido. Si el rumor era efectivo, entonces era la única persona que poseía este conocimiento dado que Heissman, lo que era perfectamente comprensible, nunca hablaba de su pasado. De ambos hombres se sabían sólo dos cosas con certeza: que Heissman —quien tenía a su haber una docena de guiones cinematográficos antes de la guerra—; era el motor detrás de esta aventura al Ártico y que Gerran le había otorgado una participación amplia en la Olympus Productions, su compañía. Considerando todos estos antecedentes, me pareció más prudente moverme con cautela y guardarme mis comentarios sobre las opiniones de Heissman.
—Si necesita algo, señor Heissman…
—No necesito nada —abrió de nuevo sus párpados y esta vez me miró, más bien me traspasó, con sus ojos de un gris desleído llenos de estrías sanguinolentas—. Ahórrese el tratamiento para este cretino de Gerran.
—¿El tratamiento?
—La operación al cerebro —bajó fatigadamente los párpados y volvió a ser un obispo medieval. Lo dejé y me fui al camarote contiguo.
Había dos hombres en esta cabina, uno que claramente sufría horrores y otro que claramente no sufría nada. Neal Divine, el director de unidad, había adoptado una actitud resignada como la de quien se encuentra a las puertas de la muerte, que se parecía curiosamente a la de Heissman, y aunque no estaba ni siquiera en el punto en el que se divisan las puertas de la muerte, era obvio que estaba muy mareado. Me miró, forzó una débil sonrisa que era a medias una disculpa y a medias un agradecimiento y dejó de mirarme. Me dio lástima verlo tendido allí, pero me había dado lástima desde que se subió al Morning Rose. Era un hombre dedicado a su arte, delgado, de mejillas hundidas, nervioso, perpetuamente balanceándose sobre lo que parecía ser el filo de una navaja de angustiosas decisiones. Caminaba y hablaba despacio, como si continuamente tuviera miedo de que los dioses pudieran oírlo. Podría haber sido una peculiaridad sin importancia, pero yo no lo creía así. No. Lo que pasaba era que vivía constantemente aterrado de Gerran, quien no se molestaba en absoluto por ocultar el hecho de que lo despreciaba como hombre, en la misma medida en la que lo admiraba como artista. Ignoro por qué Gerran, un hombre indiscutiblemente inteligente, se comportaba de esa manera. Tal vez fuera uno de esos individuos, nada escasos, que abrigan un fondo tan inagotable de mala voluntad hacia el género humano en general, que no pierden ninguna oportunidad de manifestarlo con los débiles, los inoportunos, o aquellos que no pueden vengarse. Tal vez fuera un asunto personal entre ambos. No conocía bien a ninguno de los dos, ni sus antecedentes, como para emitir un juicio válido.
—¡Ah! es el buen samaritano —dijo una voz pastosa detrás mío.
Me di vuelta lentamente y miré al hombre cubierto con mi pijama que sentado en su litera se sujetaba firmemente con su mano izquierda a una correa, mientras con la otra agarraba con la misma fuerza el cuello de una botella de whisky, vacía en una tercera parte. Agregó:
—El barco sube y baja, pero nada se interpondrá entre el buen pastor y su caritativa misión para con su enfermo rebaño. ¿Quiere acompañarme en un último trago, buen hombre?
—Más tarde, Lonnie, más tarde —Lonnie Gilbert sabía, y yo sabía que ambos sabíamos, que más tarde sería demasiado tarde. Ocho centímetros de whisky en las manos de Lonnie tenían tanta posibilidad de sobrevivir como el último pastelillo en el té de un vicario, pero se habían observado las convenciones y el honor estaba a salvo—. No fue a cenar y pensé que…
—¡Cenar! —e hizo una pausa y examinó la inflexión y entonación de la palabra que acababa de pronunciar; decidió que la forma de decirla carecía de desprecio suficiente y repitió—: ¡Cenar! No se trata de la bazofia en sí, que supongo que es comible para aquellos que carecen de mis gustos esotéricos, sino de la hora en que la sirven. ¡Bárbaros! Incluso Atila, el Huno…
—Apenas se sirve su aperitivo, suena la campana, ¿no es eso?
—Exactamente. ¿Qué se puede hacer en ese caso? —viniendo de nuestro anciano gerente de producción, la pregunta era puramente retórica.
A pesar de sus infantiles ojos celestes y de su coherencia, Lonnie no había estado sobrio desde que subió a bordo del Morning Rose. Se creía que no lo había estado durante muchos años. A nadie, y a Lonnie menos que a nadie, parecía importarle esta situación. No se debía a que a la gente no le importara Lonnie; en mayor o menor grado, de acuerdo con su temperamento, casi todo el mundo lo quería. Lonnie, envejecido, con toda su vida dedicada al cine, estaba dotado de un raro talento que no floreció nunca y que ya no daría frutos porque estaba maldito —o bendito— con la carencia del impulso y de la crueldad necesarios como para llegar a la cima. El género humano, por una diversidad de razones no siempre laudables, tiende a querer a sus fracasados, y como se decía que Lonnie nunca hablaba mal de los demás, esto contribuía a aumentar el afecto que todos le tenían, con excepción de esa minoría que habitualmente habla mal de todo el mundo.
—No es un problema con el que me gustaría enfrentarme —dije—. ¿Cómo se siente?
—¿Yo? —inclinó su cabeza calva cuarenta y cinco grados hacia atrás, ladeó la botella, la empinó y se limpió unas gotas de licor de su barba gris—. Nunca he estado enfermo en mi vida. ¿Quién ha oído decir que un escabeche se avinagrara? —torció la cabeza—. ¡Ah!
—«¡Ah!» ¿Qué? —podía ver que estaba escuchando algo, pero yo no lograba oír nada fuera del golpe de la proa contra el mar y el tamborileo metálico de la vibración del viejo casco de acero que acompañaba cada sumergida.
—Los cuernos de Elfland soplan débilmente —dijo Lonnie—. ¡Escuche! Los ángeles heraldos —escuché y esta vez oí. Había oído muchas veces, desde que subí a bordo del Morning Rose, con un horror que aumentaba constantemente, una barahúnda chirriante y cacofónica apropiada como para anunciar nada menos que el juicio final. Los tres responsables de este ruido de caldera en explosión, los tres jóvenes ayudantes de sonido de Josh Hendriks, tal vez no eran sordos como tapia, pero su educación musical clásica difícilmente podía considerarse completa ya que ni uno solo de ellos podía leer una nota musical. John, Luke y Mark estaban vaciados en el mismo molde que todos sus contemporáneos: cabello flotante, largo hasta los hombros, y una vestimenta que hacía sospechar que venían saliendo de la lavandería de un gurú.
Pasaban todo su tiempo libre con el equipo de grabación, guitarra, tambores y xilofón, ensayando día y noche en el salón de proa, hasta que llegara el momento de abrirse camino en el mundo de los discos de música pop, en el que pretendían hacerse famosos como «Los Tres Apóstoles», nombre que parecía bastante apropiado.
—Podrían haberle ahorrado el martirio a los pasajeros en una noche como ésta —dije.
—Mi querido muchacho, subestima a nuestro inmortal trío. El hecho de que usted pueda ser uno de los músicos más fatales que existan no le impide tener un corazón de oro. Invitaron a los pasajeros para que fueran a oírlos, con la esperanza de que pudieran aliviar sus sufrimientos —cerró los ojos cuando en el final del pasillo exterior se escuchó el eco estridente, bajo el cual se percibía un grito anudo, como el de un animal herido—. Parece que empezó el concierto.
No se los puede culpar de falta de sentido de la oportunidad —dije—, después de todo ese ruido, una tormenta en el Ártico va a parecer como una tarde de verano en el Támesis.
Es injusto con ellos —Lonnie hizo descender otros tres centímetros el contenido de la botella y se recostó en la litera, señalando que la audiencia había concluido—. Vaya y compruébelo.
Fui y comprobé que había sido injusto con ellos. Los Tres Apóstoles estaban rodeados de esa innumerable cantidad de micrófonos, amplificadores y altavoces, ese arcano equipo electrónico sin el cual los trovadores modernos no quieren ni pueden aparecer en un escenario. Actuaban sobre una plataforma baja, en un rincón de la sala de recreo, y mantenían el equilibrio con una sorprendente facilidad que parecía deberse, en gran medida, a sus giros y contorsiones, una parte tan inseparable de su arte como las ayudas electrónicas, que sincronizaban bastante bien con el cabeceo y balanceo del Morning Rose. Vestidos convencionalmente, lo que resultaba extraño, con unos vaqueros azules y unos caftanes sicodélicos, los tres jóvenes ayudantes de sonido, doblados sobre sus micrófonos en una actitud de fervor casi místico, estaban entregando lo mejor de sus desinhibiciones. Por las pocas ocasiones en las que pude ver las expresiones de éxtasis en sus rostros, cubiertos ochenta por ciento de las veces por sus largas y ondulantes melenas, resultaba obvio que creían estar muy cerca de lo sublime. Pensé brevemente cómo se verían los ángeles con tapones en los oídos y luego concentré mi atención en el público.
Había quince personas en total, diez miembros del equipo de producción y cinco del reparto. Una docena parecía estar bastante mal, pero sus sufrimientos habían quedado temporalmente en suspenso por la fascinación, cercana al rapto, provocada por Los Tres Apóstoles que en ese momento habían alcanzado un crescendo musical, acompañado por lo que parecía ser una forma aguda del baile de San Vito. Una mano me tocó en el hombro, miré y a mi lado estaba Charles Conrad.
Conrad tenía treinta años y era el protagonista masculino de la película. Aún no tenía un gran nombre como estrella, pero se estaba haciendo una impresionante reputación internacional. Era alegre, de una belleza tosca con un mechón de cabellos castaños cayendo continuamente sobre sus ojos, unos ojos del azul más azul que pudiera imaginarse, con una dentadura propia —como su nombre— perfecta y reluciente que habría llevado a un dentista a la cumbre del éxtasis o a las honduras de la desesperación, según le interesaran más los aspectos estéticos o económicos de su profesión. Si era invariablemente amistoso, cortés y considerado, por naturaleza o por cálculo era imposible saberlo. Formó una bocina con sus manos y me dijo al oído señalándome los músicos:
—¿En su contrato se estipula que tiene que mortificarse?
—No. ¿Por qué? ¿Se estipula en el suyo?
—Solidaridad de las clases trabajadoras —sonrió, mirándome con un extraño centelleo especulativo en sus ojos—. ¿No le importa que esta música les rompa los tímpanos?
—Se recuperarán. De todos modos, yo siempre les digo a mis pacientes que un cambio hace tan bien como un descanso —la música cesó abruptamente y bajé mi voz alrededor de cincuenta decibelios—. En todo caso, esto es demasiado. El hecho es que estoy trabajando. El señor Gerran está algo preocupado por ustedes.
—¿Quiere que le entreguen el ganado en óptimas condiciones en el mercado?
—Bueno, supongo que ustedes representan una considerable inversión.
—¿Inversión? Ja. ¿Sabía que ese viejo tacaño y tramposo no sólo nos consiguió a precio de liquidación sino que tampoco nos pagará un centavo hasta que la película esté terminada?
—No, no lo sabía —hice una pausa—, vivimos en una democracia, señor Conrad, la tierra de los libres. No tenía por qué venderse en el mercado de esclavos.
—No tenía por qué. ¿Qué sabe de la industria fílmica?
—Nada.
—Se nota. Está pasando por la peor depresión de su historia. El ochenta por ciento de los técnicos y de los actores está cesante. Prefiero trabajar por unos centavos antes que morirme de hambre —frunció el ceño, pero pronto su buen humor habitual se impuso—. Dígale que su puntal y sostén, el indomable protagonista Charles Conrad, está sano y bien. No feliz, tome nota, sólo sano y bien. Para ser feliz tendría que verlo caer por la borda.
Por suerte Los Tres Apóstoles se estaban refrescando con cerveza; la mayor parte del público también se estaba refrescando aunque resultaba evidente que necesitaban algo más fuerte que cerveza. Dije a Conrad:
—Este trío llegará a ser algo.
—¿Diagnóstico de masas instantáneo?
—Requiere práctica, pero ahorra tiempo. ¿Quién falta?
—Bueno —miró a su alrededor—, Heissman…
—Ya lo vi, lo mismo que a Neal Divine y a Lonnie y a Mary Stuart, a quien, de ninguna manera esperaba encontrar aquí.
—Nuestra bella y presumida joven eslava, ¿no es eso?
—Acepto la mitad de los adjetivos. No es necesario ser presumido para evitar la gente.
—A mí también me gusta —lo miré. Sólo había hablado dos veces brevemente con él, pero pude darme cuenta que hablaba en serio—. Ojalá fuera ella la protagonista, en vez de nuestra Mata Hari permanente.
—No puede estar refiriéndose a nuestra encantadora señorita Haynes, ¿verdad?
—No sólo puedo sino que de ella estoy hablando —dijo malhumorado—. Las femmes fatales me agotan. Se habrá dado cuenta de que no está entre los presentes. Apostaría que está en cama con ese maldito par de perros de orejas colgantes, llenos de vapores y sales.
—¿Quién más falta?
—Antonio —sonrió de nuevo—. De acuerdo con el Conde, con quien comparte el camarote, Antonio se encuentra in extremis y es improbable que sobreviva a esta noche.
—Se fue del comedor bastante deprisa.
Dejé a Conrad y fui a la mesa del Conde. El Conde, con su enjuto rostro aquilino, su delgado bigote negro, sus cejas negras rectas y su cabello canoso cepillado hacia atrás desde la frente, parecía estar gozando de algo más que una simple buena salud. Tenía en su mano una abundante cantidad de coñac y no tuve que preguntarle para saber que era el mejor que se podía obtener, ya que el Conde era un famoso connaisseur de todo, desde rubias hasta el caviar. Un perfeccionista tan preciso en la búsqueda del lujo como lo era en el desempeño de sus funciones, lo que le había ayudado a llegar a ser lo que era: el mejor iluminador del país y, probablemente, de Europa. Tampoco tuve que averiguar de dónde había obtenido el coñac. Se rumoreaba que había conocido a Otto Gerran durante mucho tiempo, por lo menos el tiempo suficiente como para llevar su propia provisión privada cada vez que partía con Otto en un safari. El conde Tadeusz Leszczynsky —a quien nadie llamaba por su nombre porque resultaba impronunciable— había aprendido mucho sobre la vida desde que se había despedido precipitadamente y para siempre de sus inmensos dominios polacos, en la mitad de septiembre de 1939.
—Por lo menos usted se ve en buenas condiciones. Buenas noches, Conde.
—Tadeusz para mis iguales. En buena salud, me alegro de decirlo. Tomo las precauciones profilácticas adecuadas —tocó el bulto apenas perceptible en su chaqueta—. ¿Me acompaña en la profilaxis? Su penicilina y auromicina no son sino brebajes de brujas para los crédulos.
—Me temo que no podré —dije, negando con la cabeza—; estoy trabajando. El señor Gerran quiere saber en qué medida el clima está afectando a la gente.
—¿Nuestro Otto se encuentra bien?
—Razonablemente.
—No se puede tener todo.
—Conrad me dijo que Antonio, su compañero de camarote, pudiera necesitar una visita.
—Lo que Antonio necesita es una mordaza, una camisa de fuerza y una enfermera, en ese orden. Estaba rodando y vomitando por todo el suelo, quejándose como un bellaco sometido a un potro de tortura —el Conde arrugó su nariz con desagrado—, muy desagradable. Muy desagradable.
—Puedo imaginármelo.
—Para un hombre de sensibilidad delicada, ¿comprende?
—Por supuesto.
—Sencillamente, tuve que irme.
—Bien, iré a darle un vistazo.
Acababa de hacer retroceder mi silla hasta el límite de su cadena de seguridad cuando Michael Stryker se sentó a mi lado. Stryker, socio de la Olympus Productions, combinaba dos trabajos normalmente separados, el de diseñador de producción y el de jefe de construcciones, ya que Gerran nunca perdía una oportunidad de economizar. Alto, moreno e indiscutiblemente buen mozo con su bigotito, podría habérsele confundido con uno de esos ídolos de matinée de los años treinta, si no hubiera sido por su larga y desordenada cabellera que oscurecía alrededor del 90 por ciento de las camisas de seda con cuello de cisne que habitualmente lucía. Parecía duro, era indudablemente cínico y, por lo poco que había oído hablar de él, totalmente amoral. Poseía, además, la dudosa distinción de ser yerno de Gerran.
—Rara vez lo vemos tan tarde, doctor —dijo.
Atornilló un largo cigarrillo ruso negro en una boquilla de ónix con el mismo cuidado y precisión de un ingeniero ajustando las alzaválvulas en el motor de un Rolls-Royce, luego la levantó a la luz para inspeccionar el resultado y agregó:
—Muy amable de su parte el juntarse con la masa, por esprit de corps o por lo que sea —encendió su cigarrillo, lanzó una nube de desagradable humo por sobre la mesa y me miró escrutadoramente—. Pensándolo bien, no. No es el tipo de los de esprit de corps. Nosotros, en mayor o menor grado, tenemos que serlo. Usted no. No creo que pudiera. Demasiado frío, demasiado desasido, demasiado clínico, demasiado observador y, para colmo, un solitario. ¿Está de acuerdo?
—Es una buena descripción de un médico.
—¿Está aquí como médico?
—Supongo que sí.
—Apostaría a que el viejo desgraciado lo mandó.
—El señor Gerran me mandó.
Cada vez me estaba resultando más claro que los socios más antiguos de Otto Gerran difícilmente pedirían el privilegio de elegirlo el hombre más popular del siglo.
—Ese es el viejo desgraciado al que me refería —Stryker miró pensativo al Conde—. Una preocupación extraña y desusada de parte de nuestro Otto, ¿no le parece, Tadeusz? Quisiera saber qué hay detrás de todo esto.
El Conde sacó un frasco de plata tallada, se sirvió otra abundante cantidad de coñac, sonrió y no dijo nada. Yo tampoco dije nada porque creía saber la respuesta. Incluso más tarde, al analizar los hechos retrospectivamente, no me culpé de lo sucedido; había llegado a una conclusión sobre la base de los únicos antecedentes de los que disponía entonces. Le dije a Stryker:
—La señorita Haynes no está aquí, ¿se encuentra bien?
—No. Me temo que no sea muy buena para navegar.
Se encuentra muy afectada por la tormenta pero ¿qué se puede hacer? Estaba pidiendo calmantes y píldoras para dormir y que lo mandara a llamar. Por supuesto, le dije que no.
—¿Por qué?
—Mi estimado señor, ha estado viviendo drogada desde que nos subimos a este maldito barco —pensé que era por la salud de Stryker que el capitán Imrie y el señor Stokes no se sentaban en la misma mesa—. Tomó sus propias pastillas contra el mareo primero, luego las que usted distribuyó, entre medio las píldoras energéticas y barbitúricos como postre. Bien, ¿sabe lo que le ocurriría si tomara calmantes o más drogas encima de todo ese montón de píldoras?
—No. No lo sé. Dígamelo.
—¿Cómo?
—¿Bebe? Mucho, quiero decir.
—¿Beber? No. Jamás toma un trago.
—¿Por qué no nos atenemos a nuestras respectivas profesiones? —dije suspirando—. Le dejo a usted las películas, déjeme a mí la medicina. Cualquier alumno de primer año podría decirle… en fin, no tiene importancia. ¿Sabe la señorita Haynes el nombre y el número de píldoras que se ha tomado hoy? No pueden haber sido tantas o a estas alturas ya estaría inconsciente.
—Supongo que lo sabe.
—Estará dormida dentro de quince minutos —hice retroceder mi silla.
—¿Está seguro? Es decir…
—¿Cuál es su camarote?
—El primero de la derecha en el pasillo.
—¿Y el suyo? —pregunté al Conde.
—El primero a la izquierda.
Me despedí con la cabeza, abandoné el salón, golpeé en la primera puerta de la derecha y entré, aceptando la invitación de un murmullo apenas perceptible. Judith Haynes estaba sentada en su cama, apuntalada, tal como Conrad lo había predicho, por un perro a cada lado. Un par de bellos cocker spaniels esmeradamente cuidados. No pude oler, sin embargo, ni vapores ni sales. Me miró parpadeando con sus espléndidos ojos y me dedicó una sonrisa triste, trémula y valiente. Mi corazón permaneció indiferente.
—Es usted muy gentil de haber venido, doctor.
Tenía una de esas voces pastosas y dulces que resultan tan efectivas personalmente como en la oscuridad de un cine. Vestía una écharpe acolchada color rosa que contrastaba violentamente con el color de su pelo. Alrededor de su cuello tenía una bufanda de gasa verde que no contrastaba con el color de su pelo. Su rostro estaba blanco como el mármol. Explicó:
—Michael me dijo que usted no podría ayudarme.
—El señor Stryker fue demasiado desconfiado —me senté en el borde del colchón y le tomé el pulso. El cocker spaniel que estaba a mi lado gruñó y me enseñó los dientes—. Si ese perro me muerde le pego.
—Rufus no le haría daño a una mosca, ¿no es cierto, mi Rufus querido?
No era lo que le podría pasar a las moscas lo que me preocupaba, pero me callé mientras ella seguía hablando con su sonrisa triste.
—¿Es alérgico a los perros, doctor Marlowe?
—Soy alérgico a las mordeduras de perro.
La sonrisa desapareció y en su cara sólo permaneció la tristeza. No sabía nada de Judith Haynes, fuera de lo que había escuchado de sus colegas y a eso había que descontarle un noventa por ciento. La única cosa de la que estaba seguro respecto del mundo del cine era que la murmuración, la hipocresía, la traición, la calumnia y el asesinato verbal formaban parte esencial del estilo de sus conversaciones, hasta el punto de que era imposible saber dónde terminaba la verdad y empezaba la mentira. La única norma segura era presumir que la verdad terminaba casi inmediatamente.
Se decía que la señorita Haynes declaraba tener veinticuatro años y que se había quedado en esa edad —se afirmaba saberlo de fuentes autorizadas— desde hacía catorce años. Esta era la razón, se aseguraba misteriosamente, de su predilección por las bufandas de gasa ya que era en el cuello donde se le notaban los años descontados. Podía ser, como podía ser también que simplemente le gustaran las bufandas de gasa. Con la misma seguridad se afirmaba que era una verdadera zorra, cuya única virtud redentora consistía en su completa devoción por los dos cocker spaniels. Pero incluso este cumplido irónico iba seguido del comentario de que como ser humano tenía que tener algo o alguien a quien amar, algo o alguien que también la amara. Se decía que lo había intentado con gatos, pero que no había dado resultado porque, aparentemente, los gatos no la querían. Alta, delgada, con un maravilloso cabello negro que parecía pintado por Ticiano, poseedora de una belleza clásica al estilo de las estatuas griegas, tenía una cualidad indiscutible y sobre la cual todos estaban de acuerdo: era una pésima actriz. No obstante, constituía una gran atracción en cualquier taquilla. La mezcla de una expresión de melancolía regia, su sello característico, y el sorprendente contraste con su desenfrenada vida privada, se encargaban de hacerla taquillera. Su carrera se veía notablemente facilitada por el hecho de ser hija de Otto Gerran, al que se decía que despreciaba, esposa de Michael Stryker, al que se decía que odiaba, y socia de la compañía Olympus Productions.
Pude ver que no había nada grave en su estado físico.
Le pregunté cuántas píldoras variadas se había tomado en el transcurso del día y luego de vacilar indecisa durante un tiempo, y de sacar la cuenta con su bien proporcionado y aguzado índice de la mano derecha sobre los bien proporcionados y aguzados dedos de su mano izquierda —se decía que podía sumar libras esterlinas y dólares con la velocidad y precisión de una computadora IBM—, me dio un número aproximado. Le prescribí algunas tabletas, le di instrucciones respecto al número que podía tomar y me fui. No le receté ningún sedante a los perros porque me parecieron estar bien.
El camarote que ocupaban Antonio y el Conde estaba enfrente, cruzando el pasillo. Golpeé dos veces sin obtener respuesta, entré y vi por qué no me había contestado. Antonio estaba ahí pero podría haber estado llamando hasta el día del juicio final y no me habría oído. Antonio no volvería a oír nada nunca más. De la Via Véneto, pasando por Mayfair, vino a morir miserablemente en el Mar de Barents. Para Antonio no podía existir un lugar preciso o apropiado para morir, porque si alguna vez he conocido a un hombre que amara la vida ese era Antonio. Para una persona mimada, que había recorrido los mejores lugares de las capitales europeas, venir a morir en estos alrededores desiertos e indescriptiblemente amargos, parecía tan incongruente que resultaba aterrador, tan irreal que eliminaba la certeza y la comprensión. Pero allí estaba, allí a mis pies, bien real y bien muerto.
El camarote estaba lleno de ese olor agridulce del vómito y había huellas físicas de vómito por todas partes. Antonio no estaba en su litera sino sobre el suelo alfombrado. Su cabeza aparecía arqueada hacia atrás hasta formar un ángulo recto con su cuerpo. Había sangre, mucha sangre aún no coagulada en su boca y en el suelo, cerca de su boca. El cuerpo estaba retorcido en una posición inverosímil; los brazos y las piernas desparramados en ángulos grotescos, los nudillos blancos como el marfil. Retorciéndose, había dicho el Conde, vomitando, un hombre en el potro de tortura, y la descripción había resultado exacta porque Antonio había muerto como muere un hombre en el potro de tortura: sufriendo horriblemente.
Con toda seguridad debió haber gritado, aunque es probable que su garganta estuviera bloqueada la mayor parte del tiempo. Tuvo que haber aullado. Tuvo que hacerlo. Un hombre en esas condiciones no es capaz de controlar sus gritos, pero con Los Tres Apóstoles en plena función sus aullidos debieron pasar desapercibidos. Y entonces recordé el grito que había escuchado mientras conversaba con Lonnie Gilbert en su camarote. Un escalofrío recorrió mi nuca, tendría que haber distinguido la diferencia entre los alaridos agudos de un cantante de rock y los gritos de un hombre agonizante.
Me arrodillé e hice un examen rápido. No averigüé más de lo que cualquier persona habría podido saber. Le cerré los ojos fijos y pensando en la proximidad del rigor mortis estiré sus miembros contorsionados con una facilidad que me sorprendió ligeramente.
Salí del camarote, cerré la puerta con llave, titubeé brevemente antes de guardarla en mi bolsillo. Si el Conde poseía la delicada sensibilidad que pretendía, me agradecería que me la hubiera llevado.