Capítulo 8

El rincón noroeste de la ensenada de Sor-hamna, donde finalmente descansaba el Morning Rose, estaba situado a tres millas en esa dirección partiendo del extremo más meridional de la Isla del Oso. El Sor-hamna tenía forma de U y estaba abierto hacia el Sur. Medía 900 metros de ancho en su eje Este-Oeste y aproximadamente un kilómetro de largo de Norte a Sur. El brazo al este de la bahía era discontinuo; comenzaba con una pequeña península de alrededor de 280 metros de largo que tenía una abertura de 190 metros de agua, salpicada de pequeñas islas de diversos tamaños; luego venía Makehl, una isla mucho más grande, sumamente estrecha de Este a Oeste y que se prolongaba casi 800 metros en el extremo meridional de Kapp Roalkvam. El terreno hacia el Norte y el Este era bajo; el que se extendía hacia el Oeste, y formaba parte de la verdadera isla, se alzaba, en una pendiente bastante pronunciada, a partir de un arrecife bajo, que no sobrepasaba la altura de una pequeña montaña de cerca de 120 metros de altura, y que aparecía en la mitad inferior de la ensenada. Aquí no había nada parecido a los inmensos precipicios de la cadena montañosa de Hambergfjell o Bird Fell en el Sur pero, en cambio, toda la tierra estaba cubierta de nieve, profunda en las laderas del Norte y en sus valles, ya que el pálido sol veraniego y los vientos descongelantes no habían llegado hasta ellos.

El Sor-hamna no sólo era el mejor sitio para anclar el barco, sino también el único en el que se podía hacerlo en la Isla del Oso. Ofrecía un perfecto refugio para los barcos cuando el viento soplaba desde el Oeste y los inconvenientes eran mínimos cuando lo hacía desde el Norte. También ofrecía protección contra los vientos del Este, según su intensidad y dirección —la abertura entre Kapp Heer y Makehl era un factor decisivo en estas circunstancias— y si las cosas se ponían verdaderamente malas se podía levar ancla y buscar amparo a sotavento de la Isla de Makehl. En cambio, si el viento venía del Sur el barco quedaba por completo a merced de la furia del mar de Barents.

A esto se debía que la operación de desembarque y descarga del Morning Rose hubiera aumentado de ritmo, desde una frenética actividad hasta algo cercano al pánico. Mientras nos aproximábamos a Sor-hamna, el viento, que había estado cambiando de dirección desde hacía 36 horas, aumentó con desconcertante velocidad su giro alrededor de la brújula, de modo que el navegar más rápido nos cogió directamente por el Este. Ahora estaba algunos grados al Sur y aumentaba de velocidad. El Morning Rose comenzaba a sentir su efecto; si sólo aumentaba su fuerza unos pocos nudos o giraba unos cuantos grados la posición del pesquero sería insostenible.

Si el Morning Rose hubiera estado anclado habría podido resistir el amenazante viento, el problema era que sólo se lo había amarrado a un desmoronado malecón de piedra caliza —las estructuras de hierro o de madera no habrían durado mucho tiempo en esas tormentosas aguas— que había sido construido inicialmente por Lerner y la Deutsche Seefischerei-Verein a comienzos de siglo, y que más tarde fue mejorado —si es que puede usarse esa palabra— por la expedición del Año Geofísico Internacional durante el verano que pasaron aquí. El malecón, que habría sido puesto fuera de servicio y clausurado al público en cualquier otra parte del hemisferio Norte, había tenido originalmente forma de T. En la actualidad el brazo izquierdo de la T había desaparecido y la sección central, que llevaba hasta la playa, estaba carcomida en la parte orientada hacia el Sur. Contra esta derruida y peligrosa estructura, el Morning Rose había comenzado a golpearse cada vez con más fuerza en la medida en que las olas del Sudeste lo levantaban bajo los cuartos de estribor, convirtiendo el efecto amortiguador de las planchas de madera y de la cámara de aire en una defensa nominal. Las sacudidas del pesquero, cada vez que chocaba pesada y monótonamente contra el malecón, hacía tambalearse y buscar el apoyo más próximo a los que trabajaban en cubierta.

Era imposible determinar el efecto de las colisiones sobre el Morning Rose, fuera de algunas rozaduras y abolladuras en las láminas no se veían mayores daños. Los pesqueros eran legendariamente resistentes y parecía improbable que sufriera destrozos serios. En cambio el malecón sufría visiblemente a cada embate; grandes trozos de mampostería habían comenzado a desprenderse para caer en el Sor-hamna con inquietante frecuencia. Como la mayor parte de nuestro combustible, provisiones y equipo, todavía se encontraba allí, el inminente colapso del muelle en el mar, no era algo que se podía contemplar con tranquilidad.

Cuando recién atracamos, poco antes de mediodía, el descargue se había efectuado rápida y tranquilamente, excepto cuando hubo que bajar a los gruñidores perros de la señorita Haynes. Incluso antes de amarrar el barco, la grúa de popa había depositado en el agua el bote de cinco metros, tres minutos más tarde le siguió uno ligeramente más pequeño, de cuatro metros, con el motor fuera de borda. Ambos se iban a quedar con nosotros.

Diez minutos más tarde, la grúa de popa especialmente reforzada levantó la extraña forma —hueca en un costado para darle una forma plana— que constituía la sección central del modelo a escala natural del submarino, la pasó por la borda y suavemente la depositó sobre el agua. Flotó con una estabilidad perfecta, sin duda gracias a sus cuatro toneladas de lastre de hierro. Los problemas comenzaron cuando hubo que atornillarse el modelo de la torrecilla: sencillamente no encajaba.

Goin, Heissman y Stryker, los únicos tres que habían observado las pruebas originales, afirmaban que entonces había funcionado perfectamente, pero ahora no entraba de ninguna manera. La torrecilla tenía una forma elíptica y estaba diseñada para calzar con absoluta precisión sobre una pestaña vertical de cuatro centímetros, situada en el centro de la sección media. No se ajustaba porque una de las depresiones curvas de su base se había desviado por lo menos medio centímetro, probablemente debido al aporreo que habíamos sufrido desde que salimos de Wick. Una amarra sin suficiente alquitrán debía ser la responsable de esa microscópica libertad de movimiento vertical que produjo la pequeña distorsión.

El arreglo era simple, devolver a la curva su forma original, y en un muelle con obreros especializados no habría tomado más de algunos minutos, pero como no teníamos ni las facilidades técnicas ni el personal adecuado los minutos se convirtieron en horas. Varias veces la grúa había colocado la torrecilla sobre la pestaña, para tener que volver a levantarla con el objeto de que fuera sometida a nuevos martillazos. Varias veces había encajado perfectamente sólo para descubrir que la distorsión se había desplazado malévola y misteriosamente unos centímetros más abajo.

A pesar de que la sección del submarino estaba considerablemente protegida por encontrarse entre el malecón y el barco, la situación se veía complicada por las olas que comenzaban a azotar la proa del Morning Rose. Al comienzo lo hacían con suavidad; ahora la violencia había aumentado, hasta el extremo de que el ajuste iba a depender tanto de la suerte para hacerlo en el momento preciso como de los martillazos.

El capitán Imrie no parecía estar frenético por la sencilla razón de que no formaba parte de su naturaleza el enfurecerse por nada, pero su preocupación resultaba evidente. No había almorzado y, desde que llegamos a Sor-hamna, su único reconstituyente había sido el café. Su mayor inquietud, fuera del Morning Rose —sus pasajeros no le preocupaban en absoluto— era deshacerse de la carga que aún quedaba sobre la cubierta de popa. Otto le había recordado, en forma innecesaria y bastante desagradable, que formaba parte de las obligaciones de su contrato dejar a todos los pasajeros y a la carga en tierra antes de zarpar para Hammerfest. Las mayores inquietudes del capitán Imrie provenían del hecho de que pronto oscurecería; el viento soplaba con fuerza y la cubierta no podría terminar de descargarse hasta que la grúa se desocupara de su absorbente ocupación de sostener la torrecilla. Además, todos estos inconvenientes le impedían concentrarse en la desaparición de Halliday y le dejaban poco tiempo para tratar de hacer algo constructivo al respecto. Lo sabía porque se tomó unos minutos para decirme que apenas atracara en Hammerfest su primera medida sería ponerse en contacto con la policía.

Había dos cosas que podía haber dicho y que calló. La primera era que no veía de qué podía servir su visita a la policía; me imagino que consideraba que era su deber hacer algo, cualquier cosa, aunque fuera completamente inútil. La segunda era que tena la certeza de que no alcanzaría a llegar a Hammerfest; pero comprendí que no estaba de un humor muy receptivo y no me pareció el momento más indicado para darle las razones de mi seguridad. Esperaba que su humor cambiara poco después que dejara la Isla del Oso.

Descendí por la chirriante plancha de metal que conectaba el barco con el muelle, sus mohosas ruedas de hierro parecían estar fijas, de modo que la estructura adelantaba o retrocedía con cada bandazo del Morning Rose. Recorrí el viejo malecón. Un pequeño tractor y un pequeño Sno-cat, habían sido la tercera y cuarta pieza que se había descargado de la cubierta de popa del pesquero, estaban equipados con trineos. Todo el mundo de Heissman para abajo, estaba ayudando a poner el equipo sobre los trineos con el objeto de acarrearlos hasta las cabañas situadas en un pequeño montículo, a menos de 18 metros del final del muelle. No sólo ayudaban, sino que lo hacían con entusiasmo; con 15 grados bajo cero, la tentación de holgazanear no es muy fuerte. Partí a las cabañas detrás de una de las cargas.

A diferencia del malecón, las cabañas eran de construcción relativamente reciente y estaban en buenas condiciones. Quedaron como reliquias del último Año Geofísico Internacional; no había habido ninguna justificación económica para desmantelarlas y mandarlas de vuelta a Noruega. No estaban fabricadas con el moderno kapoc, amianto y aluminio, materiales para la construcción de bases en el Ártico, y tenían la forma de las casas que se encuentran habitualmente en las altas regiones alpinas de Europa, aunque era obvio que se trataba de cabañas prefabricadas. Presentaban esa apariencia de tener cuatro esquinas inclinadas, que le daban el aire de bajar la cabeza para defenderse de las tormentas. Parecía muy probable que aún estuvieran ahí dentro de cien años. Las construcciones pueden durar casi indefinidamente en los hielos árticos si no están expuestas a vientos fuertes y a la constante fluctuación de temperatura sobre y bajo cero.

Había cinco, a considerable distancia unas de otras, dentro de lo que el lomo de la montaña detrás del arrecife permitía. Aunque no era un experto sobre el Ártico, me di cuenta de la razón para construirlas tan separadas. Aquí, donde el frío constante y permanente domina toda la vida del hombre, el fuego se convierte en el peor enemigo ya que, a menos de que se disponga de elementos químicos, de los que se suele carecer casi siempre, una vez que empieza un incendio no se detendrá hasta haber quemado todo lo combustible. El hielo es una pobre ayuda cuando se trata de extinguir llamas.

Cuatro pequeñas cabañas estaban instaladas en las esquinas de un pabellón mucho más grande. De acuerdo al grandilocuente diagrama dibujado por Heissman en su manifiesto se las iba a usar para el transporte, el combustible, las provisiones y el equipo. No estaba muy seguro de lo que quería decir cuando hablaba de equipo. Las cuatro eran cuadradas y no tenían ventanas. El edificio central estaba construido en forma de estrella de mar, con un pentágono central y cinco anexos triangulares que constituían una unidad. El propósito del diseño era difícil de adivinar; tal vez estaba hecho así para conservar el máximo de calor. El área central incluía el salón, el comedor y la cocina, cada brazo contaba con unos cuartos desnudos que servían de dormitorios. La calefacción se obtenía mediante unos calentadores negros eléctricos, alimentados con petróleo, que estaban atornillados a la muralla, pero mientras no contáramos con nuestro propio generador portátil tendríamos que depender de las estufas. La iluminación la producían unas lámparas a presión de kerosene. La comida se prepararía sobre una estufa e iba a consistir en una interminable sucesión de conservas, ya que Otto —huelga decirlo— no había traído cocinero para no tener que pagarle. Con excepción de Judith Haynes, incluso el aporreado Allen, trabajaba con el mayor entusiasmo y rapidez que las condiciones gélidas y poco familiares permitían. El trabajo era hecho en silencio y sin alegría; aunque ninguno había tenido una estrecha amistad con Halliday, la noticia de su desaparición agregó nuevo pesimismo y aprensión a una compañía que se creía maldita incluso antes del primer día de filmación. Stryker y Lonnie, que no se dirigían la palabra a menos de que fuera imprescindible, verificaban el material, el combustible, el petróleo, la comida, la ropa y el equipo ártico. Otto, a pesar de todos sus defectos, era minucioso. Sandy, notablemente recuperado ahora que pisaba tierra firme, revisaba su utilera; Hendriks, su equipo de sonido; el Conde, las cámaras; Eddie, el sistema eléctrico y yo, mi botiquín. A les tres, cuando empezaba a oscurecer, teníamos todo preparado, los dormitorios dispuestos con sus camas de campaña y sacos de dormir. El malecón estaba completamente vacío de todo el material que había sido descargado.

Encendimos las estufas a petróleo y dejamos a un malhumorado y refunfuñante Eddie, con la lúgubre ayuda de los Tres Apóstoles, para que pusiera en funcionamiento un generador diesel y retornamos al Morning Rose. Yo volví porque era esencial que hablara con Smithy, los demás porque la cabaña era inhóspita y estaba muy helada, mientras que el difamado Morning Rose era, en comparación, un paraíso de calor y comodidades. Poco después de nuestra llegada ocurrieron una serie de incidentes en breve y desconcertante sucesión.

A las tres y diez, cuando menos se esperaba y contra todas las expectativas, la torrecilla encajó en la pestaña de la sección media. Inmediatamente se pusieron seis tornillos, del total de veinticuatro, para mantenerla en su lugar. El bote remolcó la estructura hasta el refugio, que ofrecía una protección casi completa, formado por el ángulo recto del cuerpo principal del malecón y el brazo norte.

A las tres y cuarto, comenzó el descargue de la cubierta de popa. Con Smithy a cargo de todo, se realizó con eficiencia y prontitud. En parte porque no quería molestarlo mientras trabajaba y en parte porque en ese momento habría sido imposible conversar a solas, bajé a mi camarote, saqué un paquete rectangular del fondo del botiquín, lo puse en una mochila con tirantes y subí.

Eran las 3:20. Un veinte por ciento de la carga estaba en tierra, pero Smithy no se encontraba presente. Parecía como si hubiera aprovechado mi ausencia momentánea para mandarse a cambiar. No había duda de que se había ido. Le pregunté a uno de los hombres dónde había ido, pero como estaba preocupado exclusivamente con un trabajo que tenía que terminarse con suma rapidez fue comprensiblemente poco preciso respecto al paradero de Smithy. Me dijo que estaba abajo o en tierra, no era una ayuda muy precisa. Lo busqué en su camarote, en el puente, en la sala de mapas, en el salón y en todos los sitios posibles. No había huellas de Smithy. Interrogué a la tripulación y a los pasajeros con idéntico resultado. Nadie lo había visto, nadie sabía si estaba a bordo o en tierra. Como la oscuridad era completa y la áspera luz del arco estaba puesta para ayudar al descargue, la plancha quedaba en penumbra. Cualquiera podía subir o bajar del Morning Rose pasando desapercibido.

Tampoco había señales del capitán Imrie. Es cierto que no lo estaba buscando pero, hubiera esperado que su presencia se hiciera notar. El viento había girado al Sur Sudeste y soplaba muy recio. El Morning Rose comenzaba a chocar contra el muro del malecón con una sucesión de impactos discordes y de sonidos de metal chirriante que deberían haber acentuado la prisa del capitán por deshacerse de todos los pasajeros y equipo para sacar a toda velocidad un barco a la seguridad del mar abierto. Sin embargo, no estaba en ninguna parte.

A las 3:30 bajé a tierra y recorrí a toda prisa el malecón hasta llegar a las cabañas. Estaban desiertas, salvo la destinada al equipo en la que Eddie blasfemaba tratando de poner en marcha el generador. Me miró y dijo:

—Nadie puede decir que me guste quejarme, doctor Marlowe, pero este…

—¿Ha visto al señor Smithy, el primer oficial?

—Hace unos diez minutos atrás. Entró para ver cómo nos estábamos instalando. ¿Por qué, pasa algo…?

—¿Dijo algo?

—¿Como qué?

—Dónde iba o qué estaba haciendo.

—No —replicó, y miró a los Tres Apóstoles que tiritaban con una inexpresividad que no le habría servido de ayuda a nadie—. Estuvo aquí un par de minutos con las manos en los bolsillos, mirando lo que hacíamos y preguntando algunas cosas y después se fue.

—¿Vio para dónde?

—No —dijo, y miró nuevamente a los Tres Apóstoles que negaron al unísono con sus cabezas—. ¿Pasa algo?

—Nada grave. El barco está a punto de zarpar y el capitán lo anda buscando.

Aunque en ese momento no era verdad, lo sería dentro de poco. Dejé de perder el tiempo buscando a Smithy. Si se había estado paseando sin ningún motivo por el campamento en vez de supervisar el urgente descargue de la cubierta de popa, lo que esperaba que hiciera y lo que normalmente habría hecho, quería decir que tenía una buena razón para hacerlo; quería perderse por un tiempo.

A las 3:35 volví al Morning Rose. Esta vez la presencia del capitán Imrie era manifiesta. Creía que era incapaz de ponerse frenético por nada, pero cuando lo vi parado bajo el chorro de luz en la puerta del salón, comprendí que me había equivocado. Tal vez frenético fuera mucho decir, pero no cabía duda de que estaba excitadísimo y no lo disimulaba. Tenía los puños apretados, lo que podía verse de su cara presentaba manchones blancos y rojos y sus luminosos ojos azules brillaban de irritación. Con encomiable brevedad y un fuerte vocabulario, me repitió lo que con toda seguridad le había dicho antes a unas cuantas personas. Estaba preocupado porque el clima se estaba deteriorando —no es exactamente como me lo dijo— y había hecho que Allison tratara de conseguir información de Tunheim por radio. Allison no había podido hacer contacto. Más tarde descubrieron que el transmisor estaba destrozado de tal modo que era imposible repararlo. Una hora atrás funcionaba, por lo menos así lo afirmó Smithy cuando escribió el último parte meteorológico, o lo que dijo que era el parte meteorológico. Resultaba imposible localizar a Smithy. ¿Dónde estaba?

—Bajó a tierra —dije.

—¿A tierra? ¿A tierra? ¿Y usted cómo lo sabe? —no sonaba muy amistoso, pero es que tampoco estaba de humor.

—Porque acabo de estar en el campamento conversando con el señor Harbottle, el electricista. El señor Smithy estuvo por allá.

—¿Qué hacía allá? Su obligación era descargar el barco. ¿Qué estaba haciendo allá?

—No vi al señor Smithy —expliqué pacientemente—, de modo que no pude preguntárselo.

—¿Y qué diablos hacía usted allá?

—Se está propasando, capitán. No tengo que darle cuenta de mis actos. Simplemente quería despedirme antes de que partiera, nos hemos hecho durante este tiempo, bastante amigos.

—Ya veo —dijo con intención. No quería decir nada preciso, pero estaba de humor para decir cosas así. Gritó—: ¡Allison!

—¿Señor?

—El contramaestre. Una partida para buscarlo en tierra. Rápido. La comandaré yo mismo.

Si me quedaban dudas respecto al grado de preocupación del capitán, ya no tenía ninguna. Se volvió hacia mí, pero como Otto, Gerran y Goin estaban a mi lado no supe con quién hablaba cuando dijo:

—Partimos dentro de media hora, con Smithy o sin él.

—¿Le parece justo —preguntó Otto— ya que puede haber ido a dar un paseo o haberse perdido? Ya ve lo oscuro que está…

—¿No encuentra extraño que Smithy desaparezca justo cuando acabo de descubrir que una radio de la que decía recibir mensajes está irremediablemente destrozada?

Otto se calló, pero Goin, siempre diplomático, se introdujo disimuladamente en la discusión:

—Creo que el señor Gerran tiene razón, capitán. Podría actuar injustamente aunque estoy de acuerdo con usted que la destrucción de su radio es un asunto serio y como para preocuparse. Incluso, es más que posible, a la luz de todos los misteriosos acontecimientos que han ocurrido, que se trate de algo muy siniestro. Pero me parece que se equivoca al suponer que el señor Smithy esté implicado. En primer lugar, me parece demasiado inteligente como para hacer recaer las sospechas en él en forma tan obvia; en segundo lugar, como su oficial más antiguo, conoce la vital importancia de su equipo de radio. ¿Con qué objeto haría una destrucción tan sin propósito? Y en tercer lugar, si estuviera tratando de escapar de las consecuencias de sus acciones, ¿dónde podría hacerlo en la Isla del Oso? No sugiero nada tan simple como un accidente o amnesia sino sencillamente que se haya perdido. Lo menos que puede hacer es esperar hasta mañana.

Pude ver que las manos del capitán Imrie se desempuñaban un poco y se relajaban levemente. No había cedido pero, por lo menos estaba dispuesto a considerar la posibilidad. Su estado de incertidumbre duró exactamente lo que tardó Otto en deshacer lo que Goin estuvo a punto de conseguir.

—Eso es, por supuesto —dijo—, fue a echarle un vistazo a los alrededores.

—¿En esta oscuridad total? —era una exageración disculpable—. ¡Allison! ¡Oakley! Y todos ustedes. ¡Vengan! —Bajó la voz unos decibeles y nos dijo—: Zarpo dentro de media hora, con Smithy o sin él, rumbo a Hammerfest. A Hammerfest, caballeros, y a la policía.

Se precipitó por el puente seguido de una media docena de hombres. Goin suspiró y dijo:

—Supongo que será mejor que le ayudemos.

Partió y Otto después de titubear un momento lo siguió. Yo me quedé. No tenía la menor intención de ayudar y si Smithy no quería que lo encontraran, no lo encontrarían. Bajé a mi camarote, escribí una corta nota, tomé la pequeña mochila y partí a buscar a Haggerty. Tenía que confiar en alguien. La desafortunada desaparición de Smithy no me dejaba otra elección que Haggerty. Era terco y sospechaba de todo; seguramente desde que Imrie lo interrogó esa mañana estaba lleno de suspicacias conmigo, pero no era tonto, me parecía incorruptible, dócil a un despliegue autoritario de disciplina y, lo más importante, se había pasado 27 años de su vida obedeciendo órdenes.

Forcejeamos unos quince minutos, pero terminó aceptando de mala gana lo que le pedí que hiciera.

—No me hará hacer el ridículo, ¿verdad, doctor Marlowe?

—Lo hará usted si piensa así. ¿Qué gano yo con esto?

—Tiene razón, tiene razón —tomó la pequeña mochila con reticencia—. Tan pronto estemos a una distancia prudente de la Isla…

—Sí, le entrega eso y la carta al capitán. No antes.

—Esas son aguas profundas, doctor Marlowe —no sabía cuánto, yo estaba a punto de ahogarme en ellas—, ¿no me podría decir qué pasa?

—¿Y usted cree que si lo supiera me iba a quedar aquí en esta isla perdida?

—No, señor, creo que no —y por primera vez sonrió.

El capitán Imrie y su patrulla volvieron uno o dos minutos después de que subí a la cubierta superior. Venía sin Smithy. No me sorprendió que no lo encontrara ni que apenas lo buscara durante veinte minutos. En el mapa, la Isla del Oso puede verse insignificante en la inmensidad del Ártico pero, de hecho, abarca un área de 190 km² y el capitán tiene que haber pensado que intentar buscarlo en la oscuridad, aunque fuera en una fracción del uno por ciento de ese terreno helado y montañoso, era embarcarse en una soberana estupidez. Su fervor por encontrarlo había disminuido hasta extinguirse, pero su fracaso robusteció su determinación de partir inmediatamente. Una vez que se aseguró de que lo último que quedaba en la cubierta había sido descargado, y de que todo el equipo y los efectos personales de los miembros de la compañía estaban en tierra, él y el señor Stokes estrecharon cortés y brevemente las manos de todos los pasajeros mientras íbamos descendiendo. Las grúas se encontraban en posición y las amarras estaban listas para soltarse: el capitán Imrie no iba a permitir que se retrasara su orden de zarpar.

Otto, como correspondía, fue el último en salir. Al empezar a descender por la plancha, dijo:

—Dentro de 22 días ¿de acuerdo, capitán? ¿Estará de vuelta dentro de 22 días, capitán Imrie?

—No tema, no le dejaré pasar aquí el invierno, señor Gerran.

Ante la proximidad de deshacerse de lo misterioso y de dejar atrás su poco amada Isla del Oso, el capitán se permitió una pequeña relajación en su actitud y agregó:

—¿22 días? Eso sería en el peor de los casos. Vaya, hombre, puedo ir a Hammerfest y volver en 72 horas. Les deseo suerte a todos.

Luego de decir esto, ordenó que se levantara la plancha y se dirigió al puente sin dar ninguna explicación respecto a su misterioso comentario acerca de las 72 horas. Era muy probable que en ese momento tuviera en su mente estar de vuelta en 72 horas con un regimiento armado de la policía noruega. Yo no sentí ninguna inquietud. Tenía la completa seguridad de que si era eso lo que pensaba hacer, habría cambiado de opinión antes de que amaneciera.

Se encendieron las luces de navegación y el Morning Rose se separó del malecón en dirección Norte, dio media vuelta y se dirigió hacia el Sor-hamna. El tono del motor se enronquecía en la medida en que ganaba velocidad. Cuando estuvo frente al malecón, el capitán Imrie hizo sonar su bocina —sólo él podía llamarla sirena— dos veces, con un sonido agudo y solitario que quedó silenciado casi de inmediato entre las capas de nieve. En unos pocos segundos la vibración del motor y el pálido resplandor de las luces de navegación desaparecieron entre la nieve y la oscuridad.

Durante un tiempo que pareció larguísimo todos nos quedamos ahí, apretujados para defendernos del horrible frío, escudriñando entre la nieve, como si bastara desearlo para volver a ver las luces y escuchar de nuevo la vibración del motor del barco. El ambiente no tenía nada de la alegría con que los viajeros acogen la llegada a su esperado destino; parecíamos un grupo de fugitivos abandonados sobre una isla desierta en el Ártico.

El ambiente dentro de la cabaña no mejoró mucho. Los calentadores funcionaban bastante bien, Eddie tenía el generador en marcha y las estufas negras de las paredes comenzaban a entibiarse pero los efectos de una década de congelación no iban a desaparecer en una hora y la temperatura aún era bajo cero. Nadie se fue a su cabinete, por la excelente razón de que estaban considerablemente más fríos que el espacio central. Nadie parecía tener ganas de conversar con nadie. Heissman se embarcó en una pedante conferencia que prometía ser eterna, sobre la supervivencia en el Ártico. Su íntima y larga relación con Siberia hacía que fuera un tema sobre el cual estaba especialmente capacitado para disertar, pero no tenía oyentes. Ni siquiera era seguro de que se estuviera escuchando a sí mismo. Más tarde, se enfrascó con Otto y Neal Divine en una inconexa discusión respecto a sus planes de filmación, si el tiempo lo permitía, para el día siguiente pero era obvio que pensaba en otra cosa. Conrad fue finalmente quien puso el dedo en la llaga que provocaba el malestar general, mejor dicho, expresó el pensamiento que con mi sola excepción estaba en la mente de todos. Le preguntó a Heissman:

—Durante el invierno en el Ártico se necesitan linternas ¿verdad?

—Así es.

—¿Tenemos?

—Muchas. ¿Por qué?

—Porque quiero una. Voy a salir. Todos nosotros hemos estado aquí no sé cuánto tiempo, veinte minutos por lo menos, y puede que afuera haya un hombre herido, congelado o con una pierna rota.

—Por favor, por favor, no dramaticemos, Charles —dijo Otto—. El señor Smithy siempre me ha parecido un hombre sumamente capaz de cuidar de sí mismo.

Probablemente hubiera dicho lo mismo viendo a Smithy estrujado por un oso polar; por temperamento y por estructura, Otto no era una persona que se dejara envolver innecesariamente en algo que tuviera alguna remota conexión con una acción física. Conrad prosiguió:

—Si no le importa la suerte de ese hombre ¿por qué no lo dice? —Éste era un nuevo aspecto de Conrad, quien prosiguió desarrollando su idea a mis expensas cuando agregó—: Esperaba que usted hubiera sido el primero en sugerir esto, doctor Marlowe.

Lo habría hecho si no conociera a Smithy mucho mejor que él. Le respondí cortésmente:

—No me importa ser el segundo.

Terminamos yendo todos, con excepción de Otto que dijo que no se encontraba bien y de Judith Haynes que declaró que todo le parecía absurdo ya que el señor Smithy volvería cuando le diera la gana. Por razones enteramente diferentes de las suyas, yo pensaba igual. Partimos provistos de linternas y con el compromiso de mantenernos lo más cerca posible, si nos separábamos debíamos regresar luego de treinta minutos como máximo.

El grupo se dirigió hacia el arrecife frente al Sor-hamna, en el Norte. Por lo menos, eso es lo que hicieron los otros. Yo me encaminé directamente a la cabaña del equipo donde el generador estaba ronroneando reconfortantemente. No era probable que se notara la ausencia de nadie; la mayoría sólo sabría quiénes estaban en su vecindad más inmediata. El mejor lugar para esperar que terminara la búsqueda era uno abrigado y protegido. Apagué la luz para no delatar mi presencia, abrí la puerta de la cabaña, entré, cerré la puerta y tropecé con algo blando que casi me hace caer. Recuperé el equilibrio me volví y encendí la linterna.

Un hombre yacía acostado en el suelo. Sin ninguna sorpresa comprobé que se trataba de Smithy. Se retorció y gimió. Levantó un brazo para proteger sus ojos del brillante resplandor de la luz, se dejó caer de nuevo de espaldas, el brazo volvió al suelo y cerró los ojos. Tenía sangre sobre la mejilla izquierda. Se revolcó inquieto, moviéndose de un lado para otro y quejándose suavemente, como un hombre al borde de la inconsciencia.

—¿Le duele mucho, Smithy?

Se quejó otro poco.

—¿Dónde se magulló la mejilla con un puñado de hielo?

Dejó de moverse y de quejarse.

—Dejaremos la comedia para el programa de más tarde —dije con frialdad—, mientras tanto, párese y explíqueme por qué se ha portado como un idiota irresponsable.

Coloqué la linterna sobre el revestimiento del generador de modo que alumbraba hacia arriba. No daba mucha luz, la suficiente para ver la expresión cuidadosamente vacía del rostro de Smithy mientras se ponía de pie.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—PQS 182131. James R. Huntingdon, Golders Green y Beirut, erróneamente conocido como Joseph Rank Smith, lo que quiero decir.

—Supongo que yo soy el idiota irresponsable —dijo Smithy—. Sería bueno que ambos nos presentáramos.

—Doctor Marlowe —dije. Él mantuvo la misma cuidada inexpresividad del rostro—. Hace cuatro años y cuatro meses, cuando lo sacamos de ese hermoso y cómodo trabajo como oficial Jefe en ese petrolero desvencijado, creíamos que haría carrera con nosotros. Una brillante carrera. Cuatro meses atrás todavía pensábamos igual pero ahora, y aquí, ya no estoy tan seguro.

—No puede despedirme en la Isla del Oso —dijo con una sonrisa forzada.

—Puedo despedirlo en Tomboctú si quiero —respondí en tono profesional—. Bien, explíquese.

—Podría haberme dado a conocer quién era —sonaba agraviado y creo que yo también lo hubiera estado en su caso—; estaba empezando a adivinarlo pero no sabía que hubiera alguien más a bordo fuera de mí.

—No tenía que saberlo, ni tenía nada que adivinar. No tenía otra cosa que hacer que lo que se le dijo. Exactamente eso y no más. ¿Recuerda las últimas líneas de sus instrucciones escritas? Estaban subrayadas. Una cita de Milton. Yo la subrayé.

—«También sirven los que permanecen quietos y esperan», recuerdo que me pareció anticuada cuando la leí.

—Ha tenido una educación muy limitada. El hecho es que ni se quedó quieto ni esperó. Sus órdenes eran tan simples y explícitas como puede serlo una orden. Permanezca constantemente a bordo del Morning Rose hasta que haga contacto. Bajo ninguna circunstancia abandone el barco, ni siquiera para bajar a tierra. No trate, repito, no trate de hacer investigaciones, no busque descubrir nada, compórtese siempre como el prototipo de un oficial de la Marina Mercante. No cumplió las órdenes, Smithy. Lo quería a bordo de ese barco, lo necesitaba a bordo, ahora… aquí está prisionero en una cabaña abandonada en la Isla del Oso. ¿Por qué no pudo cumplir instrucciones tan sencillas?

—De acuerdo, es culpa mía. Pero creí que estaba solo. Las circunstancias hacen variar los casos ¿verdad? Con cuatro hombres muertos misteriosamente y otros cuatro a punto… Bueno, ¿qué se esperaba que hiciera, que permaneciera quieto y esperara? ¿No puedo tener iniciativa, pensar por mí mismo?

—No hasta que se le diga que lo haga. Mire en la posición en que me ha dejado, con una mano atada. La otra era el Morning Rose y usted me priva de ella. Quería que estuviera disponible y cerca todas las horas del día y de la noche, podía necesitarlo en cualquier momento y ya ve dónde estamos… A bordo de ese maldito pesquero ¿quién puede mantener una posición cercana a la costa en una noche oscura y traerlo de vuelta al Sor-hamna en plena ventisca? Sabe que no hay nadie. El capitán Imrie no podría maniobrarlo en el Clyde, en un mediodía de verano.

—¿Tiene una radio para comunicarse con el pesquero?

—Por supuesto. Está en el fondo de mi maletín médico. No es más que un artefacto hecho para la policía, pero servirá.

—Va a ser difícil comunicarse con el Morning Rose en el estado en que está su transmisor.

—Es verdad, pero ¿por qué está en ese estado? Porque en el puente usted empezó a hablar sin ningún cuidado de gritar pidiendo ayuda por radio, de silbarle a las fuerzas de la OTAN en el Atlántico si era preciso. Mientras tanto alguien más listo se bebía todas sus palabras en el puente sin encontrar ningún obstáculo. Lo sé porque había huellas frescas sobre la nieve, mis huellas que fueron aprovechadas, ¿comprende? Naturalmente que el próximo paso fue ocultarse y conseguir un martillo pesado.

—Reconozco que pude haber sido más cauto, le presento mis disculpas si las desea, pero no veo de qué pueda servir hacerlo ahora.

—Tampoco yo actué como para ser citado por servicios distinguidos, podemos prescindir de las disculpas. Bueno, ahora que está aquí no voy a tener que preocuparme tanto guardándome las espaldas.

—De modo que anda detrás suyo… quienquiera que sea.

—Quienquiera que sea anda, sin duda alguna, detrás mío.

Le dije sucintamente todo lo que sabía, callé lo que pensaba saber o lo que sospechaba. No tenía objeto dejar a Smithy tan confuso como yo. Proseguí:

—Para no interferimos, déjeme la iniciativa de todas las acciones que yo, o ambos, estimemos necesarias. Supongo que no debo especificarle que esto no lo priva de iniciativa, siempre cuando se encuentre, o crea encontrarse, físicamente amenazado. En esas circunstancias tiene desde ya mi autorización para liquidar a cualquiera.

—Es un consuelo saberlo —sonrió brevemente por primera vez—, pero sería mejor saber quién es la persona a la que podría tener que liquidar. Y lo mejor de todo sería conocer las razones por las cuales usted, un alto funcionario del Tesoro, y yo, un funcionario secundario, estamos en esta maldita isla perdida.

—La preocupación básica del Tesoro es el dinero, en una u otra forma, pero siempre el dinero. Por eso estamos aquí. No se trata de nuestro dinero, del inglés, sino de lo que llamamos «dinero internacional sucio». Todos los miembros de los Bancos Centrales están cooperando de cerca en esta empresa.

—Cuando se es tan pobre como yo, no existe ningún dinero que pueda llamarse «sucio».

—Incluso un funcionario civil tan mal pagado como usted no tocaría ni un centavo de este lote. Son ganancias ilícitas, dinero ilegal de la época de la segunda guerra mundial. Ha sido ganado con sangre y lo que se ha recuperado, una mínima parte del total, ha sido casi siempre conseguido con sangre.

—Hasta la primavera en 1945, Alemania era un país con tesoros inapreciables; en el verano la mayor parte habían desaparecido. Tanto vencedores como vencidos pusieron sus dedos imantados sobre todos los objetos de valor que encontraron, oro, piedras preciosas, obras maestras, valores —los valores emitidos por los Bancos alemanes hace cuarenta años aún son perfectamente válidos— y se los llevaron en todas las direcciones imaginables. No necesito decirle que ninguno de los que tomó parte en el saqueo pensó que era necesario informar a las autoridades respectivas de sus últimas adquisiciones —miré la hora—. Sus preocupados amigos están recorriendo la Isla, por lo menos una parte de ella, buscándolo desde hace ya media hora. Tendré que llevarlo inconsciente dentro de quince minutos.

—Todo esto me parece absurdo. El saqueo, quiero decir. ¿Había mucho dinero?

—Depende de lo que considere mucho. Se estima que los Aliados y cuando hablo de ellos me refiero a Inglaterra, Estados Unidos y a los tan difamados rusos, se las arreglaron para quedarse con alrededor de dos tercios del total. Eso le dejó a los nazis y simpatizantes la minucia de un tercio. Los moderados calculan que ese tercio, y tome en cuenta que los cálculos están hechos por moderados, Smithy, asciende aproximadamente a 350 millones. De libras esterlinas, por supuesto.

—¿Mil millones en total?

—Quítele o póngale cien millones.

—Borre de mis antecedentes ese comentario infantil de que esto me parecía absurdo.

—Concedido. El dinero se encuentra en lugares muy curiosos. Una parte, como era inevitable, está en cuentas bancadas secretas y numeradas; una parte, no hay dudas al respecto, yace en efectivo en algunos de los lagos más profundos de los Alpes austríacos y es irrecuperable. Sé que hay dos telas de Rafael en el sótano de un millonario de Buenos Aires, un Miguel Ángel está en Río, varios Hals y Rubens, de la misma colección ilegal, se encuentran en Nueva York y hay un Rembrandt en Londres. Sus propietarios son personas que han estado, estuvieron o están relacionadas con el Gobierno o las fuerzas armadas de los países comprometidos. Los Gobiernos no pueden hacer nada y tampoco parecen demasiado interesados en hacerlo ya que temen concluir siendo los más remotos beneficiarios.

»A fines de 1970, aparecieron en el mercado internacional unos bonos con valores alemanes emitidos en la década del treinta, aún eran perfectamente válidos, por una suma que ascendía a 30 millones de libras. Recorrieron los mercados de Londres, Nueva York y Zurich, pero el Banco Federal de Alemania rehusó hacerlos efectivos hasta que el propietario se identificara adecuadamente. Esos valores habían sido sustraídos de las bóvedas del Reichsbank, en 1945, por una unidad especial del Ejército Rojo, únicos ladrones militares constituidos legalmente en toda la historia. Pero todo esto no es más que la superficie del iceberg, para decirlo de alguna manera. El grueso de esta inmensa fortuna aún está oculto; la guerra todavía es demasiado reciente y sus propietarios ilegítimos todavía tienen miedo de convertir sus tesoros en dinero contante y sonante.

»Existe una sección especial del Gobierno italiano que se ocupa exclusivamente de esta materia, su jefe, el Profesor Siviero, estima que hay por lo menos unas setecientas obras maestras, muchas de ellas de valor incalculable, cuyo paradero se ignora. Otro experto, Simon Wiesenthal, del Servicio de Documentación Austríaco para los Judíos, afirma virtualmente lo mismo y, de paso, sostiene que hay innumerables personajes, buscados en todo el mundo, que fueron oficiales de máxima graduación en las SS y que ahora viven con toda comodidad gracias a los cientos de cuentas numeradas abiertas por toda Europa. Siviero y Wiesenthal son los expertos reconocidos para la operación rescate. Desgraciadamente, también hay un puñado de personas, no más de tres o cuatro, que poseen igual o superior pericia, pero que carecen de los principios éticos de sus colegas, si me disculpa la comparación, para actuar del lado de la ley. Se conocen sus nombres, pero son invulnerables porque nunca han cometido un delito que se pudiera probar, ni siquiera la conversión fraudulenta de capital. Sus capitales son siempre legales y su origen demostrable. Sin embargo, se trata de criminales que operan a nivel internacional. Uno de los más hábiles y el de mayor éxito de todos está aquí con nosotros. Se llama Johann Heissman.

—¡Heissman!

—Nada menos. Es un hombre muy capaz nuestro Johann.

—¡Heissman! ¿Cómo puede ser? No tiene sentido, apenas hace dos años que…

—Ya sé. Apenas hace dos años que se escapó espectacularmente de Siberia y llegó a Londres haciendo mucho ruido, con cámaras de televisión y kilómetros de periódicos comentando el caso. Le pusieron tantas alfombras a su paso que hubiera podido caminar sobre ellas de Tilbury a Tomsk. Desde entonces no se ha ocupado de otra cosa que de su vieja pasión: hacer películas. ¿Cómo podría ser Heissman? No sólo puede, sino que lo es. Nuestro Johann es un pájaro muy mañoso. Hemos comprobado que fue socio de Otto en Viena, antes de la guerra, y que ambos fueron a la misma escuela en San Polten, que no queda muy lejos. Sabemos que Heissman se inclinó por el lado equivocado mientras que Otto corría en la dirección correcta en la época de la anexión de Austria por Hitler. Sabemos que debido a que entonces simpatizaba con los comunistas, Heissman fue un huésped muy bien recibido en el Tercer Reich. Lo que sigue es una de esas increíbles marañas de espionaje doble o tripe frecuentes en la Europa Central durante la guerra. Parece que se le permitió escapar a Rusia, donde sus inclinaciones eran conocidas, y que de allí lo mandaron de vuelta a Alemania, donde recibió órdenes de transmitir el máximo de información verosímil, pero errónea, a los rusos.

—¿Por qué aceptó?

—Porque su mujer y sus dos hijos fueron capturados junto con él. ¿Le parece una buena razón? —Smithy asintió—. Cuando la guerra terminó y los rusos invadieron Berlín descubrieron al revisar los archivos de espionaje lo que Heissman había estado haciendo y lo embarcaron para Siberia.

—¿Por qué no lo fusilaron de inmediato?

—Lo habrían hecho si no hubiera sido por un detalle, ya le dije que Heissman es un pájaro muy mañoso. Se desempeñaba como agente triple y durante toda la guerra trabajó a favor de los rusos. Durante cuatro años envió información falsa a sus amos y aunque contaba con la ayuda del Servicio Alemán de Inteligencia para la preparación de sus mensajes cifrados, nunca se dieron cuenta de que Heissman usaba su propia clave. Los rusos lo deportaron para su propia seguridad e hicieron creer que su destino era Siberia. Tenemos informes de que nunca estuvo allá y creemos que su esposa y dos hijas casadas todavía viven confortablemente en Moscú.

—¿Y desde entonces trabaja para los rusos?

Smithy parecía un poco desconcertado. Simpaticé con él ya que la duplicidad genial de Heissman no era algo que se pudiera entender rápidamente. Agregué:

—En su actual oficio, sí. Durante sus últimos ocho años de prisión en Siberia, Heissman, con diversos disfraces, ha estado en Norte y Sud América, África del Sur, Israel y, créalo o no, en el Hotel Savoy de Londres. Sabemos, pero no podemos probarlo, que todos sus viajes estaban de alguna manera relacionados con la recuperación de los tesoros nazis para sus amos rusos. Tenga presente que contó con las más estrechas conexiones con el Partido, las SS y el Servicio Secreto. Está especialmente calificado para la tarea. Desde su «huida» de Siberia ha filmado dos películas en Europa; una de ellas en el Piamonte, donde una viuda vieja se quejó de que le habían robado algunas pinturas antiguas y maltrechas del pajar de su establo. La otra en Provenza, donde un anciano abogado local llamó a la policía para informar que le habían sustraído algunas cajas con documentos de su oficina. No sabemos si las pinturas o los documentos representan algún valor, y menos aun si los hurtos pueden relacionarse con Heissman.

—Es demasiado para asimilarlo de una sola vez.

—¿Verdad que sí?

—¿Puedo fumar?

—Nada más que cinco minutos. Después tendré que arrastrarle por la espalda.

—Por los hombros, si le da lo mismo —Smithy encendió su cigarrillo y se quedó pensativo un momento. Luego comentó—: De modo que nuestra misión es averiguar qué hace Heissman en la Isla del Oso…

—Para eso estamos aquí.

—¿No tiene alguna idea?

—Ninguna. Pero debe ser algo relacionado con dinero. Este es el último lugar del mundo que yo asociaría con dinero, pero puede que me equivoque y tal vez haya aquí una manera de conseguirlo. Johann, como habrá descubierto, es un personaje sumamente tortuoso.

—¿Habrá alguna conexión con la compañía fílmica, con su viejo amigo Otto, o sólo los está usando?

—No lo sé.

—¿Y Mary Stuart, la muchacha del encuentro secreto? ¿Qué relación puede haber?

—La misma respuesta. Sabemos muy poco de ella. Conocemos su nombre verdadero, nunca trató de ocultarlo, su edad y lugar de nacimiento. Viene de Letonia, o de lo que era Letonia antes de que los rusos se apoderaran de ella. Sabemos también, y ésta no es una información que nos proporcionara la muchacha, que sólo su madre era letona. Su padre era alemán.

—¿Estaba en el Ejército, el Servicio Secreto o los SS?

—Eso está por descubrirse, aún no lo sabemos. Sus papeles de emigración indican que sus padres están muertos.

—¿El Departamento la ha estado investigando?

—Lo hemos hecho con todos los relacionados con la Olympus Productions, pero nos podríamos haber ahorrado el trabajo.

—No hay pruebas ¿verdad? ¿Tiene alguna sospecha o intuición?

—No trabajo con sospechas.

—Supuse que no —apagó su cigarrillo—. Antes de que nos vayamos, me gustaría mencionar dos cosas muy desagradables que se me acaban de ocurrir. La primera, Johann Heissman es, o debió ser, un importante agente internacional ¿no es así?

—Es un criminal internacional.

—Es la misma rosa con otro color. Lo importante es que ese tipo de individuos evitan la violencia todo lo que pueden ¿verdad?

—Verdad. Es lo único que consideran que está por debajo de ellos.

—¿Ha estado Heissman alguna vez relacionado con algo violento?

—No tiene antecedentes al respecto.

—Pero en los últimos días, de una u otra forma, ha habido bastante violencia. Si el culpable no es Heissman, ¿quién anda detrás de todo?

—No podría asegurar que el culpable no sea Heissman. Un leopardo puede cambiar de manchas y encontrarse, quién sabe por qué razón, en una situación tan desusada que no tenga otra alternativa que recurrir a la violencia. Por lo que sabemos, puede que tenga asociados que no representen necesariamente sus puntos de vista. También podría ser alguien que no estuviera conectado con él.

—Así me gusta, una respuesta clara y precisa. Bueno, hay una segunda cosa que pudiera habérsele escapado. Si andan detrás suyo, deben andar detrás mío también. Nos escucharon a ambos en el puente.

—Ya había pensado en eso. Y no por lo del puente, aunque también influya, sino porque abandonó el barco a propósito. No importa lo que la mayoría piense, una o más personas deben estar convencidas de que lo hizo intencionalmente. Usted es un hombre marcado, Smithy.

—¿De modo que cuando me arrastre hasta allá, no todos van a sentir pena verdadera por el pobre Smithy, algunos van a dudar de la autenticidad de mis magulladuras?

—No harán ninguna pregunta porque estarán seguros de que son falsas, pero tenemos que actuar como si todos fueran a creernos.

—De vez en cuando, cuídeme a mí también las espaldas ¿quiere?

—Lo intentaré, aunque tengo muchas cosas en qué pensar.

Tomé a Smithy por las axilas, la cabeza colgando, talones y manos arrastrándose por la nieve. A menos de cinco metros de la puerta del edificio principal dos linternas nos iluminaron. Eran Goin y Harbottle.

—¿Lo encontró? ¡Bravo! —incluso a mis oídos hipersensibles le pareció auténtica la reacción de Goin.

—Sí. A unos 400 metros de aquí.

Respiraba dificultosa y rápidamente como para darles una idea de lo que había significado arrastrar 90 kilos de peso muerto desde esa distancia sobre un terreno desigual y cubierto de nieve. Agregué:

—Ayúdenme, por favor.

Me ayudaron. Lo transportamos dentro, buscamos un saco de dormir y lo recostamos.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! —exclamó Otto estrujándose las manos.

La expresión angustiada de su rostro testimoniaba el volumen de esta nueva carga agregada al agobiante peso de la cruz que ya cargaba. Preguntó:

—¿Qué le ha ocurrido a este pobre hombre?

El otro ocupante de la cabina, Judith Haynes, no hizo ni el intento de alejarse de la estufa que monopolizaba; el hecho de traer a un hombre inconsciente a su presencia podría haber sido algo tan rutinario que no merecía ni un movimiento de cejas.

—No estoy seguro —dije con voz entrecortada—. Una mala caída, se golpeó la cabeza contra un canto rodado. Parece.

—¿Conmoción cerebral?

—Pudiera ser.

Le examiné el cráneo con mis dedos por entre el cabello, localicé un lugar que no presentaba ninguna diferencia con el resto y lancé una exclamación. Todos me miraron. Le pedí coñac a Otto, busqué mi estetoscopio, hice la comedia requerida y logré reavivar a Smithy con uno o dos tragos del licor. Tosió y se quejó mientras bebía. Para alguien no acostumbrado a actuar en un escenario estuvo bastante bien; notable en la última parte, con esa serie de juramentos contenidos y esa expresión de sorpresa y pena cuando le informé delicadamente de que el Morning Rose había zarpado sin él.

Durante toda la puesta en escena, la mayor parte de los que estuvieron buscándolo se paseaba en parejas o en grupos de a tres. Los observé cuidadosamente sin descubrir nada especial, fuera de sorpresa o alivio. Debería haber supuesto que si había uno o más que no estaban ni sorprendidos ni aliviados, a estas alturas sus músculos faciales ya estaban disciplinados para no manifestar emociones. Debí haberlo sabido.

Luego de unos diez minutos, nuestra atención se desplazo de Smithy al hecho de que había dos miembros de la partida de rescate que no estaban aún de vuelta: Allen y Stryker.

Con todo lo que había pasado en la mañana, interpreté su ausencia como una coincidencia; quince minutos más tarde me pareció extraña; veinte minutos después la consideré una mala señal, sentimiento compartido por casi todos.

Judith Haynes había abandonado sus derechos al uso de la estufa y se paseaba de un lado a otro con pasos cortos y nerviosos retorciéndose las manos. Se detuvo frente a mí.

—No me gusta esto. No me gusta —tenía la voz tensa y ansiosa, podía estar actuando, pero me pareció que su inquietud era real—. ¿Por qué se demora? ¿Por qué tarda tanto? Anda fuera con ese tal Allen. Ha pasado algo malo. Lo sé. Lo —como no dijera nada, me preguntó—: ¿Va a salir a buscarlo, sí o no?

—¿Igual que como usted salió a buscar a Smithy? —no fue muy bondadoso de mi parte, pero no siempre tenía sentimientos caritativos hacia el prójimo, como Lonnie—. Tal vez su esposo vuelva cuando a él le de la gana.

Me miró sin decir nada, moviendo los labios sin emitir ni un sonido, no había hostilidad en su rostro. Por segunda vez en ese mismo día, me di cuenta de que el pretendido odio por su esposo no era más que un rumor y sepultado en lo más profundo de su ser existía algún tipo de afecto por su marido. Se dio vuelta y tomó mi linterna.

—Otra vez al trabajo —dije—, ¿algún voluntario?

Me acompañaron Jungbeck, Heyter y Hendriks. Muchos otros se ofrecieron, pero consideré que una partida numerosa no sólo se entorpecería en la búsqueda sino que aumentaría el riesgo de que otro se perdiera. Inmediatamente después de salir de la cabaña, nos desparramamos en abanico, a una distancia entre uno y otro inferior a cinco metros. Nos dirigimos hacia el Norte.

A los treinta segundos, encontramos a Allen; para ser más exacto, él nos encontró a nosotros cuando divisó nuestras linternas. Había perdido la suya y vino a nuestro encuentro caminando a tropezones en la nieve y la oscuridad. Andaba con suma dificultad, balanceándose, oscilando de izquierda a derecha, como si estuviera borracho o desfalleciente de cansancio. Cuando trató de hablar su voz sonó pastosa y sus palabras ininteligibles. Tiritaba como un hombre enfermo. Lo llevamos rápidamente adentro; en esas condiciones no sólo era inútil sino cruel hacerle preguntas.

Lo examiné mientras lo sentábamos en un banquillo. No tuve que mirarlo dos veces o acercarme más para darme cuenta de que éste no había sido precisamente un día afortunado para Allen. Lo habían golpeado de nuevo y las consecuencias eran similares a las heridas recibidas por la mañana. Tenía dos feos cortes sobre el que hasta ese momento había sido su ojo sano, una contusión y un rasguño en la mejilla derecha, sangraba de la boca y de las narices y la sangre se había congelado con el frío. Lo peor era un tajo profundo en la nuca, se podía ver el hueso a través de la obertura en el cuero cabelludo. Alguien volvió a darle una soberana paliza.

—¿Y qué le pasó ahora? —pregunté—. Mejor dicho, ¿sabe lo que le pasó?

—No sé —respondió con voz apagada. Sacudió la cabeza y contuvo la respiración, como si le doliera la cabeza o el cuello—. No sé. No recuerdo.

—Tuvo una pelea, jovencito. De nuevo. Le dieron una buena aporreada.

—Lo sé. Me duele. No recuerdo. Se lo juro, no recuerdo. No… no recuerdo lo que pasó.

—Pero tiene que haberlo visto —dijo Goin—; debe haber estado cara a cara con quienquiera que haya sido. Por el amor de Dios, muchacho, si tiene la camisa rota y le faltan por lo menos un par de botones del abrigo eso quiere decir que el que se lo hizo tuvo que estar parado frente a usted. Por lo menos lo habría divisado.

—Estaba oscuro —explicó Allen entre dientes—, no vi nada ni sentí nada. Lo único que sé es que desperté así en la nieve, con este dolor en la nuca. Estaba sangrando y… por favor, no sé qué pasó.

—Sí lo sabes, sí lo sabes —Judith Haynes se abrió camino entre nosotros.

La transformación matutina me había preparado para algo parecido, esta vez su expresión era diferente de aquélla y resultaba aterradora de contemplar. La línea roja de la boca había desaparecido, los labios se recogieron dejando al descubierto los dientes, los ojos verdes no eran más que dos hendiduras y al igual que por la mañana, la piel de los pómulos se había retirado hacia atrás y parecía demasiado estrecha para su rostro. Le gritó:

—¡Maldito mentiroso! Querías vengarte ¿verdad? Bastardo inmundo ¿qué le hiciste a mi esposo? ¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿Qué has hecho con mi esposo, maldito? ¿Dónde está? ¿Dónde lo dejaste?

Allen la miró con sorpresa y miedo, sacudió la cabeza lentamente y dijo:

—Lo siento, señorita Haynes, pero no sé de qué… Arqueó sus dedos de largas uñas y se abalanzó sobre él. Yo, igual que Goin y Conrad, había estado esperando que lo hiciera. Se debatió como un gato montés mientras insultaba a Allen. De pronto se relajó y su respiración se convirtió en una serie de sollozos ásperos y metálicos.

—Vamos, vamos Judith —dijo Otto, no hay motivo para…

—¡Cállate, viejo desgraciado! —aulló.

El respeto filial no parecía ser una de las virtudes características de Judith Haynes, y Otto, aunque se encontraba sumamente nervioso, lo recibió con serenidad. Prosiguió:

—¿Por qué no averiguas lo que este cerdo le hizo a mi esposo? ¿Por qué no lo haces? ¿Por qué no lo haces?

Luchaba para soltarse de nosotros. La dejamos ir cuando vimos que no quería arrojarse sobre Allen. Tomó una linterna y salió corriendo, hacia la puerta.

—¡Deténganla! —grité.

Heyter y Jungbeck le cerraron el paso.

—¡Déjeme ir, déjeme salir! —chillaba, pero ni Heyter ni Jungbeck se movieron y se dirigió hacia mí—: ¿Quién se cree que es como para…? Quiero salir a buscar a Michael.

—Lo lamento, señorita Haynes, pero no está en condiciones de salir a buscar a nadie. Correría sin rumbo, sin dejar huellas de su recorrido, y en cinco minutos también estaría perdida, tal vez para siempre. Salimos enseguida.

Dio tres pasos en dirección hacia donde se encontraba Otto con las manos empuñadas, enseñando los dientes.

—¿Lo dejas tratarme así? —me fulminó con la mirada—. Eres un cobarde, eso es lo que eres, un cobarde. Soy tu hija ¿recuerdas? Se supone que tú eres el patrón. ¿Quién da las órdenes aquí, tú o Marlowe?

—Tu padre —respondió Goin—, por supuesto. Pero, con todo respeto hacia el doctor Marlowe, si hemos contratado un perro no es para que nos ladre a nosotros. Es un médico y sería una locura no confiar en él.

—¿Quieres decir que estoy loca, entonces? —todo el color había desaparecido de su cara y se veía más fea que nunca—. ¿Eso es lo que quiere decir? ¿Es eso?

Dios es testigo que no habría culpado a Goin si le hubiera respondido que sí, pero Goin era demasiado equilibrado y diplomático como para hacer algo semejante. Además, era obvio que ya había presenciado crisis similares. Contestó con calma y sin condescendencia:

—No es eso lo que quiero decir. Por supuesto que estás afligida y entiendo que te encuentras nerviosa, después de todo, se trata de tu marido, pero estoy de acuerdo con el doctor Marlowe que no eres la persona indicada para salir a buscarlo. Lo tendremos más pronto aquí si colaboras con nosotros, Judith.

Titubeó, aún vacilante entre la histeria y la ira, luego se alejó. Puse un parche en la herida de Allen y le dije:

—Esto bastará hasta que vuelva. Me temo que haya que afeitar el sector y darle unos puntos —mientras me dirigía hacia la puerta me detuve y le susurré a Goin—: Manténgala alejada de Allen, por favor —asintió—, y no la deje acercarse a Mary Darling, por amor de Dios.

Me miró con el mayor grado de sorpresa que podía experimentar mientras preguntaba:

—¿De esa niña?

—De esa niña. Será la próxima candidata a las furias de la señorita Haynes, apenas sea capaz de volver a reflexionar.

Partí con los mismos acompañantes de mi primera salida. Conrad fue el último en abandonar la cabaña, mientras cerraba la puerta a sus espaldas comentó:

—¡Jesús! ¡Qué encantadora es mi co-protagonista! ¡Una verdadera arpía!

—Está un poco perturbada —dije suavemente.

—¿Un poco perturbada? ¡Quiera Dios que me encuentre en otro continente el día en que se enoje de veras! ¿Qué diablos cree que puede haberle pasado a Stryker?

—No tengo idea —respondí, porque como estaba oscuro no debía asumir una expresión que concordara con mis palabras.

Me aproximé, de modo que los otros, desparramados en abanico para la búsqueda, no pudieran escucharme.

—Como somos una colección de pájaros raros, espero que una pregunta extraña no le sorprenda.

—Me decepciona, doctor. Pensaba que nosotros éramos los únicos relativamente normales dentro del grupo.

—Tal como están las cosas, cualquier pájaro raro relativamente cuerdo es normal. ¿Sabe algo del pasado de Lonnie?

Estuvo silencioso un momento, después preguntó:

—¿Tiene pasado?

—Todos lo tenemos. Si cree que me refiero a un pasado criminal se equivoca. No, no lo tiene. Quiero averiguar si estuvo casado, si tuvo familia, eso es todo.

—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?

—Si tuviera la libertad de hacerlo, ¿cree que le pediría a usted que lo hiciera?

Hizo otra pausa, luego inquirió:

—¿Su nombre verdadero es Marlowe, doctor?

—Siempre lo fue. Christopher Marlowe. El pasaporte, el certificado de nacimiento, el permiso para conducir, todos tienen ese mismo nombre.

—Christopher Marlowe ¿como el dramaturgo?

—Mis padres tienen aficiones literarias. Volvió a callarse un momento y luego agregó:

—¿Recuerda lo que le pasó a su tocayo? Lo apuñaló un amigo por la espalda antes de que cumpliera treinta años…

—No se preocupe, mi trigésimo cumpleaños desaparece en la bruma del pasado.

—¿Y es efectivamente médico?

—Sí.

—¿Y es otra cosa, además?

—Sí.

—Lonnie. Estado civil. Si tiene familia. Puede confiar en la discreción de Conrad.

—Gracias.

Nos separamos. Íbamos hacia el Norte por dos razones; el viento —y por consiguiente la nieve— nos golpeaba por la espalda y era más fácil caminar en esa dirección, y porque Allen había aparecido tropezando desde esa dirección. A pesar de que el muchacho decía no recordar nada de lo que había sucedido, me parecía probable que pudiéramos encontrar a Stryker buscándolo en ese sentido. Y así fue.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! —a pesar del efecto amortiguador de la nieve, el grito de Hendriks sonó agudo y trémulo—. ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Era verdad. Michael Stryker yacía boca abajo sobre la nieve, los brazos y las piernas extendidos de una manera casi perfectamente simétrica. Tenía ambas manos empuñadas. Al costado de su hombro izquierdo había una piedra elíptica y lisa, pesaría entre 28 y 30 kilos, de esas denominadas canto rodado. Me incliné, acerqué la linterna, e inmediatamente vi un mechón de cabellos oscuros pegados en la costra de la mancha de sangre sobre la piedra. Era la prueba, si es que se necesitaba, de que se la utilizó para reventar la parte trasera del cráneo de Stryker. Su muerte debió haber sido instantánea.

—¡Está muerto! —exclamó Jungbeck con incredulidad.

—Así es —dije.

—Lo asesinaron…

—Sí.

Traté de darle vuelta, pero necesité la nada despreciable fuerza de Conrad y Jungbeck antes de poder hacerlo. Su labio superior estaba horriblemente rasgado desde las fosas nasales, le faltaba un diente y tenía una marca roja y en carne viva sobre su sien derecha.

—¡Dios mío! Debe haber sido en una pelea —dijo Jungbeck con voz ronca—. No se me habría ocurrido pensar que ese muchacho, Allen, pudiera haberlo hecho.

—A mí tampoco.

—¿Allen? —dijo Conrad—. Habría jurado que decía la verdad. ¿Pudiera ser que…? ¿Cree que pudo ocurrir mientras sufría de amnesia?

—Puede pasar cualquier tipo de cosas cuando se ha recibido un golpe en la cabeza —aseguré.

Miré el suelo alrededor del cadáver. Había algunas huellas que ya comenzaban a difuminarse y a borrarse con la nieve que caía. No me iban a servir de gran ayuda. Les dije:

—Entrémoslo.

Lo arrastramos hasta el campamento. No resultó una tarea tan difícil como hubiera podido pensarse, a pesar de lo irregular del terreno y de la nieve que nos golpeaba los rostros, por la misma razón que me costó tanto darlo vuelta: las extremidades habían comenzado a endurecerse. No se debía al rigor mortis, era muy pronto para eso, sino al intenso frío. Lo dejamos sobre la nieve, a la entrada de la cabaña principal. Le pedí a Hendriks:

—Entre y pídale a Goin una botella de coñac, dígale que yo mando, que la necesitamos para seguir buscando —era lo último que habría recomendado para mantener abrigado a cualquiera que estuviera sufriendo un frío tan intenso, pero fue lo único que se me ocurrió decir en ese momento—. Dígale a Goin… en privado… que venga.

Goin, intuyendo que algo marchaba mal, salió por casualidad, cerró despreocupadamente la puerta a sus espaldas y perdió toda su despreocupación cuando vio a Stryker en el suelo, con la cara rota y blanca como el mármol, iluminada por varias linternas. El rostro de Goin era perfectamente visible detrás del resplandor de las luces que se refractaban sobre la nieve. Podía haberse compuesto la expresión de horror, pero era imposible que fingiera una palidez que lo dejó casi tan blanco como Stryker.

—¡Santo cielo! —susurró—. ¿Está muerto?

No respondí nada, me limité a dar vuelta al cuerpo con la ayuda de Conrad y Jungbeck. Esta vez resultó más difícil. Goin hizo un extraño ruido con la garganta, pero no tuvo otra reacción. Supongo que ya era incapaz de tenerlas, y se quedó parado mirando cómo la nieve blanqueaba el anorak del difunto y cubría compasivamente la estremecedora herida del occipucio. Me di cuenta, casi inconscientemente, que el viento que ahora soplaba hacia el Sur se empezaba a poner violento. La espesa nieve volaba casi paralela al suelo. Ignoro qué temperatura teníamos, pero debe haber bordeado los treinta grados bajo cero. Una parte de mí tenía conciencia de que tiritaba de frío. Mirando a mi alrededor vi que a los demás les sucedía lo mismo. Nuestra respiración se helaba al contacto del aire gélido que la arrastraba lejos, antes de que tuviera tiempo de convertirse en vapor.

—¿Un accidente? —preguntó Goin sordamente—. ¿Pudo haber sido un accidente?

—No —respondí—. Pude ver el canto rodado que se utilizó para partirle el cráneo —escuché de nuevo el mismo curioso ruido de garganta de Goin, proseguí—: Ni podemos dejarlo aquí ni podemos entrarlo. Sugiero que lo llevemos a la barraca del tractor.

—Sí, sí, a la barraca del tractor —asintió Goin, aunque en realidad no sabía lo que estaba diciendo.

—¿Y quién se lo va a decir a la señorita Haynes? —pregunté. Dios es testigo que yo no tenía ningunas ganas de hacerlo.

—¿Qué? —aún no se recuperaba de la impresión—. ¿De qué se trata?

—De su esposa. Hay que comunicárselo.

Supuse que como médico me correspondería a mí, pero la decisión me fue arrancada de las manos. Se abrió violentamente la puerta y apareció Judith Haynes seguida por sus dos perros. Permaneció en el marco de la puerta, su silueta recortada contra la luz del interior. Detrás suyo se percibían las figuras de Otto y el Conde. Se quedó inmóvil un tiempo, apoyando una mano en cada lado de la entrada, sin que pudiera verle ninguna reacción. Después se dirigió hacia el cadáver de su esposo como una sonámbula. Luego de unos segundos se enderezó, miró sorprendida a su alrededor, me dio una mirada de interrogación brevísima, giró los ojos y cayó junto al cuerpo de Stryker antes que yo, o uno de los otros, pudiera sujetarla.

La entramos entre Conrad y yo, Goin nos seguía, y la acostamos sobre el saco de dormir que hasta hacía poco había ocupado Smithy. Hubo que sujetar a los cocker spaniels para que no fueran a su lado. Tenía el rostro color alabastro y apenas respiraba. Levanté su párpado derecho sin que mi pulgar encontrara ninguna resistencia; reconozco que fue una reacción automática de mi parte, ni siquiera se me había ocurrido que el desmayo no fuera auténtico.

Me di cuenta de que Otto se encontraba a mi lado, los ojos desorbitados, la boca ligeramente abierta, las manos apretadas con tal fuerza que se le destacaban los nudillos. Me preguntó con voz enronquecida:

—¿Está bien?… Va a…

—Va a recuperarse.

—Sales —dijo—, tal vez…

—No.

Nada de sales para apresurar su reencuentro con la amarga realidad que tendría que enfrentar.

—¿Michael, mi yerno, está…?

—Ya lo vio —respondí con irritación—. Está muerto, por supuesto que está muerto.

—Pero ¿cómo… cómo…?

—Lo asesinaron.

Hubo una o dos exclamaciones involuntarias, respiraciones contenidas, y luego un silencio que se veía aumentado por el silbido de las lámparas de kerosene. Ni me preocupé de molestarme en estudiar las reacciones individuales, ya había aprendido que no servían para averiguar nada. Me limité a mirar a la mujer desmayada sin saber qué pensar. Stryker, el duro, el cortés, el cínico Stryker había vivido, a su manera, aterrorizado por esta mujer. ¿Se debió al poder que tenía como hija de Otto, a la certeza de que sus medios de subsistencia dependían exclusivamente de sus humores caprichosos? Yo difícilmente podía imaginar otro exponente de humores más caprichosos que Judith Haynes. ¿Se debió a los celos patológicos de su mujer? Yo sabía, fuera de toda duda, que eran reales y le provocaban una reacción instantánea de mal humor, que iba desde lo irracional hasta la locura. ¿Se debió a que mantenía suspendida sobre su cabeza una amenaza de chantaje que lo podía obligar a caer de inmediato a sus pies? ¿Se debió a que, en su estilo, la amaba, y esperaba contra toda esperanza que le correspondiera, y para conseguirlo había estado dispuesto a soportar cualquier humillación, cualquier insulto con tal de lograr su objetivo o parte de él? No lo sabría nunca. Las preguntas eran puramente teóricas, Stryker ya no me preocupaba. Si las analizaba era para tratar de descubrir qué luz podrían arrojar sobre la inesperada reacción de Judith Haynes ante la muerte de Stryker. Ella lo había despreciado, tenía que haberlo despreciado por su dependencia, su debilidad, la mansedumbre con la que recibía sus insultos, el temor que la demostró en mi presencia, por el vacío y la nada que yacían escondidos detrás de su impresionante fachada masculina. Pero ¿lo había amado al mismo tiempo, lo había amado por lo que había sido, por lo que pudo haber sido, o sólo estaba desconsolada por la pérdida de su esclavo favorito, la única persona en el mundo sobre la que sabía que podía descargar con impunidad sus estados de ánimo cada vez que tuviera a bien hacerlo? Tal vez, sin que ella se diera cuenta, él se había convertido en una parte integral, indispensable, de su existencia; en una urdimbre tejida en la trama de su ser siempre sujeto siempre ahí, siempre a mano cuando lo necesitaba, aunque sólo fuera para absorber el veneno corrosivo que devoraba los bordes de su mente. Incluso la más deslucida piedra angular puede mantener en pie a un edificio tambaleante; si se la quita, el edificio se desploma. Su reacción traumática ante la muerte de Stryker podía también ser, paradójicamente, la manifestación definitiva de un egoísmo total e irredimible, la incierta certeza de que era la más miserable de las criaturas: una persona completamente sola.

Judith Haynes se movió y abrió los ojos. Recordó estremeciéndose. La ayudé a sentarse, miró inexpresivamente a su alrededor y preguntó en voz tan baja que tuve que esforzarme por entenderla:

—¿Dónde está?

—No se preocupe, señorita Haynes —y para componer la tontería que acababa de decir agregué—: Nos encargaremos de él.

—¿Dónde está? —gimió—. Es mi esposo, mi esposo. Quiero verlo.

—Mejor que no —dijo Goin con sorprendente gentileza—, como dice el doctor Marlowe, nosotros nos encargaremos de él. Ya lo viste y…

—Tráiganlo, tráiganlo —dijo con una voz sin vida pero dotada de una voluntad imperiosa—. Tengo que volverlo a ver.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta; el Conde se interpuso. Sus aristocráticas facciones aquilinas mostraban una mezcla de repulsión y horror.

—No puede hacerlo. Es demasiado terrible… es macabro.

—¿Qué cree usted que pienso que es? —me sentía furioso, pero mis palabras no sonaron airadas sino cansadas—. Si no lo traigo, saldrá de nuevo y no es una noche para pasearse.

Lo trajimos con Jungbeck y Conrad y lo acostamos de espalda para que no se le viera la horrible herida del occipucio. Judith Haynes se levantó del saco de dormir, caminó hacia él como si se tratara de un sueño y cayó de rodillas. Lo miró unos momentos sin moverse, luego estiró una mano y le tocó suavemente el rostro desfigurado. Nadie hablaba ni se movía. Con esfuerzo le estiró el brazo derecho y lo puso cerca del cuerpo. Hizo lo mismo con el izquierdo y al darse cuenta de que tenía la mano empuñada se la abrió con cuidado.

En la palma de la mano tenía un objeto circular. Lo tomó. Lo colocó en la palma de su mano, se enderezó sin levantarse del suelo, y giró hacia nosotros para mostrarlo. Luego con la mano estirada miró a Allen. Todos lo miramos.

En su mano sostenía un botón de cuero marrón, exactamente igual a los que todavía quedaban en el abrigo destrozado de Allen.