Capítulo 4
Por lo menos Otto no había muerto. Sobre el ruido del viento y del mar, los crujidos y el rechinar del viejo pesquero abriéndose paso en medio de la tormenta en el Ártico, se escuchaba claramente la voz de Otto, incluso a unos cuatro metros de la puerta de su camarote. Lo que decía era ininteligible, su desgarradora lucha para respirar y sus quejidos agónicos presagiaban el espectáculo que encontraríamos al abrir la puerta.
Otto Gerran se veía tal como sus gemidos hacían presuponer. Aún no estaba in extremis, pero le faltaba poco. Tal como había dicho Goin, rodaba por el suelo, apretando con ambas manos el cuello. Como si intentara estrangularse. El color castaño rojizo de su rostro había oscurecido hasta adquirir un peligroso tono púrpura, sus ojos estaban inyectados de sangre, y la espuma roja de su boca teñía sus labios dándoles una tonalidad casi igual a la de su cara. Tal vez tuviera los ojos enrojecidos, como los de un hombre envenenado con cianuro. Por lo que pude apreciar, no tenía ni un sólo síntoma en común con los de Smithy y Oakley. ¡Como para fiarse de los expertos en toxicología y en sus eruditos libros! Le dije a Goin:
—Ayúdeme a ponerlo de pie para llevarlo al baño.
Era una declaración de propósito clara y simple, pero su ejecución no era fácil sino imposible. La tarea de poner en posición vertical 111 kilos de jalea inerte resultó superior a nuestras fuerzas. Estaba a punto de abandonar la empresa, para proporcionarle allí mismo lo que serían unos primeros auxilios que lo ensuciarían todo, cuando el capitán Imrie y el señor Stokes hicieron su aparición en el camarote. Mi sorpresa ante la prontitud con que se hicieron presente aumentó al observar que ambos estaban completamente vestidos. Hasta que no percibí las arrugas horizontales de sus pantalones, no me di cuenta que se habían ido a acostar con la ropa puesta. Dije una corta plegaria por la rápida recuperación de Smithy.
Cualquiera que hubiera sido el estado de embriaguez del capitán Imrie una hora atrás, estaba completamente sobrio. Preguntó:
—¿Qué diablos pasa? Allison dice que el italiano ese está muerto y… —se calló abruptamente cuando Goin y yo nos apartamos lo suficiente como para que pudiera echarle un vistazo al postrado y gimiente Gerran—. ¡Dios del alma! —avanzó y lo miró—. ¡Qué diablos!… ¿Un ataque de epilepsia?
—Veneno. El mismo veneno que asesinó a Antonio y casi mata al primer oficial y a Oakley. Venga, ayúdenos a llevarlo al baño.
—Veneno —exclamó mirando al señor Stokes como si esperara escucharle decir que no podía tratarse de veneno, pero el señor Stokes no estaba con ánimo para desmentidos y se limitaba a contemplar con una aturdida fascinación al hombre que se retorcía en el suelo—. Veneno. ¡En mi barco! ¿Qué veneno y de dónde lo sacaron? ¿Quién se lo dio? ¿Por qué…?
—Soy médico y no detective. No sé nada al respecto a quién, dónde, cuándo, por qué y qué. Lo único que sé es que este hombre se está muriendo mientras hablamos.
Entre los cuatro, arrastramos a Otto Gerran al baño en menos de treinta segundos; fue un acarreo bastante brutal, pero teníamos el derecho de presumir que prefería ser un Otto Gerran magullado y vivo que un Otto Gerran sin moretones y muerto. El vomitivo funcionó con la misma rapidez y eficiencia que con Smithy y Oakley. Tres minutos más tarde lo teníamos acostado en su litera bajo una montaña de mantas. Aún se quejaba diciendo incoherencias y tiritaba tan violentamente que sus dientes castañeteaban descontroladamente, pero el color púrpura comenzaba a desaparecer de sus mejillas y la espuma de sus labios se había secado.
—Creo que ahora está bien. Por favor, vigílelo —dije a Goin—. Volveré dentro de cinco minutos.
El capitán Imrie me detuvo en la puerta.
—Si es tan amable, doctor Marlowe, quisiera conversar con usted.
—Más tarde.
—Ahora. Como capitán de este barco…, —puse una mano en su hombro y se calló.
Me dieron ganas de decirle que el capitán del barco había estado inundado de whisky y roncando en su litera mientras a su alrededor la gente moría como moscas, pero habría sido injusto. Me sentía molesto porque sucedían cosas desagradables, que no debían ocurrir, sin que supiera por qué o quién era el responsable. Dije:
—Otto Gerran vivirá, vivirá porque tuvo la suerte de que el señor Goin viniera a su camarote. Pero ¿cuántos otros estarán tirados en el suelo, sin tener la suerte de que alguien vaya a verlos, cuántos estarán tan mal que ni siquiera sean capaces de arrastrarse hasta la puerta? Cuatro víctimas por el momento, ¿quién dice que no haya una docena?
—¿Una docena? Sí, claro, por supuesto —si yo apenas tenía aliento, el capitán Imrie estaba anonadado—. Lo acompañaremos.
—Puedo arreglármelas solo.
—¿Igual como se las arregló aquí, con el señor Gerran?
Nos dirigimos directamente a la sala de recreo. Había diez hombres, en su mayoría silenciosos y desdichados. No es fácil conversar y estar alegres cuando hay que agarrarse a la silla con una mano y a la bebida con la otra. Los Tres Apóstoles habían dejado a un lado los instrumentos de su arte, tal vez debido a que ya no tenían pedidos del público, y estaban tomándose un trago con su jefe, Josh Hendriks, un maduro angloholandés pequeño, delgado, austero, con un perpetuo gesto de preocupación. Incluso cuando no trabajaba se lo veía engalanado con una masa de cordones del equipo electrónico y de grabación. Se rumoreaba que dormía así equipado. Stryker, a quien no parecían preocuparle las dolencias de su esposa, estaba sentado en un rincón y conversaba con Conrad, Gunther Jungbeck y Jon Heyter, otros dos actores. En una tercera mesa, el grupo estaba formado por John Halliday, encargado de las fotos fijas, y por Sandy, el utilero. Por lo que pude juzgar, ninguno presentaba otros síntomas fuera de los que se podían atribuir a la traviesa montaña rusa del Morning Rose. Dos o tres miradas interrogantes se dirigieron hacia nosotros; no di ninguna explicación por nuestra desusada visita, las explicaciones toman tiempo, pero los efectos del acónito, como inexorablemente estaba aprendiendo, no esperaban a nadie.
Encontramos a Allen y a Mary Darling en el salón desierto. Tenían las caras más verdes que nunca, las manos cogidas y se miraban con la arrebatada intensidad de los que saben que no habrá un mañana. Sus narices estaban tan próximas que debían de haber quedado bizcos en su intento de enfocar al otro. Por primera vez desde que la conocí, Mary Darling se había sacado sus enormes gafas, seguramente estaban empañadas por la respiración de Allen. Sin ellas se convertía en una atractiva muchacha; no tenía ese aire de ser desnudo e indefenso que caracteriza a los que las usan cuando se las sacan. Resultaba evidente que Allen tenía buen ojo.
Le di una mirada al estante donde se guarda el licor Las puertas de cristal estaban intactas, por lo que deduje que el manojo de llaves de Lonnie Gilbert era capaz de abrir la mayoría de las puertas, Si hubiera fallado aquí, habría buscado señales del empleo de algún otro instrumento, no necesariamente el estridente golpe de un hacha sino, más bien, el uso de un discreto cincel de madera, pero no había ningún indicio de este tipo.
Heissman dormía en su camarote con un sueño incómodo e inquieto, pero no estaba enfermo. En el camarote contiguo, Neal Divine, cubierto de tal modo con el cubrecama que resultaba casi invisible, parecía cada vez más un obispo medieval. Un obispo medieval que se encontraba felizmente inconsciente, en esta oportunidad. Lonnie estaba sentado en su litera con los brazos cruzados sobre su amplio diafragma y con la mano derecha oculta bajo la manta seguramente estrechaba el cuello de una botella de whisky robada. Sonreía beatíficamente. Era claro que su colección de llaves podía servir para una infinidad de usos.
Pasé de largo frente al camarote de Judith Haynes porque no había cenado. Seguí hasta llegar al último camarote que sabía que estaba ocupado. El jefe de los electricistas, un hombre alto, gordo, de cara rojiza y de mejillas mofletudas, que ostentaba el nombre de Frederick Crispin Harbottle, estaba apoyado en un codo comiéndose melancólicamente una manzana. A pesar de su aspecto, era huraño y sumamente pesimista. Por causas que desconocía, todo el mundo lo llamaba Eddie; se comentaba que se le había escuchado compararse con otro electricista de mayor fama: Thomas Edison.
—Siento molestarlo —dije—. Hemos tenido algunos casos de envenenamiento por la comida, pero es evidente que usted no se encuentra entre ellos —señalé la figura acostada en la otra cama, que estaba encogida y dándonos la espalda—. ¿Cómo está el Duque?
Eddie respondió en un tono de filosófica resignación:
—Vivo. Se quejó y gruñó de dolor de estómago hasta que se durmió. Nada serio. Se queja y gruñe casi todas las noches. Ya conoce al Duque, no puede evitarlo.
Todos lo conocíamos. Si es posible que una persona se convierta en una leyenda en el espacio de cuatro días, entonces Cecil Golightly lo había conseguido. Su gula cabía justo dentro de los límites de lo creíble, y cuando Otto, hacía menos de una hora, se había referido a él como un cerdo que nunca levantaba los ojos de la mesa, había dicho la verdad. La voracidad del Duque era tan anormal como su prácticamente inexistente metabolismo; no pesaba más que un hombre recién liberado de una larga permanencia en un campo de concentración.
Por rutina me incliné para hacerle una revisión superficial. Me alegré de haberlo hecho porque vi sus ojos abiertos, embotados por el sufrimiento, moviéndose frenética y descontroladamente de un lado para otro. En su rostro ceniciento, sus labios cenicientos se movían sin emitir sonido. Tenía los dedos de ambas manos enterrados en su estómago, como si estuviera tratando de abrírselo.
Le había dicho a Goin que volvería en cinco minutos; me demoré cuarenta y cinco. Como el Duque estuvo sin tratamiento muchísimo más tiempo que Smithy, Oakley y Gerran, alcanzó a llegar muy cerca del límite, hasta el punto de que hubo un momento en el cual lo consideré perdido y casi desistí de curarlo, pero el Duque era más porfiado que yo y tras su apariencia esquelética ocultaba una constitución férrea. Seguramente habría muerto sin una respiración artificial continua, una inyección con un estimulante cardíaco y una abundante dosis de oxígeno. Ahora, con toda seguridad, viviría.
—Entonces, ¿éste es el fin? ¿Este es el fin? —preguntó Otto Gerran con una voz débilmente quejumbrosa.
Al oírla tuve que admitir que tenía razón para estar débil y para quejarse. Aún no recuperaba su color normal, estaba tan demacrado como un hombre de cara tan gorda puede estarlo y resultaba evidente que su reciente experiencia lo había dejado exhausto. La epidemia de veneno, para rematar un clima continuamente hostil que le había impedido filmar siquiera un centímetro de ambientación, le daban la razón a Otto cuando pensaba que el destino le era adverso.
—Yo diría que sí. —Considerando que llevábamos a bordo a algún maniático poseedor de una excelente mano para el uso de los más esotéricos venenos, éste era el comentario más optimista e injustificado que hubiera hecho en mi vida, pero algo tenía que decir—. Si hubiera otras víctimas ya habrían mostrado síntomas. Los he examinado a todos.
—¿A todos? —preguntó el capitán Imrie—, ¿incluida la tripulación? Comen lo mismo que ustedes.
—No se me había ocurrido.
No se me había ocurrido. Debido a algún bloqueo mental o porque no lo pensé, creía, sin ningún fundamento, que los efectos sólo se manifestarían en los miembros del equipo fílmico. El capitán Imrie probablemente pensó que consideraba a sus hombres como ciudadanos de segunda categoría y que, en comparación con el valioso y caro reparto y equipo técnico de Otto, no merecían mayores consideraciones. Añadí:
—Quise decir que no lo sabía. Que no sabía que comían lo mismo. Si me acompaña…
Mientras el señor Stokes se quedaban en una lúgubre espera, el capitán Imrie me llevó al sector destinado a la tripulación. Consistía en cinco camarotes separados, dos para el personal del puente, uno para el de las máquinas, uno para los dos cocineros y el último para los dos camareros. Visitamos este último primero.
Abrimos la puerta y nos quedamos parados por lo que pareció una eternidad, de hecho sólo fueron unos pocos segundos, convertidos en criaturas incapaces de razonar, privados de voluntad, habla y capacidad para moverse. Fui el primero que se recuperó y entré.
El hedor era tan nauseabundo que, por primera vez en toda la noche, estuve a punto de vomitar. El camarote presentaba una confusión indescriptibles, sillas volcadas, ropa desparramada por todas partes, ambas literas estaban desprovistas de sábanas y mantas, que aparecían esparcidas y destrozadas en una desordenada maraña sobre el suelo. La primera impresión sobrecogedora era de que habían sostenido una lucha a muerte, pero tanto Moxen como Scott, cubiertos casi completamente por los jirones de una sábana, parecían curiosamente pacíficos y ninguno presentaba señales de violencia.
El capitán se hundió con dificultad más profundamente en su silla, como para adoptar una posición de mando, tanto física como verbal.
—Vamos a regresar. Digo que regresaremos inmediatamente. Caballeros, tomen en cuenta que soy el capitán del barco, que tengo responsabilidad tanto con los pasajeros como con la tripulación —sacó la botella de su soporte de hierro y se sirvió una abundante dosis, observé automáticamente y con poca sorpresa que su mano temblaba—. Si hubiera una epidemia de tifus o de cólera a bordo, me dirigiría de inmediato al puerto más cercano para una cuarentena donde fuera posible contar con ayuda médica. Tres muertos y cuatro enfermos graves: no creo que el tifus o el cólera pudieran ser peores de lo que tenemos en el Morning Rose. ¿Quién va a ser el próximo en morir?
Me miró casi acusándome. Imrie parecía haber adoptado la comprensible actitud de que, como médico, era mi deber preservar la vida y me hacía responsable de lo mal que estaba cumpliendo mi cometido. Continuó:
—El doctor Marlowe reconoce ignorar las causas de esta… esta epidemia mortal. ¿No es ésa una razón suficiente para cancelar ese viaje?
—Es un largo viaje hasta Wick —dijo Smithy. Igual que Goin, sentado a su lado, estaba envuelto en un par de mantas. Lo mismo que Otto, todavía parecía encontrarse en malas condiciones—. Muchas cosas pueden pasar en ese tiempo.
—¿Wick, señor Smith? No pensaba en Wick. Puedo estar en Hammerfest en 24 horas.
—En menos —dijo el señor Stokes, bebiendo su ron. Pensó y comunicó su raciocinio—: Con el viento y el oleaje a babor y mi ayuda en la sala de máquinas, podemos hacerlo en 20 horas —revisó mentalmente sus cálculos y corroboró—: 20 horas.
Imrie trasladó sus penetrantes ojos azules de mi cara a la de Otto.
—¿Ve? 20 horas.
Una vez que hubimos comprobado que no había más víctimas entre la tripulación, el capitán Imrie, de una manera que para su estilo era bastante perentoria, había llamado a Otto al salón. Otto, a su vez, había mandado a llamar a sus tres directores, Goin, Heissman y Stryker. El otro director era la señorita Haynes, pero, de acuerdo a lo que Stryker había informado, se encontraba durmiendo profundamente. Nada extraño, tomando en cuenta los calmantes que le había prescrito. El Conde se había incorporado a la reunión sin ser invitado, sin embargo, todos parecían aceptar su presentación como natural.
Decir que había pánico en el salón habría sido una exageración, una exageración disculpable, sin embargo. Decir que había una marcada atmósfera de aprehensión, preocupación e inquietud habría sido subestimar erróneamente el ambiente. Tal vez Otto Gerran estaba más alterado que cualquiera de las personas presentes. Era comprensible, puesto que tenía mucho más que perder que cualquiera de ellas. Dijo:
—Comprendo las razones de su ansiedad y su interés por nosotros lo honra, pero creo que su preocupación lo hace demasiado precavido. El doctor Marlowe dice que esta… epidemia ha terminado definitivamente. Vamos a parecer muy estúpidos si regresarnos huyendo y no sucede nada más.
—Soy demasiado viejo, señor Gerran, para preocuparme de lo que parezco —dijo el capitán Imrie—, y si se trata de escoger entre parecer idiota y tener otro muerto a bordo, prefiero mil veces parecer idiota.
—Estoy de acuerdo con el señor Gerran —informó Heissman, quien todavía parecía y hablaba como un enfermo—; abandonarlo todo cuando estamos tan cerca, apenas un día para llegar a la Isla del Oso. Déjenos ahí y luego vaya a Hammerfest, de acuerdo con el plan original. De esta manera puede estar en Hammerfest en unas 60 horas, en vez de 24. ¿Qué va a pasar en esas 36 horas que no pueda pasar en las próximas 24? ¿Perderlo todo por 36 horas sólo porque huimos asustados?
—No huyo asustado, como usted dice —había algo impresionante en la calmada dignidad de Imrie—. Mi mayor…
—No me refería a usted personalmente —dijo Heissman.
—Mi mayor preocupación es por la gente que tengo a mi cargo. Y están a mi cargo. Yo soy el responsable. Yo debo tomar la decisión.
Goin era el mismo de siempre cuando habló, un hombre calmado y razonable.
—De acuerdo, capitán, de acuerdo. Pero hay que pensar en todas las consecuencias, ¿no le parece? Contra lo que el doctor Marlowe considera como una remotísima posibilidad de que estalle otra epidemia de envenenamiento por la comida existe la certeza, iría más lejos y diría la inevitabilidad, de que si vamos directamente a Hammerfest nos pongan en cuarentena por sepa Dios cuánto tiempo. Una semana, quizá dos, antes de que las autoridades sanitarias del puerto nos permitieran zarpar. Para entonces ya sería demasiado tarde, tendríamos que abandonar todo proyecto de hacer la película e irnos a casa.
Recordé que un par de horas antes, Heissman había hecho los más despreciativos comentarios sobre la capacidad mental de Otto, pero que lo había apoyado en contra del capitán Imrie. Goin estaba ahora haciendo la misma cosa. Ambos hombres sabían lo que era necesario hacer para no correr peligro. Continuó:
—Las pérdidas de la Olympus Productions serían enormes.
—No me diga eso, señor Goin —replicó Imrie—. Sabemos que las enormes pérdidas serían para la compañía, o las compañías, de seguros.
—Se equivoca —respondió Stryker, y por su tono y actitud se desprendía que la solidaridad en el equipo de directores de la Olympus Productions era total—. Todos y cada uno de los miembros del reparto y del equipo técnico están asegurados. El proyecto fílmico, la garantía de que se llevaría a efecto con éxito, no era asegurable; por lo menos en los términos de las primas requeridas. Nosotros, nadie más que nosotros, cargaríamos con la pérdida. Deseo agregar que para el señor Gerran, que es el mayor accionista, el resultado sería ruinoso.
—Lo siento mucho —dijo el capitán Imrie en un tono que parecía auténticamente compasivo, pero que no sonaba como el de un hombre que estuviera dispuesto a abandonar su posición—, eso es asunto suyo. Me permito recordarle, señor Gerran, lo que usted mismo afirmó hace poco: la salud, dijo, es mucho más importante que cualquier ganancia que pudiéramos obtener con la película. ¿No cree que éste es precisamente el caso?
—Decir eso es una estupidez —dijo afablemente Goin. Tenía el don de hacer comentarios potencialmente hirientes con voz calmada y racional que, de alguna manera, los dejaba desprovistos de la capacidad de ofender—. Ganancia, dice que fue la palabra que empleó el señor Gerran. El señor Gerran prescindiría voluntariamente de cualquier ganancia si llegara el caso; la necesidad de hacerlo no tendría que ser demasiado apremiante o exigente, ya lo ha hecho otras veces —esto estaba en desacuerdo con la impresión que me había formado de Otto pero, después de todo, Goin lo había conocido durante años y yo apenas unos días—. Aun sin ganancias podríamos arreglárnosla repartiendo el capital, que es mucho más de lo que la mayoría de las compañías fílmicas pueden esperar hacer en estos tiempos. Pero no está hablando, no estamos hablando de una falta de ganancia, nos referimos a una pérdida total e irrecuperable, una pérdida que alcanza a una cifra con seis ceros y que significaría nuestra quiebra. Hemos puesto todos nuestros haberes en esta empresa, capitán Imrie, y usted habla a la ligera de liquidar nuestra compañía, dejando a decenas de técnicos, y sus familias, en la calle, dañando, probablemente para siempre, la carrera de algunos actores y actrices de gran porvenir, Y todo eso, ¿por qué? Por la remota posibilidad, de acuerdo con el doctor Marlowe, la remotísima posibilidad, que alguien pueda enfermarse de nuevo. ¿No le parece que exagera, capitán Imrie?
Si exageraba, el capitán Imrie no lo decía, no decía nada. No presentaba la apariencia de un hombre que estuviera concentrado pensando.
—El señor Goin lo ha explicado muy sucintamente —dijo Otto—, de veras muy sucintamente. Hay otro punto que parece haber olvidado, capitán Imrie. Me recordó algo que yo había dicho, permítame recordarle algo que usted dijo…
—¿Puedo interrumpirlo, señor Gerran? —dije porque sabía muy bien lo que iba a continuación y era lo último que quería oír—. Por favor, busquemos una fórmula de paz. Usted desea continuar igual que el señor Goin, el señor Heissman y yo, aunque sólo sea porque de ello parece depender mi reputación como médico. ¿Usted, Tadeusz?
—Sin ninguna duda, a la Isla del Oso.
—Por supuesto que no sería justo preguntarle al señor Smithy o al señor Stokes. Bueno, propongo…
—Esto no es el parlamento, doctor Marlowe —dijo Imrie—, ni siquiera es el consejo local de un ayuntamiento. Las decisiones a bordo de un barco no se toman por voto popular.
—No tengo la menor intención de que se tomen así. Propongo que redactemos un documento en el que sugiero que se anoten las proposiciones o consideraciones del capitán Imrie. Propongo que nos dirijamos inmediatamente a Hammerfest si hay nuevas enfermedades, aunque estuviéramos a sólo una hora de la Isla del Oso. Propongo que se deje constancia de que el capitán Imrie queda protegido y absuelto de cualquier acusación de poner en peligro la salud de su tripulación y de los pasajeros en vista de la declaración jurada de la autoridad médica, que estoy dispuesto a escribir y firmar, de que dicho riesgo no existe. Lo único de lo que el capitán tiene que preocuparse siempre es de la seguridad material de su barco, y no hay ningún peligro al respecto en este caso. Declaremos que el capitán queda absuelto de cualquier consecuencia que pueda resultar de nuestra decisión y que la manera de navegar y de dirigir el barco continúa siendo, por supuesto, de su exclusiva responsabilidad. ¿Qué le parece, capitán?
—De acuerdo.
Hay un momento para actuar con prontitud y el capitán Imrie consideraba que éste era el apropiado. Mi propuesta era un compromiso poco convincente, pero le alegraba aceptarlo. Añadió:
—Ahora, caballeros, si me permiten. Tengo que levantarme temprano, a las 4 a.m. para ser exacto —me hubiera gustado saber cuándo se había levantado a tan temprana hora desde que sus días dedicados a la pesca habían concluido. Claro que la enfermedad del primer oficial y del contramaestre constituía una circunstancia excepcional. Me miró—: ¿Tendré el documento a la hora del desayuno?
—A la hora del desayuno. Sería tan amable, capitán, de pasar a decirle a Haggerty que venga a verme. Iría personalmente, pero es un poco susceptible con los civiles como yo.
—Toda una vida en la Marina Real no se olvida de un día para otro. ¿Quiere que venga ahora?
—En diez minutos más. Que vaya a la cocina.
—Aún prosigue investigando, ¿no es cierto? No es culpa suya, doctor Marlowe.
Si no era mi culpa, pensé, sería bueno que dejaran hacerme sentir culpable. En vez de hacerlo le di gracias, le deseé buenas noches, nos deseó buenas noches y se fue acompañado por Smithy y el señor Stokes. Otto juntó sus manos y me miró con su mejor estilo de presidente de la junta.
—Estamos en deuda con usted, doctor Marlowe. Muy bien. Su proposición es excelente para salvar las apariencias —sonrió—. No estoy acostumbrado a que se me interrumpa, pero en este caso su intervención se justificaba.
—Si no lo hubiera interrumpido ya estaríamos camino de Hammerfest. Usted estaba a punto de recordarle esa parte del contrato que estipula que el capitán debe obedecer todas sus órdenes, excepto aquellas que pudieran poner en peligro el barco. Usted estaba a punto de señalar que no había ningún peligro para el barco y que, por consiguiente, el capitán podía ser demandado por incumplimiento del contrato. Habría tenido que pagar la totalidad de la suma estipulada y eso, ciertamente, hubiera significado su ruina. Para un hombre de su carácter, el dinero tiene muchísima menos importancia que el orgullo y el capitán Imrie es un hombre muy orgulloso. Lo habría mandado al diablo y ordenado que el barco se dirigiera a Hammerfest.
El Conde encontró algo de coñac y se sirvió con generosidad mientras comentaba:
—Me atrevería a afirmar que el juicio de nuestro digno doctor es cien por cien exacto. Otto querido, estuviste a punto de decirlo.
Si al presidente de la compañía le molestaba que su operador le hablara con tanta familiaridad no lo demostró. Dijo:
—Estoy de acuerdo. Estamos en deuda con usted, doctor Marlowe.
—Puede cancelarla regalándome una entrada gratis para el estreno —respondí.
Dejé a los directores entregados a sus deliberaciones y me dirigí serpenteando hacia los camarotes de los pasajeros. Allen y Mary Darling todavía estaban en el mismo lugar del salón. La única diferencia consistía en que Mary había reclinado su cabeza sobre el hombro de Alíen y parecía dormir. Le hice un saludo amistoso con la mano, el muchacho me correspondió de la misma manera. Creo que estaba empezando a acostumbrarse a mi peripatética presencia.
Entré en el camarote del Duque sin golpear para no despertar a quien pudiera estar durmiendo. Eddie, el electricista, dormía muy profundamente. Roncaba con fuerza. Por lo que podía verse, el espectáculo del compañero de camarote a las puertas de la muerte no lo había perturbado. Cecil Golightly estaba despierto. Se le veía palidísimo y ojeroso, pero no parecía tener dolores. Podía deberse, probablemente, a que Mary Stuart, tan pálida como él, estaba sentada a su lado en la litera y le sostenía una mano, abandonada al contacto sin ninguna reticencia. Comenzaba a pensar que Mary tenía más amigos de los que tanto ella como yo creíamos. Exclamé:
—¡Santo cielo! ¿Todavía está aquí?
—¿No lo esperaba? Usted mismo me pidió que me quedara para cuidarlo. ¿Lo había olvidado?
—Por supuesto que no —mentí—, sólo que no pensé que se fuera a quedar tanto tiempo. Ha sido muy amable —miré al yacente Duque—. ¿Se siente un poco mejor?
—Mucho mejor, doctor. Mucho mejor.
Con esa voz que no era sino un agotado murmullo, no parecía estarlo; por supuesto que después de la experiencia que había vivido hacía una hora, no esperaba que lo estuviera. Le dije:
—Me gustaría conversar un poco con usted. Nada más que un par de minutos. ¿Se siente con fuerzas?
Asintió. La querida Mary dijo:
—Los dejo, entonces —e hizo un gesto para levantarse, pero la retuve poniendo mi mano en su hombro, y agregué:
—No es necesario. El Duque y yo no tenemos secretos —lo miré con un aire que esperaba que interpretara como solicitud y agregué—: Es posible, sin embargo, que el Duque me esté ocultando alguno.
—¿Yo, ocultándole un… secreto? —Cecil estaba auténticamente sorprendido.
—Cuénteme, ¿cuándo empezaron los dolores?
—¿Los dolores? A las nueve y media o diez, más o menos. No estoy seguro —desprovisto temporalmente de su ingenio y de su alegría, el Duque era un angustiado gorrión—. Cuando me empezó a doler no me sentía como para andar mirando la hora.
—Me imagino que no. ¿La cena fue lo último que comió?
—Lo último que comí —su voz incluso sonaba firme.
—¿Ni siquiera un pequeño bocadillo? Mire, Cecil, estoy confuso. ¿Le contó la señorita Stuart que ha habido otros enfermos también? —asintió—. Bien, lo curioso es que los otros empezaron a sentirse mal casi de inmediato después de comer, pero en su caso usted se demoró más de una hora. Me parece muy extraño. ¿Está completamente seguro de que no comió nada?
—Doctor —dijo, respirando con dificultad—, usted me conoce.
—Sí. Por eso le pregunto.
La querida Mary me estaba mirando con unos ojos pardos fríos y llenos de reproche. En cualquier momento me iba a preguntar si acaso no sabía que Cecil se encontraba enfermo. Continué:
—Comprenda, sé que los otros que estuvieron enfermos sufrían de algún tipo de envenenamiento por los alimentos que comieron esta noche y sé como tratarlos. Su enfermedad debió haber tenido otro origen, no sospecho qué fue ni sé cómo tratarla. Hasta que no pueda formular un diagnóstico no quiero correr ningún riesgo. Mañana por la mañana va a tener mucha hambre, pero debo darle a su organismo tiempo para que se recupere. No quiero que coma nada que pueda provocar una reacción tan violenta que me impida sanarlo de nuevo. El tiempo aclarará la situación.
—No entiendo, doctor.
—Té y tostadas durante los próximos tres días.
El Duque no empalideció porque ya era imposible estar más pálido, pero pareció deshecho.
—Té y tostadas —su voz era un débil graznido—, por tres días…
—Es por su bien, Cecil —le di unos golpecitos alentadores en el hombro y me enderecé para marcharme—. Queremos verlo bien de nuevo.
—Tenía hambre —explicó el Duque con patetismo.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente después de cenar.
—Inmediatamente después… ¿Media hora después de comer?
—Esa es la hora en la que tengo hambre. Mire, fui a la cocina sin que me vieran y encontré una cacerola sobre un plato caliente, pero apenas alcancé a comer una cucharada cuando escuché entrar a dos personas. Me escondí en la cámara frigorífica.
—¿Y esperó?
—Tuve que esperar —lo dijo como si hubiera sido un mérito—; si hubiera abierto la puerta, aunque hubiera sido un poco, me habrían visto.
—De modo que no lo vieron y se fueron. ¿Y luego?
—Se lo habían comido todo —concluyó el Duque con amargura.
—Por suerte.
—¿Por suerte?
—Eran Moxen y Scott ¿no es cierto? ¿Los camareros?
—¿Cómo lo supo?
—Porque le salvaron la vida, Duque.
—¿Qué?
—Se comieron lo que usted se iba a comer. Usted está vivo y ellos dos están muertos.
Allen y Mary Darling habían renunciado a su vigilia nocturna; el salón estaba vacío. Me concedí cinco minutos antes de reunirme con Haggerty en la cocina, cinco minutos para ordenar mis pensamientos. El único problema era que tenía que encontrar algunos pensamientos antes de ordenarlos. Unos pasos en la escalera de cámara me hicieron comprender que no iba a tener tiempo para buscarlos. Luchando sin éxito contra los violentos tumbos del Morning Rose, Mary Stuart, se dirigió a tropezones a un sillón frente al mío y se desplomó, en vez de sentarse. Dentro de lo que era posible parecer horrible para una muchacha tan extraordinariamente atractiva, parecía horrible; su cara estaba cenicienta. Debería haberme molestado porque interrumpía mis elucubraciones, eso en el presupuesto de que hubiera tenido material para elucubrar, pero no podía enojarme. Vagamente comenzaba a darme cuenta que era incapaz de sentir por esa muchacha letona nada que se aproximara siquiera a la hostilidad. Además, resultaba obvio que había venido a conversar conmigo y si lo había hecho era porque necesitaba ayuda, apoyo o comprensión. A una persona tan orgullosa, remota y distante debía costarle mucho pedir cualquiera de las tres cosas. Le pregunté:
—¿Se siente enferma?
No era una pregunta muy brillante para iniciar una charla pero, después de todo, los médicos no tienen por qué brillar por su conversación. Asintió. Apretaba sus manos con tanta fuerza que pude ver el color marfileño de sus nudillos. Agregué:
—Creí que usted servía para marino —el toque frívolo.
—No es el mar lo que me tiene enferma.
—Querida Mary. ¿Por qué no se acuesta y trata de dormir? —abandoné el toque frívolo.
—Perfecto. Me informa que otros dos hombres han sido envenenados y que están muertos y luego me manda a la cama a dormir y a tener felices sueños. ¿Eso es lo que quiere? —no respondí y continuó irónica—: No es muy delicado para dar malas noticias.
—Insensibilidad profesional. Pero no creo que viniera para reprocharme mi falta de tacto. ¿Qué le pasa, querida Mary?
—¿Por qué me llama querida Mary?
—¿Le molesta?
—No. No cuando usted lo dice. —En boca de cualquier otra mujer habría habido una coquetería implícita, viniendo de ella no había más que la verificación de un hecho.
—Muy bien —no sé qué quise decir con «muy bien», pero me hizo sentir inteligente—, cuénteme.
—Tengo miedo —dijo con simplicidad.
No era muy sorprendente. Estaba cansada, había cuidado a cuatro hombres muy enfermos que habían sido envenenados, se había enterado de la muerte de otros tres que conocía y la violencia de la tormenta ártica desatada afuera era suficiente como para desanimar al más intrépido. En vez de darle estos razonamientos le dije:
—Todos tenemos miedo a veces, Mary.
—¿Usted también?
—Yo también.
—¿Tiene miedo ahora?
—No. ¿De qué tendría que tener miedo?
—De la muerte. De la enfermedad y de la muerte.
—Vivo con la muerte, Mary. La detesto, por supuesto que la detesto, pero no la temo. Si lo hiciera no sería un buen médico, ¿no le parece?
—No me expreso bien. Puedo aceptar la muerte. Pero no puedo aceptarla cuando golpea a ciegas y uno sabe que los golpes no son ciegos. Como pasa aquí. Ataca descuidada, imprudentemente, sin causa ni motivo, pero uno sabe que hay una causa y un motivo. ¿Entiende… entiende lo que quiero decir?
Entendía perfectamente bien lo que quería decir. Comenté:
—Aun en mis mejores momentos, la metafísica no ha sido nunca mi fuerte. Tal vez la vieja Parca muestre discriminación en su indiscriminación, pero estoy demasiado cansado…
—No estoy hablando de la metafísica —hizo un pequeño gesto de enfado con sus manos apretadas—. Hay algo muy extraño a bordo de este barco, doctor Marlowe.
—¿Muy extraño? —pregunté, aunque sólo Dios sabía que no podía estar más de acuerdo con ella—. ¿Qué es eso tan extraño, Mary?
—¿No me va a tratar con condescendencia, doctor Marlowe? ¿No se va a reír de las estupideces de una mujer?
No podía responder de inmediato, de modo que desvié la respuesta y afirmé deliberadamente.
—No la insultaría, querida Mary. La estimo demasiado para hacerlo.
—¿De veras? —dijo con una frágil sonrisa que no pude adivinar si era porque estaba divertida o contenta por lo que le había dicho—. ¿Estima a todos los otros, también?
—Si estimo… Lo siento, pero…
—¿No le parece que hay algo curioso, algo muy extraño en la gente, en la atmósfera que crean?
—Tendría que haber sido sordo y ciego para no notarlo —me sentí en terreno seguro y continué con franqueza—: Uno percibe las hostilidades reprimidas, las tensiones disimuladas; pasa a través de corrientes subterráneas durante todo el día y, al mismo tiempo, permítame mezclar las metáforas, trata de proteger los ojos del constante chorro de chispas provocado por todos los que están afilando sus hachas al mismo tiempo.
»Todos se muestran tan amistosos con los demás que llega un momento, por supuesto, en el que confiadamente dejan de proteger sus espaldas. Nuestro estimado empleador, Otto Gerran, no puede expresarse mejor de sus codirectores, Heissman, Stryker y Goin, e incluso de su amada hija, pero apenas los tiene lejos los vilipendia. Esto sería imperdonable si no fuera por el hecho de que Heissman, Goin, Stryker, e incluso su querida hija, se comportan de la misma manera respecto a Otto y a sus codirectores. Los mismos celos mezquinos, la misma falta de sinceridad, las mismas sonrisas que ocultan puñales, pueden verse en los niveles inferiores del equipo técnico. Y no es que ellos, probablemente con razón, se consideren inferiores a Otto y sus amigos íntimos, uso la expresión «amigos íntimos» dándole el sentido contrario, como comprenderá. Para terminar de complicarlo todo, tenemos el partido de la segunda división. El Duque, Eddie Harbottle, Halliday, el hombre de las fotos fijas, Hendriks y Sandy detestan cordialmente a lo que pudiéramos llamar equipo directivo, sentimiento recíproco por parte del equipo directivo. Todos parecen estar en contra del infortunado Neal Divine, el director artístico. Claro que me he dado cuenta. Habría tenido que ser idiota para no haberme dado cuenta, pero he ignorado un noventa por ciento y me he quedado con lo que considero un saludable porcentaje de murmuración y maldad inseparable del mundo cinematográfico. En todas partes hay farsantes, saltimbanquis, aduladores e hipócritas, sólo que el medio artístico parece actuar como un vidrio de aumento que seleccionara y destacara todas las cualidades más indeseables e ignorara, o por lo menos disminuyera, las más deseables. Hay que presuponer que tienen que tener algunas cualidades deseables.
—No nos estima mucho, ¿verdad?
—¿Qué le hace pensarlo?
—¿Somos todos malos? —preguntó, ignorando mi ironía.
—No todos. Usted no es mala y tampoco lo es la otra Mary o Allen, tal vez porque son demasiado jóvenes o nuevos en el cine para aceptar las normas de conducta establecidas. Y estoy completamente seguro que Charles Conrad es un ángel.
—¿Eso significa que él piensa igual que usted? —dijo sonriendo.
—Sí. ¿Lo conoce?
—Nos saludamos cuando nos encontramos.
—Debería conocerlo mejor. A él le agradaría porque dice que usted le gusta. Pero no estamos discutiendo esto. Su nombre apareció entre otros varios.
—Adulador —lo dijo con un tono neutro que me impidió saber si se refería a Conrad o si se estaba burlando de mí—. ¿De manera que está de acuerdo conmigo y encuentra que aquí hay una atmósfera extraña?
—Juzgándola de acuerdo a criterios morales, sí.
—Juzgándola de acuerdo con cualquier criterio —afirmó con una curiosa certidumbre—. En nuestro pequeño mundo uno espera encontrar desconfianza, sospechas y celos, pero no con la magnitud con que se presentan aquí. Sé algo de esas cosas porque nací y me eduqué en un país comunista, ¿comprende?
—Sí. ¿Cuándo se escapó?
—Hace dos años. Sólo dos años.
—¿Cómo?
—Por favor, no me lo pregunte. Otros podrían querer usar el mismo sistema.
—Y como yo estoy a sueldo del Kremlin… Como quiera.
—¿Se ofendió? —negué con la cabeza—. Desconfianza, sospechas y celos, doctor Marlowe, pero también aquí hay más, muchísimo más. Hay odio y miedo. Puedo… puedo olerlos. ¿Usted no?
—Hay algo que quiere probar, querida Mary, y desearía que me lo dijera, en vez de dar esta serie tortuosa de rodeos —miré mi reloj y proseguí—: No quiero ser grosero con usted, pero tampoco deseo serlo con la persona que me está esperando.
—Cosas terribles pueden pasar cuando la gente se odia y se teme intensamente. —Permanecí en silencio, su juicio no exigía una respuesta afirmativa, y prosiguió—: Usted dice que esas enfermedades y esas muertes son el resultado de un envenenamiento por la comida. ¿Es verdad eso, doctor Marlowe? ¿Es verdad?
—De manera que era esto lo que quería decirme y para lo cual necesitó tanto tiempo. Usted cree… usted cree que han sido deliberadas, provocadas por alguien, ¿verdad? —esperaba que le quedara claro que la idea se me ocurría por primera vez.
—No sé qué creer. Aunque, sí… sí, eso es lo que creo.
—¿Quién?
—¿Quién? —preguntó, mirándome con auténtica sorpresa—. ¿Cómo podría saberlo? Cualquiera de nosotros, supongo.
—Usted sería sensacional como detective. Bueno, si no sabe quién, ¿por qué?
—No lo sé, tampoco —titubeó, dejó de mirarme y fijó los ojos en el suelo.
—De modo que, fuera de sus instintos de persona educada en país comunista, no tiene evidencias para su increíble suposición.
—Me he expresado muy mal, ¿verdad?
—No había nada que expresar, Mary. Examine los hechos y verá lo absurdo de su sospecha. Siete personas distintas se enferman accidentalmente, ¿puede darme una razón por la cual las víctimas tendrían que ser tan variadas como para incluir a un productor, un peluquero, un ayudante de cámara, un primer oficial, un contramaestre y dos camareros? ¿Puede explicarme por qué dos de las víctimas recibieron el veneno en los alimentos que se sirvieron en la mesa del comedor; dos, de alimentos consumidos en la cocina y uno, el Duque, que podría haber sido envenenado tanto en la cocina como en el comedor? ¿Puede responderme?
Negó y sacudió la cabeza, su cabello pajizo cayó sobre sus ojos sin que lo retirara. Tal vez no quería mirarme. Tal vez no quería que la mirara. Proseguí:
—Después de lo que ha sucedido hoy no he quedado muy bien parado. Se me ha dado a entender que, además de quedarme muy poca reputación como médico —eso no me importa, me río de ella lo mismo que de cualquier otra cosa que quiera mencionar al respecto—, esta epidemia de envenenamientos es absolutamente accidental y que no hay nadie a bordo del Morning Rose que quisiera, tuviera esperanzas, o intentara que siete hombres fueran envenenados —lo que era bien distinto de asegurar que no había nadie a bordo del Morning Rose que fuera responsable de la tragedia—. A menos que tengamos un loco a bordo, y usted puede decir lo que quiera, ya lo ha hecho, sobre nuestros individualistas compañeros de viaje, pero ninguno está loco. Criminalmente loco, quiero decir.
No me miró ni una sola vez mientras hablaba e incluso después que terminé sólo pude ver la coronilla de su cabeza. Me levanté y avancé tambaleándome hasta el sillón en el que estaba sentada, me afirmé con una mano en el respaldo y puse un dedo de la otra bajo su barbilla. Se enderezó, se quitó el cabello de los ojos pardos, quietos y aterrados. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa sin que sus ojos sonrieran. Giré y salí del salón.
Estaba atrasado diez minutos para mi cita en la cocina y como Haggerty ya me había hecho comprender con toda claridad su manía por las formalidades, esperaba encontrarlo de un humor que podía variar entre ultrajado y molesto. La atención de Haggerty, sin embargo, estaba centrada en asuntos más inmediatos y urgentes. Mientras me dirigía a la cocina por la despensa de los camareros, escuché un altercado fuerte y violento. Por lo menos Haggerty hablaba fuerte y con violencia.
No era tanto una discusión como un monólogo a cargo de Haggerty, su cara rojiza violeta de furia y sus ojos color vincapervinca desorbitados. La otra parte de esta discusión unilateral era Sandy, nuestro utilero. Su aceptación silenciosa del atropello del que era objeto provenía menos de la carencia de argumento que de la falta de aire. Al principio creí que Haggerty tenía agarrado el escuálido cuello de Sandy con su inmensa mano roja, luego me di cuenta de que lo tenía sujeto de las solapas, pero el efecto era similar, porque Sandy era aproximadamente la mitad del tamaño del cocinero y podía hacer muy poco para defenderse. Golpeé a Haggerty en un hombro:
—Está asfixiando a este hombre —dije suavemente. Haggerty me dio una breve mirada y continuó asfixiándolo mientras yo proseguía con la misma suavidad—: Este no es un barco militar y yo no soy el capitán como para ordenárselo, pero sí sé lo que cualquier tribunal consideraría como un testigo experto. No creo que duden de mi testimonio cuando lo procesen por asalto y violencia. Podría costarle los ahorros de toda su vida.
Haggerty volvió a mirarme y esta vez no quitó los ojos. Reticente, sacó su mano del cuello del pequeño hombre y se quedó ahí, los ojos llenos de odio y la respiración entrecortada, momentáneamente desprovisto de argumentos. Pero Sandy los tenía; luego de comprobar que su cuello estaba aún intacto le lanzó a Haggerty una serie de invectivas impublicables y continuó a gritos:
—¿Te das cuenta? ¿Oíste, bestia asquerosa? Los tribunales. Asalto y brutalidad, amigo, te costará…
—Cállese —dije aburrido—, no vi nada y este hombre no lo ha tocado. Alégrese de seguir respirando.
Observé a Sandy a quien realmente no conocía y de quien tampoco sabía mucho, ni siquiera si me resultaba simpático o no. Como Allen y el difunto Antonio, nadie parecía saber si tenía nombre. Decía ser escocés, pero tenía el acento de Liverpool. Era un hombre extraño, de estatura mínima, parecía un duende con un rostro oscuro arrugado y apergaminado, con su cabeza lustrosa y el cabello canoso cayendo en una despeinada cascada desde la altura de las orejas hasta los hombros. Sus ojos, de movimiento rápido, recordaban los de una comadreja pero, tal vez, el efecto se debiera a los anteojos con marco de acero que usaba. Cuando se encontraba bajo la influencia del gin, lo que ocurría muy a menudo, se jactaba de no saber cuándo era su cumpleaños ni el año de su nacimiento. Ponía la fecha alrededor de 1919 o 1920. La opinión unánime de sus compañeros la situaba, sin ninguna maldad, en 1900 o un poco antes.
Me di cuenta, por primera vez, que había algunas latas de sardinas y arenques en el suelo y una grande de cecina de vaca. Exclamé:
—El pirata de media noche ataca de nuevo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Haggerty en tono de sospecha.
—¿No podría haberle servido a nuestro amigo unas porciones más generosas para su cena? —respondí.
—No era para mí —replicó Sandy, a quien la tensión del momento le hacía hablar con voz aguda y chillona—. Se trata de…
—Debería arrojar a este canalla por la borda. Es un ladrón bastardo, un merodeador. Viene a robar apenas doy vuelta la espalda. ¿Y a quién culpan del robo? ¿Quién tiene que responder ante el capitán de la comida que falta? ¿Quién tiene que pagar las pérdidas de su propio bolsillo? ¿A quién le van a hacer descuentos por no cerrar con llave la puerta de la cocina? A mí —dijo Haggerty, cuya presión arterial estaba volviendo a subir mientras analizaba las injusticias de la vida—. Pensar —concluyó con amargura— que siempre confié en mis semejantes. Debería retorcerle el pescuezo.
—No puede hacerlo ahora —dije, para que entrara en razón—, no puede esperar que yo, que soy un profesional, perjure en el banquillo de los testigos. Además, no pasó nada. No se robó nada. No tiene que pagar por ninguna pérdida. ¿Para qué quedar mal con el capitán Imrie? —miré a Sandy y a las latas en el suelo—. ¿Esto es todo lo que robó?
—Le juro por Dios…
—Vamos, cállese —dije y le pregunté a Haggerty—: ¿Dónde estaba y qué se encontraba haciendo cuando usted entró?
—Tenía metida su narizota en el refrigerador, eso estaba haciendo. Lo pillé con las manos en la masa. Así lo pillé.
Abrí la puerta del refrigerador. Dentro estaba lleno de un gran número de productos muy poco variados: mantequilla, queso, leche, tocino y carne en conservas. Eso era todo. Dije a Sandy:
—Venga. Quiero examinar su ropa.
—Quiere examinar mi ropa —Sandy se había envalentonado por su escapada providencial de la violencia física y con la seguridad de que no sería acusado ante las autoridades—. ¿Y quién se cree usted que es? ¿La policía? ¿La Brigada de Investigación Criminal?
—Soy nada más que un médico. Un médico que quiere averiguar por qué tres personas murieron esta noche —Sandy me miró con los ojos desorbitados detrás de sus anteojos, y la quijada caída—. ¿No sabía que Moxen y Scott, los dos camareros, habían muerto?
—Sí, lo había oído decir —se pasó, la lengua por los labios—. ¿Qué va a hacer conmigo?
—No estoy seguro. Todavía no lo sé.
—No puede hacerme cargar con los muertos. ¿De qué está hablando? —la momentánea violencia de Sandy había desaparecido como si nunca se hubiera producido—. No tengo nada que ver…
—Tres hombres murieron y otros cuatro estuvieron a punto. Fallecieron, o estuvieron al borde, debido a un envenenamiento por los alimentos. La comida sale de la cocina. Me interesa saber qué personas la visitan sin permiso —miré a Haggerty—; creo que es mejor que llamemos al capitán Imrie.
—No. Por Dios, no —Sandy estaba aterrado—, el señor Gerran me mataría.
—Acérquese.
Se acercó. Su última resistencia había desaparecido. Examiné sus bolsillos, pero no había señales del único instrumento que podría haber utilizado para envenenar la comida del refrigerador: una jeringa hipodérmica. Pregunté:
—¿Qué iba a hacer con esas latas?
—No eran para mí, ya se lo dije. ¿Para qué las iba a querer? Como menos que un pájaro. Pregúntele a cualquiera, ellos pueden decirlo.
No tenía que preguntarle a nadie, lo que afirmaba era cierto. Sandy, igual que Lonnie Gilbert, dependía casi exclusivamente de las Compañías Destiladoras Limitadas para obtener su cuota de calorías. Pero, de todas maneras, podía haber usado las latas como un seguro, como una coartada por si era sorprendido, como le había ocurrido.
—¿Para quién eran las latas, entonces?
—Para el Duque Cecil. Vengo de su camarote, me dijo que tenía hambre. No, no. Me dijo que iba a tener hambre porque usted lo había dejado a té y tostadas por tres días.
Repasé mentalmente mi entrevista con el Duque. Había usado la amenaza del té y las tostadas para sacarle información y hasta ese momento no me di cuenta que había olvidado retirar la amenaza. Esa parte de la historia de Sandy tenía que ser verdadera.
—¿El Duque le pidió que le consiguiera algo de comida?
—No.
—¿Usted le dijo que se la iba a conseguir?
—No. Quería darle una sorpresa. Quería verle la cara cuando entrara con las latas.
Bloqueado. Podía estar diciendo la verdad e igualmente podía estar usando la historia para ocultar actividades más siniestras. No podía saberlo, probablemente no lo sabría nunca. Dije:
—Es mejor que vaya y le diga al Duque, su amigo, que desde el desayuno volverá a tener una dieta normal.
—¿Puedo… puedo irme?
—Si el señor Haggerty no desea hacer una acusación formal…
—No me rebajaría a tanto —respondió Haggerty, mientras ponía su mano sobre la nuca de Sandy y apretaba con fuerza hasta hacer que el hombrecillo chillara de dolor—. Si vuelvo a pillarte a un centímetro de mi cocina no voy a pellizcarte el pescuezo, te lo voy a romper. —Haggerty lo empujó hasta la puerta y prácticamente lo arrojó fuera, luego volvió—. Salió de ésta con demasiada facilidad, señor.
—No es ni siquiera digno de su ira, señor Haggerty. Seguramente dijo la verdad, lo que no lo hace por eso menos ladrón. ¿Moxen y Scott comieron aquí después de que los pasajeros cenaron?
—Como todas las noches. El personal de servicio generalmente come antes que los pasajeros, ellos preferían hacerlo al revés.
Con la partida de Sandy, Haggerty se había convertido en un hombre preocupado y triste. La pérdida de los dos camareros lo había impresionado profundamente y era, por cierto, responsable de su violenta reacción contra Sandy.
—Me parece que he encontrado la fuente del veneno. Creo que los rábanos picantes estaban contaminados con una desagradable sustancia orgánica llamada clostridium botulinum que se encuentra con frecuencia en los jardines. Nunca había oído de un caso así de contaminación, pero eso no lo hace imposible. No es en absoluto responsabilidad suya, no se lo puede detectar ni antes ni durante ni después de cocinarlo. ¿Quedaron sobras de esta noche?
—Algunas. Preparé una cacerola para Moxen y Scott y tiré el resto.
—¿Lo tiró?
—No era suficiente para volverlo a usar.
—De modo que desaparecieron —otra puerta se cerraba.
—¿En una noche como ésta? No hay cuidado. Los restos se guardan en unas bolsas de polietileno, por la mañana se les hace una perforación y se las arroja por la borda.
—¿Están todavía aquí? —la puerta se volvía a abrir.
—Por supuesto —señaló una caja plástica sujeta al mamparo con unas tuercas—, ahí.
Fui hasta la caja y levanté la tapa mientras Haggerty preguntaba:
—Va a analizarlo, ¿verdad?
—Eso me propongo, más bien guardarlo para hacerlo analizar —dejé caer la tapa—, pero ya no será posible. La caja está vacía.
—¿Vacía? ¿Tiraron la basura con este tiempo? —Haggerty se aproximó e innecesariamente examinó la caja—. Es curioso. Y contra el reglamento.
—Tal vez su ayudante…
—¿Charlie? Ese vago no lo haría, además hoy es su noche libre —se rascó su cabello canoso—. Sepa Dios por qué lo hicieron, pero tienen que haber sido Moxen o Scott.
—Sí. Uno de ellos tiene que haber sido.
Estaba tan agotado que no podía pensar en otra cosa que no fuera mi camarote y mi litera. Estaba tan agotado que hasta que llegué a mi camarote y vi la litera desnuda no recordé que habían llevado las mantas para Smithy y Oakley. Miré distraídamente la pequeña mesa donde había dejado los textos sobre toxología que estaba consultando. Mi agotamiento desapareció de golpe.
El volumen de Jurisprudencia Médica, del que saqué la información sobre el acónito, estaba caído, con su base apoyada sobre el marco de la mesa, debido, sin duda, a los embates del Morning Rose. La cinta de seda pegada a los lomos del libro y que servía como señalizador estaba extendida sobre la mesa. En sí no era nada extraño, pero recordaba clara y nítidamente haberla usado para marcar el pasaje que estaba leyendo.
Me habría gustado saber quién más había estado leyendo el artículo sobre el acónito.