Capítulo 2

El color castaño rojizo del rostro de Gerran se había oscurecido hasta alcanzar un matiz en el que juraría había toque de terracota.

—¿Muerto? ¿Dijo que estaba muerto?

—Eso es lo que dije.

Otto y yo estábamos solos en el comedor. Eran las diez de la noche; a las nueve y media en punto invariablemente el capitán Imrie y el señor Stokes se recluían en sus camarotes, en los que permanecían incomunicados durante las diez horas siguientes. Tomé de la mesa de Otto una botella de parafina que algún sinvergüenza había etiquetado con un rótulo que pretendía que su contenido era coñac, y la llevé a la despensa de los camareros. Volví con una botella de coñac Hine y me senté. Hay que reconocer que la impresión de Otto era tal que no sólo pareció no darse cuenta de, mi breve ausencia, incluso me miró fijamente sin pestañear y, estoy seguro, sin verme, sino que no manifestó ninguna reacción mientras me servía un par de dedos de licor. Sólo un estado cercano a la catatonía podía poner en jaque la frugalidad de Otto. Tenía curiosidad por saber qué lo había producido. Es verdad que la noticia de que alguien conocido ha muerto puede resultar impresionante, pero sólo la muerte de los más cercanos y de los más queridos trae consigo ese estado de abatimiento y si Otto sentía algo de afecto por alguien, y no creo que se lo tuviera al desafortunado Antonio, lo ocultaba cuidadosamente. Tal vez, como muchos, era supersticioso respecto a la muerte en alta mar; tal vez le preocupara el efecto adverso que pudiera tener la noticia sobre el reparto y la tripulación; tal vez se estaba preguntando dónde podría conseguir, en la inmensidad del Mar de Barents, un maquillador, peinador y diseñador de vestuario, ya que Otto, a nombre de la sacra economía, combinó tres trabajos, normalmente separados, en una sola persona: el difunto Antonio. Con un notable y visible esfuerzo de su voluntad quitó los ojos de la botella de Hine y me miró.

—¿Cómo puede estar muerto?

—Su corazón se detuvo. Dejó de respirar. Así es como puede estar muerto. Así es como cualquiera puede estar muerto.

Otto estiró la mano hacia la botella de Hine y derramó un poco de coñac en un vaso. Su mano temblaba en tal forma que no se sirvió sino que, literalmente, lo derramó, dejando una mancha del porte de mi puño sobre el mantel blanco. En su vaso quedaron unos tres dedos de licor. Puede no parecer excesivo, si se compara con los dos que yo tenía en mi vaso, pero hay que tener en cuenta que el suyo tenía la forma de un globo mientras que el mío era alargado. Temblando, llevó el vaso a sus labios y la mitad del contenido desapareció de un sorbo, el resto le cayó sobre el cuello y la pechera de su camisa. No era la primera vez que se me ocurría que si alguna vez me encontraba en una situación en lo que todo pareciera perdido y la única esperanza dependiera de un solo hombre, no sería Otto Gerran a quien quisiera tener a mi lado en esas circunstancias.

—¿Cómo murió?

El coñac le había hecho bien, su voz era baja, apenas superior a un murmullo, pero firme.

—Yo diría que en medio de dolores. Si lo que quiere saber es por qué murió, no lo sé.

—¿No lo sabe? Pero usted…, usted es médico.

Otto experimentaba enormes dificultades para continuar sentado; con una mano sujetaba el vaso de coñac y con la otra a duras penas conservaba el equilibrio de su inmenso peso en medio de los violentos cabeceos del Morning Rose. Como no dije nada prosiguió:

—¿Fue el mareo? ¿Pudo el mareo matarlo?

—Sí, estaba mareado.

—Pero usted dijo que de eso no se muere.

—No murió de eso.

—Usted dijo que una úlcera estomacal, el corazón, asma…

—Lo envenenaron.

Otto me miró fijamente un momento sin que su rostro registrara que había comprendido, luego dejó el vaso sobre la mesa y se puso rápidamente de pie, tarea nada fácil para un hombre de su peso. El pesquero se inclinó profundamente. Hice lo mismo y alcancé a coger al vuelo el vaso de Otto, justo cuando empezaba a darse vuelta. En ese mismo instante, Otto se tambaleó hacia un lado, se dirigió haciendo eses hacia estribor, abrió la puerta que comunicaba con la cubierta superior y salió. A pesar del silbido del viento y del ruido de las olas, pude escucharlo vomitar violentamente. Luego volvió, cerró la puerta, caminó a tropezones y se desplomó en su silla. Su cara estaba cenicienta. Le pasé un vaso, sorbió el contenido, tomó la botella y volvió a llenarlo. Bebió otro poco y me miró.

—¿Veneno?

—Parecía estricnina. Tenía todas las…

—¿Estricnina? ¡Estricnina! ¡Dios del cielo! ¿Va a tener que… practicarle la autopsia?

—No diga tonterías. No pienso hacerla y por un sinnúmero de razones. Para empezar ¿tiene idea de lo que es una autopsia? Puedo asegurarle que es un asunto muy sucio y aquí no hay facilidades para ello. No soy patólogo y se necesita uno para la autopsia. Es preciso tener el consentimiento del pariente más próximo y ¿cómo piensa conseguirlo en medio del mar de Barents? Hay que tener una orden del juez de instrucción, no tenemos juez de instrucción. Además, sólo la dan cuando se sospecha un asesinato y en este caso todavía no existen esas sospechas.

—¿No se trata de un asesinato? Pero usted dijo…

—Dije que parecía estricnina, no dije que lo fuera. Estoy seguro de que se trata de otra cosa. Parecía tener todos los síntomas clásicos de espasmos tetánicos y opistótonos, eso significa que la espalda se arquea tan violentamente que el cuerpo se apoya en la cabeza y en los talones solamente. Su cara estaba aterrada y al comienzo de los síntomas de envenenamiento por estricnina casi siempre se produce el convencimiento de que la muerte es inminente. Al estirarlo, sin embargo, no encontré indicios de contracciones tetánicas. Además, el tiempo tampoco encaja. La estricnina muestra sus primeros síntomas a los diez minutos de haberla ingerido, media hora más tarde se muere. Antonio estuvo lo menos unos veinte minutos aquí, comiendo con nosotros, y, fuera del mareo, no le pasaba nada. Falleció hace unos diez minutos, el lapso es demasiado largo. Por otra parte, ¿quién podría querer asesinar a un muchacho tan inofensivo como Antonio? ¿Tiene entre sus empleados algún maniático desquiciado que mate para divertirse? ¿Le parece lógico?

—No. No me parece. Pero… veneno. Usted dijo que…

—Envenenamiento por los alimentos.

—Envenenamiento por los alimentos… Pero ¡si nadie se muere de eso! ¿Usted quiere decir envenenamiento por ptomaína?

—No quiero decir eso porque no existe. Puede comer ptomaína hasta hartarse sin que le pase nada. Es posible envenenarse con muchos alimentos si están químicamente contaminados. Pescado con mercurio, por ejemplo. Hongos comestibles que resultan no ser hongos comestibles, mejillones comestibles que resultan no ser mejillones comestibles. Lo peor es la salmonella, un verdadero asesino, se lo aseguro. Al final de la guerra, alrededor de treinta personas ingirieron una de sus variedades llamada Stoke-on-trent. Seis de ellas murieron. Existe otro que es aún más peligroso. Se llama clostridium botulinum, pariente lejano del botulinus, una encantadora sustancia que puede hacer desaparecer a una ciudad en una noche. El Ministerio de Salubridad la fabrica. Este clostridium secreta una exotoxina, un veneno, que es tal vez el más poderoso de los que produce la naturaleza. Entre las dos guerras, un grupo de turistas en Loch Maree, en Escocia, comieron emparedados de pasta de pato en conserva durante un almuerzo campestre. Los ocho murieron, No había remedio entonces y no lo hay ahora. Tiene que ser eso o algo parecido lo que Antonio ingirió.

—Comprendo, comprendo.

Bebió otro poco de coñac y, de pronto, me miró con los ojos desorbitados.

—¡Dios mío! ¿No se da cuenta de lo que eso significa? Estamos todos en peligro, todos en peligro. Ese clostridium, o como se llame, puede cundir como una epidemia…

—Cálmese. No es ni infeccioso ni contagioso.

—Pero la cocina…

—¿Cree que no se me había ocurrido? La fuente de origen no puede estar ahí, en caso contrario ya estaríamos todos muertos. Me imagino que Antonio, antes de perder el apetito, comió lo mismo que todos nosotros. No puse ninguna atención pero puedo preguntarle a sus vecinos de mesa. Creo que fueron el Conde y Cecil.

—¿Cecil?

—Cecil Golightly, su asistente de cámara, o algo parecido.

—Sí, el Duque.

Por alguna extraña razón el diminuto, astuto y alegre gorrión Cockney, llamado Cecil, era invariablemente conocido como el Duque. Quizás se debiera a lo incongruente que resultaba el apodo con su personalidad. Otto agregó:

—Ese cerdo es incapaz de ver nada. Nunca levanta los ojos de la mesa pero Tadeusz, vaya, sí casi siempre está atento a lo que ocurre.

—Le preguntaré. También investigaré la cocina, la despensa y la cámara frigorífica. Me parece que no vamos a descubrir mucho. Creo que Antonio tenía su propia colección de exquisiteces envasadas, pero investigaré de todas maneras. ¿Quiere que hable, en su nombre, con el capitán Imrie?

—¿Con el capitán Imrie?

Conservé la calma.

—Hay que notificar al capitán. Registrar la muerte. Se debe extender un certificado de defunción. Normalmente lo hace el capitán si no hay un médico a bordo. Necesito su autorización para extenderlo. Tendrá que hacer los preparativos para el funeral. Me imagino que lo enterraremos en el mar.

—Sí, por favor. Encárguese usted —se estremeció—, por supuesto, por supuesto, lo enterraremos en el mar. Tengo que ver a John inmediatamente para informarle de este desastre.

Deduje que John era John Cummings Goin, el contable de la producción y de la Compañía, antiguo socio de la Olympus Productions y reconocido universalmente como el control financiero, y, por ende, el control virtual de la Compañía. Otto agregó:

—Y luego me voy a la cama. Sí, sí, a la cama. Sé que puede parecer cruel, con el pobre Antonio muerto allá pero estoy terriblemente perturbado, terriblemente perturbado.

Esto último era verdad, pocas veces he visto a un hombre con un aire tan desdichado.

—Puedo llevarle un calmante a su camarote.

—No, no. Se me pasará.

Casi sin darse cuenta, tomó la botella de Hine y la introdujo en uno de los inmensos bolsillos de su descomunal chaqueta y salió dando tumbos de la sala. Otto prefería claramente los remedios caseros contra el insomnio antes que los más modernos productos químicos.

Me dirigí a la puerta de estribor, la abrí y miré para afuera. Smithy había acertado cuando dijo que las condiciones atmosféricas no iban a mejorar. Por el contrario, empeoraban y, si en algo podía juzgar, empeoraban rápidamente. La temperatura del aire había bajado del punto de congelación y los primeros débiles copos de nieve eran empujados por el viento hasta quedar casi paralelos a la superficie del mar. Las olas habían dejado de serlo para convertirse en masas móviles de agua que parecían dirigirse caprichosamente en todas las direcciones y en ninguna en particular. La mayoría continuaba, sin embargo, dirigiéndose hacia el Este. El Morning Rose ya no se movía como un sacacorchos; había comenzado a tambalearse, caía en el seno de una ola de la altura de un puente con un ruido similar a la explosión sorda, como de un latigazo, de un cañón cercano, y luchaba penosamente para enderezarse, sólo para recibir el aluvión del próximo muro de agua que lo golpeaba con violencia de nuevo en sus extremos. Me incliné hacia afuera, miré hacia arriba y me sorprendió divisar la silueta de la bandera, que flameaba como enloquecida en el trinquete. Mi sorpresa se debió a que no flameaba en la dirección en la que debía hacerlo, lo que significaba que el viento se estaba dirigiendo al Noroeste. No podía adivinar qué novedades acarrearía el cambio pero sospechaba que no sería nada bueno. Entré, conseguí con esfuerzo tirar de la puerta para cerrarla, dije una plegaria silenciosa por la presencia tranquilizadora y competente de Smithy en el puente, me dirigí de nuevo a la despensa de los camareros y tomé una botella de Black Label (Otto había partido con lo que quedaba de coñac bebible), la llevé conmigo a la mesa del capitán, me senté en su silla, me serví una pequeña dosis y coloqué la botella en el recipiente atornillado.

No sabía por qué no le había dicho a Otto la verdad. Aunque resultaba convincente cuando mentía, no me gustaba hacerlo. Seguramente me callé porque Otto no me daba la impresión de ser una personalidad equilibrada, y con varios tragos de coñac encima, sin contar con los que se había bebido antes, no me parecía el confidente ideal.

Estaba seguro de que Antonio no murió porque hubiera tomado o le hubieran dado estricnina. También estaba cierto que su muerte tampoco se debía al clostridium botulinum. La exotoxina de este anaerobe era tan mortal como había dicho, pero, afortunadamente, Otto no sabía que su período de incubación rara vez tarda menos de cuatro horas, en casos extremos se sabía que tardaba hasta cuarenta y ocho horas. La demora en incubarse no lo hacía por eso menos mortal. Existía la remota posibilidad de que Antonio hubiera devorado después del almuerzo una lata de trufas, o algo parecido, traídas de su patria. En ese caso habría tenido algunos síntomas en el comedor y, fuera del curioso color chartreuse de su cara, yo no había notado nada extraño. Tenía que tratarse de algún tipo de veneno sistemático, por desgracia había una gran variedad y yo distaba mucho de ser un experto en la materia. No se trataba necesariamente de un asesinato, una mayor cantidad de gente muere por un envenenamiento accidental que la que sucumbe a manos de sus enemigos.

La puerta de sotavento se abrió y dos personas entraron dando tumbos. Ambas eran jóvenes, usaban anteojos y llevaban el rostro cubierto por el cabello que el viento había desordenado. Me vieron, titubearon, se miraron y se disponían a marcharse cuando los invité con un gesto para que entraran. Lo hicieron, cerrando la puerta detrás suyo. Tambaleándose vinieron a la mesa, se sentaron, recogieron el cabello de sus rostros y les identifiqué como Mary Darling, nuestra secretaria de secuencias, y Allen, el clapper loader. Nadie sabía si Allen tenía otro nombre o si ése era su nombre o apellido. Era un joven serio, al que se le acababa de pedir que dejara la universidad, un muchacho inteligente, a pesar de lo fácilmente que se aburría y de su poca visión, que le hacía considerar el hacer películas como el trabajo más interesante del mundo. Me dijo respetuosamente y como disculpándose:

—Sentimos molestarlo, doctor Marlowe. No teníamos idea… La verdad es que estábamos buscando un lugar donde sentarnos.

—Y ya lo encontraron. Estaba a punto de marcharme. Prueben un poco del excelente whisky del señor Gerran. Los dos parecen necesitarlo.

La verdad es que ambos estaban palidísimos, de veras pálidos.

—No, gracias, doctor Marlowe. No bebemos.

Mary Darling estaba fundida en un molde aún más serio que el de Allen y tenía una voz afectada que hacía juego con su personalidad. Usaba su cabello platinado, largo y liso, colgando de cualquier manera en su espalda. Se notaba que hacía años que no iba a una peluquería. Debió haber sido la desesperación de Antonio. Se defendía con una expresión severa, unas gafas con un inmenso marco de carey, una carencia absoluta de maquillaje, ni siquiera se pintaba los labios, y un aire formal y competente con el que parecía querer decir: «nada de tonterías, sé cuidarme muy bien, gracias», que resultaba tan claramente falso que nadie tenía el valor de llamarla mentirosa.

—¿No había sitio en el bar?

—Bueno —dijo Mary Darling— no hay mucha privacidad en la sala de recreo, ¿no le parece? Además, esos tres jóvenes… jóvenes…

—Los Tres Apóstoles tratan de hacerlo lo mejor posible —dije cautamente—. ¿El salón estaba vacío?

—No —respondió Allen tratando de mostrar su desagrado con un gesto del que sólo aprecié las arrugas alrededor de los ojos—. Había un hombre en pijama, el señor Gilbert.

—Tenía un manojo de llaves —Mary Darling hizo una pausa, apretó los labios y prosiguió—: Estaba intentando abrir las puertas donde el señor Gerran guarda todas sus botellas.

—Típico de Lonnie —corroboré.

No era asunto mío. Si Lonnie encontraba este mundo tan triste y tan deficiente que no había nada que yo u otra persona pudiera hacer para ayudarlo, sólo quedaba desear que Otto no lo sorprendiera. Le dije a Mary:

—Podían haber ido a su camarote.

—¡Oh, no! ¡No podíamos hacer eso!

—Bueno, me imagino que no.

Traté de imaginarme por qué no, pero parece que soy demasiado viejo.

Los dejé y pasé a través de la despensa de los camareros a la cocina. Era pequeña, compacta, e inmaculadamente limpia. Una sinfonía culinaria menor, en inmaculado acero y azulejos blancos. Era tan tarde que esperaba no hubiera nadie, pero Haggerty, el cocinero jefe, premunido del sombrero reglamentario de cuatro puntas sobre su corto cabello canoso, estaba inclinado sobre algunos cacharros en la cocina. Se dio vuelta y me miró, ligeramente sorprendido.

—Buenas noches, doctor Marlowe —sonrió—. ¿Viene a hacerle una inspección médica a mi cocina?

—Con su permiso, sí.

—No comprendo, señor.

El bueno de Haggerty podía ser muy poco flexible. Sus veinte años de servicios en la Marina Real habían dejado su huella.

—Lo siento. Se trata de una simple formalidad. Parece que tenemos a bordo un caso de envenenamiento por la comida. Voy a dar una mirada.

El orgullo profesional herido de Haggerty se impuso a cualquier preocupación que hubiera podido tener por la víctima o por la gravedad del caso.

—¿Envenenamiento por la comida? Puedo asegurarle que los alimentos no salieron de esta cocina. Nunca he tenido un caso así en mi vida. Veintisiete años como cocinero en el Andrews, doctor Marlowe, los últimos seis años como jefe y ahora viene a decirme que no dirijo una cocina higiénica…

—Nadie le ha dicho nada parecido —dije, usando su mismo tono—. Cualquiera puede ver que todo está inmaculado. Si el veneno salió de aquí no sería por culpa suya.

—No salió de esta cocina.

Haggerty tenía una rubicunda cara cuadrada y un par de ojos del mismo tipo de azul que la vincapervinca. El rostro, congestionado por la ira, se había oscurecido y los ojos se mostraban hostiles cuando dijo:

—Discúlpeme, tengo que hacer.

Me dio la espalda y comenzó a manipular sus cacharros. No me gusta que la gente me dé vuelta la espalda cuando estoy hablando y mi primera reacción fue obligarlo a enfrentarme, pero me di cuenta de que, desde su punto de vista, le había herido en su amor propio y de que debía limitarme a las palabras.

—¿Trabaja hasta tan tarde, señor Haggerty?

—Preparo la comida para los del puente —dijo secamente—, el señor Smithy y el contramaestre. Cambian de turno a las once y cenan juntos.

—Esperemos que a las doce estén bien sanos.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, dándose vuelta lentamente.

—Quiero decir que lo que sucedió una vez puede ocurrir de nuevo. No sé si se ha dado cuenta, pero no ha manifestado el menor interés por conocer la identidad de la persona envenenada o la gravedad de su estado.

—No sé qué quiere decirme, señor.

—Que lo encuentro curioso. Especialmente tomando en cuenta que la persona se enfermó gravemente luego de comer alimentos preparados en esta cocina.

—Sólo recibo órdenes del capitán Imrie —dijo con un tono neutro—, no de los pasajeros.

—Sabe dónde se encuentra el capitán a esta hora de la noche y que duerme muy, muy profundamente. No es ningún secreto. Pero ¿por qué no me acompaña para que vea lo que ha hecho, para que le dé una mirada a la persona envenenada?

No era muy honesto de mi parte pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer.

—Para ver lo que he hecho…

Me volvió la espalda, puso los cacharros a un lado, se sacó el gorro y dijo:

—Vamos a ver si es tan grave.

Lo conduje abajo, al camarote de Antonio, y abrí la puerta. El olor era nauseabundo. Antonio estaba como lo había dejado, pero ahora parecía mucho más cadáver que antes, la sangre había desaparecido de su rostro y de sus manos dándole una blancura transparente. Me dirigí a Haggerty:

—¿Le parece lo suficientemente grave?

Su cara no había empalidecido porque los rostros rubicundos, llenos de una masa de venas rojas, no se ponen blancos, pero tenía el color de un ladrillo cubierto de lodo. Miró fijamente al muerto durante unos diez segundos; luego se dio vuelta y caminó rápidamente por el pasillo. Cerré la puerta con llave y lo seguí, tambaleándome de lado a lado cada vez que el Morning Rose se balanceaba con violencia ante el embate de las grandes olas. Vagué por el comedor, recogí la botella de whisky Black Label del soporte del capitán Imrie, le sonreí con amabilidad a Mary Darling y a Allen —perdidos sabe Dios en qué pensamientos mientras pasé por su lado— y volví a la cocina. Haggerty reapareció a los treinta segundos. Parecía enfermo y yo sabía que lo estaba. No dudaba que durante su vida en el mar había visto muchas cosas, pero la vista de un hombre que ha muerto violentamente por veneno resulta especialmente aterradora. Le serví tres dedos de whisky, se los bebió de un trago, tosió y la tos o la bebida le devolvió el color a su rostro. Inquirió con voz ronca:

—¿Qué fue? ¿Qué… clase de veneno pudo matar así a un hombre? ¡Dios! Nunca había visto nada tan horrible.

—No lo sé. Eso es lo que quiero averiguar. ¿Puedo dar una mirada ahora?

—Por Dios, sí. No lo tome a mal, doctor. Yo… yo no sabía, ¿verdad? ¿Qué quiere examinar primero?

—Son las once y diez —dije.

—¡Las once y diez! Se me habían olvidado los del puente.

Preparó con notable rapidez y eficiencia la comida para los del puente: dos latas de jugo de naranja, un abrelatas, un termo con sopa y el plato principal dentro de un recipiente de metal con tapa. Puso todo en una bandeja de mimbre, junto con la cuchillería y dos botellas de cerveza. La operación no le tomó más de un minuto.

Mientras estaba fuera (no tardó más de dos minutos) examiné los escasos alimentos no envasados que Haggerty tenía en su cocina, Revisé los estantes y el gran refrigerador. No era capaz de hacer un análisis de los alimentos pero, aunque lo hubiera sido, no contaba con los elementos necesarios y tuve que conformarme con la vista, el gusto y el olfato. No había nada anormal. Como Haggerty había dicho, su cocina era higiénica y los alimentos inmaculados estaban en inmaculados recipientes. Cuando Haggerty volvió, le pregunté:

—¿Cuál fue el menú de esta noche?

—Zumo de naranja o de piña, sopa de cola de buey…

—¿Todo envasado?

El otro asintió.

—Déjeme ver algunas latas.

Abrí dos latas de cada cosa, seis en total, y las probé bajo la mirada aprensiva de Haggerty. Tenían el sabor que suelen tener los productos envasados; es decir, no tenían mucho gusto a nada; eran perfectamente inocuos e insípidos. Dije:

—El plato principal estaba compuesto de chuletas de cordero, coles de Bruselas, rábanos picantes y patatas hervidas, ¿no es cierto?

—Así es. Pero esas cosas no se guardan aquí.

Me llevó a la cámara frigorífica adyacente donde se almacenaban las frutas y los vegetales; luego fuimos a la cámara frigorífica interior, donde porciones de carne de vaca, de cerdo y de cordero, colgaban de ganchos de acero produciendo un extraño efecto bajo la cruda luz de las bombillas sin pantalla. Tal como lo esperaba, no encontré nada. Le dije a Haggerty que lo ocurrido no era culpa suya, subí a la cubierta superior y caminé por el pasadizo interior hasta que llegué al camarote del capitán Imrie. Probé el tirador, la puerta estaba cerrada con llave. Golpeé sin resultado varias veces. Golpeé hasta que mis nudillos no pudieron soportarlo más, pateé la puerta y el resultado fue el mismo. El capitán Imrie todavía tenía que dormir unas nueve horas más y los débiles ruidos que estaba haciendo no tenían la menor posibilidad de alcanzar las profundas honduras de la inconsciencia en la que ahora se encontraba. Desistí. Seguramente Smithy sabría qué hacer.

Volví a la cocina, Haggerty se había retirado, crucé la despensa para dirigirme al comedor. Mary Darling y Allen estaban sentados en un sofá, tenían las cuatro manos tomadas con fuerza, sus rostros pálidos, muy pálidos, casi se tocaban y se miraban a los ojos con una especie de desdichado encanto místico. Sabía que era axiomático que los romances a bordo florecían más velozmente que en tierra, pero pensaba que ese fenómeno se limitaba a las Bahamas o a lugares de clima templado. Yo habría dicho que algunos de los requisitos esencialmente románticos estaban ausentes por completo; por lo menos, su presencia era mínima a bordo de un pesquero en plena tormenta en el Ártico. Me senté en la silla del capitán Imrie, me serví una pequeña cantidad de licor y dije:

—¡Salud!

Se enderezaron y separaron como si hubieran estado conectados a unos electrodos que yo hubiera hecho funcionar. Mary Darling me respondió:

—Nos asustó, doctor Marlowe.

—Lo siento.

—En todo caso, ya nos íbamos.

—Ahora sí que lo siento de veras —miré a Allen—. Esto es muy distinto de la universidad, ¿no es cierto?

—Es diferente —dijo con una sonrisa triste.

—¿Qué estudiaba?

—Farmacia.

—¿Mucho tiempo?

—Tres años, bueno, casi tres años —volvió a sonreír con tristeza—. Me demoré todo ese tiempo en averiguar que no servía para eso.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Veintiuno.

—Tiene mucho tiempo por delante para averiguar para lo que sirve. Yo tenía 33 años cuando me recibí de médico.

No lo dijo, pero se le notó en la cara que pensaba que si tenía 33 años cuando me recibí, quizás qué inimaginable cantidad de años llevaba a cuestas ahora.

—¡Treinta y tres…! ¿Y qué hizo antes?

—Nada de lo que valga la pena hablar. Dígame, ustedes estaban en la mesa del capitán durante la cena de esta noche ¿verdad? —asintieron—. Estaban sentados más o menos cerca de Antonio, ¿no es cierto?

—Me parece que sí —dijo Allen.

Espléndido comienzo, sólo le parecía que sí. Insistí:

—No se siente bien y estoy tratando de averiguar si comió algo que le sentó mal, algo a lo que haya sido alérgico. ¿Alguno de ustedes vio lo que cenó?

Se miraron titubeantes. Para darles ánimo dije:

—¿Pollo? ¿Patatas fritas?

—Lo siento, doctor Marlowe —se disculpó Mary Darling—, pero no somos muy observadores.

Era obvio que no podía esperar ayuda de ellos. Estaban tan absortos en la contemplación del otro que ni siquiera podían recordar lo que habían comido. Tal vez no habían comido nada. No se habían fijado. Yo tampoco había observado mucho pero, la verdad es que no esperaba que ocurriera un asesinato.

Se levantaron y se abrazaron para sostenerse sobre la cubierta que parecía huir de sus pies. Les pedí:

—Si bajan, tengan la bondad de pedirle a Tadeusz que haga el favor de subir a verme aquí. Debe de estar en la sala de recreo.

—Puede que ya esté acostado durmiendo —replicó Allen.

—Puede estar en cualquier parte —afirmé— menos en su cama.

Tadeusz apareció al minuto, oliendo fuertemente a coñac y con una expresión de desagrado en sus aristocráticas facciones. Sin ningún preámbulo, me espetó:

—Muy desagradable, muy desagradable. ¿Sabe dónde puedo encontrar una llave maestra? Ese idiota de Antonio se durmió y cerró la puerta por dentro. Debe estar hasta el cuello de calmantes. Sencillamente no puedo despertarlo… ¡Cretino!

—No cerró la puerta por dentro. Yo lo hice, por fuera.

Le mostré la llave de su camarote. El Conde me miró un momento sin entender; luego, estiró mecánicamente la mano hacia su termo con licor mientras su rostro indicaba que había comprendido. No demostró mucha sorpresa pero estaba seguro de que ese poco era auténtico. Dio vuelta al termo y dos o tres gotas cayeron en su vaso. Tomó la botella de Black Label, se sirvió con mano firme y generosa y bebió largamente.

—No pudo oírme. Está… ¿Ya no puede oír?

—Lo lamento. Algo que comió. No se me ocurre qué otra cosa pudo haber sido, fuera de algún tóxico mortal, algún veneno poderoso y rápido.

—¿Está muerto? —asentí—. Está muerto —repitió— y le dije que dejara de hacer ópera italiana y me fui, abandoné a un hombre agonizante.

Bebió otro poco de whisky e hizo una mueca, un gesto que no tenía relación con el Johnnie Walker. Agregó:

—Tiene sus ventajas ser católico, aunque uno haya apostatado, doctor Marlowe.

—Tonterías. El sayal y las cenizas no sólo no ayudan sino que no tienen nada que ver con el asunto. De acuerdo, no sospechó que le pasaba nada grave. Yo también lo vi en el comedor y tampoco sospeché algo anormal; ¡y eso que soy médico! Por otra parte, cuando lo dejó en el camarote era demasiado tarde, ya se estaba muriendo.

Le serví más whisky pero dejé mi vaso vacío. Una mente relativamente sobria podría servir de ayuda, aunque en ese momento no se me ocurría muy bien en qué forma. Dije:

—Usted estaba sentado a su lado en el comedor, ¿puede recordar lo que comió?

El Conde estaba claramente más impresionado de lo que su aristocrática naturaleza le permitía reconocer.

—Lo de costumbre. Aunque no, no comió lo de costumbre.

—No estoy de humor para adivinanzas, Tadeusz.

—Uvas y semillas de girasoles. Eso era prácticamente de lo que vivía. Uno de esos vegetarianos chiflados.

—Mida sus palabras, Tadeusz. Esos chiflados pueden ser los que ayuden a llevar su féretro a hombros.

—Un comentario de pésimo gusto —el Conde hizo una mueca—. Antonio nunca comía carne y no le gustaban las patatas. Todo lo que comió fueron las coles y los rábanos picantes. Lo recuerdo claramente porque Cecil y yo le dimos nuestros rábanos ya que parecía ser muy aficionado a ellos —el Conde se estremeció—. Una comida para bárbaros, apropiada exclusivamente para los poco refinados paladares anglosajones. Incluso Cecil tuvo el buen gusto de desechar ese potaje.

Se sabía que el Conde era la única persona del equipo fílmico que no se refería a Cecil Golightly como el Duque. Tal vez para no ser superado en rango por un título superior. Lo más probable es que no lo hiciera porque tenía mucha conciencia de su clase y no le gustaba que se tomaran los títulos nobiliarios a la ligera.

—¿Bebió zumo de fruta?

El Conde sonrió débilmente mientras respondía:

—Antonio tenía su propia agua de cebada casera. Estaba convencido de que todo lo que salía de una lata había sido adulterado antes de ser envasado. Antonio era muy estricto al respecto.

—¿Tomó sopa? ¿La probó siquiera?

—¿Sopa de rabo de buey?

—Por supuesto. ¿Alguna otra cosa? ¿Comió alguna otra cosa?

—Ni siquiera terminó el plato principal, bueno, sus coles y rábanos. Recuerde que se retiró con mucha prisa.

—Lo recuerdo. ¿Era propenso al mareo?

—No sé. Tome en cuenta que lo conocí al mismo tiempo que usted. Los últimos dos días estuvo un poco desanimado, pero ¿quién no lo ha estado?

Estaba tratando de pensar otra pregunta incisiva cuando Cummings Goin apareció. Había heredado su extraño apellido de un abuelo francés de la Alta Saboya donde, aparentemente, no era poco común. El equipo fílmico lo llamaba invariablemente por sus dos apellidos, lo que producía un efecto altamente cómico. No era sin embargo el tipo de hombres con el que se pudiera tomar libertades.

Cualquier otra persona que entrara en el comedor, viniendo de la cubierta principal en una noche como ésta, habría presentado una apariencia que iría desde despeinado hasta desmelenado. Ni uno sólo de los cabellos de Goin, sedosos, partidos al medio y peinados hacia atrás estaban fuera de su sitio. Me habían dicho que prescindía de los fijadores para cabellos y usaba, en cambio, goma de cuero de vaca. No tenía ninguna razón para no creerlo. Su peinado calzaba con su personalidad, uniforme, calmado, liso y completamente controlado. Había una sola contradicción: el peinado estaba hecho con inteligencia y Goin no era más que listo. De estatura mediana, grueso sin ser gordo, con un rostro liso y sin arrugas. Era el único hombre que he visto usar quevedos; se los ponía para escribir con una letra inmejorable, operación que tenía que hacer a menudo por razones profesionales. Los quevedos parecían tan apropiados que era inconcebible que pudiera usar otro tipo c gafas. Era, por sobre todo, un hombre civilizado y educado, en la mejor acepción de los términos.

Tomó un vaso del estante, calculó la pausa entre los bamboleos del Morning Rose y la aprovechó para caminar rápido y seguro a sentarse a mi derecha. Levantó la botella del Black Label y preguntó:

—¿Me permite?

—Sírvase antes que se acabe —dije—, la robé de la reserva privada del señor Gerran.

—Acepto la confesión —se sirvió—, y me convierto en su cómplice. Salud.

—Me parece que viene del camarote del señor Gerran.

—Sí. Está muy perturbado. Triste, triste la muerte de ese pobre muchacho. Un mal negocio.

Ésta era otra cualidad de Goin, siempre tenía un orden de prioridad justo. Un contable corriente, enfrentado con la noticia de la muerte de un miembro del equipo, habría analizado primero la forma en la que dicha muerte podría afectar la totalidad del proyecto. Goin veía el lado humano primero, o por lo menos hablaba de él primero. Sabía que no le estaba haciendo justicia. Prosiguió:

—Creo que hasta el momento no ha podido establecer las causas del deceso.

La diplomacia era como segunda naturaleza para Goin, podría haber dicho simplemente la verdad, que yo no tenía ni idea de las causas del deceso. Dije en su lugar:

—No tengo idea.

—Diciendo eso nunca va a llegar a Harley Street.

—La única certeza que tengo es que se trata de veneno. Pero eso es lo único seguro. Llevo conmigo la biblioteca médica que se acostumbra a subir a bordo, pero no me va a servir de mucho. Para identificar un veneno es necesario hacer un análisis médico y observar su acción en la víctima. La mayoría de los venenos tienen una sintopatología particular y siguen un desarrollo propio. Antonio estaba muerto antes de que yo lo viera y carezco de las comodidades necesarias para practicar una autopsia, suponiendo que fuera capaz de hacerla.

—Está destruyendo toda mi fe en la profesión médica… ¿Cianuro?

—Imposible. Antonio se demoró en morir. Un par de gotas de cianuro disuelto, ácido prúsico, e incluso una minúscula cantidad de ácido de farmacopea, y eso significaría sólo un dos por ciento ácido prúsico anhídrido, y uno se muere antes de que el vaso alcance a llegar al suelo, y el cianuro aparece en los asesinatos, siempre en los asesinatos. No conozco ninguna manera de ingerirlo accidentalmente. Estoy seguro de que la muerte de Antonio fue accidental.

—¿Qué le hace estar tan seguro de que fue accidental? —se sirvió otro poco de whisky.

Era una pregunta difícil de responder sin comprometerme ya que estaba convencido que no había sido un accidente.

—Primero, no hubo ninguna oportunidad para administrar el veneno. Sabemos que Antonio estuvo solo en su camarote toda la tarde, justo hasta la hora de cenar —miré al Conde—. ¿Tenía comida en su camarote?

—¿Cómo adivinó? —el Conde parecía sorprendido.

—No estoy adivinando sino eliminando factores. ¿Tenía?

—Sí. Dos cestos llenos de frascos de cristal. Creo haber mencionado que Antonio no comía nada que proviniera de latas. Los frascos estaban llenos de extraños productos vegetales, incluso tenía docenas de ellos con alimento para niños. El pobre Antonio era muy caprichoso para comer.

—Estoy empezando a darme cuenta. Allí puede estar nuestra respuesta. Le pediré al capitán Imrie que confisque los frascos y los haga analizar a nuestra vuelta. Volviendo al factor oportunidad, Antonio vino al comedor y tomó la misma comida que todos nosotros…

—No tomó zumo de fruta ni sopa y no comió las chuletas de cordero ni las patatas —especificó el Conde.

—Excepto eso, todo lo que comió lo comimos todos. Luego se fue directamente a su camarote. En segundo lugar, ¿quién podía querer asesinar a una persona tan inofensiva como Antonio, a una persona que nos era completamente desconocida y que se unió al grupo en Wick por primera vez? Además, fuera de un loco, ¿quién suministraría un veneno mortal en una comunidad cerrada como ésta, sabiendo que no podría escapar y que Scotland Yard estaría en el muelle de Wick, esperando nuestro retorno?

—Tal vez esa es la manera cómo un loco se imagina que una persona cuerda razona —dijo Goin.

—¿Qué rey inglés murió de una indigestión de lampreas? —preguntó el Conde—. Yo diría que el desventurado Antonio pereció víctima de una indigestión de rábano picante.

—Puede ser.

Empujé mi silla y me dispuse para levantarme, pero no lo hice inmediatamente. En algún oscuro y lejano rincón de mi mente, el Conde había hecho sonar una campanita, un tintinear infinitesimal, distante y remoto que me habría pasado completamente desapercibido si no hubiera estado escuchando con tanta atención. Pero había escuchado con esa atención que pone la gente cuando sabe, sin saber qué, que la Parca está cerca, esperando para dar el golpe por la espalda. Estaba consciente de que ambos hombres estaban observándome. Suspiré y añadí:

—Decisiones, hay que tomar decisiones. Hay que ocuparse de Antonio y…

—¿Con lona para velas? —preguntó Goin.

—Con lona para velas. Hay que limpiar el camarote del Conde. Registrar la muerte, extender un certificado de defunción y el señor Smith tiene que hacer los preparativos para el funeral.

—¿El señor Smithy —el conde parecía ligeramente sorprendido—, y no nuestro digno capitán?

—El capitán Imrie está en los brazos de Morfeo —respondí—, ya lo intenté.

—Tiene una confusión de divinidades —comentó Goin—; es en los brazos de Baco donde está.

—Supongo que así es. Discúlpenme, caballeros.

Me fui directamente a mi camarote pero no para extender ningún certificado de defunción. Como le había dicho a Goin, tenía una biblioteca variada y de buen tamaño; seleccioné varios libros entre ellos Toxicología y Jurisprudencia Médica, de Glaister, 9.ª edición (Edimburgo, 1950), Texto de Farmacología Forense de Dewar (Londres, 1946) y Toxicología y Medicina Legal de González, Vanee y Helpern, que parecía ser anterior a la guerra. Empecé a consultar índices y antes de cinco minutos lo tenía.

Aparecía bajo la referencia de «Venenos Sistemáticos» y empezaba así:

Acónito. Bot. Planta venenosa del orden de las Ranúnculas. Referencias particulares: Monkshood y Wolfsbane.

Far. Aconitum napellus. El aconitine, un extracto alcaloide del anterior, está comúnmente considerado como el más mortal de los venenos identificados. Una dosis de no más de 4 miligramos es mortal para el hombre. El acónito y su alcaloide producen al ser administrados un efecto particular de ardor, de comezón y de adormecimiento. Posteriormente, con dosis mayores, produce vómitos violentos, parálisis, incapacidad para experimentar sensaciones, depresión cardíaca seguida de un síncope que provoca la muerte.

Tratamiento: Debe ser inmediato para tener éxito. Lavado gástrico, 12 gramos de ácido tánico en 10 litros de agua caliente seguido de 1,2 gramos de ácido tánico en 180 mililitros de agua tibia. A continuación, una suspensión de agua con carbón animal. Estimulantes cardíacos y respiratorios, respiración artificial y oxígeno según está indicado.

Nota: La raíz del acónito ha sido frecuentemente comida por error al confundirla con la de los rábanos picantes.