Capítulo 7
Cuando los noruegos que recopilaron el informe sobre la Isla del Oso escribieron que tenía probablemente la costa más desierta e inhospitalaria del mundo, se expresaron con la sobriedad propia de los geógrafos profesionales. Mientras nos aproximábamos con las primeras luces del alba, que en estas latitudes y en esta época del año aparecen alrededor del mediodía, contemplé, en un cielo gris cubierto de unas nubes que no sólo estaban llenas de nieve sino también muy dispuestas a desprenderse de ella, el espectáculo más imponente, pavoroso y —en el verdadero sentido de la palabra— horripilante que hubiera tenido nunca antes la desdicha de observar. La desolación era aterradora. Una misteriosa combinación de fascinación y repulsión involuntaria me envolvió frente a ese lugar siniestro, perverso y temible. Un sitio lleno de presagios de muerte, culminación de todos los terrores de nuestros antiquísimos antecesores nórdicos, para quienes el infierno era el lugar de los hielos eternos. Y esto debía ser un purgatorio congelado para siempre, un lugar que sólo visitaban en sus pesadillas de agonizantes.
La Isla del Oso era negra. Lo más impresionante y espeluznante era ese color negro, negro como el velo de una viuda. Aquí, en las regiones que tienen nieve y hielo todo el año, en las que incluso las aguas del Mar de Barents aparecen cubiertas de una superficie lechosa, encontrar en pleno invierno una masa de ébano que se alzaba verticalmente quinientos metros sobre el fondo grisáceo, producía una sensación de irrealidad, el mismo impacto paralizante, aquí amplificado cien veces, que causa mirar el acantilado negro en la casa norte del Eiger, alzando su imponente grandeza entre las nieves del Oberland, en Berna. La parálisis de los sentidos tiene su origen en la lucha por admitir lo que aparece como evidente ante los ojos, ya que mientras la razón lo acepta, esa parte primitiva de la mente que existía mucho antes de que el hombre razonara, rehúsa hacerlo.
Nos encontrábamos en el suroeste del extremo más austral de la Isla del Oso, navegando hacia el Este por los mares más calmados que habíamos encontrado desde que zarpamos de Wick, lo que no quería decir que no tuviéramos que asirnos de algo si queríamos mantener el equilibrio, En realidad el tiempo no había mejorado; la calma relativa era provocada por el hecho de que ahora el viento soplaba desde el norte y teníamos a sotavento la escasa protección que proporcionaban esos acantilados gigantescos. Nos aproximábamos a nuestro destino haciendo el recorrido solicitado por Otto, quien demostraba una comprensible inquietud por lograr un surtido de tomas de ambientación, hasta el momento inexistentes. Esos precipicios desolados habrían sido el sueño de cualquier cameraman o director, pero la suerte no lo acompañaba. Las rachas de viento con nieve, que incluso habrían llegado a cubrir los mismos lentes, tapaban también el paisaje.
Hacia el Norte, estaban los acantilados más altos de la isla: el macizo de Hambergfjell, que caía como una piedra sobre las olas cubiertas de espuma, que azotaban su base. Una imponente aguja rocosa sobresalía del mar, y se levantaba por lo menos a unos 80 metros de altura. Hacia el Noroeste, a menos de una milla de distancia, estaban los magníficos acantilados de Bird Fell. En su base había una increíble sucesión de estacas, pináculos y arcos que sólo podían ser el resultado del trabajo de un escultor hercúleo, loco y ciego, al mismo tiempo.
Podía apreciar el espectáculo, junto con otras diez personas, gracias a que nos encontrábamos en el puente. Sus ventanas estaban equipadas con una pantalla instalada frente al timonel —que en ese momento era Smithy— provista a ambos lados de dos enormes limpia-parabrisas que se encargaban, con relativa efectividad, de barrer la nieve que las ráfagas de viento acumulaban.
Yo estaba de pie, frente al limpiaparabrisas de babor, acompañado por Conrad, Lonnie y Mary Stuart. Conrad, que en la vida real daba la impresión de ser mucho menos valiente que en la pantalla, parecía haber comenzado una amistad paralela con Mary. Pensé que sería bueno para ella; le ayudaría a mantener algún contacto social. Conmigo apenas había hablado desde la mañana anterior. Tomando en cuenta la cantidad de dolores y calambres que soporté para impedir que cayera al suelo, durante la mayor parte de la noche que pasamos en el salón, su conducta podía interpretarse como malagradecida. En realidad, no me había evitado en las últimas veinticuatro horas, pero tampoco me había buscado. Tal vez se sentía culpable del inolvidable tratamiento de que me había hecho objeto. Yo tampoco la busqué, ya que también tenía algunas cosas sobre la conciencia, la principal era ella misma.
Mis sentimientos hacia Mary Stuart eran ambivalentes. Por una parte, me sentía agradecido porque con su repulsión por el whisky me había salvado la vida —aunque lo hiciera involuntariamente— impidiéndome beber el último trago nocturno de mi existencia; pero también me impidió todo movimiento, con lo que facilitó las correrías al malvado que llevaba malas intenciones en su corazón y un martillo en la mano. Ya no dudaba de que tanto ella como la persona para quien trabajaba sabían que yo podía circular a horas desusadas. Mi segunda preocupación era saber para quién trabajaba. Estaba seguro de que lo hacía para Heissman quien, tal vez, ni siquiera necesitara un cómplice. Los médicos, por la naturaleza de nuestra profesión, estamos más sujetos a equivocarnos que la mayoría de los seres humanos; bien pudo haber sido un error de apreciación mío considerar que estaba enfermo y que era incapaz de moverse, cuando lo visité en su lecho. Además, fuera de Goin, era el único que tenía un camarote individual y que podía escaparse sin ser visto por nadie. Por otra parte, existían sus misteriosos antecedentes siberianos. Con todo, estos antecedentes, incluido su encuentro secreto con Mary Stuart, no bastaban para suponerlo culpable.
Lonnie tocó mi brazo, me volví. Olía como una destilería cuando me dijo:
—¿Se acuerda de lo que conversamos hace dos noches?
—Conversamos de muchas cosas.
—De bares.
—¿No piensa en otra cosa, Lonnie? ¿De qué bares hablamos?
—De los que hay en el Más Allá —dijo con solemnidad—. ¿Cree que hay bares en el cielo? No podría ser el cielo si no los hubiera, ¿no le parece? Quiero decir que no me parecería justo enviar a un viejo como yo a un cielo con ley seca. No sería justo.
—No lo sé, Lonnie. Basándome en las evidencias bíblicas, me atrevería a esperar algo de vino y mucha leche y miel —Lonnie pareció apenarse—. ¿Qué le hace pensar que pudiera tener que enfrentarse con ese problema?
—Se trataba de una situación hipotética —respondió con dignidad—. Creo que sería absolutamente poco cristiano enviarme allá. Dios mío, tengo tanta sed. Me parece que sería poco caritativo y la caridad es la mayor de las virtudes cristianas —sacudió su cabeza tristemente—. Eso sería un acto tan poco bondadoso, la misma negación del espíritu de caridad.
Lonnie miró a través de una ventana lateral hacia las formas fantásticas de los islotes de Keilhous Oy, Hosteinen y Stappen, que se encontraban directamente a un costado y a menos de una milla de distancia. Estaba borracho como una cuba.
—¿Usted cree que existe esa caridad, Lonnie? —pregunté con curiosidad. Después de toda una vida dedicada al cine, no se me ocurría cómo podía haber conservado una creencia semejante.
—¿Si no, en qué se puede creer, mi querido muchacho?
—¿Y existe incluso para los que no la merecen?
—Esa es exactamente la cuestión. Esos son los que más la merecen.
—¿Incluso Judith Haynes?
Pareció recibir un golpe y cuando vi la expresión de su rostro, sentí que yo se lo había dado. Aunque me pareció una reacción exagerada, estiré la mano para disculparme, sin saber muy bien de qué pero con una curiosa tristeza en la cara, se dio vuelta y se fue del puente.
—Ahora ya lo he visto todo —dijo Conrad, sin sonreír, pero tampoco pareciendo reprocharme nada—; alguien ha ofendido a Lonnie Gilbert, por fin.
—Hay que descubrir cómo hacerlo. Yo he transgredido una de sus sagradas normas. Creo que he sido poco caritativo.
—¿Poco caritativo? —dijo Mary Stuart, colocando una mano sobre el brazo que usaba para mantener el equilibrio.
La piel bajo sus ojos pardos aparecía con toda claridad más oscura que 36 horas atrás, incluso empezaba a hincharse, y el blanco de sus ojos se veía apagado y enrojecido. Titubeó como si fuera a proseguir, pero su mirada se dirigió hacia un lugar preciso por sobre mi hombro izquierdo. Me volví.
El capitán Imrie cerró la puerta de estribor de la sala del timón. Hasta donde era posible detectar un cambio de expresión en su rostro tan poblado de pelo parecía preocupado y agitado. Se dirigió directamente a Smithy y le habló en voz baja y rápida. Smithy pareció sorprenderse y negó con la cabeza. El capitán volvió a hablarle, Smithy se encogió de hombros y le contestó algo. Ambos se miraron. Supe que tendría problemas, si es que no los tenía ya, por la sencilla razón de que hasta ahora no había habido ninguno en el que no me viera envuelto, directa o indirectamente. El capitán Imrie me traspasó con sus penetrantes ojos azules, me indicó la sala de mapas, con un movimiento perentorio de su cabeza y partió. Hice un gesto con los hombros para disculparme de Mary y Conrad, y lo seguí. El capitán cerró la puerta cuando entré.
—Tenemos más problemas, señor —no me molestaba mayormente la manera que tenía de decirme «señor»—; John Halliday, uno de los miembros del equipo fílmico, ha desaparecido.
—¿Dónde? —no era una pregunta muy inteligente, pero tampoco tenía la pretensión de parecerlo.
—Eso es lo que me gustaría saber —replicó. Tampoco me molestó mayormente la forma en que me miró.
—Pero no puede haber desaparecido. ¿Lo han buscado?
—Por supuesto —dijo, con la voz enronquecida por la tensión—, de proa a popa. No se encuentra a bordo del Morning Rose.
—Santo Dios, es terrible —exclamé, mirándolo con un aire que espero haya resultado sorprendido—, pero ¿por qué me lo dice a mí?
—Porque pensé que podía ayudarnos.
—Me gustaría hacerlo. Dígame cómo. Me imagino que ha recurrido a mí en mi calidad de médico y puedo asegurarle que no hay nada, por lo que pude observar en la conducta de él o leer en su historial médico que…
—No he acudido a usted en su estúpida calidad de médico —dijo, empezando a respirar con dificultad—, sino para que me ayudara de otra manera. ¿No le parece extraño, señor, que siempre se haya visto envuelto en todo lo que ha estado sucediendo? —no protesté, pensaba igual—. Por «casualidad» encontró a Antonio muerto, por «casualidad» fue al puente cuando Smith y Oakley enfermaron, por «casualidad» visitó primero el camarote de los camareros, en la sección destinada a la tripulación. Me imagino que luego habría ido donde el señor Gerran para encontrarlo muerto, si no hubiera sido porque el señor Goin tuvo la buena idea de visitarlo primero. ¿No le parece extraño, señor, que un médico, única persona que podía hacer algo por esos desgraciados y que aparentemente, no sabía cómo ayudarlos, sea la única a bordo con conocimientos suficientes de medicina como para enfermarlos?
No había duda de que desde ese punto de vista, el capitán estaba desarrollando una teoría muy interesante.
Me sorprendió descubrir que era capaz de tener teorías respecto de algo. Parece que lo estaba subestimando. Comprendí hasta qué punto, cuando prosiguió:
—¿Y qué hacía durante tanto tiempo en la cocina anteanoche, mientras yo estaba durmiendo? De ahí viene el veneno, según me informó Haggerty. Me dijo que anduvo curioseando y que lo hizo salir durante un momento. No encontró lo que buscaba y volvió más tarde ¿no es verdad? Quería saber dónde estaban las sobras ¿no es así? Y se sorprendió de que hubiesen desaparecido. Hay bastantes evidencias como para un tribunal.
—Por el amor del cielo, viejo…
—Y esa noche estuvo en pie hasta muy tarde. Sí, he estado haciendo averiguaciones. Primero en el salón, Goin me contó; luego en el puente, Oakley me lo dijo; después en el salón, de abajo, lo supe por Gilbert y —el capitán hizo una dramática pausa— en el camarote de Halliday, su compañero me informó. Además, y esto es lo más grave ¿quién me impidió dirigirme a Hammerfest cuando quise hacerlo y persuadió a los otros para que firmaran esa inútil garantía que me absuelve de toda culpa? Respóndame, señor.
Habiendo jugado su carta de triunfo, el capitán se calló. Tenía que detener al viejo bobo que estaba tratando de meterme detrás de rejas. Me dio lástima y sentí pena por lo que tendría que decirle pero, definitivamente, no era una mañana para cultivar la amistad. Lo miré con frialdad y sin ninguna expresión durante unos diez segundos, luego dije:
—Llámeme doctor, no soy uno de sus desgraciados subordinados.
—¿Qué? ¿Qué dice?
Abrí la puerta de la sala del timón y lo invité a pasar al mismo tiempo que le decía:
—Acaba de mencionar la palabra «tribunales», pues bien, venga y repita sus calumnias en presencia de testigos y será usted quien se encuentre en los tribunales en un lugar en el que nunca esperó verse. ¿Se imagina lo que le podría costar esta difamación?
Por su cara y un imperceptible encogimiento de su corpulento cuerpo pude darme cuenta de que se lo podía imaginar sin dificultad. Distaba mucho de sentirme orgulloso de mí mismo; el pobre viejo no era más que un hombre preocupado que había expresado con toda honestidad lo que pensaba. Desgraciadamente, no me había dejado otra alternativa. Cerré la puerta y me puse a pensar en la mejor manera de empezar a explicarle, pero no tuve tiempo. Golpearon a la puerta y casi simultáneamente vimos aparecer la cabeza de Oakley, con un aire de urgencia y temor.
—Creo que es mejor que baje inmediatamente al salón, señor —me miró y añadió—: y usted también, doctor Marlowe. Hubo una pelea abajo, un asunto bastante feo.
—¡Dios del cielo! —exclamó el capitán. Si aún tenía alguna vaga esperanza de comandar un barco feliz, la perdió en ese momento. Para un hombre de sus años y corpulencia, salió con extraordinaria rapidez. Yo lo seguí sin demasiada prisa.
La descripción de Oakley había sido exacta. Se trataba de una pelea que debió haber sido muy desagradable mientras duró, aunque no pudo haber sido mucho tiempo. Había una media docena de personas en el salón. Una o dos aún sufrían los rigores del Mar de Barents y preferían la soledad de sus camarotes a la belleza prohibida de la Isla del Oso. Los Tres Apóstoles, como siempre, estaban en la sala de recreo buscando una cacofonía que los colocara en el primer peldaño de la escala hacia la inmortalidad musical. Tres de los seis estaban de pie, una arrodillada y la última yacía sobre el suelo del salón. Los tres que estaban de pie eran Lonnie, Eddie y Hendriks. Tenían esa expresión de inutilidad titubeante que suelen asumir los espectadores de una pelea. Michael Stryker se encontraba sentado en la mesa del capitán. Con un pañuelo muy ensangrentado trataba de limpiarse un profundo corte en la mejilla derecha. Resultaba obvio que los nudillos que apretaban el pañuelo estaban malamente magullados. La persona arrodillada era Mary Darling. Sólo podía verle la espalda, la cabellera rubia caía hacia el suelo, sus gafas estaban a unos centímetros de distancia, lloraba en silencio, los hombros se sacudían convulsivamente en un incipiente ataque de histeria. Me arrodillé y la ayudé a ponerse de pie, me miró con unos ojos sin lágrimas, que no me reconocieron, en un rostro ceniciento. Sin gafas era casi ciega.
—Cálmese, Mary —le dije—, soy el doctor Marlowe. —Miré a la persona en el suelo y no sin dificultad reconocí a Allen—. Vamos, sea buena, déjeme examinarlo.
—Está herido, doctor Marlowe, terriblemente herido —experimentaba dificultades para hablar y hacía enormes esfuerzos para recuperar la respiración—. ¡Mírelo, mírelo! ¡Es horrible!
Empezó a llorar, esta vez fuerte y con desesperación. Todo su cuerpo se estremecía. Dije:
—Señor Hendriks, vaya a la cocina y pídale al señor Haggerty un poco de coñac, por favor. Dígale que yo lo necesito. Si él no estuviera en la cocina, traiga el licor de todas maneras —asintió y se fue—. Lo siento, capitán, debería haberle pedido permiso.
—No tiene importancia, doctor.
Por un breve período volvíamos a ser dos profesionales. Tal vez lo automático de su respuesta se debiera a que tenía concertado su interés y su hostilidad en Michael Stryker. Me dirigí a Mary y le ordené:
—Vaya a sentarse a ese sofá y bébase el coñac, ¿entendió?
—¡No, no…! Yo…
—Es una orden.
Miré a Eddie y a Lonnie y sin que les dijera nada, la llevaron al sofá más próximo. No me preocupé de ver si cumplía mis órdenes, tenía que encargarme de Allen. Stryker le había dado una paliza tremenda. Tenía un corte en la frente, una mejilla herida, un labio partido, un ojo que iba a estar cerrado una temporada, sangraba de ambas fosas nasales, le faltaba un diente y otro estaba tan suelto que se iba a caer muy pronto. Le pregunté a Stryker:
—¿Usted le hizo esto?
—Es obvio ¿no?
—¿Tenía que golpearlo así? Por Dios, hombre, no es más que una criatura. La próxima vez, búsquese a alguien de su tamaño.
—¿Como usted, por ejemplo?
—Santo cielo —dije hastiado.
Bajo el delgado barniz de civilización aparente de Stryker había algo muy primitivo. Lo ignoré y le pedí a Lonnie que me trajera agua de la cocina. Limpié a Allen lo mejor que pude y, como sucede siempre en estos casos, su apariencia mejoró en un ochenta por ciento una vez que desaparecieron las manchas de sangre. Le puse un parche en la frente, dos tapones de algodón en la nariz, le di un par de puntadas en su labio previamente congelado y con eso terminé de hacer todo lo que podía por él. Me levanté mientras el capitán Imrie, furioso, empezaba a interrogar al agresor.
—¿Qué pasó, señor Stryker?
—Hubo una pelea.
—¡No me diga! —replicó, irónico—. ¿Y por qué empezó?
—Por un insulto. Allen me insultó.
—¿Ese muchacho…? —los sentimientos del capitán eran iguales a los míos—. ¿Qué clase de insulto para que le pegara así?
—Es algo privado. Le correspondí lo mismo que a cualquier otro que me insultara. Eso es todo.
Stryker restañaba la sangre de su mejilla. Dejé en suspenso temporalmente mi vocación hipócrita para lamentar interiormente que el corte no fuera más profundo, a pesar de que, tal como estaba, se veía bastante desagradable.
—Trataré de mantener la lengua quieta —dijo el capitán Imrie, con sequedad—, pero como capitán de este barco…
—No formo parte de su tripulación y si ese joven imbécil no presenta una querella judicial, y no lo hará, le agradecería que no se metiera en asuntos ajenos.
Se levantó y se fue del salón. El capitán hizo ademán de seguirlo, cambió de idea, se dejó caer agotado a la cabecera de su propia mesa y buscó su botella particular. Le preguntó a tres hombres que ahora rodeaban a Mary:
—¿Alguno de ustedes vio lo que pasó?
—No, señor —respondió Hendriks—; el señor Stryker estaba parado solo cerca de la ventana cuando Allen fue a hablarle. No sé qué pasó, pero un momento después rodaron por el suelo. La escena no duró más de unos segundos.
El capitán Imrie asintió con un gesto cansado y se sirvió una considerable cantidad de licor. Era obvio que, con razón, esperaba que Smithy se hiciera cargo de la operación de anclar el barco. Ayudé a levantarse a Allen, ahora completamente consciente, y lo llevé hasta la puerta del salón.
—¿Lo lleva abajo?
Asentí y agregué:
—Y cuando vuelva le diré cómo empezó todo.
Me miró ceñudo y volvió a su bebida. Vi que Mary tragaba su coñac estremeciéndose con cada sorbo. Lonnie sostenía las gafas. Escapé con Allen antes de que se las devolviera.
Lo llevé a su litera y lo arropé. Tenía algo más de color en sus magulladas mejillas, pero aún no había dicho nada. Le pregunté:
—¿Qué pasó?
—Lo siento, pero preferiría no decirlo —respondió titubeante.
—¿Y por qué diablos no?
—Lo lamento, se trata de algo privado.
—¿Podría herir a alguien si me lo contara?
—Sí. Yo…
—Está bien. Debe quererla mucho —me miró en silencio unos momentos, luego asintió. Proseguí—: ¿Quiere que la traiga?
—No, doctor, no. No quiero que… con la cara como la tengo. No, no podría.
—Su cara estaba mucho peor hace cinco minutos. Estaba bastante desesperada.
—¿De veras? —dijo tratando de sonreír y consiguiendo hacer una mueca—. Bueno, que venga.
Lo dejé y me fui al camarote de Stryker. Respondió a mi llamada. Su cara no tenía nada de amistosa cuando abrió la puerta. Miré el corte que aún sangraba.
—¿Quiere que lo cure?
—No.
—Puede dejarle una cicatriz.
—¿Sí?
A mí no me importaba en lo más mínimo lo que le pasara, pero su apariencia física le preocupaba, como no era difícil de adivinar.
Judith Haynes, vestida con un anorak de piel y unos pantalones que la hacían parecer una esquimal de cabellos colorines, estaba sentada en la única silla del camarote y tenía los dos cocker spaniels en el regazo. Su encantadora sonrisa estaba ausente por el momento. Entré, cerré la puerta, examiné la herida y le apliqué un astringente y un parche. Dije:
—Mire, yo no soy el capitán Imrie, pero de todos modos, me gustaría saber si tenía que aporrear al muchacho de esa manera. Con una sola palmada pudo dejarlo quieto.
—Usted estaba presente cuando le dije al capitán Imrie que se trataba de un asunto personal.
Tenía que repasar mis conocimientos de psicología; ni mi asistencia médica gratuita, ni mi manera calmada de acercarme, ni el halago implícito habían logrado ablandarlo. Continuó:
El hecho de tener el título de médico colgado alrededor del cuello no le autoriza para hacer preguntas impertinentes. ¿Recuerda lo que le dije a Imrie?
—¿Que le agradecería que no se metiera en lo que no era asunto suyo?
—Exacto.
—Apostaría que Allen piensa igual.
—Ese Allen merece cada golpe que recibió —comentó Judith Haynes.
Su tono no era más amistoso que el de Stryker. La situación me pareció interesante por dos razones: todos suponían que odiaba a su esposo, no había evidencia de ese sentimiento ahora y luego, ella podía resultar una fuente de información más fructífera que su marido, ya que claramente no era tan buena para mantener sus emociones y su lengua bajo control, como su esposo.
—¿Cómo lo sabe, señorita Haynes? Usted no estaba presente.
—No es necesario que estuviera presente. Yo…
—¡Querida! —la voz de Stryker era abrupta, pedía cautela.
—¿Por qué no deja que su esposa hable? ¿No confía en ella? —sus manos se empuñaron, pero lo ignoré y miré a Judith Haynes—. ¿Sabía que la pobre muchacha está arriba en el salón llorando a mares por lo que el matón de su marido le hizo al pobre Allen? ¿No le da pena?
—Si se refiere a esa basura de secretaria se merece todo lo que le pasa también.
—¡Querida! —la voz de Stryker era apremiante.
Miré a Judith Haynes con incredulidad, pero pude captar que pensaba lo que decía. Su delgada boca estaba apretada en una mueca que la reducía a una línea tan derecha y fina como el borde de una regla, sus bellos ojos verdes tenían una expresión maligna y su rostro aparecía distorsionado por el esfuerzo de disimular el odio, la crueldad o la ponzoña de su mente. Era un despliegue aterrador de algo que en muy contadas ocasiones se mostraba en público y que confirmaba el rumor que corría en el ambiente cinematográfico y al que no había dado crédito debido a mi censura mental. Se decía que en su comportamiento se mezclaban las actitudes de la arpía campesina y la verdulera gritona.
—¿Esa… muchacha… inofensiva… —espacié las palabras para acentuar mi incredulidad—, una basura?
—Una prostituta, una pequeña prostituta. Una cualquiera. Una salida de la nada…
—¡Cállate! —la voz sonó como un latigazo, pero tenía matices de contención. Tuve la certeza de que tenía que estar muy desesperado para gritar a su mujer en ese tono.
—Sí, cállese —dije—. No sé de qué habla, señorita Haynes, y creo que usted tampoco lo sabe, Lo único que puedo asegurarle es que usted está enferma.
Di media vuelta para irme, pero Stryker me cortó el paso. Había perdido el poco color que tenía en las mejillas.
—Nadie le habla a mi esposa de esa manera —apenas movió los labios para decirlo.
—¿De modo que he insultado a su esposa? —me sentí repentinamente hastiado del matrimonio Stryker.
—Imperdonablemente.
—¿Y por consiguiente lo insulté a usted?
—Así es.
—¿Y todo el que lo insulta recibe lo que merece? Eso es lo que le dijo al capitán Imrie.
—Eso es lo que dije.
—Comprendo.
—Pensé que comprendería —dijo, sin dejar de cerrarme el paso.
—¿Y si me disculpo?
—¿Disculparse? —tuvo una sonrisa fría—. Veamos qué tal le sale, pruebe.
—No sé de qué habla, señorita Haynes, y creo que usted tampoco lo sabe. Lo único que puedo asegurarle es que usted está enferma.
Garras invisibles parecieron hundirse en sus mejillas y arrastrar la piel desde las sienes y la barbilla hacia atrás, hasta que quedó tirante sobre la superficie ósea. Me volví hacia Stryker. Su rostro había perdido toda su consistencia y ya no era atractivo, sus rasgos faciales se aflojaron y temblaban como una jalea, las mejillas estaban desprovistas de todo color. Lo hice a un lado, abrí la puerta y me detuve para agregar:
—Pobre infeliz. Pero no se preocupe, los médicos nunca se lo cuentan a nadie.
Me alegré de salir a la superficie, al mordiente frío del puente superior. Había dejado atrás algo viscoso y poco saludable. No tenía que ser médico para saber en qué consistía la enfermedad. Cuando miré hacia barlovento —a babor— pude ver que dejábamos un promontorio alrededor de media milla a nuestras espaldas y que otro se aproximaba más o menos a la misma distancia, en el costado de babor. Sabía por el mapa que se trataba de Kapp Kolthoff y Kapp Malmgren, de modo que nos dirigíamos hacia el Noroeste, a través de Evjebukta. Como navegábamos cerca de la costa, el mar se había calmado aún más. Nos quedaban menos de tres millas.
Miré hacia el puente. El tiempo había mejorado notablemente, y la curiosidad se había visto estimulada por la cercanía de nuestro destino, ya que había un pequeño grupo de personas en ambos extremos. Tenían los capuchones tan apretados en torno a sus caras que no podía adivinar quiénes eran. Me di cuenta de que había una figura cerca mío, sola y protegida por la estructura superior del puente. Era Mary Darling con sus cabellos rubios volando en todas direcciones de la brújula. Me acerqué y rodeé sus hombros con mi brazo con la facilidad adquirida por la práctica reciente, e incliné su rostro hacia mí. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas hinchadas de llorar, una cara desconsolada detrás de las enormes gafas. Esa muchachita era la prostituta, la basura, la cualquiera. Le dije:
—Mary Darling, ¿qué hace aquí? Hace demasiado frío, debería entrar o ir abajo.
—Quería estar sola —todavía hablaba con un sollozo agonizante en la voz—, y el señor Gilbert insistía en darme coñac… yo… —se estremeció.
—Usted dejó solo a Lonnie con el licor. Un final absolutamente perfecto en lo que Lonnie se…
—Doctor Marlowe —acababa de darse cuenta de que la tenía abrazada e hizo un débil intento por desasirse—, la gente puede vernos.
—No me importa, quiero que todos conozcan nuestro amor.
—Quiere que todos… —me miró consternada, sus grandes ojos dilatados detrás de las gafas, y después apareció el comienzo de una sonrisa trémula—. ¡Doctor Marlowe!
—Abajo hay un joven que desea verla inmediatamente.
La sonrisa desapareció. Quizás qué connotaciones trágicas encontró en mis palabras. Preguntó:
—¿Está muy…? Tendrá que ir a un hospital, ¿verdad?
—Estará bien esta tarde.
—¿De veras? ¿Está seguro?
—Bueno, si duda de mi competencia profesional…
—Pero entonces, doctor Marlowe… ¿por qué quiere que…?
—Me imagino que querrá que le tome la mano. Es lo que yo desearía si estuviera en su lugar.
—¿Usted cree? Yo… en su camarote…
—¿Voy a tener que arrastrarla hasta abajo?
—No, no creo que sea necesario —sonrió y me dijo titubeando—: ¿Sabe una cosa?
—¿Qué cosa?
—Creo que usted es maravilloso. De veras que sí.
—Márchese.
Sonrió casi dichosa y desapareció. Me hubiera gustado compartir una fracción de la opinión que tenía de mí ya que, si fuera verdad, habría menos cadáveres, mareados y enfermos a mi alrededor. Una cosa me alegraba: no fue necesario herirla, como por un momento pensé, puesto que no me vi obligado a plantearle ninguno de los interrogantes que estaban semiformulados en mi mente desde que salí del camarote de los Stryker. Si era remotamente capaz de cualquiera de las cosas de las que Judith Haynes la había acusado, sepa Dios por qué retorcidas razones, entonces su puesto no era ser secretaria permanente en la industria fílmica: podía lograr fama y fortuna como una de las mejores actrices de nuestra época. Ahora ya no tenía que hacerme más preguntas respecto de ella y Allen y los Stryker. Resultaba difícil saber si mi desprecio por Michael Stryker era mayor que mi compasión.
Me quedé unos minutos observando a algunos miembros de la tripulación que acababan de llegar a cubierta de popa para soltar las amarras que sujetaban la carga, despojarla de su protección de alquitrán y colocar las eslingas en su sitio. Dos de ellos se dedicaron a correr las grandes grúas y a probar el cabrestante. No había duda de que el capitán Imrie no tenía la menor intención de perder un minuto cuando llegáramos. Quería, y era del todo comprensible, irse con prontitud. Me dirigí al salón.
Lonnie era el único que estaba allí. Se encontraba solo, pero mientras tuviera esa botella de coñac en su mano, no sería un solitario. Bajó el vaso cuando me senté a su lado.
—¿Ya calmó los dolores de todos los heridos que caminan a su alrededor? Tiene aire preocupado, mi querido amigo —acarició la botella—. Es un alivio instantáneo de todas las preocupaciones cotidianas…
—Esa botella es de la despensa.
—Los frutos de la naturaleza son de toda la humanidad. ¿Era un truco?
—Sólo para impedirle que la bebiera toda. Tengo que disculparme con usted, Lonnie, respecto a nuestra encantadora primera actriz. Creo que no hay bastante caridad en este mundo como para desperdiciar en ella la poca que queda.
—Terreno estéril y suelo rocoso. ¿Esa es su opinión?
—Esa es mi opinión.
—¿No habrá ni salvación ni redención para nuestra bella Judith?
—Eso no lo sé. Lo que sí sé es que no me gustaría tener que intentarlo, y que con solo mirarla no puedo sino concluir que hay muy poca bondad por estos alrededores.
—A eso digo amén —bebió otro poco de coñac—, pero no debemos olvidar las parábolas de la oveja perdida y la del hijo pródigo. Nada ni nadie está nunca completamente perdido.
—Le deseo suerte en la empresa de devolverla a la senda del bien. No creo que vaya a encontrar demasiada competencia en la tarea. ¿Por qué una persona así puede ser tan diferente de las otras dos mujeres?
—Se refiere a la querida Mary y Mary Darling ¿verdad? Encantadoras, encantadoras muchachas. Aún en mi chochera las quiero tiernamente. Dulces criaturas.
—¿Incapaces de hacer mal?
—Por supuesto.
—Eso es fácil de decir pero ¿qué pasaría si estuvieran bajo la influencia del alcohol?
—¿Cómo? —Lonnie pareció auténticamente escandalizado—. ¿De qué habla? Eso es inconcebible, mi querido muchacho, inconcebible.
—¿Ni siquiera que se tomen un gin doble?
—¿Qué estupidez es ésta? Hablamos de la influencia del alcohol, no de aperitivos para criaturas de pecho.
—¿No vería nada malo en que una de ellas pidiera, digamos, un trago?
—Por supuesto que no —se mostró sorprendido—. ¿Por qué machaca sobre lo mismo?
—Porque me gustaría saber por qué una vez, cuando Mary Stuart le pidió un trago después de un largo día de filmación, usted se enfureció.
Como en una película en cámara lenta, puso la botella y el vaso sobre la mesa y se paró inseguro. Se veía viejo, cansado y terriblemente vulnerable.
—Desde que entró, ahora lo comprendo —me dijo en un susurro amable y triste—, desde que entró quería hacerme esa pregunta. —Movió la cabeza, sus ojos no me veían, y agregó despacio—: Pensé que era mi amigo.
Salió con paso incierto del salón.