8. El precio de la sangre
8
El precio de la sangre
Bajar al pueblo y transitar por sus callejuelas suponía respirar la herida de la división. Nunca hubiese creído que el odio y el rencor pudieran materializarse en las fachadas de las viviendas, en el adoquinado de la plaza, en los muretes empedrados de eras donde no se trillaban ya las mieses o en la otra mies, la que acudió de repente a las misas salvadoras de don Cosme. Hasta el barro del camino, que dificultaba mis pasos con las madreñas prestadas de madre, se me antojaba que había tomado partido por uno de los bandos.
—¡Hijos de Satanás! —Los gritos de don Cosme rompieron el silencio de la calle.
Miré en la dirección de donde provenían las voces y vi a dos muchachos corriendo. Tendrían unos nueve años. Escapaban del cura, lo cual no era difícil, pues trotaba con una mano sujetando su sombrero saturno y otra remangando la sotana. Los niños pasaron a mi lado y, con el viento golpeando su espalda, sus escasas carnes parecían volar. Don Cosme llegó a mi altura, resoplando como un buey después de una jornada de trilla. Se detuvo a robar oxígeno al aire.
—¡Ya os pillaré en misa el domingo!
—¿Qué ha pasado, don Cosme?
—Esos hijos de Satanás… —Apoyó sus manos en las rodillas y tomó aire—. Estábamos en la catequesis y… no se les ocurre otra cosa que cortar… con una navaja… el paño que cubre el mullido del reclinatorio de doña Marcelina.
—¡Ah, el reclinatorio de doña Marcelina! —exclamé.
—Ya los cogeré el domingo… —murmuró, y recogió su sotana emprendiendo el camino de regreso a la iglesia—. Ya los cogeré. ¡Sinvergüenzas!
Cuando el cura se alejó, no pude contener una risita. Así era aquello: en un mundo de derrotados, en el que los poderosos aplastaban nuestra yugular, sólo cabían pequeñas venganzas.
Llegué a Casa Justa. El escaparate estaba petado: desde fundas de trabajo a latas de sardinas. «Se cogen medias», leí en el nuevo letrero añadido. Dejé las madreñas a la puerta y entré en alpargatas. Sonó una campanilla. A la derecha, una pequeña barra desde la que servía las pintas de vino; al fondo, después de sortear cinco mesas que apestaban a ácido rancio de sidra reseca, se divisaba la tienda.
—Has llegado tarde.
—Doña Justa, es que me entretuvo don Cosme.
Con aquella bruja no servía la verdad. No le podía explicar que la razón de mi tardanza se encontraba en la novela que me había dejado don Félix. Las páginas de Los miserables me estaban encarcelando.
—A ver qué me traes…
Deposité la cesta encima de una balda que utilizaba para enseñar el género y la abrí. Se abalanzó sobre ella.
—Cinco pares de medias son… diez pesetas. La pernera recogida del pantalón… dos pesetas más. Y un duro por las hombreras. En total diecisiete pesetas.
—Me dijo mi hermana que a ver si nos podía pagar un poco más, que nos seguía pagando lo mismo desde hace meses por coger los puntos a las medias.
—Pagar un poco más… —Recogió la ropa y la metió en un cuarto que le servía de almacén, mientras seguía murmurando—: Un poco más, dice la descarada. —Y se perdió por las escaleras en dirección a la casa.
Había quedado sola en la tienda. Miré alrededor. Las latas de conservas de sardinas en aceite detuvieron mi mirada. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que las probamos? Ni me acordaba.
Nadie me veía. Mi mano, sin obedecer al cerebro, cogió una lata. Aquellas sardinas podían ser el aumento que doña Justa siempre nos negaba, pensé. Estaban allí para mí.
De repente, la historia de Jean Valjean golpeó mi cabeza. Le habían condenado a quince años por robar comida. Tal vez esa fuera la enseñanza que me quería mostrar don Félix con Los miserables. Pensé en el hambre que pasábamos, en la rácana de doña Justa y arrojé por los sumideros del pueblo cualquier moraleja. Guardé la lata en el bolsillo de mis sayas.
La campana de la puerta tintineó. Miré hacia ella. Era el marido de doña Justa, don Pedro. Ataviado con ropa de caza, dos cananas de cartuchos cruzaban su pecho y una escopeta de dos caños en la mano le imprimían a su grueso cuerpo una estampa aterradora.
—¿No está mi mujer?
—Ha ido a buscar dinero para pagarme los zurcidos, don Pedro.
—Buf, llega uno derrotado con tanta batida —dijo, depositando el arma encima del mostrador.
Doña Justa había llegado con un montón de ropa que colocó delante de mí.
—A ver, aquí te llevas: tres pares de medias, una americana para recoger por donde indican los alfileres, un pantalón para remendar las rodillas. Y aquí van las diecisiete pesetas de lo que trajiste, ni una perrona más.
Sin responderle, recogí la ropa y el dinero.
—¿Cuántos años tienes, mocita? —me preguntó de repente don Pedro.
—Quince.
—Tienes que ir buscando mozo, que ya tienes edad.
—Yo a tus años ya estaba casada —apuntó doña Justa—. Debes hacer caso a mi marido, no sea que te quedes para vestir santos como tu hermana.
—Su hermana debería hacerle caso al bueno de Mocu. Es un buen chico y con mucho futuro en la Guardia Civil: llegará a sargento.
—Tu hermana es muy guapa, pero una insolente. El hombre que la coja la debe meter en cintura y atar en corto.
—Ella que no le haga ascos a Mocu —siguió don Pedro—. Es un buen mozo y muy trabajador. Ya me lo dijo hace unos años el teniente de la Nueva, el ilustre José María Álvarez-Cascos: «Florencio ascenderá antes de que yo me vaya a destino». Fíjate que sin estar de servicio nos acompaña en los peinados que damos las contrapartidas por el monte. Algún día capturaremos a los bandidos de los Caxigal y él ganará la Medalla al Mérito.
—¿Qué tal ha ido la batida de hoy? —le preguntó la mujer.
—Nada. Ni rastro de ellos ni del ingeniero. Parece que se los ha tragado el monte.
—¡Asesinos! Secuestrar al ingeniero… Un hombre tan devoto y temeroso de Dios.
—Y piden setecientas mil pesetas por el rescate.
—¿Setecientas mil pesetas? —Doña Justa se santiguó—. ¡Cristo todo poder! Rojos, asesinos…
—Al parecer la familia quiere pagar y…
Se habían olvidado de mí, de la solicitud de subida salarial, de ti y del pretendiente. La conversación se centró en los bandidos de las montañas, en que había que exterminarlos a todos, pero sobre todo a los Caxigal por ser los más sanguinarios. Sin embargo, para la otra mitad del pueblo, los Caxigal eran aquellos que se bastaban a sí mismos para poner en jaque a toda la Guardia Civil y a las contrapartidas falangistas. Y, además, los únicos capaces de ello.
Recogí la cesta y abrí la puerta. De nuevo el tintinear de la campanilla. Al oírlo, se volvieron hacia mí.
—María, quiero eso zurcido dentro de dos días.
—No se preocupe, doña Justa.
—Y no te olvides de decirle a tu hermana que no le haga ascos a Mocu, que es buen mozo —apuntó don Pedro.
Mientras me calzaba las madreñas otra risita picara acudió a mis labios, como la que había soltado un rato antes, tras dejar a don Cosme. Qué pensarían don Pedro y doña Justa si supieran que tú llevabas ya nueve años prometida a Manolo Caxigal, desde el primer día que serviste de enlace y vuestras miradas se cruzaron en la loma de Peña Mayor.
Proseguí el camino hacia casa, por entre el barro de las callejuelas. Llegué a la plazoleta ocupada por dos bancos de madera, tres sauces y un caño incrustado en una pequeña columna de piedras y barro. En uno de los bancos purgaba sus penas Ventura. Desaliñado, con pelo largo y barba de meses, y en el bolsillo del gabán su botella de vino peleón.
Había regresado al pueblo hacía tres meses después de casi diez años de ausencia. Me dijeron que había sido el doctor de una de las empresas del valle y que su trabajo consistía en prevenir el mal de la piedra entre los mineros. Ahora era él quien necesitaba un médico.
Me comentaste que, nada más estallar la guerra civil, se unió a la Columna Durruti y que fue capturado e internado en el único campo de concentración que aún quedaba abierto en España: Miranda de Ebro.
Las malas lenguas decían que lo habían puesto en libertad por haber colaborado con las autoridades. Otros alegaban que se hizo el loco el día de la visita de Himmler al campo y Paul Winder, el encargado, lo aisló del resto. Luego comprobó su falta de peligrosidad, dejando de calificarlo como «desafecto con responsabilidades» para catalogarlo dentro de los «no hostiles al Movimiento Nacional».
Pero tú me aseguraste que, haciéndose pasar por uno de los brigadistas internacionales apresados en el campo, había participado en su huelga de hambre. Y que la presión internacional obligó a liberarles. Fuera como fuere, Ventura caminaba de nuevo por las callejuelas del pueblo.
—Buenos días, señor Ventura.
—Salud y anarquía —me respondió con voz cansina.
—No debería decir esas cosas. Le pueden oír los guardias y llevar preso.
—Guardias, curas, obispos, falangistas, meapilas, somatenes, burgueses… ¡La puta que los parió a todos!
Se levantó y con paso tembloroso emprendió mi misma ruta.
—¿Adónde se dirige?
—Voy al cuartel de la Guardia Civil a presentarme voluntario.
—¿Presentarse voluntario?
—Sí. Cada vez que ocurre algo en estos valles, me van a buscar y me pegan una paliza por si sé algo. Como los Caxigal han secuestrado al ingeniero, dentro de un día o dos vendrán a por mí. Así que prefiero presentarme yo.
—Está usted muy pálido, señor Ventura.
—Es que vengo de vender sangre. Me han dado tres pesetas por el medio litro y un chusco con sardinas.
—¿Por qué no trabaja en la mina o en el campo?
Giró bruscamente la cabeza hacia mí, con ojos que parecieron saltar de las órbitas.
—¿Trabajar yo para los empresarios fascistas? No lo consiguieron los nazis en el campo de concentración de Miranda de Ebro, y no lo lograrán estos estómagos agradecidos.
—Podría fugarse a las montañas.
—Tampoco. La guerrilla está llena de comunistas y socialistas y no los trago desde lo del 37 en Barcelona.
—Me han dicho que en el sur hay anarquistas en la guerrilla.
—¿Y cómo llego al sur? Si subo en el tren me detendrán por vagabundo; si utilizo los caminos, igual. Estoy encadenado al puñetero pueblo.
—Puede ir en coche o en moto.
—¡Claro, mocina, o en burro si te parece! En mulo… —Hizo un ligero silencio—. Igual se lo robo al cura… Robarle al cura. A lo mejor es la solución.
—Yo me despido aquí, señor Ventura. Voy por este sendero hasta mi casa.
—Espera. —Extrajo de su bolso las tres pesetas y me las entregó—. Cuídamelas hasta que los guardias me liberen. La última vez me las birlaron, pero lo que más me dolió es que también se bebieron el vino.
—No se preocupe, yo se las guardo.
Mientras se alejaba hacia el cuartel, Ventura iba murmurando:
—Igual le robo el mulo al cura.
A continuación le escuché tararear una canción:
Negras tormentas agitan los aires,
nubes oscuras nos impiden ver…
El sendero enlodado lentificaba mis pasos. Decidí caminar por el regato de la orilla, el que desaguaba los arroyos de las laderas.
Cuando divisé nuestro pajar, me sorprendió una pequeña multitud arremolinada en el portón. Había incluso una pareja de la Guardia Civil. Lo primero que pensé fue que habían ido a detenerte. Comencé a correr hacia la casa. A menos de diez pasos, saliste llorando a mi encuentro.
Me abrazaste. Y dijiste:
—Madre se ha ahorcado.