69. Un final
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Un final
Llevábamos sólo doce minutos retenidos en la estación del ferrocarril, pero se me habían hecho eternos. Las agujas del reloj, incrustado en la fachada de piedra, no parecían moverse. Sobre azulejos blancos, con pintura azul, se leía el nombre del lugar: Irún. La Guardia Civil realizaba la última comprobación de equipajes y pasaportes antes de que el tren traspasara la frontera. Aún nos quedaban unos kilómetros hasta Hendaya. Media hora y vería cumplido, por fin, el deseo que siempre había solicitado a la estela de los cometas: la libertad.
—Sin nervios, como si esto lo hiciéramos todos los días —nos tranquilizaba Manolo.
Miré a Ruso, me sonrió y guiñó un ojo. Me sonrojé sin que disminuyera mi nerviosismo. Mi pierna derecha temblaba, pero no se advertía bajo las faldas. Manolo nos había obligado a disfrazarnos. No bastaba con que él llevase las sotanas, el alzacuellos y el sombrero saturno, también nosotros le acompañábamos en aquel baile de disfraces. Y cada uno de los tres llevábamos una Biblia de pega, con las hojas recortadas formando un hueco, con una pistola cargada y montada en el interior.
Me sentía ridícula con aquellas polleras azuladas, las medias blancas, los zapatos de charol excesivamente brillante, el peto y la cofia blanca encañonada que me rozaba la frente, sin pelo que la protegiera. Pero lo que más me molestaba era el largo escapulario con la imagen del Sagrado Corazón y el maldito rosario que el padre Félix me colocó en la cintura. Parecía una novicia enajenada.
—Revisor, por favor, ¿queda mucho hasta Burdeos?
La pregunta fue formulada por una señora gruesa que acababa de aparecer en el vagón. Iba cargada con una maleta tan repleta que las cerraduras cumplían su misión sólo gracias a las cuerdas que la ataban. Le acompañaba un muchacho de no más de diez años con pantalón corto, pelos revueltos y mirada de pícaro que arrastraba un pequeño saco, posiblemente cargado de viandas.
—Sobre siete horas —apuntó el revisor, mientras le punzaba el billete.
—Hala, hijo. Siéntate ahí.
El muchacho obedeció y la señora intentó colocar con dificultad la abultada maleta en el reposabultos. Ruso se levantó y se acercó a ella. No sabía caminar con elegancia y soltura con las faldas, y su estola bailaba sobre la dalmática rozando la nariz del niño, que intentó sacudírsela con la mano.
—Yo le ayudo —dijo, mientras agarraba el equipaje y lo elevaba hasta la rejilla metálica. Luego acarició el cabello enmarañado del niño, que le dedicó un ceño fruncido, y agregó—: Que el Señor esté contigo.
—Gracias, padre —dijo la mujer.
—Aún no es sacerdote —corrigió Manolo—. Todavía es diácono transitorio.
—Pero seguro que cantará misa dentro de poco. Parece un chico muy listo —dijo la señora, y sonrió.
—Eso sí, para eso vamos a Burdeos —comentó Manolo, en voz alta: el revisor seguía cerca, acompañado de una pareja de la Guardia Civil.
Era mentira. En cuanto el tren llegara a la estación de Bayona, bajaríamos, nos quitaríamos los hábitos y cogeríamos otro expreso que nos acercase hasta Toulouse. Manolo tenía que informar a la dirección del gobierno republicano en el exilio de lo ocurrido en la guerrilla de Asturias para que el fascismo no pudiera repetirlo en el resto del país. A mí me escoltaban los dos hasta ponerme a salvo, luego regresarían.
—Ah, mira qué casualidad. Nosotros también vamos a Burdeos.
—¿Va a trabajar? —preguntó Manolo.
—Sí, voy a apalabrar trabajo para cuando comience la vendimia. ¿Y ustedes, padre?
—Los acompaño a Burdeos. Llevo al diácono al convento de los Annonciades y a la novicia al de las Clarisas.
—¿Y ya se queda allí, padre?
—No, hija mía. —Manolo sonrió—. En cuanto los deje en manos de los hermanos y hermanas, yo regresaré. Aún me quedan muchas almas en España que llevar al cielo.
Los guardias civiles habían llegado a nuestra altura y le pidieron a la mujer su pasaporte.
—Aquí tiene, señor guardia —dijo, entregando la documentación a uno de ellos, de bigote grueso y enroscado en los extremos.
Nosotros abrimos un poco la portada de la Biblia e introdujimos la mano acariciando con la yema del corazón la culata de la Star. Manolo tenía en la izquierda los documentos falsificados de los tres. Hizo ademán de extenderlos hacia el guardia, diciendo:
—Nuestros pasaportes.
—Guárdelos, padre. No hacen falta. Todo correcto —dijo el guardia, con un ademán de su palma, y prosiguió camino hacia el fondo del vagón.
Se aproximaron entonces a un gitano que desde Oviedo no paraba de moverse, nervioso, en uno de los asientos de madera.
—Documentación.
El gitano le hizo entrega de unos papeles arrugados. El guardia los desplegó y se los enseñó a su compañero.
—Esto no sirve. Es una partida de bautismo —sentenció el otro, que sobre su capa llevaba bordado un galón de color oro.
—Ay, señor guardia. Cómo no van a servir, si me los dio el señor párroco.
—Debe acompañarnos. Sin pasaporte visado no se puede pasar la frontera.
—Ay, señor guardia. Cómo me hacen a mí esto.
—Debe acompañarnos por las buenas o por las malas.
—Ay, a mí, con lo que lloro cada vez que los fugaos matan a uno de ustedes.
—Acompáñenos.
—Pero cómo me hacen esto, señores guardias.
El gitano comenzó a caminar delante de la pareja hasta que llegaron a la puerta. De repente la abrió, saltó del tren y emprendió la huida corriendo como un galgo por el andén en dirección a la frontera. Los guardias saltaron también.
—¡Alto a la Guardia Civil! —gritaron.
Un disparo al aire.
El gitano se les escapaba.
Otro disparo.
Se oyó un tintineo como fondo musical a los bramidos de los máuseres. El jefe de la estación, con un banderín rojo en la mano izquierda, golpeaba con la derecha el badajo de una campanilla cada vez más rápido y fuerte. Un toque largo de silbato enmudeció la campana y la banderola roja se desplegó. Le siguió el pitido de la locomotora. Era como si todo se hubiese confabulado para amortiguar el estruendo de las balas.
El vapor de agua comenzó a inundar los raíles y a elevarse hasta las ventanas.
El tren arrancó.
Pasamos por el puente sobre el río Bidasoa. Mis ojos se detuvieron en su manso transcurrir. Varias barcas dormían en su orilla. El gitano peleaba en el cauce contra las tranquilas aguas. Prefería nadar a remar. Los impactos de bala cada vez salpicaban más cerca de él. Le deseé suerte.
El tren se detuvo de nuevo: la frontera francesa. Los gendarmes subían a los vagones.
—De estos ya no hay que preocuparse —dijo Manolo.
Atrás quedaban para mí el valle, los muertos, el hambre, el silencio, las traiciones, la sangre que todo lo bañaba, el ultraje… Para Manolo y Eloy aquello era otra estación en un camino de ida y vuelta. Ellos regresarían para luchar y, tal vez, morir.
Un señor alto, con gafas redondas y poco pelo, que se encontraba sentado dos asientos delante y al que me parecía haber visto subir en la estación de Santander, se levantó y se nos acercó.
—Padre, ¿le importa si les acompaño en el viaje?
—Puedes sentarte con nosotros y que la paz sea contigo, hijo mío, vengas de donde vengas.
—Del infierno, padre.
—¿Has visto al arcángel San Gabriel y conoces de su lucha?
—Y me he adentrado en ella, padre.
Aquel era el santo y seña, y lo había dado perfectamente. Era de los nuestros: el contacto a enlazar nada más entrar en Francia.
Introdujo la mano en el interior del gabán y extrajo un portafolios. Se lo entregó a Manolo, que antes de abrirlo se detuvo un momento en el rótulo de la portada: Operación Exterminio. Lo abrió, y yo lo fui leyendo por encima de su hombro.
La primera página era la biografía de un falangista que había prestado apoyo al golpe de estado y al bando franquista durante la guerra desde Tánger, con dinero y divisas provenientes del contrabando: «Francisco Cano Román, alias don Carlos, ingresa en Falange en 1934…».
En la siguiente hoja se detallaban misiones que el tal don Carlos había llevado a cabo para los servicios de Inteligencia del régimen.
Otra página. En ella se describía la más reciente, la que daba título a la carpeta. «Entrará como recluso en Carabanchel para entablar amistad con el reo José Suárez…».
—Llega muy tarde esto —dijo Manolo.
—Lo sé —respondió el desconocido.
La última página llevaba pegada una fotografía del sujeto. Mejillas pobladas de marcas de viruelas y una nube blancuzca en el ojo. Lo reconocí al instante.
—¿Cómo llegó a su poder este expediente? —preguntó Manolo.
—Es una larga historia.
—No tenemos prisa.
—No sé si debo decírselo a usted antes que a la delegación del gobierno en Toulouse…
—En realidad allí nos dirigimos ambos. Si prefiere esperar, por mí no hay problema.
El desconocido enmudeció y pegó su frente al cristal de la ventana. Esperó unos segundos y comenzó a hablar.
—Me llamo Ordás. —Le ofreció la mano a Manolo y este se la aceptó—. Camarada Ordás. Acabo de salir de la prisión de Carabanchel y…
Mientras el recién llegado hablaba, Manolo extrajo una hoja del dossier, la que indicaba el domicilio habitual en Tánger del Francesito. También apartó la fotografía. Y el bolsillo interior de las sotanas se convirtió en el cofre que guardaría tan preciados documentos. Caxigal ya tenía su pequeña pista.
Por Ordás nos enteraríamos de todos los pormenores que se fraguaron en la cárcel y que tuvieron como resultado la masacre, pero sería más adelante y en otro lugar. Todo había sido estudiado al milímetro hasta el resultado final. En el fondo, Ángela, te habías convertido en otra medalla para el fascismo. Habían conseguido matar a la asesina de Florencio, dirían, y sembrarían con esa mentira la memoria del pueblo.
Mis ojos enrojecieron. Pegué la Biblia a mi pecho y me levanté.
Ruso hizo amago de acompañarme. Manolo se lo impidió con un gesto.
Caminaba por el pasillo sin pensar adonde me dirigía. Era como si mis pies quisieran llevarme al último vagón. En los demás compartimentos se repetían las imágenes de las que desertaba: niños con miradas de tigre, mugrientos en sus ropas raídas; mujeres vestidas del color que nunca se ensucia, del luto de la loba a la que sólo le quedan sus cachorros, todas ellas hijas o nietas de Bernarda Alba; hombres enjutos, morenos, silenciosos, sin afeitar, con una colilla entre los labios, con manos encallecidas hasta la deformación. A todos les traicionaban sus ojos bajos: el signo de los vencidos.
Otro vagón idéntico. El mundo que dejaba atrás se concentraba de golpe en aquellos asientos.
Llegué al final. Quería contemplar las tierras verdes y las montañas ultrajadas que recortaban el horizonte. Imaginaba a Ventura recorriéndolas camino del sur. Y un escalofrío inundó mi cuerpo: Martín. En Oviedo, al poner el pie en el primer escalón de ascenso al tren, tuve la extraña sensación de haberle visto oculto entre el gentío. Mi mirada regresó de inmediato a la muchedumbre, pero todos eran rostros anónimos. No podía ser él, seguro que me había equivocado, pues habría ordenado apresarnos, pensé entonces.
Concedí el indulto al llanto, pero las lágrimas ya no acudieron. Entonces comprendí: la mirada de la derrota se instala en nosotros cuando ya no somos capaces de llorar más.
¿Sería la última vez que vería mis montes?, me pregunté. Y dirigí los ojos al cauce del río.
Sobre él flotaba el cuerpo del gitano, boca abajo, inmóvil.
El tren arrancó.