65. Capturadas
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Capturadas
El cabo Artemio y el otro guardia caminaban detrás de nosotras con el fusil en la mano izquierda, mientras nos arreaban con la derecha. Aunque no nos habían atado las muñecas, era imposible escapar de ellos o de una bala. Hubo un instante, al cruzar el puente sobre el Nalón, en que te vi dudar, como si para ti hubiese cobrado sentido la idea de arrojarte al agua. Pero no lo hiciste. Tal vez por no dejarme sola o porque sopesaste apresuradamente que la probabilidad de sobrevivir era casi nula.
Entrábamos en el pueblo. Algunos rostros se arrimaron tímidamente a las ventanas y otros se detuvieron atónitos, las espaldas pegadas a las paredes, contemplando el espectáculo. Nadie decía nada en voz alta, todo eran cuchicheos.
El coche del doctor llegó casi a nuestra altura. Nos vio. Distinguí cómo se agachaba para coger la recortada, la que le regaló el señor Higinio, de debajo del asiento sin dejar de observar a los que nos escoltaban. Sin embargo, no pudo abrir fuego. Un pelotón de guardias a caballo llegaba al pueblo en ese momento, anunciado a toque de corneta, como si fuera la vanguardia de una compañía militar. El médico, derrotado y sin salida, pegó su frente al volante. Sabía lo que le esperaba: él sería el próximo detenido. El Ford T comenzó a moverse y Ventura se perdió de nuestra vista.
Pasamos por delante de Casa Justa y, sin mirar, comprendí por el tintineo de las campanillas que alguien salía a presenciar el desfile.
—Artemio, ¿qué robaron? —sonó la voz de doña Justa.
—Nada —respondió el cabo—. Son enlaces de los Caxigal.
—Sinvergüenzas —gritó doña Justa—. Rojas asquerosas. Y yo que os daba de comer y así me lo agradecéis…
Escupió a nuestro paso y las campanillas me indicaron su regreso a la tienda. Presentía todo sin mirar: mis ojos sólo contemplaban los cantos rodados, el barro del camino y a veces, de reojo, a ti. Caminabas con la cabeza alta. Ni los escupitajos ni los insultos te obligaban a inclinarla.
Los guardias ampliaban el recorrido hasta el cuartel para que todo el pueblo nos viera. Era nuestro primer escarmiento. Nadie había construido un reloj capaz de computar el tiempo que parecía prolongarse nuestro desfile.
Por fin, al cabo de lo que me pareció un millón de años, emprendimos la subida por el sendero hacia el cuartelillo. Don Cosme, el cura, corrió desbocado hacia nosotros sujetando el saturno y remangando la sotana. Ni siquiera nos miró. Su objetivo era el cabo Artemio.
—Artemio, Artemio, me han robado el mulo.
La única alegría de aquella mañana: Ventura recorriendo las sendas hacia las sierras del sur para unirse a la guerrilla anarquista.
—Lo siento, padre Cosme —dijo el cabo—. No hay números suficientes para iniciar la búsqueda. Todos estamos ocupados cumpliendo órdenes.
En aquel momento supe que Ventura se salvaría.
El cura no pareció escucharle. Se dio media vuelta y echó a correr en dirección al pueblo gritando:
—¡Me han robado el mulo!
Llegamos al cuartelillo de la Guardia Civil. Miré la fachada. La leyenda de «Todo por la Patria» y la bandera roja y gualda escoltada por el águila imperial es lo último que recuerdo antes de bajar unas escaleras llenas de vómitos y telarañas, apenas iluminadas por la luz de una bombilla que se adivinaba en el hondo.
—¡Nombre! —gritó un guardia en cuya mesa se extendía un libro de registro, dirigiéndose a ti.
—Ángela Llaneza García.
El guardia escribía con dificultad y en mayúsculas. En la casilla de Ingreso anotó una fecha: 27 de enero de 1948.
—¡Usted!
—María Llaneza García.
—¡Vaya! Las hermanitas de la caridad.
El guardia que acompañaba al cabo abrió la puerta metálica del calabozo. Chirriaba, y un tufo a podrido, como de cadáver abandonado en tiempos remotos, llegó a nosotras.
—¿Motivo?
Esta vez le hablaba a Artemio.
—Enlaces de fugaos, posiblemente de los Caxigal.
—Rebeldía contra el Estado —concluyó el guardia, mientras lo apuntaba—. Puede encerrarlas cuando quiera, mi cabo.
Artemio nos golpeó la espalda con la culata del fusil, empujándonos hacia el hedor a muerto. Entramos. Ni un camastro, ni una pila con agua, ni una bombilla. Nada. Sólo la luz que penetraba con dificultad por una pequeña rendija a ras de la calle.
—¡Aféitenlas!
—A sus órdenes, mi cabo —repitieron al unísono los dos guardias.
La puerta del calabozo se cerró para abrirse casi al momento. Un guardia portaba un fusil y otro unas tijeras.
—¡De rodillas! —ordenó el del fusil.
Obedeciste. El de las tijeras levantó tu cabellera y la cortó casi por la raíz. Arrojó la melena al suelo y la pisó para que se incrustara en la tierra. Y siguió cortando tu pelo a diestro y siniestro, sin orden ni concierto, hasta que no quedó nada que cortar.
—¡Ahora, usted!
Cerré los ojos y obedecí. Sentía en mi piel, a veces, el toque de la punta de las tijeras y oía el sonido de mi pelo estrujarse en la tierra, aplastado por el borceguí.
—¡Listo! —sentenció el de las tijeras.
Ambos salieron. El cerrojo nos dejó a solas con nuestros cabellos por el suelo y la escasa luz del exterior.
Nos miramos.
Estalló el llanto.
Y nos abrazamos.
No sé cuánto tiempo permanecimos en esa posición. Tal vez fueran cinco minutos o una vida entera.
Nos sentamos en el suelo con la espalda pegada al muro y de cara hacia la puerta, como esperando que alguien llegase a rescatarnos. En caso contrario, fantaseaba, nos haríamos las muertas, como el conde de Montecristo, para escapar de la mazmorra.
La puerta se abrió. Era el padre Félix. Nos pusimos en pie.
—El cabo ha dicho que la visita sólo puede durar cinco minutos, padre.
—No se preocupe, no preciso más.
El guardia trincó el cerrojo. Saltamos a abrazar a don Félix. Nos envolvió con sus brazos.
—Tranquilas. Voy ahora mismo a solicitar audiencia con el obispo para que tengan clemencia por lo menos con vosotras. Alegaré que fuisteis engañadas o coaccionadas por los fugaos y os visteis obligadas a llevarles la correspondencia.
—Pero al obispo —terciaste— no le cae usted muy simpático.
—Es lo que ha estado deseando todos estos años: que le pida un favor.
—Y si no diera resultado… —intervine.
—No os preocupéis, en ese caso iré a ver al Gobernador o removeré Roma con Santiago hasta que os vea libres.
—¿Por qué —preguntaste— había tantos guardias en las proximidades de Peña Mayor?
Las campanas de la iglesia retumbaron en el calabozo. Tocaban a concejo.
—Ese sonido contesta a tu pregunta, Ángela. Están citando al pueblo en la plaza para que contemple el espectáculo. Es el gran circo romano del fascismo.
—¿Qué espectáculo?
—Esta noche, de la Franca a Santo Emiliano, Falange y la Guardia Civil han asesinado a casi todos los guerrilleros.
—¿Y Manolo?
—¿Y Ruso? —añadí mi pregunta a la tuya.
—Creo que la partida de Manolo es la única que se ha salvado. Han llevado los cadáveres de Bóger y su gente a la plaza del ayuntamiento de Sama, para exponerlos ante el populacho. También han hecho lo mismo con los cuerpos de los Castiello. A los de Onofre los bajan sobre mulos desde Infiesto para exhibirlos por todos los pueblos.
—Padre —volviste a la carga—, ¿seguro que Manolo se ha salvado?
—Sí, hija mía. Eso es lo que dicen.
En aquel instante no sabíamos si nuestras posibilidades de quedar libres habían aumentado o disminuido. Si las gestiones de don Félix no daban sus frutos, el camino que nos quedaba era la tortura hasta confesar en qué cueva se escondía Caxigal y su gente.
—Os dejo. He de darme prisa para ver al señor obispo.
Nos besó en la frente y aporreó la puerta. El guardia la abrió. Las campañas seguían tañendo y el eco retumbaba en las paredes del calabozo.
—Ángela, ¿crees que se han salvado?
—Estoy segura. Si el valle no habla de su captura, es que siguen vivos.
Las campanas se silenciaron. Imaginé al pueblo en la plaza, con doña Justa al frente, aguardando el desfile de los mulos cargados con los cuerpos de Onofre, de Raque, de Pin… Al paso del cortejo gritarían «¡Viva Franco!» y escupirían a los cascos de las caballerías o a los rostros de los muertos.
La puerta del calabozo se abrió. Apenas hacía una hora que el padre Félix se había marchado. No podía ser él.
Era Mocu.
Entró y cerró la puerta de un golpe. Estaba desencajado, enrojecido de furia.
—¡Eres una puta! —gritó, dirigiéndose a ti—. Creí que eras mi novia y sólo querías sonsacarme información para Caxigal.
—¡Nunca me prometí a ti!
—¡Pero nos vieron juntos por el pueblo!
—¡Entonces será mi honor el que será discutido, no el tuyo!
—¡Soy el hazmerreír en el Cuerpo! ¡Puta asquerosa! ¡Te voy a enseñar a no reírte jamás de un guardia civil!
Su mano izquierda desenganchó el corchete de la cartuchera y con la derecha extrajo la pistola.
—¡No!… —grité, y me abalancé sobre él.
Golpeó mi sien con la empuñadura del arma y perdí el conocimiento.
Cuando abrí los ojos, el correaje de Mocu estaba en el suelo ante mí, con su bayoneta en él. Oía gemidos. Giré la cabeza. Mocu te estaba violando, y te encontrabas inconsciente y sangrando por la nariz.
Extraje la bayoneta del correaje y me lancé con ella sobre Mocu. La clavé en su espalda, una, dos, tres veces…, tantas que me es imposible recordarlas. Tengo que matar a este monstruo, me repetía. Me detuve al verlo inmóvil sobre tu cuerpo, y lo aparté de encima de ti.
—Ángela, despierta.
Te cubrí los pechos con las ropas destrozadas y extendí tu falda sobre las piernas. De tu nariz apenas manaba ya sangre. Recuperaste el conocimiento y al ver las heridas en el cuerpo de Mocu pareciste comprender todo de golpe.
—¿Dónde está su pistola?
—No sé —dije—. No la he visto.
—Ayúdame a moverlo.
Giramos el cadáver y el arma apareció debajo de él. Extrajiste el cargador. Al comprobar que estaba lleno, lo incrustaste nuevamente. Tiraste hacia atrás de la corredera y la soltaste de golpe.
—Escapemos —ordenaste.
Al entrar Mocu, nadie se había preocupado de cerrar la puerta desde el exterior. Salimos con precaución al pasillo del sótano. Nadie. Ni siquiera el guardia que tomaba nota de los ingresos. Debían de estar todos en la plaza del pueblo. Subimos hasta la puerta del cuartelillo. Estábamos a escasos metros de la libertad. Las campanas sonaban cada vez más fuerte.
De repente, antes de que alcanzásemos la puerta, de una de las salas del primer piso salió el compañero de Mocu, el Coreano.
—Pero qué cojones…
Sin dejarlo acabar la frase, disparaste. Pero el proyectil no dio en el blanco.
—¡Corre! —me gritaste.
Recogí mi falda y corrí hacia la calle, sin saber adonde ir. El Coreano disparaba su fusil sobre ti. Tú respondías.
De pronto, caíste al suelo: una bala te había alcanzado. Serpenteaste hasta un sauce que te sirvió de parapeto, mientras gritabas:
—¡Corre!
Y corrí. Al llegar a la esquina de una casa, miré hacia atrás. Aparecieron dos guardias alertados por el ruido, a los que el Coreano gritó:
—Disparad. Ha matado a Florencio.
Aun tendida en el suelo, sangrando, respondías al ataque. Me arranqué el forro de la falda y me lo coloqué en la cabeza a modo de pañuelo. Ocultar mi corte de pelo era la única posibilidad de escape.
Las campanas atronaban.
Corrí al centro del pueblo. Cada poco volteaba la cabeza, distinguiendo a lo lejos tu cuerpo inmóvil. Los guardias se te acercaban y ya no volví a mirar hacia atrás. Llegué a la plaza. Nadie parecía haber oído los disparos: el estruendo de las campanas los había apagado.
La multitud se agrupaba en torno al desfile de mulos cargados con guerrilleros. Enmudecida, contemplaban el espectáculo macabro. Sólo unos pocos gritaban y escupían a su paso. El fascismo seguía ofreciéndoles lo único que tenía: el terror. Me camuflé entre el gentío. Distinguí a Onofre con su parche en el ojo sobre un mulo; a mi querido protector, Aurelio Caxigal; al sagaz Raque; al noble Pin…
Sentí que mis hombros se inclinaban. A partir de aquel momento, mi apariencia sería la misma que la del resto: la de la derrota.
De nada me servía permanecer oculta entre la muchedumbre, tenía que huir. Las montañas eran mi destino; Peña Mayor, el monte frontera. Corrí.
Los helechos del río se perdían, comenzaban los manzanos, después los avellanos y la hierba salvaje de las brañas, por fin los hayedos. Ya me encontraba en monte alto. Seguí caminando bordeando la loma. Me faltaba el aire. La espesura del bosque me tragó. Entré en él como si fuera otra de las alimañas que lo pueblan. Sólo oía el silbido del viento contra los ramajes.
Al cabo de un instante, un grupo de guerrilleros avanzó hacia mí. Al frente se encontraba Manolo. Mientras los demás se desplegaban para proteger mi espalada, me lancé hacia él como si el cielo salvador se hubiese reencarnado. Me abrazó. Lloré sobre su pecho, tartamudeando al intentar contarle lo ocurrido.
Me aparté un poco y vi las lágrimas en las mejillas de un hombre de acero. Y allí sentí clavarse en mi corazón las palabras de Dumas cuando sólo quedó con vida Aramis: «De los cuatro valerosos caballeros, no quedaba ya más que un cuerpo. Dios había recobrado las almas».
Acercando de nuevo, con suavidad, mi cabeza hacia su pecho, me dijo:
—Siguen sin ganar la paz.