14. El renacer de Ventura

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El renacer de Ventura

Habían trascurrido tres días desde que Ventura extrajera el fragmento de bala de la cadera de Eloy. Las dos primeras noches había empapado las sábanas con sudor y los dolores le impidieron conciliar el sueño, pero parecía que todo regresaba a la normalidad. Sin embargo, aún era pronto para que se levantara de la cama; deberíamos esperar a que los puntos cicatrizasen.

Golpearon la puerta. Me acerqué a la ventana y desplacé el visillo. Sólo distinguí el uniforme de un guardia civil. Corrí hacia la habitación, ya que tú te encontrabas allí. Le habías llevado a Ruso un cazo de sopa.

—Ángela, hay un guardia a la puerta.

Frunciste el ceño.

—¿Qué día es hoy? —preguntaste.

—Domingo —respondí. Al instante me percaté de que no habíamos ido a la misa de don Félix y no le había devuelto Los miserables.

—Debe de ser Mocu. Recuerda que aceptamos ir con él al cine. Dile que espere un rato, que todavía no estamos preparadas.

No sentía ningún deseo de acompañarle a ver a Estrellita Castro y su Mariquilla Terremoto. Pero nos habíamos comprometido y necesitábamos, más que nunca, recopilar información sobre las futuras maniobras de la Guardia Civil y de las contrapartidas por los montes.

Abrí la puerta.

Al ver a Mocu luciendo el traje de gala del Cuerpo no pude contener una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó airado.

—De que… —Intenté encontrar una excusa—. Que vamos a parecer pordioseras a tu lado.

—No entiendo. —Su enjuto rostro se apretó contra el barbuquejo del tricornio.

—Es que no tenemos ropas tan elegantes para que combinen con la dignidad tu traje.

—Ah, es eso. —Sonrió—. No os preocupéis, todo el mundo sabe que estáis de luto.

—Me ha dicho Ángela que debes esperarnos hasta que nos arreglemos.

—No hay prisa. Vamos bien de tiempo.

Cerré la puerta y corrí hasta la habitación.

—Ángela, ¿qué nos ponemos?

—Con un pañuelo negro sobre el pelo bastará.

—¿Nada más?

—Seríamos la comidilla del pueblo si nos vistiéramos con ropas llamativas.

Te colocaste sobre los hombros una mantilla negra que había pertenecido a madre. Yo me limité a seguir tu consejo y extendí una pañoleta sobre mi cabello, dejando al aire algo de flequillo.

—Nos vamos —le dijiste a Ruso—. Procura no hacer ningún ruido que delate tu presencia.

Abrimos la puerta. Mocu fumaba un cigarro. Al vernos, lo arrojó al suelo y lo pisó.

—Estás muy guapa, Ángela.

—Déjate de piropos y di dónde nos vas a llevar.

—Había pensado en invitaros a unas castañas asadas en la plaza antes de la película.

Un plan perfecto para enamorarte, pensé.

Comenzamos a caminar hacia el pueblo. Mocu, que iba en medio de las dos, llevaba el uniforme recién planchado y el cuello de la camisa almidonado. La base del tricornio casi tocaba sus cejas, por lo que debía andar con la cabeza erguida para poder ver: parecía un gallo en el corral.

Llegamos a la plaza.

Todos los domingos de invierno, la señora Paca colocaba un bidón con carbón y asaba las castañas que encontraba por los montes. Las vendía envueltas en cucuruchos de papel de periódico viejo. En cierta ocasión las entregó envueltas en las hojas del periódico republicano Avance. «No tengo otro», respondió a la pareja de la Guardia Civil al ser interrogada.

Alrededor de su bidón se congregaban cuatro o cinco mozalbetes con el hambre en sus huesos, dispuestos a saltar sobre alguna castaña que cayera por descuido de algún capirote.

Después de una pareja que calentaba sus manos apretando el envoltorio, llegó nuestro turno.

—Me da tres —le dijo Mocu.

—¿De docena o de media? —preguntó Paca.

—De media.

La invitación se estaba quedando escasa, pensé. La mujer entregó los tres cucuruchos y exigió:

—Una cincuenta.

—Aquí tiene.

El guardia civil de gala nos pasó los nuestros.

—Muchas gracias, Florencio —dijiste.

Yo preferí callar.

Dando cuenta de las castañas, nos dirigimos hacia el cine. Aquello no era muy romántico, pero seguramente a él se lo parecía. Yo no conocía demasiadas historias de amor, excepto las que había leído en las novelas. La última, en la que se narraba el romance de Cosette y Marius Pontmercy, no la había pintado Víctor Hugo precisamente así.

—Ahora —dijiste en tono casual— tendréis mucho trabajo.

—Mucho. Dentro de unos días darán la orden de cerrar Peña Mayor y Las Cruces. Ni a los pastores se les dejará acercar sus rebaños.

—¿Sospecháis que los fugaos se esconden por allí?

—Es el paso obligado entre los concejos de Mieres, San Martín y Langreo. Tarde o temprano tendrán que utilizar esa senda.

—He oído que matasteis a uno.

—No hemos encontrado su cadáver, por lo que pensamos que sólo lo hemos herido.

—Tengo ganas de que termine todo y regrese la paz. No debería haber ningún muerto más.

—Es culpa de los socialistas y los comunistas.

—Yo nunca comprendí lo que querían.

—Es muy fácil de entender, Ángela —dijo, condescendiente—. Los comunistas, si tienes dos vacas, te las quitan. Los socialistas sólo te quitarían una. Por eso es mejor la Falange, que no te quita ninguna.

—Cierto. Ellos sólo te las ordeñan cada día.

Mocu, demasiado obtuso para entender tu sarcasmo, se limitó a fruncir el entrecejo y saludar a todos los que nos íbamos encontrando por el camino.

Nos cruzamos con doña Justa, colgada del brazo de don Pedro. Cuchichearon algo entre ellos. Sin ser adivina intuí que sería sobre nosotros. En realidad, sobre Mocu y tú.

—Buenas tardes —les saludó Mocu.

Te limitaste a inclinar la cabeza sobre el cucurucho.

—Buenas tardes —respondieron a la vez, y prosiguió don Pedro—: Hacéis muy buena pareja.

Yo era invisible en aquel carnaval.

Proseguimos camino hacia el cine. La película se anunciaba en una cartelera gigante a todo color, en cuya ilustración se distinguía a una bailarina ataviada con un vestido de flamenco andaluz y su pelo formaba tres caracolillos pegados a su frente. Leí en un lateral «Producción: Española-Alemana», y se me revolvió el intestino.

Nos colocamos en la cola. Era fácil distinguir quién iba al patio de butacas y quién a entresuelo: estos cargaban con una silla que habían traído de casa.

—Tres de patio —solicitó Mocu a la taquillera.

Era la primera vez que iba a ver una película desde butaca. En la puerta del cine, el portero cortaba las entradas y don Cosme, el cura, vigilaba a los asistentes.

—Esta niña no tiene edad para ver la película —sentenció don Cosme, señalándome.

—Florencio —dijiste—, si ella no entra, yo tampoco.

—Padre Cosme, viene conmigo. Yo respondo de ella —suplicó Mocu.

—De acuerdo, que entre. Pero si apareciese una escena escabrosa, debes taparle los ojos. Te hago responsable de su moralidad, Florencio.

—No se preocupe, don Cosme.

Con las entradas en su mano, Mocu nos guio por el pasillo hacia la primera fila, la reservada para autoridades y gente de bien. Allí nos codeamos con el cabo de la Guardia Civil y su esposa, el pedáneo y su querida, el ingeniero y sus hijas y el cura y su ama. Me sentaste en medio de vosotros dos.

La sala se encontraba llena y bulliciosa, sobre todo en el anfiteatro. A la hora de inicio de la proyección, se oyó un timbre. Las voces mermaron. Otro timbrazo. Murmullos. Tercer toque. Silencio.

El pedáneo y don Cosme ascendieron los tres peldaños que separaban el patio de butacas de la pantalla y se colocaron de cara al público. Con el brazo en alto, comenzaron a cantar el Cara al sol. El cine les acompañó, mientras tú y yo nos limitábamos a mover los labios. Cuando la canción terminó, estallaron los aplausos y silbidos, y las luces se apagaron. Comenzó el No-Do.

Noticias sobre Las Ventas: Manolete torea a Ratón acompañado por Luis Miguel Dominguín. El Caudillo lleva su espada victoriosa a que la bendiga no sé qué obispo en no sé qué catedral. El Valle de los Caídos, que se eleva como monumento desafiando el tiempo y el olvido. El fervor popular ante la virgen de Fátima en su visita a Madrid… En fin, la actualidad.

De vez en cuando caía alguna cáscara de castaña desde el anfiteatro. Nada grave. Hasta que le daban a don Cosme en la nuca y se levantaba airado en busca del causante.

Comenzó la película. Por ella desfilaba Mariquilla Terremoto y sus cantares y sus bailes, pero lo que de verdad me encogía el estómago era contemplar la Sevilla, la España de finales de los 30 que nos pintaban. No había guerra, ni hambre ni tuberculosis. Todo era alegría y cánticos. Mariquilla, como no triunfa en el pueblo, camina hacia Francia. Su misión es modificar los cuplés introduciéndoles flamenco, para que dejasen de ser afrancesados, haciéndolos más españoles y andaluces. Y por la pantalla aparece su pretendiente, el señorito Quique, con cara de baboso y andares de chulo de tres al cuarto.

Seguían cayendo cáscaras de castañas, a las que se unían las de pipas. Estas últimas se adherían a la sotana de don Cosme, moteándole la espalda.

Me dormí, con las canciones de Estrellita Castro como nana.

Una hora más tarde las luces se encendieron, dejando apenas tiempo para leer los créditos. El director era un tal Benito Perojo, lo anoté en mi diario para que no se me olvidase y no cometiese el error de volver a otra película suya. Al final ponían que la película en Alemania se había estrenado con el título de Marietta; me daba igual, no pensaba ir a ver la versión alemana.

La gente fue saliendo despacio mientras el cura maldecía a los mal paridos de las cáscaras.

—El arte español cómo triunfa en el mundo —dijo Mocu—. Estaban los franceses con sus cuplés, llegó Estrellita Castro y los dejó con la boca abierta.

Esa era la conclusión que había extraído de la película. Si en aquel momento hubiese estado el padre Félix allí, seguro que me hubiese preguntado: «¿Qué enseñanza has sacado, María?». «Que nos atontan con estas películas para que nos olvidemos de las necesidades que tenemos todos los días», le hubiese respondido.

Era de noche y soplaba un viento helado. Mis dientes comenzaron a entrechocarse y sentí un escalofrío. Me prestaste el mantón.

—Florencio —dijiste—, nos vamos para casa. María está congelada. Además, es muy tarde para pasear.

—Os acompaño.

Otra vez el desfile por el centro del pueblo ante las miradas de todos. Parecía que estábamos haciendo público el enlace entre Mocu y tú. De repente, nos abordó un señor trajeado, de pelo corto y gafas menudas.

—Buenas tardes, ¿qué tal la enferma?

¿Había dicho la enferma? Y ¿quién era aquel tipo? Tu respuesta me sacó de dudas:

—Voy mejorando, señor Ventura.

Mis ojos debían estar saltando de sus cuencas. Ventura se había cortado las melenas, afeitado la barba, abandonado su largo gabán y la botella.

—¿Estabas enferma? —preguntó Mocu extrañado.

—Llevo unos días un poco pachucha, pero el doctor me recetó una pócima que me ha ido muy bien.

—Hasta que abra el consultorio, pasaré por vuestra casa a ver qué tal sigues. Pero no cojas frío y vete caminado un poco que te vendrá bien el ejercicio.

—¿Va a abrir usted un consultorio médico? —exclamó Mocu, sorprendido.

—Sí. Ya tomé en alquiler el piso segundo a doña Justa. En cuanto me traigan el material, abro la consulta.

—¿De dónde sacó usted el dinero? —volvió a preguntar Mocu.

—De una tía mía muy devota de la virgen de la Merced. Me lo dejó en herencia con la condición de que dejase de beber.

—Mujer inteligente.

—No lo sabe usted bien. Si rompo la promesa me envía al infierno.

—Señor Ventura —interrumpiste—, ¿cuándo puedo pasar por su consultorio a que me examine?

—Despreocúpate, mañana temprano paso yo a verte.

—Gracias.

—Ah —se dirigió a mí—, voy a necesitar una ayudanta. Cuento contigo.

Y se alejó silbando Hijos del pueblo.

Antes que esclavo prefiero morir…

Mocu no reconoció la melodía velada: el tamaño de sus orejas era inversamente proporcional a su finura auditiva.

Sin quererlo ni pedirlo, a partir de aquel momento me convertí en enfermera del doctor. Y comencé a conocer de primera mano las miserias ocultas del valle.