27. El cumpleaños

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El cumpleaños

Había pasado un mes desde la aventura con la guerrilla y mi encuentro con la Chonchi. «Después del asalto al Herrero has de desaparecer y refugiarte en el pueblo, por si alguien se fijó en tu rostro», me dijo Manolo. Nunca supe si ese era el verdadero motivo o si sólo buscaba deshacerse de mí una temporada amplia. El caso es que acaté la orden.

El domingo siguiente a mi cumpleaños volvimos a Blimea, a la misa de don Félix. Llevé el libro de Los miserables para devolvérselo.

No nos sentamos. Permanecimos entre las columnas observando los gestos de los parroquianos. Pañuelo blanco a la frente y luego a la nariz, seis señales de esas identificamos aquella mañana. Por la tarde iríamos a recoger las cartas a los escondites establecidos.

La misa comenzó. Yo pegué mi cuerpo a la columna y me remonté a lo ocurrido las cuatro semanas anteriores.

Después del chocolate con la Chonchi, me había invitado a contemplar los vistosos escaparates de la calle Uría y Fruela. En el paseo nos cruzamos otra vez con el puesto informativo sobre «La labor de las cátedras ambulantes» de las dos muchachas uniformadas de la Sección Femenina de Falange. Como antes, cuchichearon algo al verme. Ya no me lo tomé a mal, pues parecía que era lo único que sabían hacer. Me limité a mirarlas desafiante. La Chonchi, percatándose de mi gesto, me agarró la mano y saludó:

—¿Qué tal os va, chicas?

—Bien, señora Chonchi. Ya hemos repartido quinientos folletos —respondió la pecosa.

—Así me gusta. Un día de estos quiero que le habléis a mi sobrina de vuestra encomiable labor.

—Cuando usted quiera, señora Chonchi.

Nos alejamos de ellas y la madame me susurró:

—Olvídate de ellas. A nosotras se nos ha impuesto la censura política, que tiene una fecha de caducidad. Pero a ellas les impusieron la censura moral, y esa les acompañará hasta la tumba.

No estaba segura de haberla entendido. Como sea, luego me invitó a comer a un restaurante cuyas paredes estaban recubiertas de espejos y en el que todo brillaba. A nuestro paso, los camareros nos hacían una reverencia. Y la mujer me confesó:

—Con el fascismo, sólo vivimos bien los burgueses, los caciques, los obispos y las putas de alto copete.

Durante la comida, me enseñó a sentarme a la mesa, a utilizar los cubiertos, el uso secreto del pañuelo y el no tan secreto del abanico. Por cierto, en nuestra visita a los comercios me había regalado uno.

Al terminar me propuso ir al cine. Comprobé que hay otras maneras de ver películas, además de la que incluye la compañía de Mocu antes de comer castañas asadas por la calle.

—Señora Chonchi, pase por favor. No se preocupe por sacar entradas. La casa invita —le dijo el portero uniformado.

Entre los que hacían cola en la taquilla se oyó un silbido, silenciado enseguida. La cinta se titulaba Casablanca.

En aquel patio de butacas no caían cáscaras de pipas ni de castañas. Pero de lo que tampoco nos libramos aquí fue del Cara al sol y del No-Do con sus noticias de toreros, imágenes del pantano de Villameca y el anuncio de su pronta inauguración por el mismísimo Franco, estatuas de santos seguidas de manadas de beatos llorando o cubiertos con cucuruchos de una Semana Santa transcurrida y una crónica que me sobresaltó: el gobierno de España había entrado en contacto con el de Francia para que le ayudase en la persecución del bandidaje.

La película terminó. Luego anotaría en mi diario la frase que más me había impactado: «Los alemanes iban vestidos de gris y tú venías de azul». Mientras caminábamos, evoqué la pregunta que me hubiese formulado el padre Félix: «¿Qué has aprendido?».

En aquella ocasión no encontré la respuesta, pero fue la Chonchi quien, sin pedírsela, me la facilitó.

Nos dirigíamos a la estación del ferrocarril. Se acercaba la hora de la salida del último tren hacia el pueblo. Ya en el andén, me dijo:

—Rick e Ilsa me han recordado mi historia con Ventura.

La miré desconcertada. Yo no encontraba ninguna similitud. Y agregó:

—Ambos vivimos el conflicto entre el amor y la virtud. Y siempre sale perdiendo quien elige la virtud.

Nos despedimos, riendo y repitiendo la frase final de Casablanca.

En el pueblo todo seguía igual. «¿Qué tal está tu tía?», preguntaban todos. Era nuestra excusa para ausentarnos: una tía enferma en algún lugar remoto que de vez en cuando debíamos cuidar.

Con el dinero que sobró de lo que me había dado Manolo, nos compramos una máquina de coser Alfa. El tendero nos aseguró que, dada su fabricación alemana, era mejor la Singer, y por lo mismo costaba más. También compramos una radio. Yo quería una máquina de escribir, pero Ventura lo desaconsejó:

—Las imprentas, multicopistas, el papel y las máquinas de escribir están muy vigiladas. La policía hace visitas periódicas a sus propietarios.

El Ford T cargó con la radio y la Alfa con destino a nuestra casa.

La máquina de coser te permitió cumplir más deprisa con los encargos de la señora Justa e, incluso, coger otros de los pueblos limítrofes. Y la radio nos conectó con dos realidades enfrentadas: Radio España Independiente y Radio Nacional de España.

La primera vez que sintonizamos la Pirenaica, lo recuerdo como si hubiese sido hace un minuto, el locutor estaba hablando de: «… se ha comenzado a proyectar en los cines españoles. La censura fascista ha eliminado la parte en la que se anuncia que el protagonista, interpretado por Humphrey Bogart, ha combatido en la guerra civil española por el bando republicano».

Sonreí. El franquismo debía poner sordina incluso a las películas de amor.

El doctor había conseguido un grupo amplio de pacientes, todos desahuciados. A mí me encargó el control de quienes sólo necesitaban mantener la medicación. Todas las mañanas, con el bote de aluminio lleno de alcohol y agujas, el algodón y algún medicamento en mi bolso de mano, los visitaba en sus casas. Les preguntaba qué tal seguían y les ponía la inyección. Si se ofrecían a abonar, les pedía una peseta. Otras veces, lo dejaba a su voluntad.

Cuando Ventura ahorraba un poco de dinero, me entregaba una relación de nombres de remedios que debía comprar. Así los guardaba en depósito para los pacientes que no pudiesen pagarlos.

La piel se me erizaba cada vez que iba a recoger el pedido. Clavados en la pared de la botica y situados detrás de un mostrador de madera había dos cuadros. Uno expedido por el ministro de Educación y Cultura de la República en el que le concedía al señor Berciano el título de farmacéutico. El otro era una siniestra figura enmarcada de Franco vestido de generalísimo de los ejércitos. Después de recibir el importe de los medicamentos, el boticario solía despedirme con la misma frase:

—Qué bien le iría a Ventura la camisa azul…

Tú, el doctor y yo no celebramos mi decimosexto cumpleaños el 14 de abril, sino cinco días más tarde para que nadie creyese que conmemorábamos la proclamación de la segunda República. Fue el primero sin madre y el único que en el que hubo dulces y chocolates en la mesa.

En el momento en que me recreaba recordando la imagen de los tres sentados alrededor de una tarta de hojaldre que habías horneado, sentí un toque en el hombro y salí del letargo.

—Despierta —me dijiste—, que la misa ha terminado.

Esperé a que la gente fuera saliendo para acercarme hasta la sacristía a devolverle el libro a don Félix. «Como este cura siga con estos sermones habrá que dar cuenta al obispo», dijo a mi lado el pedáneo. «Parecía un mitin del Frente Popular», respondió el cabo de la Guardia Civil.

—Buenos días, don Félix.

—Hola, María. Como no te vi, no pude saludarte en tu cumpleaños, así que felicidades atrasadas.

—Gracias. Aquí le traigo la novela, aunque sea un poco tarde.

—No te preocupes, lo importante es que la hayas leído y comprendido.

Sabía que en aquel momento me iba a formular preguntas sobre el contenido del libro. Como hacía tiempo desde que lo había leído y en mi vida habían ocurrido demasiadas cosas, no me creí capaz de responderle con exactitud. Intenté zafarme.

—¿Puedo llevarme otra novela, don Félix?

—Claro que sí.

Ojeé los libros de la repisa. Uno llamó mi atención: carecía de leyenda en el lomo. Lo cogí y, al abrirlo, algunas hojas se cayeron al suelo. Al recogerlas me fijé en su texto. Todas contenían poemas firmados por un tal Miguel Hernández. El cura, al verme con ellas entre las manos, me las arrebató.

—Ese no, María. Sólo mis hábitos y estos muros me protegen de que me encarcelen por tener esos poemas. No sé lo que te ocurriría si los descubriesen en tu poder.

¿Qué cuestión tan peligrosa contendrían aquellos versos para que no se pudieran leer?, me pregunté nada más don Félix los guardó, diciéndome:

—Coge el que quieras, pero ese no.

Estaba leyendo los títulos del resto del anaquel cuando me abordó con la pregunta que había querido esquivar desde el principio.

—¿Qué te dijo Los miserables?

—Esto…, que… la naturaleza humana no es malvada.

—¡Muy bien! —exclamó entusiasmado—. ¿Y qué más?

—Hay una frase que apunté.

—¿Cuál?

—«Todos los hombres son del mismo barro. Pero la ignorancia mezclada con la pasta humana, la ennegrece».

Me miró atónito. Se sentó.

—Ni yo mismo hubiese analizado así esta novela. A ver: ¿quién representa la lógica del deber frente a la del ser?

—Javert —respondí sin vacilar.

—Bien, bien. ¿Quién demuestra, como tú dijiste, que la naturaleza humana no es malvada?

—Valjean.

—Resume la novela en una frase —pidió, sin apartar de mí la mirada.

Me vi incapaz de hacer lo que exigía. Incliné la cabeza.

—No se me ocurre nada.

—Piensa si no habla de la grandeza de los luchadores anónimos que subliman con su sangre la pelea por un mundo mejor.

Sería así, si él lo decía. Yo no tenía ni remota idea. A veces no terminaba de comprender todos los análisis que hacía el padre.

Seguí revisando los títulos de los libros. De repente me tomó del hombro.

—¿Por qué no lees El Quijote?

—Ya lo leí cuando iba a la escuela —respondí, demasiado deprisa como para darme cuenta de que eso provocaría la maldita pregunta.

—¿Qué conclusión sacaste?

—Es un señor que se vuelve loco y comienza a caminar por…

—No sigas. Reflexiona sobre si lo que en realidad ocurre es que se hace el demente como excusa para huir del mundo que le rodea.

Volví a guardar silencio. A veces prefería escucharle sin hablar. Seguí revisando los títulos y volvió a interrumpirme.

—El otro día, cuando me devolviste la novela de El vizconde de Bragelonne se me olvidó preguntarte… ¿Por qué el narrador dice, cuando mueren todos menos Aramis: «De los cuatro valerosos caballeros, no quedaba ya más que un cuerpo. Dios había recobrado las almas»?

—No lo sé, padre.

—Reflexiona sobre ello. La próxima vez me lo responderás.

Regresé a la estantería. Don Félix me había recordado a Dumas y, al ver su nombre, cogí el libro El conde de Montecristo.

Al salir de la sacristía, ya me estabas esperando junto a Ventura en el Ford T para ir al campo a pasar la tarde del domingo. Habías preparado dos tortillas de patatas y llevábamos queso y manzanas.

—¿Cómo tardaste tanto? —quisiste saber.

—Es que estuve con el padre. Me llevé otro libro.

—¿A ver cuál es? —Y me lo cogiste.

—¿Usted nunca va a misa? —pregunté a Ventura.

—No. Ya sabéis que mi religión se resume en la fórmula «ni Dios ni amo».

—Pero las misas del padre Félix no son como las de don Cosme.

—Me da igual. Si el dios en el que creen gentes tan dispares como ellos es el mismo, quiere decir que no existe. Y si existiera, después de contemplar los campos de exterminio nazis, me parece que ese dios no le sirve al ser humano para nada.

Llegamos a una pradera a orillas del río plagada de tomillo y de trébol. El olor del tomillo siempre me agradó, pero en aquel instante empezó a picarme la nariz, y se me antojó que era él el causante del fastidio.

Como era domingo y las empresas carboníferas no abrían sus puertas, el río bajaba limpio. Tú y yo aprovechamos para darnos un baño.

—¿No se anima, Ventura?

—Alguien tiene que cuidar la ropa —se excusó.

Comimos, bromeamos y jugamos. Al recoger el mantel, comencé a ver motas de polvo brillantes que giraban en el aire. No me acuerdo de más.

Cuando desperté, te encontrabas a mi lado palmeándome las mejillas y el doctor me rozaba la frente con su mano. Después comprobó mi pulso. El olor a tomillo me molestaba en exceso.

—Ha sido una bajada de tensión —concluyó el médico.

—Lo mejor será que nos vayamos ya —dijiste.

Regresamos en el coche. En mitad del trayecto me entraron náuseas y hubo que detener el vehículo. Mi rostro debía de estar pálido como un panteón.

Al llegar, el doctor me mandó tumbarme. Le hice caso. Al cabo de diez minutos entró en mi habitación y se sentó en el borde de la cama.

—Si me tomasen juramento —dijo Ventura—, diría que estás embarazada. Pero tú nunca…

Ni terminó ni le pude contestar, pues habían llamado a la puerta y los golpes fueron seguidos de tus gritos de alegría.

—Es el señor Pin.