20. La dignidad o la vida
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La dignidad o la vida
Ventura me dejó a la puerta de casa con mis bombones, mis chocolates, mis pasteles y mi exultante alegría. Entré sin llamar ni dar una voz que alertara de mi presencia. Llegué a la cocina, donde cocinabas una berza.
—¡Sorpresa! —exclamé entusiasmada, exhibiendo el paquete de dulces.
Te volviste, echaste una mirada a mi alrededor, como buscando algo, y me preguntaste, extrañada:
—¿Dónde están los garbanzos y sardinas que tenías que comprar? ¿Y la ropa de doña Justa?
Si en aquel instante me hubiesen apuñalado, no habría sangrado. El cura, el tendero, la Chonchi, el Gauloises, las de la Sección Femenina, los chocolates… todo se había confabulado para que me olvidara de la compra y de la ropa de doña Justa. ¿Dónde había dejado la ropa?, me pregunté. No pude ni justificarme.
—Es que…
—¿Es que qué, Libertad? Llevaste las únicas cinco pesetas que había en casa para traer comida. Doña Justa dijo que le corría prisa con la ropa, y a nosotras nos urgía cobrarla. Además, había que traer las nuevas prendas para comenzar a zurcirlas… y te presentas con dulces. ¿Es que vamos a cenar chocolates cada día?
«¿Por qué no?», pensé, pero preferí no abrir la boca. Me habría ganado una bofetada.
Dejé los dulces encima de la mesa de la cocina y escapé de casa corriendo ladera abajo. «¿Dónde la dejé?», volví a preguntarme. Tenía que alcanzar Casa Justa antes de que cerrase.
Llegué. Encontré cerrada la puerta, pero vi a don Pedro a través del escaparate. Toqué el cristal y alzó la mirada. Se acercó y abrió un poco, lo suficiente para asomar la cabeza y que no tintineasen las campanillas.
—¿Qué se te ofrece, María?
—Es que… —Del sofoco, apenas podía hablar—. Es que tenía que traerle a doña Justa la ropa zurcida y no sé dónde la dejé.
—No te preocupes. El doctor acaba de llegar y nos la ha entregado. Al parecer, la olvidaste en la consulta.
Me relajé.
—Es que también tenía que hacer unas compras y…
Pareció dudar. Por fin, antes de permitirme el paso, añadió:
—Pasa, pero no se te ocurra decirle a mi mujer que he ido a que me viera el médico.
—Soy una tumba —susurré, mientras sonaban las campanillas.
Entré.
Conocer intimidades ajenas me colocaba en una especie de pedestal. Ya conocía la razón por la que don Cosme caminaba por el pueblo con esa prepotencia. «Los curas y los doctores guardan secretos», pensé. Lo había decidido: sería médico.
—Ahora viene Justa —dijo don Pedro.
Me hubiese resultado fácil robar otra lata de sardinas, ya que el tendero parecía rehuirme. Pero no me fijé en la pila de conservas, sino que lo que reclamó mi atención fueron los cartones de tabaco que don Pedro estaba abriendo. Colocaba un paquete abierto delante de cada fila, por si alguien quería comprar cigarrillos sueltos. Busqué el Gauloises. No tenía filtro.
—Don Pedro, ¿no tiene Gauloises con filtro?
—¿Pitillos con filtro? Pero qué majaderías dices, niña. Ninguna marca los lleva.
Busqué en el bolsillo de mis sayas el robado a la Chonchi. Lo localicé entre los cinco billetes de peseta. Estaba arrugado. Y se lo mostré al tendero.
—Yo tengo uno con filtro.
Me lo cogió y, suavemente, lo fue estirando.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré tirado en la calle —mentí.
—Tiene que ser de contrabando, seguro. En España no se vende ninguna marca así. —Siguió mirando el cigarro—. Oí que en el extranjero habían comenzado a fabricarlos, pero pensé que era mentira. Me gustaría conservarlo. ¿Por cuánto me lo vendes?
No quería venderlo, deseaba que Pin me enseñara a convertir el filtro en cuchilla. Pero la Chonchi tenía más.
—He de consultar con Ángela —gané tiempo.
—A ver, atolondrada —era la voz de doña Justa. Me giré hacia ella—, menos mal que el médico se dio cuenta de tu despiste. Aquí tienes el dinero por lo zurcido y en esta bolsa va más ropa.
—También quería comprar…
—¡Ya era hora de que hicierais gasto en mi casa! ¿Qué te pongo?
—Tres latas de sardinas y dos kilos de garbanzos.
Colocó sobre la bandeja de la báscula una bolsa de papel, y la aguja subió a 30 gramos. Con la mano fue añadiendo garbanzos del saco hasta que el artefacto marcó los 1990. Nunca más sentiría remordimientos por las sardinas robadas.
—Aquí tienes —dijo, entregándome todo—. Me debes dos cuarenta.
De repente se oyó un golpe fuerte por encima del techo, como el impacto de algo que caía.
—Ha sido en el piso del doctor —afirmó don Pedro.
—No me extraña —añadió doña Justa—. Con la botella de aguardiente que se compró, estará ya borracho.
«¿Botella de aguardiente? ¡Otra vez, no!», grité en mi interior. Pagué las dos cuarenta, recogí las bolsas y escapé corriendo de la tienda hacia el segundo piso.
La puerta estaba sin cerrojo. Dejé las bolsas en la recepción y me dirigí a su despacho.
Entré. El aguardiente había encharcado el suelo y había cristales esparcidos hasta en las esquinas. Vi la mancha del impacto sobre la pared. Me fijé en el cuello de la botella: tenía el corcho. Sobre la mesa, un frasco lleno de morfina, las gomas gruesas y una jeringuilla sin usar. Y Ventura sentado, con la mirada perdida en los montes.
No dije nada. Me limité a arrodillarme, ir recogiendo los cristales y limpiando el suelo. «La Chonchi. Ella tiene la culpa, estoy segura», pensé.
—¿Sabes —rompió su mutismo sin apartar la vista de la ventana— lo que impidió que me emborrachara o que me inyectara la morfina?
—Lo que le dijo Manolo.
—No. Caxigal no puede amedrentarme. Hace mucho tiempo que perdí el aprecio por mi vida.
—¿Entonces? —Dejé de restregar y me senté a su lado.
—Mis pacientes.
Quedé patidifusa.
—¿Sus pacientes?
—Miraba la botella de aguardiente, el último frasco de morfina y me preguntaba: «Si alguien me necesita, ¿cómo le podré atender si estoy borracho o dormido?».
«Esto es culpa de la Chonchi», me repetía. No soportaba verle así. Desde que había dejado el alcohol era la primera vez que se hundía.
—Ventura, ¿fue la Chonchi la que provocó que usted comenzara a beber?
Se acarició la barbilla y respondió:
—En realidad, ella no es la responsable. Ocurre que… A veces, lo que te salva la vida termina por hacértela insoportable.
—Dice mi hermana que si uno cuenta lo que le ocurre, luego se siente mejor.
—Nunca he creído en las confesiones, ni en los divanes de los psicoanalistas…
—Si no quiere no me lo cuente.
Pero yo cruzaba los dedos: la relación de la Chonchi con el doctor me intrigaba.
—Conocí a Chonchi a principios del 34. Era una muchacha alegre de veinte años que había llegado desde el sur con su familia. Venían a buscar trabajo en la industria o en las minas, huyendo del hambre al que estaban condenados los jornaleros de los campos andaluces. Yo había terminado la carrera y me contrataron en la Duro Felguera. Nos enamoramos al primer golpe de vista. En octubre de ese año estalló la revolución minera. Nos unimos a ella sin dudarlo. Pero la aplastaron, y fusilaron o encarcelaron a sus dirigentes y a todos los que de una manera u otra habían participado. Nosotros huimos a Barcelona, lejos de todo esto, donde nadie nos conociera y pudiéramos empezar de nuevo. Y lo hicimos. Fueron casi dos años maravillosos.
En ese punto, guardó silencio. Continuaba mirando el cielo a través de la ventana.
—Si no le apetece seguir, por mí no se preocupe —dije, mientras por dentro me mordía las uñas.
Me lanzó una sonrisa y prosiguió:
—Como te dije, fueron casi dos años inolvidables. Pero dieron el golpe de estado en el 36 y me sumé como miliciano a la Columna Durruti. Salimos ese mismo año desde Barcelona a liberar Zaragoza de la ocupación fascista. Chonchi quedó en Cataluña organizando la resistencia y ayudando en la retaguardia. Cuando la Columna llegó a las afueras de Zaragoza, la separaron en dos divisiones: una tenía que marchar sobre Madrid, con Buenaventura Durruti al frente; la otra debía permanecer en las trincheras de Aragón. Yo me quedé en esta. Cuando diezmaron nuestras posiciones, me hicieron prisionero. En el juicio sumarísimo que se siguió contra mí y otros destacados dirigentes anarquistas no se discutió nuestra inocencia o culpabilidad, sino la cadena perpetua o el pelotón de fusilamiento. Chonchi iba a verme cada día y pasaba las horas muertas escuchando las mentiras del fiscal. Nos sentenciaron a la pena de muerte.
Volvió a detenerse, con los ojos húmedos.
—Déjelo, señor Ventura. Ya me lo contará en otro momento.
—No. He empezado y voy a terminar. Chonchi solicitó clemencia en todas las instancias, pero encontró las puertas cerradas. Entonces, alguien le susurró que había una fórmula: convertirse en amante del juez de apelación. Sin consultarme, así lo hizo. Al final permutaron mi pena de muerte por una cadena perpetua. A cambio, además de convertirse en concubina del juez, Chonchi debía delatar a diez compañeros. Accedió a todo por salvarme la vida.
Volvió a callarse. En esa ocasión no abrí la boca.
—¿Sabes lo más triste? —prosiguió—. Pues que la historia que has oído no es un hecho aislado. Muchas penas de muerte se conmutaron por cadenas perpetuas del mismo modo. Lo que nos salvó la vida, nos la convirtió en insufrible. De haberlo sabido de antemano, hubiésemos caminado sin dudarlo hacia el pelotón de fusilamiento. Ya ves, a veces, el amor es el mayor enemigo de sí mismo.
Estuve sentada a su lado un largo rato en silencio, hasta que recordé las bolsas de ropa, de comida y a ti, Ángela.
—¿Ha comido algo? —pregunté
—No tengo apetito. ¿Y tú?
—No comí. Y tengo hambre.
Sonrió. Algo se había avanzado, pensé.
Me acercó a casa en el coche.
Por fin pude entregarte la compra, la ropa y el dinero. Tu enfado disminuyó. Como Eloy y tú ya habíais comido, el doctor me acompañó. Al terminar, abriste los paquetes con dulces y cortaste una pequeña pieza de chocolate para cada uno. El resto lo guardaste, sentenciando:
—Hay más días que ollas.
Aquel mes de febrero transcurrió en los caminos embarrados viviendo casi dentro del Ford T. La hija de la molinera alumbró un precioso bebé y cargamos el coche con dos sacos de harina y tres hogazas. Don Higinio seguía jugando la partida de cartas todas las tardes en la taberna y se emborrachaba de vez de cuando, sin que le importarse si los herederos del Marqués de Comillas le quitaban la pensión. Y los niños con la varicela fueron sanando.
A veces nos llamaban de los pueblos limítrofes. El doctor nunca se negaba. Yo aprendí a colocar inyecciones. «La practicanta», me llamaban. La despensa fue llenándose de berzas, alubias, pollos, embutidos, docenas de huevos…, hasta un cordero nos regalaron. Pocos pagaban en pesetas, pero Ventura sólo pedía que le llegase para comprar instrumental y renovar medicamentos.
Eloy se había recuperado de la herida y del tedio de la inmovilidad, las sonrisas y algún guiño de ojo que me dirigía lo indicaban —ante los que ya no me ruborizaba—, y moría de ganas por regresar a las montañas y moverse libremente. Pin aún seguía durmiendo en el pajar, y un día me mostró cómo el Francesito había convertido el filtro en un objeto cortante. «Esto parece la Pensión Republicana», bromeaste.
—A ver, mocina —me dijo Pin una noche—. Escríbeme otra carta que hay que cumplir con la cuarta instrucción.
Coloqué las cuartillas encima la mesa y comencé: «1 de marzo de 1947». En aquella misiva, Pin contaba que estaba trabajando en una serrería en el barrio de Cimadevilla en Gijón y que no tenía contactos con personas desafectas al régimen. Incluso aportaba la dirección de la ciudad a la que se trasladaría.
No lo sospeché entonces, pero si la primera carta había sido la espoleta, la segunda era el explosivo.
—Mañana al amanecer —nos dijo Eloy— salgo hacia Villaviciosa. He de reunirme con la partida en Quintes. Como no os veré, me despido ahora de vosotros.
—¿Vas a ir solo? —preguntó Pin.
—Sí.
—Creo que te debe acompañar Libertad. Si te ven a ti por los senderos van a sospechar, pero si os ven juntos, los confundiréis.
Miré hacia ti, que diste la conformidad encogiéndote de hombros. Eloy me guiñó un ojo y esa vez sí me ruboricé.
La mañana del 2 de marzo supondría el comienzo de una nueva etapa en mi vida.