42. Madrid
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Madrid
Quedaban pocos kilómetros para llegar a Madrid. El coche del señor Patiño, un Rolls-Royce Silver Ghost, en el que viajábamos la Chonchi y yo, era capaz de llegar a los cien kilómetros por hora. Delante íbamos el chófer, un individuo de mandíbula cuadrada y uniforme azul con gorra de plato, y yo. Detrás, el señor Patiño y ella. Cuando llegamos a lo alto de un monte, divisamos al fondo una gran urbe sobre la que planeaba una especie de nube negra enrojecida en los extremos.
—Ahí tenemos Madrid —informó el señor Patiño—. Un millón de habitantes.
«Cinco veces los de mis valles», pensé. Miré hacia atrás. La Chonchi había conseguido disimular con maquillaje el hematoma en el ojo y la mejilla, y apenas se le notaba. Entre el mutismo que manteníamos el conductor y yo, se mezclaban las risas en el asiento trasero.
En la última parte del trayecto, antes de entrar en la capital, evoqué los acontecimientos que precipitaron nuestra huida de Oviedo.
La Chonchi llevaba varios días dándole vueltas a la posibilidad de irse unas semanas a Madrid, aceptando la invitación de Patiño, padre de la pecosa, ingeniero de la Duro Felguera e influyente líder de Falange en la ciudad. Al parecer, iba a tener que permanecer allí casi todo el mes de septiembre por un congreso del Movimiento Nacional, al que se unía otro de la empresa con socios europeos. Había cursado invitación a la madame, pero ella no se decidía. Por alguna razón no deseaba dejarnos a las chicas y a mí al frente del negocio.
El día 7 de septiembre, hacia las diez de la noche, se presentaron en casa tres mozalbetes ataviados con el uniforme de Falange. Cantaron el Yo tenía un camarada en el rellano de las escaleras, y por el tono se les notaba cargados de alcohol. Golpearon la puerta. Les abrió la Chonchi. «¿Qué se les ofrece?», les preguntó. Pero ellos se limitaron a empujarla, derribándola al suelo, y a irrumpir en la vivienda.
Una vez dentro, comenzaron a abrir las puertas. Al llegar a la cocina se encontraron con las dos chicas sentadas a la mesa, sirviéndose el primer plato de la cena, y conmigo, que colocaba un trozo de manteca en la sartén. Ellos tenían unos veinte años, e iban ataviados con pantalón y camisa azul mahón. Bajo su hombrera, llevaban doblada una boina roja. Uno de ellos, al vernos, gritó: «Aquí hay carne fresca».
La Chonchi se había levantado y corría por el pasillo. Al llegar a la cocina, les gritó: «¡Les he dicho que se marchen!». «Hemos venido a celebrar el día de Covadonga y de aquí no nos iremos sin festejarlo», le contestó en tono altivo el que parecía el jefe, con los ojos vidriosos.
Las chicas se resistieron a acompañarles, y ellos las arrastraron por el piso del comedor. Ellas intentaron zafarse, dando patadas y mordiéndoles la mano. La Chonchi saltó sobre uno de ellos, pero recibió otro manotazo que la llevó de nuevo al suelo. Yo seguía pegada al fogón, sin saber qué hacer, hasta que el tercero me habló: «Tú eres para mí».
Entonces corrí hacia la habitación y me encerré. Busqué desesperada debajo del colchón. Allí guardaba la Tokarev.
El individuo derribó la puerta. Y aquellos ojos saltones y su sudorosa frente se dieron de bruces con el cañón de la pistola. Ya había matado a Pepón, aquellos no eran más que aprendices. «¡Fuera o disparo!», le grité.
El sujeto levantó las manos y comenzó a recular hacia el pasillo. Los otros seguían forcejeando con las chicas: una todavía se encontraba en el suelo, pero la otra luchaba encima de la cama con el individuo que la aferraba por las muñecas. La Chonchi intentaba ponerse en pie, pero se la notaba atontada por el golpe. «Camaradas, tiene una pistola», informó el que me había seguido.
Los otros dirigieron sus miradas hacia el arma, cuya boca apuntaba alternativamente a cada uno de ellos. El que parecía el jefe dejó a la chica en la cama y se dirigió sonriendo hacia mí. Tendió su mano y me dijo: «No vas a disparar. Entrégame el arma, anda».
El estruendo se oyó en todo el edificio. Le había pegado un tiro en la pierna. Y grité: «¡Largo de aquí!».
«¡Hija de puta!», exclamó el herido, mientras era ayudado por los otros dos a salir de la vivienda. «Fuera, y no volváis», les gritó la Chonchi, dando un portazo. Cuando quedamos solas, la madame ya había tomado la decisión de aceptar la invitación de su amante: «Recoged lo imprescindible. Esos van a regresar en manada a quemarnos la casa». En menos de cinco minutos ya habíamos preparado nuestras maletas y bajado a la calle. Una vez más, sólo llevaba mis ropas, mi diario, la Tokarev y la recopilación de poemas. Aquella noche la pasamos en un hotel del extrarradio y al día siguiente salimos rumbo a Madrid.
—Un fielato. —El conductor me rescató de mis pensamientos.
Delante de nosotros, a menos de cien metros, había una caseta rodeada de varios camiones y un grupo de guardias civiles, mezclados con varios hombres de traje gris y corbata negra. El coche se detuvo.
—¿Algo que declarar? —preguntó un guardia civil, con una especie de cuaderno en la mano.
El chófer se limitó a mostrarle un carnet y el señor Patiño a saludarle desde el asiento de atrás.
—Continúen, y perdonen las molestias. —El guardia saludó, rozando con las yemas de sus dedos el tricornio, ante la incorporación del vehículo a la carretera.
Allí quedaba una furgoneta de la que habían obligado a su conductor a descargar un saco de harina. Y otra de la que bajaban una caja de pescado. El chófer debió intuir mi extrañeza y me explicó:
—Los de abastos deben controlarlo todo para evitar el mercado negro —dijo, pero añadió con una sonrisa—: Aunque siempre hay algo para que miren hacia otro lado.
«Los de abastos», había dicho. Y recordé que en cierta ocasión se corrió la voz por el pueblo de que andaban de casa en casa requisando mercancía y animales. Tú escondiste las gallinas en cestas de mimbre y ataste la vaca en un árbol del bosque. «Dirán que es demasiado para nosotras y nos las requisarán», dijiste en esa oportunidad.
Habíamos llegado a Madrid. El vehículo estacionó en una gran avenida, cuyas fachadas se adornaban con carteles de colores que anunciaban desde películas de cine hasta obras de teatro, pasando por el enorme dibujo del rostro de una mujer con gesto de abatimiento sobre el que se leía: «Cafiaspirina. Corta Dolores». A los defensores de la democracia les recetan balas y a nosotras aspirinas, pensé.
Mi vista se clavó en otro anuncio. Hay siete pecados: así se llamaba la obra de teatro de un tal José María Pemán.
—La reponen todos los años por estas fechas —dijo el señor Patiño—. Yo la fui a ver hace mucho y me gustó. Os recomiendo que vayáis.
«Hotel París», rezaba el letrero en la fachada del edificio al que arribamos. En la entrada, impasible, un portero con uniforme entorchado y con el yugo y las flechas bordados en la parte derecha de su pecho. Otro portero, más joven y con mostacho muy poblado, nos abrió galantemente las puertas del coche. Dos botones, también uniformados, esperaban en la acera las indicaciones de alguien que parecía el encargado de todo aquel tinglado.
—Bienvenido al hotel París, señor Patiño. Ya están preparadas sus habitaciones, tal y como me indicó: una suite y una individual.
—Veo muchos coches oficiales. No me diga que soy el último en llegar.
—Al contrario, señor Patiño —dijo con una sonrisa—. De los que vienen de provincias es usted el primero. Dentro, excepto el ministro de Trabajo, el excelentísimo señor José Antonio Girón de Velasco, sólo se encuentran los delegados de la capital: De Arrese, el general Asensio, Serrano Suñer, Luis González Vincén…
—Ah, ya llegó el camarada Luis. Iré a saludarle antes de subir a la habitación.
Y nos dejó a solas a la Chonchi y a mí.
El hall se encontraba plagado de flores que no emitían fragancia alguna. Aquello era muy curioso, por lo que palpé uno de los pétalos: eran de cretona. En los sillones y alrededor de las mesas de la cafetería, se sentaban sujetos con camisas azul mahón o guerreras blancas y crencha perfectamente dibujada en el pelo, con bigotitos cuyos pelos negros semejaban cuernos de grillo, ordenados en fila como las hormigas. Sólo les faltaba lucir la estrella de vencedor en la frente. Una que también fuese de cretona.
La suite estaba reservada para la Chonchi y el señor Patiño. La individual era la mía. La madame entregó una peseta de propina a los botones, que se fugaron escaleras abajo. Entré en mi habitación: colcha verde sobre sábanas de seda, grifos relucientes, azulejos tersos y nítidos, espejos que brillaban como diamantes, bidet e inodoro barrigudo con dos tapas…
Es curioso pensar en ello en la distancia que me han dado seis décadas: nosotras éramos pobres, pero aunque hubiésemos tenido el dinero, nunca habríamos aspirado a aquellos lujos.
Al señor Patiño casi no lo volví a ver durante mi estancia en Madrid. En cuanto se levantaba acudía a sus congresos de Falange y a los de su empresa con los delegados europeos y no regresaba hasta el atardecer. En ese momento se perdía con la Chonchi por las noches de la ciudad y yo quedaba sola en el cuarto del hotel.
Nada más desayunar un café con leche y un suizo, un mojicón o un tortel, las dos emprendíamos camino andando o en el lúgubre tranvía que nos paseaba por las calles de Fuencarral, San Bernardo y Santa Engracia. Vagábamos por la plaza de Chamberí, donde floristas y algún niño descalzo que mendigaba una perrona acompañaban a los muchachos que voceaban los titulares de los diarios.
La Chonchi buscaba un piso amplio en alquiler para traer a sus chicas y continuar con el negocio lejos de Oviedo. Solíamos hacer un alto en un enorme café del barrio de La Latina. El Cafetón, lo llamaban. Tenía más de cincuenta mesas circulares de mármol blanco con vetas grises. Por él pululaban, por igual, macetas de geranios y personajes que entretenían a la soledad con partidas de ajedrez o dominó y que nunca pedían cafés sino cafetitos y limonás. En una esquina se sentaba el cerillero, con americana raída y pantalón desflecado, desplegando emboquillados, puros y fósforos en su maleta. Al lado, el limpiabotas, un exlegionario desdentado con la camisa abierta hasta el ombligo, luciendo un colgante con la imagen del Cristo de la Buena Muerte. Cada mañana entraba algún mozalbete esmirriado, mugriento y descalzo a pedir una limosna, y cada mañana el mozo lo echaba a la calle de una patada en el trasero.
En su búsqueda, la madame repasaba los anuncios de los periódicos mientras el camarero recorría las mesas con cafetitos y suizos tarareando aquello de «¿Dónde vas con mantón de Manila? ¿Dónde vas con vestido chiné?». Ella meneaba sus hombros y acompañaba la melodía en voz baja.
El hombre debía conocer la canción sólo hasta ese verso, pues el mismo canturreo se reiniciaba una y otra vez mientras ese local fue nuestro centro de descanso. Como aquel barman estaba más preocupado de la cantaleta que de nosotras, nunca nos puso una servilleta. Así fue como la madame me enseñó a utilizar con disimulo la vuelta del guante.
Por las noches, el menú se repetía: consomé de primero y lenguado al horno o pechuga villeroy o lubina hervida con aceite y vinagre de segundo. Nada de aquello iba en el listado de las cartillas de racionamiento. Algunas veces, aquellas cenas me impedían dormir y, al bajar hasta el hall a contemplar la avenida desde las cristaleras, veía a los camareros, cocineros y fregadoras repartirse las sobras de las mesas. Sospeché que, aunque trabajaran entre tanto oropel, todos eran clientes del Auxilio Social.
Una tarde en la que la Chonchi y el señor Patiño me dejaron sola —o yo les dejé a solas—, me encaminé hacia el Retiro. Era lo más parecido a nuestros bosques que tenían en la capital. Entre sus árboles y rosales no había duendes, ni xanas, ni trasgus juguetones. Titiriteros, echadoras de cartas, organillos repitiendo la misma cantinela, tenderetes en los que vendían baratijas poblaban los alrededores de la Fuente de la Alcachofa. Pero también había mutilados de guerra contemplando el lago y niños como el que el mozo expulsaba del bar.
—El camarada Luis me ha informado, en secreto —dijo el señor Patiño una noche, antes de comenzar con el consomé—, de que hay una operación en marcha muy importante contra los fugaos en Asturias. Ha dicho que, si todo sale como sospechan, en menos de unos meses terminan con esa lacra. —Sorbió el caldo de su cuchara y continuó—: A ver si es verdad.
La Chonchi carraspeó para desviar hacia sí la atención del hombre, ya que mi cara debía de haber adquirido el color de los muertos. Encarcelar a Eloy, a Manolo, a Pin, a Aurelio… Me quedé muda. Sé que tú hubieses intentado indagar un poco más y sonsacarle información como hacías con Mocu, pero yo no era tan hábil. Fue la madame la que me ayudó:
—¿Crees que esta vez tendrán éxito? Llevan muchos años sin lograrlo.
—Ahora sí. Falange ha puesto el Servicio de Información a colaborar con la Guardia Civil. Y el Caudillo no ha regateado ni dinero ni medios. Han dicho que comienzan por Asturias y luego seguirán por otras provincias.
—Pero llevan muchos años con el Ejército acantonado en los valles y no los han capturado.
—Ahora ya no se trata de capturar a nadie. Hay que exterminarlos.
La cena se me había atragantado. Tenía que escapar de allí. Y, como siempre, la Chonchi me sirvió la coartada:
—María, sube a la habitación que estas no son conversaciones para que las oigan las jovencitas.
Los días posteriores continuamos con nuestra búsqueda. Creo que recorrimos desde el Madrid de las postales, con sus farolillos de colores y cafés con historia, hasta la parte de la ciudad oculta al mundo. En ella se repetían las colas del racionamiento, los grupos de pillastres raquíticos, los rostros pálidos y enjutos de hambre acumulada en barrios cuyas fachadas aún lucían los orificios de balas de la guerra inconclusa y sus calles, por las mañanas, aparecían cubiertas de octavillas contra el régimen sin que se supiera quién las había lanzado. Sólo recuerdo dos imágenes que fortalecieron mi esperanza en un mañana: las quermeses y los niños bañándose en el Manzanares.
Por fin, la Chonchi encontró una vivienda con diez habitaciones que se adecuaba a sus intereses en el barrio de La Latina, enfrente de El Cafetón. Comenzó a amueblarlas, ayudada por mí. Los días pasaron, hasta que un 25 de septiembre, en la plaza, un muchacho voceó un titular:
—¡Extra, extra! ¡Han capturado al general rebelde! ¡Extra, extra! ¡Ferla ha sido detenido!
Compré el periódico, sin ni siquiera esperar el cambio del billete de cinco. Mis ojos se clavaron en la noticia: habían arrestado al capitán de mosqueteros. Allí estaba su foto, un retrato antiguo de la guerra, donde se le veía remangado, con sus poderosos antebrazos y su gesto recio delante de los sacos de arena de una trinchera.
No sé si estaba restablecida de mi melancolía o de mi tristeza patológica, como la llamaba Ventura, pero tuve muy claro que mi sitio estaba en las montañas con los míos.
Madrid no me llevó al cielo, sino de vuelta a la boca del averno.