12. Morir en la montaña
12
Morir en la montaña
Corría desbocada ladera abajo, sin que me preocupara tropezar con mis sayas. Negros nubarrones sepultaban la luna. El aullido de los lobos se escuchaba lejano. La fina lluvia que empapaba la noche no conseguía frenar mi paso. Sólo tenía un objetivo: localizar al señor Ventura. Él era médico, aunque ya no ejerciera. Él sabría cómo curar a Ruso.
La imagen de Manolo saliendo de la espesura con Ruso a hombros me trasladó a un París que sólo conocía por las novelas; a las cloacas por las que Jean Valjean huyó cargando con el cuerpo herido del joven revolucionario Marius Pontmercy, y lo salvó de la muerte para su amada Cosette.
¡Basta de ficción!, grité para mis adentros. Era preciso olvidarme de Los miserables y localizar al antiguo médico devenido en borracho deslenguado. Seguí corriendo.
Habría sido más prudente bordear el pueblo para llegar a la cabaña en la que, según me dijiste, vivía el señor Ventura. «La Guardia Civil pude estar realizando rondas», me había advertido Manolo. Pero no le hice caso. Quería localizar al médico cuanto antes. Entré en el pueblo con la espalda pegada a las paredes y deteniéndome a escudriñar antes de girar en cada esquina. Llegué a la plaza. Había que asegurarse de que nadie me viera.
Alguien habló. Reconocí la voz de Mocu: seguramente el Coreano y él estaban de vigilancia. Me escondí en el hueco de un portal y me asomé apenas, controlando su posición por el resplandor de los cigarros. Esperé en las sombras.
Aquellos minutos me empujaron de golpe hacia la realidad: en aquella guerra, yo había dejado de ser una mera espectadora. Ahora era una combatiente.
Los guardias se alejaron y, apretándome contra las fachadas, bordeé la plaza. Eché a correr por la ladera del montículo en cuya cumbre debía encontrar la casucha de Ventura.
Llegué a una pequeña cabaña aislada desde la que el aullido de los lobos se volvió cercano. Golpeé la puerta dos veces. Nada. «¿Lo habrán detenido?», me pregunté. Otro golpe. Silencio.
—Señor Ventura, soy María Libertad. Vengo sola —susurré, para que el valle no convocara al eco.
—Ya voy…
Su voz cascada llegó a mí con dificultad. Una luz se encendió en el interior, filtrándose por debajo de la puerta. Abrió. Su figura escuálida, despeluchada, desaparecía ante los ojos saltones que brillaban detrás de la lámpara de carburo. Tras identificarme asomó la cabeza e iluminó la entrada, asegurándose de que no había nadie más.
—Pasa.
Sobre su camastro sin sábanas, dos mantas sustraídas al ejército se amontonaban junto a un almohadón cuyas rasgaduras dejaban ver trozos de relleno. En un lateral, una pequeña mesa repleta de migas, sobre la que se apoyaban un plato de porcelana sucio y un trozo de tela que debía hacer las veces de servilleta. En el suelo de tierra sin embaldosar quedaban las cenizas de una lumbre, y en la esquina un orinal.
—Señor Ventura, debe usted… —alcancé a decir antes de que cerrara la puerta.
—Un poco de calma, mocina. Cuéntame despacio a qué has venido. Y no alces la voz, que aún me duele la cabeza.
Se sentó en una esquina del camastro.
—Es que a Ruso…
—¿Quién es Ruso? A ver, siéntate ahí.
Me señaló una silla de mimbre cubierta de ropa sucia. Aparté las prendas y obedecí. Para ocultar las lágrimas deslicé las manos sobre las mejillas llevándolas hacia el pelo.
—Soy todo oídos.
—Es que… —Me faltaba aire, porque no articulaba con facilidad—. Se ha producido un tiroteo entre la Guardia Civil y la partida de Caxigal… Han alcanzado a Ruso y sangra mucho y se muere…
—Cálmate. ¿Dónde está ahora?
—Manolo lo trajo hasta nuestra casa.
Se levantó y dejó vagar la mirada durante unos segundos, entornando los ojos. De pronto se dio una palmada en la frente y se arrodilló junto al camastro; inclinándose, buscó debajo. Entonces exclamó:
—Aquí está.
Sacó a la luz una valija de color marrón. Con el trozo de tela de encima de la mesa, la limpió de polvo. Para mi sorpresa, el maletín resultó ser negro. Lo abrió e introdujo la mano. Tanteó el interior, a uno y otro lado. Miró de nuevo alrededor y se dirigió hacia una estantería, que parecía a punto de caerse al suelo. Apartó de un manotazo dos botes vacíos de leche condensada La Lechera y aparecieron tres frasquitos de cristal. Cogió uno y me lo entregó.
—Vete metiendo en el maletín lo que te vaya dando.
Leí la etiqueta: «Morfina». Luego me dio un bote de aluminio que contenía varias jeringuillas y apestaba a alcohol.
—¿Tendréis orujo en casa?
—Sí —respondí, alzando las cejas.
—Pues entonces está todo. —Se puso el gabán del que sacó la botella de vino para arrearle un trago—. Vamos.
Las nubes habían dejado un hueco a la luna. La llovizna había cesado. Se oyó, lejano, el aullido de los lobos. Después, silencio.
—Sígueme —ordenó.
La figura de movimientos lentos y titubeantes con manos temblorosas que tenía grabada de Ventura, el borrachín, desapareció por ensalmo. Se movía con habilidad por las sendas. Seguí sus pasos. Cada doscientos metros se detenía a diferenciar los sonidos que traía el ligero viento. Bordeamos el pueblo por caminos que ni siquiera hubiese creído dibujados en el monte. Si alguna vez dudé de que hubiera combatido en la Columna Durruti, aquella noche despejé cualquier incertidumbre. Llegamos a casa por la parte de atrás, bajando la ladera.
Abrí el portón de la cuadra, pero allí no había nadie. Continuamos hacia la vivienda. Cerrada. Golpeé la puerta dos veces.
—Soy María.
La puerta se abrió.
—Pasad —dijiste, mirando el exterior por encima de nuestro hombro.
—No nos ha seguido nadie.
—¿Dónde está el herido? —preguntó Ventura.
—En la habitación del fondo —informaste.
—Acompáñeme —dije.
Cerraste la puerta y pudimos ver lo que se ocultaba detrás: Manolo Caxigal con una pistola en la mano. Continuamos camino hasta el cuarto.
Allí estaba Ruso, sudoroso, apretando contra su cadera un trapo empapado en sangre. Nuestra entrada le obligó a abrir los ojos.
—Déjame ver la herida —ordenó Ventura.
Ruso retiró el paño y descubrió el lugar del impacto, de donde manaba un hilo de sangre. Ventura movió la cadera de Eloy un poco hacia arriba y este gimió:
—Uf.
—Cuando te he levantado la cadera, ¿te ha dolido en alguna otra parte del cuerpo?
—No.
—¿Cuánto hace que le alcanzaron? —preguntó Ventura dirigiéndose a Manolo.
—Unas cuatro horas.
—Explícame cómo fue.
—Corríamos ladera arriba cuando le dieron en…
—Luego, disparaban mientras vosotros corríais de espaldas a ellos.
—Sí —respondió Manolo, que parecía tan desconcertado por la pregunta como yo.
—Entonces no es tan grave.
Pero ¿qué estaba diciendo aquel borrachín?, me dije. Su tranquilidad me enervó. No me contuve:
—Señor Ventura, ¿por qué dice eso?
—Está muy claro, mocina. Si les disparan por la espalda y el impacto lo tiene en el frente, no es una bala. Lo que este muchacho tiene clavado en el ilium es una esquirla de un rebote. Como mucho, media bala.
—Entonces… —titubeé.
—Entonces, nada. A trabajar. María, a calentar agua hasta que hierva. Ángela, trae una botella de orujo. Tú —ordenó a Manolo—, vete abriendo un cartucho y apartas la pólvora por si se necesita para cauterizar la herida.
Sus palabras y gestos me sorprendieron. Aquel no era el Ventura que conocíamos, tumbado en los bancos de los parques espantando horrorosas borracheras. No. Era el doctor Ventura atendiendo a un paciente en un singular quirófano.
—Señor Ventura, el agua ya está hirviendo.
—Introduce todo esto en el cazo y mantenlo unos diez minutos.
Me entregó varias agujas hipodérmicas y dos escalpelos. Obedecí. A los diez minutos retiré la cazuela de las brasas y regresé a la habitación. Ruso casi había terminado la botella de orujo.
—No puedo más —dijo Ruso.
—Allá tú. —Ventura agarró la botella y le dio un trago—. Si grita, pégale un culatazo para que pierda el conocimiento —le ordenó a Manolo.
—¿Qué hago con lo que puse a hervir?
—Tráelo hasta aquí, mocina.
Ruso se agarró a los barrotes de hierro de la cabecera. Ventura le colocó un trozo de madera entre los dientes. Tú te situaste al lado del médico. Manolo ya había vaciado la pólvora de un cartucho; la amontonó encima de la mesita. Yo no tenía valor para ver aquello y me encerré en la cocina a esperar.
No se oía ni un gemido ni una voz más alta que otra. La curiosidad me derrotó. Al cabo de media hora me dirigí de nuevo a la habitación y desde la puerta contemplé lo que ocurría. Eloy estaba dormido o inconsciente. Manolo le agarraba las manos. Tú entregabas a Ventura una aguja enhebrada con el hilo que nos había facilitado doña Justa.
—¿Precisarás la pólvora? —preguntó Manolo.
—No va a ser necesaria. Aunque tengo poco yodo, creo que será suficiente.
¿Para qué leches querría la pólvora?, me pregunté. Ventura había terminado; se levantó y, al verme apoyada en el marco de la puerta, se acercó.
—Toma, mocina. Un recuerdo de esta noche.
Extendió su mano y me entregó un trozo de bala ensangrentado. Lo recogí. El médico agarró de nuevo la botella de orujo y le dio otro trago.
—Misión cumplida. Cojeará un poco durante una temporada, pero no creo que haya complicaciones. Cuando despierte, le decís que le he puesto una vacuna contra el tétanos y que dentro de un mes debe ponerse otra, pero…
—Ventura —interrumpió Manolo—, he visto cómo cesaron los temblores de tus manos cuando cogiste el bisturí. Fuiste el mejor médico que tuvo la Duro Felguera. ¿Por qué no vuelves?
—Si exceptuamos que no me admitirían, he decidido no trabajar para el Estado Fascista.
—No trabajes para ellos, hazlo para la gente. El pueblo no tiene médico. Han de caminar más de cuatro horas al centro sanitario más próximo. La tuberculosis es la nueva peste y casi no hay penicilina, ni dinero para pagarla ni doctores para diagnosticar nada.
—Vaya con Caxigal. —Volvió a dar un trago al orujo—. Ahora resulta que eres un romántico. La hipoxia de las cumbres te ha afectado al cerebro. Vuelve a la realidad, amigo. Suponiendo que el régimen me dejara ejercer, de dónde saco el dinero para abrir un dispensario o comprar medicinas o utensilios modernos o…
—¿Cuánto costaría abrir un consultorio médico para el pueblo?
—Caxigal, el filántropo. ¿Lo vas a pagar tú?
—¿Cuánto, Ventura?
—Yo qué sé. Mucho.
—Di una cifra.
—No sé… Arreglar una vivienda, comprar camillas, material… Digamos que sobre cincuenta mil o setenta mil pesetas, pero…
Manolo recogió su zurrón, que había dejado depositado encima de una silla. Introdujo la mano y sacó un manojo de billetes. Los contó.
—Aquí hay cien mil. —Y las dejó encima de la mesita de noche—. Cógelas, y abre el consultorio.
El médico soltó una carcajada, y respondió:
—Cuando me pregunten de dónde he sacado el dinero, les diré: «Me lo dio Caxigal de lo que le sobró del rescate del ingeniero».
—Ventura, no estoy para bromas. Este dinero es para potenciar nuestro periódico y hacer llegar algo a muchas familias necesitadas. Todos entenderían que te entregase una parte para…
—¿Cómo lo justifico, señor Caxigal?
—Te tocó la Lotería de Navidad o una herencia —atajaste.
Ventura miró el dinero, después a cada uno de nosotros y, por último, a Ruso. Y cogió los billetes.
—Pero te advierto una cosa —dijo Manolo señalándole con el dedo—: Si lo gastas en vino, yo mismo te mato.
Con el dinero en el bolso del gabán y la botella en la mano, el médico salió a la calle. Amanecía. Vació la botella con un último trago y la arrojó lejos.
—Lo de matarlo —dije a Manolo—, ¿no sería en serio?
Mi cuerpo se estremeció ante su silencio.