45. Confusión
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Confusión
En aquellos días el desconcierto se apoderó de toda la red de apoyo a la guerrilla: si Ferla hablaba, todos caíamos. Me cruzaba en la plaza del pueblo con parroquianos que tenían familiares o amigos en los montes y su mirada reflejaba la preocupación. Todos se preguntaban lo mismo: «¿Nos delatará?». Yo caminaba altiva: estaba segura de que el general no iba a denunciar a nadie. No era ni un traidor ni un chivato.
Por las mañanas, cuando me acercaba a la consulta del doctor, en la plaza había comenzado a oficiarse un espectáculo que congregaba a los vecinos curiosos y a los adeptos. Antes de salir de batida y desplegar las Fuerzas de Orden Público por las laderas, el cabo Artemio formaba a sus guardias en la plaza para recibir la bendición de don Cosme:
—«Id y derramad sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios», Apocalipsis 16 —los despedía.
Ellos, rodilla en tierra, rendían armas ante el crucifijo y los estandartes con los retratos de José Antonio y de Franco. Es decir, la Santísima Trinidad.
Ventura no se perdía el espectáculo desde la ventana, pero evitaba salir a la calle mientras la ocupase el cabo Artemio.
—Algo está ocurriendo. No es normal este despliegue de fuerzas —se lamentó.
Por mi parte le conté la conversación con el señor Patiño. Y le seguí hablando de Madrid, de la Chonchi, del Retiro, de la ciudad de la cretona y la de los barrios, de… Al comentarle que el título de la obra Hay siete pecados anunciada en un teatro de la capital me recordaba las siete copas de la ira de Dios, de las proclamas de don Cosme, Ventura, sin alzar la vista de los libros de medicina, me respondió:
—No es de extrañar. Pemán, el autor de la pieza, fue de los primeros que habló del exterminio: «La idea de turno o juego político ha sido sustituida para siempre por la de exterminio». Ya ves, a veces la literatura habla antes que las armas.
No sólo devoraba aquellos tochos enormes sobre enfermedades, sino que también dedicaba un rato a otros libros. Por mi parte, llevaba veinte días en el pueblo y me había integrado al ritmo habitual de trabajo, al que añadía la lectura de periódicos y las escuchas clandestinas de las noticias de la Pirenaica. Pero un día, apagué la radio enfadada, al oír: «… elementos provocadores, encabezados por un tal Ladreda, han tratado de enfrentar al Partido en España con el Partido de la emigración y con el Comité Central…».
¿Quién era aquel locutor? Ni siquiera me preocupé en averiguar su nombre. No era digno de mi consideración alguien que llamaba «un tal Ladreda» al general. Si las ondas de la Resistencia en el exilio tenían esa opinión, no me extrañaba que los enlaces y apoyos de la guerrilla no supieran a qué carta jugar. Necesitaba subir al monte y ponerme en contacto con ellos para tranquilizar mi alma, pero era imposible. El acceso a las montañas no se permitía a nadie, me informaste. Además, la imagen de Pepón me seguía atormentando. Pero yo conocía una forma de calmarme sin necesidad de subir a Peña Mayor o a Tres Concejos: dirigirme a la casa del señor Moro, en Quintes.
Ya no necesitaba atravesar las montañas. Con vestirme con mis mejores galas y enseñar mi salvoconducto, firmado por el señor Patiño y sellado por el Consejo Nacional de Falange, podía viajar en los trenes sin miedo. Cuando te lo comenté, ni lo dudaste:
—Te acompaño.
El camino que una vez recorrí con Eloy en quince horas se quedó en dos.
Llegamos a Quintes y buscamos la vivienda. Como era de día, no necesitábamos la contraseña. Nos encontramos a las dos muchachas en el cobertizo, echando de comer al ganado.
—¿Cómo por aquí? —nos saludó Carmina, locuaz como siempre—. ¿Ha pasado algo grave?
—No, pero hemos venido porque estamos preocupadas…
Les narramos nuestras elucubraciones sobre la detención de Ferla y la necesidad de ver de nuevo a Ruso y Manolo. Y la exregordeta nos dio una alegría:
—El 14 es luna nueva. Van a aprovechar la oscuridad para bajar de los cerros y tener una reunión los jefes de partidas.
La espera no sería larga. Además, yo conocía la mecánica de la casa y ellos nos aceptaban. Ayudamos a las muchachas con el ganado y a ordeñar, también en la cocina y en la limpieza, mientras el señor Moro iba a labrar las tierras con la pareja de bueyes y el marino se ocupaba de imprimir La Voz del Combatiente.
Fueron dos noches, desde la talamera acompañada por las palomas, mirando el cielo buscando cometas y deseando que desapareciera la luna de una vez. Tú preferías enfrascarte en discusiones políticas con el marino y Moro, mientras yo me perdía en el firmamento.
El último anochecer, Carmina me acompañó. Y cuando ambas contemplábamos las constelaciones, me preguntó:
—¿Sabes lo que dice el marino sobre las estrellas?
—No.
—Que aunque todos creen que son infinitas, no es cierto.
—¿Por qué? —pregunté extrañada.
—Dice que es pura lógica. Que si hubiese infinitas estrellas nunca habría noche, ya que todas en el cielo iluminarían como miles de soles.
La luna desapareció y en la puerta se volvió a escuchar el Jerusalem. Había llegado Manolo, con Aurelio, que se perdió con Carmina por los recovecos del caserío. Por las ganas, Manolo y tú también os hubieseis evaporado, pero antes era necesario celebrar la reunión a la que las partidas estaban convocadas.
—¿Cómo se encuentra Eloy? —pregunté a Caxigal.
—Deseando verte. Ya le diré que has regresado.
Le narré a Manolo mi viaje a Madrid, las palabras de Patiño y mis temores.
—Ya nos hemos dado cuenta. Desde la detención de Ferla, están uniendo y coordinando las fuerzas de las contrapartidas de Falange con las de la Guardia Civil. De ahí la reunión de esta noche: necesitamos armas.
Aquellas palabras nos tranquilizaron. A la guerrilla no le pillaría de sorpresa ninguna maniobra extraña desde el poder, pensamos.
Una hora más tarde apareció Onofre con un individuo al que no conocía. Luego llegaron Bóger y Raque. Por fin, se unieron los Castiello, acompañados de un sujeto también desconocido para mí.
Se reunieron en el salón. Nosotras les escuchábamos desde la cocina con Asunción y Carmina, que se demoró. Nos comparé con las chicas de la Sección Femenina. A estas las habían educado para dar hijos al varón, asistir a misa y encerrarse en casa a gestionar el hogar, vedándoles el trabajo en el exterior. Lo nuestro era lo contrario, pero había una puñetera semejanza que me sacaba de quicio: ambos bandos nos prohibían adquirir estatus de combatientes. Éramos personal de apoyo en una guerra que se trajinaban los machos.
La discusión había empezado entre ellos, y el punto de fricción era el que sospechaba: Ferla.
—El Partido ha dicho que es un traidor y un provocador. Y si lo dice el Partido es que es así.
—Onofre —Bóger alzó la voz—, parece mentira que digas eso. Yo fui teniente a las órdenes de Ferla, y Manolo su sargento. Estuvimos muchos años codo con codo en las trincheras. ¿A quién vas a hacer caso, al compañero que te ha salvado la vida o a los que nunca se la jugaron?
—El Partido tiene elementos de juicio para…
—Elementos de juicio, dices —protestó Bóger—. Permíteme que me ría. ¿Cuántos del Comité Central se quedaron en las montañas? Cuando algún guerrillero, quemado, huye a Francia, ¿qué le dicen los burócratas? Tu puesto está en España, regresa. Mira, Onofre, es para contestarles: «Vengo a relevarte. Ahora me quedo yo en el exilio y tú vas a los montes».
—Lo que tú digas, pero el Partido es el Partido.
—Y dale con el Partido. —Bóger dio un puñetazo en la mesa—. Ni que fuera Dios.
—Además —dijo Onofre con voz tensa—, los compañeros de prisión nos han comentado que a Ferla no le restringen las comidas, que no tiene ni arañazos ni golpes y sin embargo ha confesado todo.
—Eso es lo extraño —intervino Manolo—. Estoy con Bóger en la defensa a Ferla frente al Partido, pero me desconcierta que no tenga marcas y que haya hablado de forma voluntaria.
—¿Lo ves? Plasta Manolo está de acuerdo conmigo —exclamó Onofre.
—Un momento señores —dijo el capitán de navío—. Permítanme que les dé mi opinión, ya que creo sé más que ustedes en algunas cuestiones de guerra sucia. En primer lugar, la posición del Partido es la que se esperaba ya que desde hace un año el enfrentamiento es directo. Desde el giro que dieron Stalin y Molotov en la Internacional, están purgando a todos los bolcheviques de izquierda. En segundo lugar, el que Ferla no presente marcas tiene una explicación…
Todos dirigieron sus miradas hacia él y se hizo un silencio de cementerio. El marino continuó:
—El pentotal sódico se está utilizando en todos los interrogatorios desde que los nazis se lo trajeron a Franco.
—Me da igual que le hayan aplicado el suero de la verdad —interrumpió Onofre—. Un guerrillero también debe resistirlo y no delatar a nadie.
—¿Sabes lo que es información quemada? —preguntó el marino en tono pausado.
Onofre meneó la cabeza.
—Pues deja que te lo explique. Es el término usual para los datos que se le pueden dar al enemigo, porque ya no puede hacer daño a nuestros aliados.
—¿Qué tiene que ver eso con Ferla?
—Tan torpe eres, Onofre. ¿Te ha denunciado a ti? ¿A Bóger? ¿A Manolo? ¿A los Castiello? No. A nadie. —Había alzado la voz, remarcando las últimas sílabas—. Sólo le sacaron dónde estaban los tubos de cinc con la correspondencia del Partido. ¿De cuándo son esos documentos? Yo te lo diré: de antes de agosto del año pasado. ¿Es que no ves que es información quemada?
—No me convences, marino. También denunció al socialista Naye.
—¿Tan necio eres, Onofre? Naye lleva años en Francia. ¿Qué le van a hacer? Nada. No ha denunciado a nadie. A nadie —repitió.
Se hizo otra vez el silencio y poco a poco se alzaron murmullos comentando las palabras del marino, quien concluyó:
—Aunque la voluntad de Ferla ha conseguido resistir en parte los efectos de la droga, su detención le ha venido bien al régimen y al Partido, pero es mala para nosotros. Tal vez este debate, con todas sus dudas, siga durante muchos años entre las fuerzas democráticas, pero es nuestra obligación analizarlo en profundidad.
—Yo estoy con el marino —acotó Raque—. Pero, señores, aquí hemos venido a tratar otro asunto. Porque sea cual sea el resultado de esa futura discusión, nosotros tenemos que seguir en la brecha.
Los que habían permanecido callados comenzaron una ronda de intervenciones. El primero fue el mayor de los Castiello, Eduardo.
—Tiene razón Raque. Nos hemos reunido para estudiar la oferta que nos ha lanzado don Carlos.
Al oír el nombre me arrimé con todo el descaro al marco de la puerta del salón, abandonando mi semiclandestinidad en la cocina. Carmina se pegó a mí.
—Don Carlos me ha dicho que les trasmita que…
Hablaba el desconocido que había llegado con Onofre, un tipo grande con zamarra de pana, pero con manos suaves.
—¿Quién es? —le pregunté al oído a Carmina.
—Le llaman Pasteles. Es uno nuevo que ha llegado de la mano del tal don Carlos.
—¿Cómo ha sido eso, Carmina? —preguntaste.
—Don Carlos se lo impuso a las partidas para que la comunicación fuera más fluida mientras tratan algo de un cargamento de armas. Dicen que estuvo en la liberación de París con la brigada de Leclerc.
Presté más atención a las palabras de Pasteles.
—… hacerles llegar, desde Francia, un cargamento de subfusiles modernos con munición…
—¿Cuál sería el precio? —interrumpió el rubio alto.
—¿Quién es? —interrogué de nuevo.
—Es Guerrero, jefe de las partidas cántabras.
—… según la cantidad que encarguen —contestó Pasteles a Guerrero.
—¿Cómo se haría la entrega? —intervino Manolo.
—El cargamento se traería en barco hasta un puerto a convenir. Y luego, en una noche, se distribuiría en camiones a todos los puntos que se fijasen.
—No me convence —cortó Raque—. Me da mala espina.
—¿Qué es lo que te da mala espina, Raque? —dijo el mayor de los Castiello.
—Lo que me da mala espina, Maño, es precisamente ese tipejo de don Carlos.
—No te consiento que digas eso. —Corsino se había puesto en pie y señalaba a Raque con el índice—. Me llevó en una ambulancia a Madrid y me curaron la herida como si fuera un capitán de la Guardia Civil. Nos ha facilitado carnets falsificados a todos, amén de las emisoras. Sin contar con que fue compañero de Pin en Carabanchel. Y ha reforzado con Pasteles la guerrilla. ¿Qué más quieres?
Raque se puso también en pie y contestó enfadado:
—Quiero saber quién es exactamente ese don Carlos.
—Discutiendo no llegamos a ninguna conclusión —intervino Manolo—. Así que relajaos los dos.
—Si le sirve de aclaración —dijo Pasteles a Raque—, don Carlos tiene muchos contactos en Francia. Y ha sido enviado por el Partido para apoyarles en lo que necesiten, como ha estado haciendo hasta ahora. Fíjense que sería capaz de traer al mismísimo general Líster a que nos pase revista.
—¿Traer a Líster para que nos pase revista? —Raque había vuelto a elevar la voz y soltó una carcajada—. Este tipo cree que somos imbéciles. Le dice a don Carlos que vaya Líster a pasarle revista a él, cuando frecuenta los burdeles de la calle Fruela.
Regresó el silencio. Pasteles parecía disgustado ante lo expresado, ya que evidenciaba el seguimiento al que habían sometido a don Carlos. Los Castiello y Raque se mostraron dispuestos a proseguir la discusión de forma más violenta, pero la zanjó Manolo:
—Como puede ver —le dijo a Pasteles—, hay puntos de vista enfrentados. Así que cada uno de nosotros ha de trasladar la cuestión a sus partidas y en la próxima reunión decidimos sobre la compra o no de las armas.
—Así debe de ser —acordaron Bóger y Onofre.
—Fijemos la fecha de la próxima reunión —exigió Guerrero.
—Marino —le llamó Manolo—, el próximo mes, ¿cuándo hay luna Hería?
—El 28.
—Camaradas —cerró Caxigal—, dentro de mes y medio nos volvemos a ver.
Los que estaban más cerca de sus refugios salieron aquella misma noche de regreso. Sólo pernoctarían en el caserío los Caxigal, Onofre y Pasteles.
Recuerdo que nos habíamos arrimado a Manolo y, cuando él pasó su brazo alrededor de tu cintura, Raque se os acercó y le preguntó:
—Caxigal, ¿qué opinas de don Carlos?
—Estoy confundido, Raque. La vigilancia a la que le sometimos no dio muchos frutos. Ya sabes que la abandonamos porque había policías detrás de él. Tengo la impresión de que se trata de un contrabandista por mucho que se nos presente como agente en el exilio. De ahí que la policía no le detenga de inmediato, prefieren hacerle el seguimiento hasta conocer su red de proveedores del exterior.
—Si lo ordenas, salgo mañana para Francia a preguntar por ese tipejo. Así salimos de dudas.
—Sería la solución, pero no lo vamos a hacer. Los Castiello están como fascinados por él. Si se enterasen de que has ido a Francia, creerían que no nos fiamos de ellos. Y no podemos permitirnos más divisiones entre nosotros.
—¿Qué propones?
—Prudencia. Hemos estado diez años sin esos subfusiles y bien podemos esperar unos meses hasta que lo veamos todo más claro.