59. La caravana de la muerte (I)

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La caravana de la muerte (I)

Un sendero, que los años y las gentes habían sustraído a los predios, separaba la playa del bosque de eucaliptos. El lugar perfecto para la celada. El sargento Fernández había dispuesto a sus hombres a lo largo del camino detrás de los troncos. Tomaron la posición a la caída del sol para evitar las sorpresas ocultas en la noche y ahí permanecieron.

Cuando la claridad permitió distinguir las sombras, una patrulla comandada por Fernández revisó, palmo a palmo, el hotel que a escasos metros de la arena estaban construyendo. Nada ni nadie. Comprobó las habitaciones con ventanas orientadas al mar y eligió una: la que mejor campo de visión ofrecía. Allí colocó un guardia de plantón.

Un nordeste cargado de llovizna rechazaba las visitas inoportunas. Así nadie vio llegar la embarcación que portaba los fusiles ametralladores. Dos guardias civiles, sin el uniforme reglamentario, fueron los encargados de trasladar la carga desde la barca y arrastrarla por la arena hasta ocultarla tras unos matorrales. Después, como espectros, se perdieron remando en la neblina que cubría las aguas.

A las siete, puntuales a la cita, llegaron en vehículos diferentes el coronel Blanco Novo y el jefe falangista, Luis González Vincén. Ambos querían presenciar el inicio de la operación. Los coches se ocultaron en los cobertizos utilizados por los olimos para guardar las herramientas. Y cuantío Vincén vio que ayudante del coronel sacaba del maletero una cámara de cine, preguntó extrañado:

—Coronel, ¿para qué quiere la cámara?

—No pretenderá que esta actuación policial pase sin pena ni gloria. Es necesario inmortalizarla.

Vincén comprendió que si algo fallaba, Falange tendría que desmantelar el Servicio de Información. La Guardia Civil, con Blanco Novo a la cabeza, se encargaría de pisarle la yugular. Y los cadáveres dejados en el imparable ascenso por el control del Estado, con el comandante Gutiérrez Mellado en vanguardia, se beberían su sangre.

—A la orden, mi coronel —dijo el sargento—. Sin novedad. Toda la sección en sus puestos.

—¿Dónde nos situamos nosotros?

—Acompáñenme. He dispuesto para ustedes el lugar más idóneo.

Fernández caminaba al frente de la comitiva hacia la suite elegida. El guardia que la custodiaba pronunció el consabido «A la orden, mi coronel» y les abrió la puerta. Novo eligió una mecedora y la orientó hacia la ventana. Su ayudante desplegó el trípode e instaló la cámara. Vincén permaneció de pie consultando el reloj.

Los albañiles y peones, ajenos a lo que ocurría, iban llegando a la obra. Mientras se ponían la ropa de trabajo, Fernández irrumpió en el cobertizo con tres de los suyos.

—¡Al suelo!

Los trabajadores, aterrados ante las armas que les apuntaban, se tumbaron boca abajo.

—¡Las manos en la cabeza! —gritó el sargento.

Los cachearon. Incluso rebuscaron en el interior de sus botas.

—¡Limpios, mi sargento!

—Pueden levantarse —ordenó Fernández—. Continúen como si aquí no ocurriese nada.

Un cielo grisáceo, sin gaviotas que lo motearan, encapotaba la playa de La Franca. El silencio incrementaba la tensión. Sólo Blanco Novo parecía relajado. No le alteraban ni los paseos arrítmicos de Vincén ni sus consultas histéricas al reloj.

—Debe mantener la calma —dijo en tono tranquilizador el coronel—. Todo llegará cuando tenga que llegar, independientemente de su preocupación.

Un coche enfiló el camino hacia la playa entre los eucaliptos. Vincén consultó la hora: las once y media. «Deben de ser ellos», pensó.

—Ahí los tiene. Su hombre consiguió traerles a La Franca —informó el coronel desde su mecedora, observando a través de los binoculares, y, dirigiéndose al guardia de la cámara, agregó—: Prepare el artefacto.

El auto se detuvo al final del camino, sin que sus ruedas tocaran el arenal. Descendieron tres hombres. Don Carlos iba en primer término, con una palanqueta en la mano, y le seguían los hermanos Castiello. El sargento Fernández, desde su posición en el bosque de eucaliptos, no perdía de vista a Eduardo, el mayor. Levantó el fusil y le apuntó. Lo tenía justo en el punto de mira. El dedo en el gatillo dudaba, pero su mente no: había que esperar.

—Deben de estar por aquí —dijo don Carlos.

Los Castiello le seguían a escasos metros. Aunque se fiaban de su nuevo amigo, el instinto del monte les obligaba a caminar con la mano en la culata del Astra y mirando de vez en cuando hacia atrás.

El Francesito se dirigió hacia las piedras que señalaban el linde de la arena con el monte. Atravesó los hierbajos y se adentró en los matorrales.

—Venid, aquí están.

Con la palanqueta desclavó las tablas que servían de tapadera, desvelando el contenido de la caja: una docena de subfusiles. Don Carlos buscó uno con una marca de pintura roja en la carcasa. Lo encontró. Agarró el arma con suavidad, comprobó el cargador y lo volvió a incrustar. A continuación tiró de la palanca de alimentación y la soltó. El arma estaba lista para abrir fuego.

—Con esto venceremos al fascismo —dijo Eduardo, entusiasmado.

—Ha sido una lástima que Urdiales no pudiera venir —comentó don Carlos.

—Por una vez que Tarzán puede quedar con su novia, no íbamos a molestarle. Además, él sabe que estamos seguros contigo y nos bastamos para cargar la caja.

—Vamos, deprisa. Tenemos que llevarnos las armas antes de…

Corsino no terminó la frase. Un reflejo, que provenía del hotel, le hizo girarse. Su mano empuñó instintivamente la pistola. Una contraventana se había movido. Alguien observaba la escena desde el edificio en construcción, pensó.

—Rápido. Cojamos esto y larguémonos.

Guardó el arma y se abalanzó sobre la caja.

—No tan deprisa.

Su amigo don Carlos les estaba apuntando con el único subfusil cargado.

—Qué cojones…

El arma escupió una ráfaga que impidió a Eduardo terminar la frase. Su hermano extrajo la pistola, pero no tuvo tiempo ni de apuntar. Otra ventolera de balas le alcanzó en el pecho.

—¡Adelante! —se oyó la orden del sargento.

Los guardias ocultos entre los eucaliptos abandonaron sus posiciones y corrieron hacia la playa. El primero en llegar fue Fernández. Al ver a los hermanos retorciéndose y sangrando en el suelo, extrajo su puñal y saltó sobre Eduardo. Se lo clavó en el pecho una vez, otra. Pero cuando alzó el mango para efectuar la tercera puñalada, se percató de que ya no podía: la hoja había quedado incrustada en el cuerpo.

Corsino se arrastraba por la arena, dejando un reguero de sangre. El sargento se acercó, le apuntó a la cabeza y disparó.

Dos guardias se abalanzaron sobre el cadáver de Eduardo y hurgaron en los bolsillos, extrajeron su cartera y le quitaron el reloj y el anillo. El sargento repitió la operación en el cuerpo de Corsino.

—Fin de los Castiello —dijo Vincén a Blanco Novo.

—Les ha quedado el que llaman Tarzán.

—No tiene importancia, sabemos dónde está. Lo primordial es que la historia de los hermanos se ha terminado.

—No gracias a usted. Si mueve la contraventana un minuto antes, todo se va al traste.

—Resbalé.

—Resbaló. Esta sí que es buena.

—Déjese de ironías, coronel. Ahora es su turno.

—No se preocupe. Las unidades de Madrid y Oviedo ya están preparadas en San Vicente de la Barquera.

—Una pregunta, coronel: ¿es habitual rematar a los rojos a cuchillo?

—Para el sargento, sí.

—¿También es habitual el saqueo de cadáveres?

El coronel sonrió, le entregó los binoculares y, señalando a la playa, dijo:

—Su hombre no se está quedando muy rezagado.

Vincén orientó los prismáticos hacia don Carlos, que se repartía el botín con el sargento.

Los guardias arrojaron los cadáveres en la parte trasera del camión. Después cargaron la caja con las armas y subieron a hacerles compañía. Se ubicaron según la graduación, cediendo la derecha al superior jerárquico y el asiento principal, que permitía comunicarse con el conductor a través de una trampilla, a Fernández.

—Arranque —ordenó el sargento.

El vehículo se incorporó al convoy que encabezaban los coches de Novo y Vincén, dejando el de don Carlos en el medio. El destino era el linde con Santander, al encuentro con las unidades que habían desembarcado en San Vicente.

Hacia las cinco de tarde, en el lugar de cita, la fuerza armada que les iba a acompañar revisaba los cargadores de las armas y ajustaba las granadas de piña en sus correajes. Era la última revista antes de que la caravana de la muerte emprendiera la ruta.

—¿A qué hora se citó con Guerrero?

—A las nueve de la noche, mi coronel —dijo don Carlos.

—Nos llevará casi dos horas llegar a la playa de San Antolín. Convendría salir ahora.

—Estoy de acuerdo con Novo —añadió Vincén—. Es preferible que lleguemos antes nosotros. Si Guerrero es el primero en tomar posiciones, puede detectar el convoy y no aparecer.

—Teniente Padilla —gritó el coronel—, ordene la salida.

Cuatro camiones llenos de guardias civiles y de una veintena de voluntarios falangistas formaban el grueso del contingente encabezado por el vehículo del coronel, con Vincén a su lado. Lo cerraba el furgón con los cuerpos de los Castiello.

El trayecto hasta la playa de San Antolín obligó a atravesar todos los pueblos desde San Vicente de la Barquera a Llanes. Los lugareños salían de sus casas extrañados ante tanto despliegue militar. Siguiendo la costumbre de aquellos pagos, ante la presencia de fuerza armada, soltaron a los animales. Hatos de vacas, rebaños de ovejas o cabras, bueyes y mulos desbocados iban ocupando las faldas de los montes azuzados por las varas de mimbre de sus dueños.

El convoy llegó antes de que anocheciera. El sol cubría el horizonte de un tono rojizo que contrastaba con el gris del cielo. Las olas, lejos de morir en el arenal sin presentar batalla, golpeaban salvajes el acantilado. El viento entraba del mar provocando corrientes traicioneras en la desembocadura del río Bedón.

Camuflaron los vehículos militares entre el follaje. Los guardias fueron ocupando posiciones detrás de los pedruscos que presentaba la ladera y en el canal que franqueaba el camino asfaltado. En la arena sólo quedó don Carlos con las cajas de subfusiles y de fusiles StG-44. El coronel y Vincén visualizaban con binoculares el despliegue desde una loma lejana.

El sol estaba dando el último coletazo. Guerrero y seis de los suyos se encontraban a menos de un kilómetro de la playa. Pero no apremiaban a los caballos; preferían asegurar cada paso que daban.

—Guerrero —dijo uno de la partida que oteaba el claro—, creo que han soltado el ganado.

—Pásame los prismáticos.

El jefe de la partida contempló con detenimiento las laderas de las montañas que aún no habían pisado. Después dirigió la vista hacia las cuadras diseminadas a lo largo de la carretera. Tras una segunda revisión, quedó pensativo.

Devolvió los binoculares a su dueño y, en tono relajado, les dijo a los guerrilleros santanderinos:

—No sé si será una trampa. Pero no vamos a arriesgarnos. —Tiró de la brida derecha y espoleó el caballo—. Regresamos a los Picos.

La hora de la cita había sido rebasada y nadie descendía las laderas al encuentro de don Carlos. Silbó, por si la oscuridad había ocultado su presencia. No obtuvo respuesta.

—¿Qué hora es? —preguntó el coronel a Vincén.

—Las diez y cuarto.

—Aquí no aparece nadie.

—¿Cuándo se ha fijado la cita en Soto de Dueñas?

—A las doce y media.

—No podemos esperar más o no llegaremos a tiempo.

—Vamos a darles un cuarto de hora. Si no vienen, emprendemos camino a Soto.

El fracaso ensombrecía el rostro de don Carlos más que la noche. Se sentó encima de una caja y encendió un Gauloises, esperando que la lumbre del pitillo guiara el encuentro.

Terminó el cigarro y lo arrojó con rabia sobre la arena. Luego lo aplastó. Era evidente que nadie vendría.

—Esto se acabó —dijo Novo con una sonrisa.

Vincén no podía disimular su enfado, que se incrementaba ante el gesto relajado del coronel.

—Parece que se alegra de que no viniese.

—Se puede imaginar que me hubiese gustado mucho matar a Guerrero para pavonearme ante el coronel de Santander, que lleva años sin resultados. Pero… ¡qué le vamos a hacer! Las circunstancias mandan.

—¿Salimos hacia Soto de Dueñas?

—Ahora mismo doy la orden.

—¿Quién es el próximo?

—Caxigal.