XVI

HÁLLEME LA VEJEZ ENTRE TUS BRAZOS [2]

El capitán Hernando de Castro ya no abandonaba el puerto de El Callao y montaba a su costa, sin autorización de la Corona, su propia expedición.

Se hablaría mucho tiempo, en Lima, de su encuentro con el capitán Quirós en la plaza Mayor. Lo había motejado en público de «pícaro» y «ladrón». Lejos de molestarse por ello, Quirós le había respondido que reconocía con gusto sus errores, que se disculpaba por ellos, que se los reprochaba incluso.

Castro no se había dejado engañar. La nobleza de su cuna le impedía provocar a ese enano en duelo. Pero podía mandar que lo apalease su gente o darle una paliza en persona. Hernando le dio a elegir.

Quirós declinó ambas ofertas y le admitió su penosa inferioridad.

Recordó, sin embargo, que estaba saliendo de una audiencia con el virrey… Así que le recomendaba a ese valiente gentilhombre que se anduviera con ojo. ¿No lo llamaba la corte de Madrid, a él, a Quirós, El Nuevo Magallanes? En lo que a él respectaba, seguía siendo un hombre de Dios, que nunca haría correr la sangre.

Tan llenos de odio el uno como el otro, los dos hombres se habían separado sin conclusión alguna. La venganza de Quirós no tardó en llegar.

Locuaz como siempre, se dio el lujo de publicar el relato de su discrepancia con Hernando de Castro en estos términos:

El marido de mi anterior gobernadora, que ha venido a vivir a Perú con ella y la gente de su casa, me declaró que se opondría a mi viaje, pues la colonización de las islas del rey Salomón le correspondía. Decía que él era el sucesor de su descubridor, el adelantado Mendaña.

Pero ese valiente gentilhombre se dejó convencer por mis piadosos argumentos y reconoció que, en conciencia, cualquiera que tratara de impedir mi viaje se condenaría a sí mismo a arder en el infierno.

Semejante mala fe no podía sino exasperar a su adversario. Quirós remató su obra en una versión posterior en la que añadía que el capitán le había propuesto un soborno de varios miles de pesos para que abandonara el servicio real y renunciara a sus búsquedas. Esa calumnia iba a llevar la cólera de Hernando a su paroxismo.

Perdiendo toda compostura, se esforzó por adelantarse al portugués.

***

Quirós levó anclas con gran pompa el 21 de diciembre de 1605 a las tres de la tarde. Comandaba una flota de tres barcos que contaban con ciento sesenta hombres de tripulación, de los cuales diez eran religiosos. Su partida de El Callao fue saludada con tantos cañonazos como antaño la de Mendaña.

El capitán Hernando de Castro y su esposa ni se molestaron en ir.

***

Quiso el azar que el virrey de Perú fuese el anterior virrey de México, el protector de Hernando, el conde de Monterrey. Y que no compartiera la simpatía de los Grandes hacia Quirós.

En efecto, no podía permitirse apoyar oficialmente una empresa que pretendía desacreditar al candidato de la Corona. Pero podía cerrar los ojos y dejarle hacer. Que Castro triunfara allí donde el portugués fracasase. España ganaría con ello. Monterrey aplaudía el proyecto.

La única persona que ponía objeciones era Isabel.

Sentía que las islas Salomón se alzaban entre ellos y que los separaban. El recuerdo de su propia expedición se había convertido en un tormento para ella. Las visiones de sus pesadillas seguían obsesionándola. Y sus noches de insomnio las pasaba ahora monologando:

«Hernando, amor mío, ¡voy a perderlo todo sin haberte recuperado del todo! —pensaba, aterrorizada, mientras contenía con dos manos los latidos de su corazón—. ¿Debería fingir que te apoyo y te secundo cuando sólo me atormenta un deseo: impedirte seguir con esta aventura insensata?

»Vete… Hernando, parte. Pero no me pidas que sea cómplice de tu ejecución. Todo lo que me puedes exigir es que no intervenga. Y, créeme, ¡esta pasividad por mi parte es mucho más que un sacrificio! Si te dejo partir, te dejo morir. Y eso, Hernando, constituye sin duda la mayor prueba de amor que pueda darte.

»Me reprochas que no te quiero lo suficiente como para seguirte. Pero ¿cómo seguirte sin creer en ello…? ¿Debería quererte bastante como para aparentarlo? ¡Eso es absurdo! Sería engañarte, sería traicionarte.

»Estás celoso del Adelantado, del que crees que estoy más orgullosa, más fascinada, incluso más enamorada de lo que nunca lo he estado de ti. ¡Pero qué equivocado estás! Con la distancia, me doy cuenta de lo poco que comprendí a Álvaro. Era para mí un dios, es verdad. Y, en cierta medida, lo sigue siendo. Pero, hoy día, no puedo evitar pensar que era un soñador cegado por su quimera. Y no le perdono ya el haber arrastrado a cuatrocientas personas a un viaje cuya futilidad sospechaba. Lo odio por haberme dejado creer en ello. Lo odio por haberse dejado él mismo dominar, contaminar por mi entusiasmo… Pero ¿qué más da Álvaro? Cometo un error al permitirte darle una importancia que no tiene ningún sentido en nuestra vida.

»Desde hace mucho tiempo, me parece que todos estamos jugando a un juego en el que cada uno asume el papel del otro y toma su lugar. Me he convertido en Álvaro, que finge compartir los sueños de una persona más joven. Pero, precisamente por eso… ¡yo no puedo simular que creo en ello como Álvaro! ¡No puedo engañarte y fingir que las islas Salomón siguen siendo el sueño de mi vida! Mi vida está aquí, en Lima. En esta casa. Contigo. Y quizá con los hijos que todavía pudiéramos tener. La vida está ahí… Dices que mis dudas y mis escrúpulos significan precisamente lo contrario. Sostienes que me he quitado la vida, que ya no me parezco a la mujer con la que te casaste, que me he traicionado, que te he traicionado, al cambiar. Afirmas que me he vuelto timorata y pusilánime. Pero, en realidad, eres tú, Hernando, quien tiene miedo… ¿O es que me ocultas algo? ¿Cómo disimulaste tu acuerdo con el virrey para que mi barco sucediera al Galeón de Manila? Me mentiste durante semanas sobre lo que tramabas entonces… ¿Es que estás enamorado de otra? Te conozco: estás hecho para el amor. ¿Tienes una relación en el puerto?

»¡…Zarpa, Hernando! Vete a que te cuelguen en alguna otra parte… Después de todo, ¡me trae sin cuidado!».

Se le nublaba la razón. Rumiaba lo que se había repetido cien veces.

«¿…Todo eso, el pabellón chino, tu petición de mano, nuestro regreso en el San Jerónimo, nuestra felicidad en México y en Castrovirreyna, todo eso no era más que un engaño? ¿Un medio para llegar a un fin?

»Ahora que me niego a ser tu instrumento, tratas de librarte de mí y me rechazas. Pero si te devuelvo las dos llaves que me reclamas, si te doy el cofre del Adelantado, si te entrego sus secretos, sus mapas y sus planos, te envío al mismo destino que a él… Me contestarás que no se le hace bien a alguien a su pesar. Pero ¿cómo se hace (intencionadamente) desgraciadas a las personas que amamos? Me replicarás que, al negarte los mapas de Álvaro, le dejo todas las de ganar a Quirós. Me acusarás de querer guardarte para mí sola. Y añadirás que si te quisiera (si te quisiera de verdad), me alegraría de que conocieras la gloria de descubrir el Quinto Continente.

»¿…Dónde te encuentras en este momento? Inés me ha traído tu mensaje: tenías cosas que hacer en El Callao y dormirás allí.

»Aprovechas la ocasión para darme a entender que conservas tu independencia. Y, cuando vuelvas, no volverás solo. Traerás contigo a tu pandilla de marineros, todos aquellos a los que has enrolado ya. No nos habremos visto desde hace varios días. No obstante, no podremos decirnos nada. No cuestiono tu libertad, pero ¿por qué me la impones así?».

Eran grises los días de aquel invierno de 1607. Un viento del nordeste soplaba constantemente. Sin embargo, no pasaba nube alguna por el cielo. Ni una sombra, aparte de esa niebla verdosa, esa bruma eterna que pesaba sobre los claustros de Lima.

***

Lima, dos años más tarde, noviembre de 1609, convento de Santa Clara

—No lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo…

—Hablas como las damas de Filipinas, Petronila. ¿Qué es lo que no entiendes?

—A ti, Isabel —respondió la hermana mayor, mirando fijamente a la pequeña.

Por más que Petronila lo intentara, no se acostumbraba al cabello negro de su hermana, a su delgadez, a todos los estragos que causaban en Isabel las terribles penitencias que se imponía.

—¿Por qué te retiraste aquí? No perteneces a este convento. ¿Qué haces en Santa Clara?

Isabel sonrió, recuperando un poco la frivolidad que presidía su intimidad de antaño; dijo:

—Te veo muy impía, querida. Los caminos del Señor son inescrutables. ¿Quién te dice que no he sido llamada entre vosotras?

—Algo sé, Isabel: quieres a don Hernando más que a tu Creador… ¡Y te encuentras en pecado mortal al adorar a alguien distinto a Dios!

—Si mi único pecado hubiese sido amar…

—¿Por qué este sacrificio? ¿Por qué renuncias al mundo?

—¿Quién te dice a ti que es un sacrificio? ¿Quién te dice que es una renuncia?

—Cuando viniste a esconder en mi celda el cofre del Adelantado, accedí a tu petición: lo guardé conmigo. Esta mañana he vuelto a actuar según tus deseos: he colocado tus libros bajo la estatua de Nuestra Señora de los Navegantes. Ahora, explícate… ¿Qué has hecho?

Isabel obedeció.

—Cuando me reencontré contigo en Lima, creí que podría expiar mi conducta durante la expedición de don Álvaro.

—¿Qué crímenes habías cometido, Isabel?

Isabel ignoró la pregunta.

—Creí que, al sustraer el cofre, Hernando comprendería que no tenía ninguna oportunidad… ¡No pensaba que partiría de todas formas! Había apostado por el tiempo. Álvaro había tardado más de veinticinco años en montar su expedición. Y yo, diez. Hernando era rico, en efecto, pero no hasta el punto de poder organizar con rapidez un viaje de esa magnitud. La noche en que corrí a tu casa, acababa de enterarse de que Quirós había vuelto a México. Hernando contaba que nuestro antiguo piloto había conocido las mismas dificultades que el Adelantado, y que su tripulación se había amotinado. Que no devolvía más que uno de los tres barcos y regresaba con las manos vacías… Quirós no había descubierto la Australia Incognita, no había encontrado las islas Salomón, ni siquiera había logrado ganar Santa Cruz. Me responderás que, para nosotros, eran noticias eran bastante buenas… Yo las viví como una catástrofe. A pesar de sus fracasos, Quirós se jactaba ya de haber fundado su primera ciudad en el Quinto Continente… Se había embarcado para cantar sus proezas en Madrid. Conocía su mala fe y su energía. Lograría sus fines de nuevo. Obtendría una segunda comandancia y regresaría a Lima como triunfador. Ninguna duda sobre ese punto: iba a volver a partir en busca de nuestras islas… Lo sabía. Hernando también lo sabía. Afirmaba que, si Quirós hubiese descubierto de verdad la Australia Incognita, él, por su parte, se plegaría a la voluntad de Dios y a la elección del rey. Hubiese cesado el combate. Pero Quirós había fracasado… Esta vez, Hernando no tenía duda de que lo apoyaría. Me reí en su cara. ¿Qué más me daba que Quirós montara una segunda o una tercera expedición? ¿Qué más me daba que nos calumniase ante los Grandes y reescribiese la Historia? ¿Qué más me daba que el brillo de nuestro nombre —del que seguía siendo muy celoso—, el prestigio de los Castro Bolaños y Rivadeneyra Pimentel, el renombre de los Mendaña de Neyra, incluso la gloria de doña Isabel Barreto, desaparecieran de todas las memorias a beneficio de la gloria de un Quirós? ¿No éramos felices en Perú? Aquí y ahora. Al oírme a mí, hacer elogio de la mediocridad, Hernando consideró que lo estaba engañando desde siempre… La hazaña de la Reina de Saba que cruzaba los océanos a la cabeza de sus barcos, definitivamente, pertenecía a la leyenda y a la impostura… Estos últimos tiempos, me había creído cobarde. Hoy me descubría resignada… En lugar de Adelantada, ¡una Penélope que tejía su propia mortaja! ¿Se había equivocado al casarse conmigo? ¿Le había tendido una trampa en el momento mismo de conocernos? ¿Cómo un espíritu como el mío, que había sido tan curioso, cómo su propia esposa, podía aceptar la derrota y la vergüenza? ¡Sin ni siquiera tratar de luchar contra ellas! ¿Qué peso tenía la felicidad tras la que me escudaba, el amor que agitaba ante sus narices como un trapo rojo, frente a la Injusticia y la Mentira? Quirós gozaba de un privilegio usurpado, de un honor que le correspondía por derecho a él, a mí, a nuestra descendencia, a la posteridad. «¡Pero qué más me da la posteridad (exclamaba yo) cuando no tenemos ni hijos!». Con eso, me estaba poniendo a mí misma la soga al cuello: sabía que Hernando me reprochaba el ser estéril, que quería un hijo para perpetuar su sangre.

»Pero… soberbia por soberbia, orgullo por orgullo, me obstinaba. Exigió de mí no sólo que lo ayudara y lo secundara en sus preparativos, sino que le sirviera y me plegara a sus órdenes. Si hubiese podido, me habría puesto de rodillas… Por lo demás, su barco estaba listo. Sus hombres lo esperaban en el puerto. Podíamos izar las velas juntos, como siempre habíamos planeado. Como yo siempre lo había soñado. Bastaba con devolverle las dos llaves que le había robado, decía. Decidí hacer lo contrario. Así que te traje todo el cofre para que no pudiera ni apoderarse de él ni forzarlo… ¡Nuestra última discusión fue de una violencia que no te puedes ni imaginar! Al dejarle levar el ancla sin el diario de a bordo de los dos viajes de Mendaña, sin sus portulanos y sin sus cartas náuticas, ¡lo envié a una muerte segura…! Eso es lo que estoy expiando, Petronila: mi responsabilidad en la desgracia de ese hombre al que amo y al que he condenado.

Petronila, a quien le preocupaba poco la suerte de su segundo cuñado, se negó a dejarlo así. Volvió al único tema que le interesaba:

—No has respondido a mi pregunta, Isabel. ¿Qué crimen cometiste cuando dirigías la expedición hasta Manila?

—Así que todavía no has leído el relato que Quirós ha hecho circular…

—Sí. Y he pensado en lo que te acusa. Faltaste a todos tus deberes como cristiana. No compartiste lo que poseías… Sin embargo, al leer su texto con atención, siempre acabaste cediendo a los ruegos de tu buen piloto. Sacrificaste tus vacas y tus cerdos. Hasta las tinajas de agua que te pedía… Dice incluso que finalmente indultaste, a instancia suya, al marinero que habías condenado a la mancuerda por haber tratado de seguir a nuestros hermanos cuando los enviaste a buscar ayuda.

—Te crees los escritos de Quirós a pies juntillas. No sólo raramente da testimonio de la verdad, sino que no lo sabe todo.

—¿Qué sabes tú que él ignore?

Lanzando un suspiro, Isabel agachó la cabeza.

—¿De verdad tengo que decirlo?

—Sí.

—No lo comprendí más que en el momento en que Hernando izó las velas de noche, sin decir adiós… Al terminar nuestra discusión más terrible… Aquella noche, lo que trataba de comprender desde hacía años se me apareció con toda claridad… Ese rostro de niño… Un grumete cubierto de parásitos, que había venido a robarme un trozo de galleta a mi camarote. Diego lo había sorprendido. El pequeño, aterrado, había conseguido soltarse. Se había refugiado en mis faldas y se había agarrado a ellas. Diego me preguntó lo que debía hacer. Era la tarde de la muerte de Mariana. Yo respondí: «¡Mátalo!». Sacó su cuchillo y lo arrastró afuera. El crío se dejó llevar sin un grito. Tenía unos grandes ojos negros aterrorizados… Cuando Diego lo hubo degollado y arrojado por la borda, volvió para discutir conmigo que no podíamos permitirnos tales inobservancias de la disciplina y que el grumete debía considerarse con suerte por un castigo tan rápido.

A esa confesión le siguió un largo silencio. Petronila acabó persignándose. Pero si Isabel creía que había apaciguado su curiosidad, se equivocaba.

—¿De verdad le pides perdón al Señor por una fechoría tan abominable? ¿O bien le dices: «don Hernando se ha ido, así que, para mí, todo ha acabado…»? ¿Te arrepientes realmente de tu crueldad y de tu barbarie, o no piensas más que en recuperar a tu amor perdido? ¿Qué le confiesas al Todopoderoso cuando rezas? ¿Le dices: «…Puesto que he condenado a mi esposo, me condenaré yo también. Me despojo de todo lo que era mi vida, de todo lo que quería que él disfrutara. De nuestra casa, de mi belleza, del mundo… Puesto que he pecado contra la voluntad de Hernando, puesto que lo he perdido, no quiero paz ni esperanza. Acepto la separación. Rechazo su pérdida y su muerte. Señor, tómame, pero ¡sálvalo!»?

—¡Mis oraciones, Petronila, no son de tu incumbencia!

—Tal vez… Pero la salvación de tu alma, sí. Y me temo que todavía blasfemas… Que intentas regatear con tu Creador y pretendes cerrar un trato con Él.

Se había hecho de día.

Las dos mujeres no podían sino reconocer su incapacidad para estar de acuerdo en algo y ayudarse. Las noches pasadas en la misma celda evocando su juventud, haciéndose preguntas, escuchando sus motivos, todo había sido en vano. No se habían enterado de nada que no hubiesen adivinado ya.

No podían ahora sino percatarse de la infranqueable distancia que las separaba.

Sabían, como lo habían sabido siempre, que Petronila no le había perdonado a Isabel su matrimonio con Mendaña. Ni su felicidad junto a él. Ni su partida juntos al Mar del Sur. Ni la muerte de Mendaña en Santa Cruz. Ni el olvido de Mendaña en Manila… El olvido tan rápido, el olvido tan escandaloso, el olvido tan radical de Álvaro, cuando Isabel se casó con el capitán Hernando de Castro al cabo de tres meses.

Las hermanas habían tomado conciencia de algunas cosas más: que la mayor no se interesaba por el destino de la menor más que en la medida en que la llevaba a otro destino. Al del hombre al que Petronila había perdido sin haberlo nunca poseído. El Adelantado había sido su gran amor. Seguía siendo la pasión de su vida.

Lo demás, para Petronila, contaba poco.

El amanecer las encontró inmóviles, paralizadas con sus penas y con sus preguntas.

Y sin contar con la abadesa.

Esa mañana de noviembre de 1609, doña Justina y los tres Velos Negros de su consejo irrumpieron en los aposentos de las damas Barreto. Llevaban una noticia increíble. Tras trece meses de ausencia, el barco del capitán Hernando de Castro llegaba de México y había anclado en la bahía de El Callao. Se esperaba a su propietario en el convento. El obispo le había dado licencia para ir allí a buscar a su esposa. Sería ese día o al siguiente.

***

Inconsciente de la curiosidad de las monjas, que la observaban recorrer las galerías del claustro, Isabel daba vueltas como una fiera bajo las arcadas: «¿Adónde huir, Dios mío?», pensaba, asustada, sin dejar de caminar.

—Desembarca para recogerla —le dijo en voz muy alta un Velo Blanco a una de sus compañeras.

—Tal y como se ha quedado, ¿la reconocerá siquiera? —repuso la otra.

Isabel apretó el paso y se detuvo en el umbral del largo pasillo abovedado que conducía al locutorio. «Ahora —pensó al mirar el pasaje oscuro—, ahora seré castigada. Y lo habré expiado por fin, Señor mi Dios… Cuando me haya visto, me habré liberado de mí misma».

Hizo la señal de la cruz, encogió los hombros y se adentró lentamente en el corazón de la oscuridad.

***

Era todavía de noche cuando Hernando bordeó a caballo la interminable muralla ocre del convento de Santa Clara… para encontrar la puerta de entrada cerrada. Con su impaciencia de costumbre, se había dado demasiada prisa. ¡No era para menos, no aguantaba más! Inés no le había podido informar, no más que Elvira o las demás acompañantes de doña Isabel, sobre la suerte de su mujer. Nadie sabía nada de ella, salvo eso: había abandonado su casa la noche de su partida y se había retirado al convento, prohibiéndoles a todas que la siguieran.

No había esperado a que sus criados hubiesen terminado de enganchar a los caballos. Su carroza se reuniría con él delante del pórtico, con dos carretas para los baúles y las ropas.

Envuelto en su capa, encasquetado el sombrero, el estoque a un lado, se paseaba arriba y abajo. Se sentía angustiado. Se reconocía nervioso… Desde hacía trece meses, Inés no veía en sus conchas más que malos augurios: su inquietud se había apoderado de él.

Iba, venía, tiraba de la cadena, sonaba la campana. Era inútil. ¡La hermana tornera estaba ausente, dormida o sorda! Nadie acudía a abrirle… Se iba de nuevo, bordeaba el muro, recorría la callejuela entre el pórtico del convento y la iglesia de las clarisas que se erguía en la plaza. Sus puertas estaban abiertas.

Cuando percibió un vago rumor en la nave, comprendió que las religiosas asistían a maitines… ¡Por supuesto! Levantando su espada para que no chirriase sobre las baldosas, subió corriendo los escalones. La tristeza del lugar lo sobrecogió… No había comparación alguna con las grandes ceremonias por la Asunción de la Virgen, con todas las fiestas marianas a las que él mismo había asistido allí.

Estaba solo y se acercó hasta el altar, donde el sacerdote celebraba misa. Se quedó de pie a la derecha, muy cerca del gran enrejado de donde subían normalmente el fragor de los órganos y el canto de las vírgenes. Pero esa mañana, detrás de la primera verja de hierro, detrás de la segunda verja de madera, detrás de las dos cortinas de terciopelo y tela, las monjas salmodiaban sus oraciones con tono monocorde. Si había esperado entreoír la voz de su esposa en ese murmullo, se había equivocado.

La voz de Isabel… El susurro del agua bajo el hielo. Un torrente lleno de silencios, que lo había obsesionado.

Durante sus noches en el mar, no había dejado nunca de oírlo. Lo había escuchado, tumbado sobre su lecho, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, en una especie de letargo opresivo.

¿Cómo podía acordarse de esa mujer con tanta intensidad?

Inspiraba profundamente su perfume. ¿Ámbar? ¿Almizcle? Trataba de aislar las esencias. ¡Le había gustado tanto aislar los aromas y las especias en Manila…! Imposible identificarlos. Los efluvios que emanaban del cabello de Isabel sólo eran propios de ella. Con los ojos cerrados, aspiraba sus oleadas incandescentes. Bajo el oro de los mechones que se le rizaban sobre la frente, veía sus ojos en las sombras negras, su nariz aguileña, la línea admirable de su cuello… Y sus pechos. Lograba reconstruir su cuerpo, reconstruirlo por completo, con una agudeza extraña, anormal, que había evitado durante mucho tiempo. Su percepción de los andares de Isabel ya no era ni siquiera visual: el balanceo de sus caderas se imprimía en su carne, en su alma.

Y a cada segundo en el corazón del océano, se había hecho la misma pregunta: «¿Por qué me he separado de ella?».

Y había tratado de rememorar sus quejas y las razones de su ruptura. En vano.

A esa mujer, a la suya, ¿por qué la había dejado?

¿Por amor a otra?

¡Vamos! Desde que poseía a Isabel, sólo la había deseado a ella… Infiel, sí, en los últimos tiempos, para seguir siendo libre bajo el yugo matrimonial.

¿Abandonada, por qué?

Por nada. Una idea. O más bien una manía. Un estribillo, una cantilena, una especie de obsesión a la que se había acostumbrado: las islas Salomón, Quirós, el poder, la gloria… Una locura, de cuya vanidad se daba cuenta entonces.

Al contrario que Mendaña, Hernando de Castro no era hombre de perseguir quimeras. De manera instintiva, le interesaba poco lo que no podía ver ni tocar. Sabía, sobre sí mismo, lo que quería saber. Si se mostraba dispuesto a correr todas las aventuras, a enfrentarse a los naufragios, a la desesperación y a la muerte, no sería nunca por ir tras una utopía.

Una mañana, a la salida de uno de esos soles que parecían engastados en el amanecer del mundo, se había sorprendido formulándose la pregunta que el Adelantado se había hecho antes que él, al compartir su vida con Isabel. Esa pregunta que ella misma había murmurado entre sus brazos: «¿Qué más nos dan las islas del rey Salomón?».

El escorbuto diezmaba a sus hombres. Había agotado casi las reservas de agua. Podían errar así durante meses, años, una vida entera…

Que encontrase esas tierras o que se le escaparan, el resultado sería el mismo: les habría sacrificado lo esencial.

Había decidido dar media vuelta, hacia México.

Al tirar, con tanta impaciencia, de la campana de Santa Clara, Hernando sostenía su única certeza. La vida, la auténtica vida, la única vida que valía la pena ser vivida se escondía detrás de esos muros.

***

—Diferente. La encontraréis diferente —murmuró Petronila, mientras se apartaba para dejar entrar a su cuñado en el locutorio.

Conocía el locutorio de Santa Clara. Una amplia galería que servía de salón después de las grandes misas y las ceremonias.

Contra la pared, por todo el fondo, había una hilera de sillones de respaldos de color púrpura, grandes como tronos, que las religiosas reservaban a sus visitantes. Frente a la fila de asientos, a modo de pared, se erguía una alta verja negra, trenzada de manera tupida, semejante a la que separaba el coro de las monjas del coro de los fieles en la iglesia.

Pero allí, al contrario que en la iglesia, las religiosas no estaban confinadas tras la reja. Una puertecita recortada en el enrejado, invisible a pesar de sus goznes, permitía pasar de las profundidades del convento a la sala de recepción.

Por lo demás, si el locutorio de Santa Clara podía parecer austero con sus barrotes y sus grandes crucifijos, crujía cada día por las enaguas. Y sus sillones raramente permanecían vacíos.

Ese día, la abadesa, Petronila, el consejo, todo el areópago de los Velos Negros, así como su confesor, se apretujaban allí, de pie, con el fin de recibir dignamente al capitán Hernando de Castro. No tenía nada de extraño ese recibimiento. El final de un retiro daba siempre lugar a celebraciones. Preferentemente, una merienda. Las religiosas ofrecían pasteles y toda clase de dulces a la familia de la gran dama que las había honrado con su compañía, y volvían a sus hogares habiéndolas colmado con sus dádivas.

En sus ágapes, las clarisas invitaban a las amigas de su benefactora. Pero también a los hombres de su familia, a sus hermanos, a sus hijos, a su marido, a toda la gente que iba a recogerla… Se charlaba, se tocaba música. Se podía incluso, si no bailar, al menos cantar las cancioncillas profanas, las cantilenas de moda, cuyas partituras llevaban las personas del mundo a sus anfitrionas de clausura.

Esa mañana, nada de alojas, nada de dulces. El locutorio no estaban iluminado más que por dos velas escasas. Una luz crepuscular caía del angosto tragaluz que daba al cielo. Las religiosas se habían reunido en el centro, bajo la bóveda. Bajas las cabezas, cruzados los brazos, estaban sumidas en sus meditaciones. No faltaba más que la protagonista de la fiesta.

—Vais a encontrarla cambiada —insistió Petronila.

¿Diferente? ¿Cambiada? ¿Qué significaban todos aquellos preámbulos?

—Pero ¿qué ha pasado? —se interesó Hernando, afectando despreocupación.

Petronila titubeó. Él buscó su mirada.

—¿Qué ha pasado? —repitió con la voz repentinamente alterada.

Ella apartó la mirada. Él palideció.

—No, ¡no se trata de eso! —exclamó Petronila.

Había visto el terror en la mirada de su cuñado.

—¡Doña Isabel no ha muerto! Pero…

—¿Pero?

—Se ha agostado por el amor que os tiene.

—Doña Isabel se consume por el amor del Señor —rectificó doña Justina.

Insensible a la santidad de la frase, indiferente al respeto debido a la abadesa, Hernando gruñó:

—¡Id a buscarla o voy yo mismo!

No tuvo que repetir su orden. Una sombra, una silueta apenas, se perfilaba tras los barrotes de la reja.

Ante el brusco silencio que se impuso en el locutorio, comprendió que esa silueta podía ser Isabel. Salvando la distancia que lo separaba, se precipitó hacia el enrejado.

Malogró la curiosidad de las monjas. No descubrirían ni oirían nada: no podían ver.

Inmóvil, escudriñaba las entrañas del convento… ¿Isabel? En realidad, no estaba seguro. Trataba de distinguir su cuerpo en ese manto de oscuridad. Se acercaba con demasiada lentitud. No la reconocía.

No eran esos andares de autómata los que le preocupaban, esa vacilación de todo su ser, tan lejos del paso de Isabel cuando taconeaba por las baldosas. Ni el sayo que la cubría por completo, ni el aro de hierro que apretaba su largo cuello, ni siquiera el rostro que, entre los barrotes, adivinaba demacrado, lívido y febril… Sino aquello: ese inmenso cabello negro que cubría sus hombros como un velo de luto.

Incluso cuando estuvo lo bastante cerca de él como para que la pudiera ver, no la reconoció.

Se detuvo a cierta distancia, ocultándose detrás de la tela a medio correr de la cortina. Un desgarrador vestigio de coquetería.

Una muerta.

Se quedó tan sobrecogido que se le saltaron las lágrimas. No pudo pronunciar una palabra. La observó durante un largo rato.

Ella mantenía la cabeza agachada, intentando esconder el rostro bajo el cabello fúnebre, con el fin de que no se percatase de la magnitud de los estragos.

—¿Por qué? —acabó balbuciendo— ¿Por qué has cometido esta…? ¿Por qué —repitió— te has infligido esto?

—Para acordarme, para reconocer ante el mundo…

Volvió a alzar la frente y lo miró directamente a los ojos. Esa mirada no dejaba ninguna duda: era ella.

—…Que maté a un niño —murmuró.

—¡En nombre del cielo, escúchame!

—Para acordarme de que estoy condenada y que ya no me pertenezco.

Aunque su cuerpo estuviera destrozado, su voz todavía vibraba. Apasionada… Desgarrada… Isabel seguía viva.

—Ven. ¡Escúchame!

Trataba de atraerla, de agarrarla, de apoderarse de ella.

Ella lo intuyó y retrocedió para refugiarse en una pelea más antigua.

—Las cartas náuticas se encuentran bajo la estatua. Cuando haya desaparecido, cuando me entierren aquí, mi hermana encontrará la manera de dejarlas en vuestras manos… Cuando haya desaparecido, ¡procurad volver a Santa Clara!

Le hablaba de vos, haciendo más palpable todavía el abismo que los separaba.

—Yo también soy culpable de un asesinato, Isabel: te he atacado en lo que tenías de más valor, he matado en ti la alegría y la vida. Perdóname. Pues, sin tu perdón, me muero a mi vez. Estamos fundidos el uno en el otro… Nuestra carne, nuestras almas siguen siendo una. Nada puede separarnos,

Ella lo miraba fijamente sin comprenderlo. Él fue más allá:

—Empecemos una vida nueva. Volvamos a la época de la felicidad… Regresemos a Castrovirreyna.

Ella retrocedió de nuevo.

—¡Queréis algo que ya no es posible!

—¿Quién lo ha decidido así? ¿Tú?

—¡Él! Dios mío… —exclamó buscando el crucifijo con los ojos—, Dios mío, ¿por qué me devuelves la esperanza cuando sabes que es demasiado tarde?

—No es demasiado tarde, Isabel.

—Sí —murmuró con desolación—. Cuando se ha apelado a la muerte durante mucho tiempo, el Señor escucha tus plegarias.

—Digas lo que digas, no le pides la muerte, le pides la vida. Y esa vida, el Señor todavía te la puede dar.

—Es demasiado tarde.

—Madre, ¡abrid la verja! —gritó Hernando.

La abadesa y el confesor intercambiaron una mirada.

—Esa mujer es mi esposa. Me pertenece… ¡Abrid esa puerta! —repitió.

Con un gesto de la cabeza, doña Justina dio orden a la hermana tornera de que obedeciera. La pequeña puerta chirrió en los goznes. Hernando se precipitó tras la reja. Isabel trató de huir. En dos zancadas, la atrapó. Se resistió.

Debilitada por el ayuno y las vigilias, ya no podía defenderse. La lucha duró poco. La derribó con brusquedad, la aferró y se la llevó en brazos. La fila de religiosas se abrió delante de él. Cruzó entre ellas mientras apretaba contra su pecho su fardo inanimado.

Petrificadas, las clarisas miraban el largo cabello negro que ondulaba hasta el suelo, esa cabellera de viuda que temblaba como una bandera alrededor del capitán.

La llevó a través del atrio hasta la carroza que lo esperaba delante del pórtico. Depositó su presa en el coche, montó y cerró de un portazo. Se le oyó gritar:

—¡A Castrovirreyna!

La pesada puerta de entrada de las clarisas volvió a cerrarse tras la trápala de los caballos, que partían al galope.

***

Nunca se había visto nada semejante.

El rapto de doña Isabel Barreto, perpetrado a plena luz, por su propio marido, con la bendición de su confesor, en presencia de la abadesa y de las religiosas, era contrario a todas las leyes del buen gusto.

Incluso en materia de escándalo, esa mujer desafiaba todas las costumbres y suscitaba la sorpresa.

Había comenzado su vida en el mar como conquistadora. Deseaba terminarla tras los muros de un convento como penitente. Si se hubiese detenido ahí, la gente tal vez no habría encontrado nada que decir.

Pero, en lugar de oscuridad, silencio y paz, rompía sus cadenas y se escapaba de la prisión que se había impuesto, para huir, extasiada, en brazos del hombre que amaba: su esposo ante Dios, su amante, que la adoraba.

Tenía entonces cuarenta años.

Su rapto duró menos de un minuto…

¡Se seguiría hablando de él en Lima cuatro siglos más tarde!