IV
DOS GALLOS EN UN MISMO CORRAL
Cuando Petronila se dirigió a la sala capitular al acabar los oficios de la tarde, se encontró ya reunidas a la abadesa y a su consejo. Las cuatro religiosas ocupaban, bien tiesas y rectas, sus escaños. Todas mantenían los brazos cruzados, las manos en sus mangas, la cabeza inclinada. Todas parecían sumidas en penosas reflexiones.
Petronila se apresuró a llegar a su asiento a la diestra de doña Justina. Ésta esperó a que estuviese sentada para comenzar:
—Después de haber rezado ardientemente, nos ha parecido, a las madres y a mí misma, que no debemos conservar el contenido del cofre de doña Isabel Barreto de Castro en este convento. Nos ha parecido que nosotras, pobres religiosas al servicio del Señor, no podemos juzgar este asunto y que conviene remitirlo…
—¿A quién? —le cortó Petronila con voz velada, faltando con esa interrupción a toda etiqueta.
Hubiese podido evitar ese arrebato: el capítulo se había reunido y estatuido en su ausencia. La decisión estaba tomada sin que hubiesen juzgado oportuno consultarla.
—¿A quién? —repitió—. ¿… A la Inquisición?
Doña Justina no hizo caso de su grosería. No respetar las formas no era propio de Petronila.
La abadesa prosiguió en tono melifluo:
—¿Por qué a la Inquisición? Este asunto no le concierne en absoluto. No. No a la Inquisición. A nuestro muy querido obispo, quien nos sabrá aconsejar… Las madres y yo misma deseamos proporcionarle todos los elementos que pudiera necesitar… Nos gustaría que nos escribieséis lo que sea necesario que sepáis sobre el pasado de su hermana.
—¿Yo? ¡No sabría hacerlo!
—Lo haréis muy bien. ¿No lo habéis compartido todo con doña Isabel?
—En nuestra juventud solamente.
—Contad, pues, vuestra juventud.
—No hay nada que decir antes de su matrimonio.
—Precisamente. Evocad para nuestro obispo las circunstancias de su primer enlace con el adelantado Mendaña…
Doña Justina hablaba hacia el frente, sin volverse hacia Petronila, a la que se dirigía. Su voz retumbaba, como desencarnada, bajo la bóveda:
—… Creednos que, si nos hubiese sido posible interrogar a doña Isabel en persona, no hubiésemos recurrido a nadie. Pero doña Isabel no se ha dignado asistir a los oficios en todo el día. Hasta donde sabemos, vos misma ignoráis dónde se encuentra.
—Doña Isabel no se esconde —respondió Petronila—. Su ausencia durante los oficios me hace temer más bien que sufre algún malestar.
—Quiero creerlo así. Y compartimos su inquietud. La cuestión es saber cómo podemos ayudarla.
La religiosa que se sentaba a la izquierda de la abadesa aclaró secamente:
—Suponiendo que doña Isabel nos haga todavía el honor de encontrarse entre estos muros… De lo que nos cabe duda.
—La esposa de don Hernando de Castro, la viuda de don Álvaro de Mendaña, nunca infringiría las leyes que nos prohíben franquear nuestras murallas —replicó Petronila de manera altiva.
—Sea como sea —concluyó doña Justina—, os rogaría que nos hagáis llegar una pequeña relación que instruya a nuestro obispo sobre el caso que esperamos someter a su juicio. Una relación escrita, ya que parece incapaz de hacerla de viva voz. Hablo de unas páginas tan sólo… Casi nada. Los puntos esenciales. Por ejemplo: ¿Doña Isabel se confesaba de forma regular durante su infancia? ¿Iba cada día a misa? ¿Cumplía con todos los mandamientos?
—¡Mi hermana siempre ha sido muy piadosa! En casa de mi padre, en la hacienda…
—Eso es. Lo habéis entendido. Describidme las prácticas de doña Isabel cuando era joven… Tenéis una letra muy elegante, doña Petronila, para mí es un placer leerla… Más agradable que los registros de vuestra hermana, los del célebre cofre… Los puntos esenciales…
***
Inclinada sobre su mesa, armada de pluma y tintero, Petronila se dedicaba al trabajo que le habían pedido. Trataba de cumplir con las órdenes y se dirigía a sí misma las preguntas que le esclarecerían todo al obispo.
Era inútil. Ni una línea en la buena dirección. Ni una frase que respondiera a las preguntas de la abadesa.
Su pluma chirriaba en el silencio. Tachaba las palabras que había esbozado, reflexionaba y volvía a su escritura.
De nuevo, era inútil.
Mantenía la mano en suspenso y trataba de retomar el hilo de sus ideas. «¿Cómo mostrar la naturaleza de Isabel de manera coherente?», se preguntaba.
Se podía querer a Isabel por tantas razones… Se le podían reprochar tantas cosas… ¿Su vanidad? Sí, desde luego, ¡su vanidad! Demasiado orgullo, demasiada coquetería, demasiada violencia, demasiada autoridad. Petronila le pedía perdón al Señor por no haber ayudado a su hermana a encaminarse hacia la luz y hacia la paz de Dios. Le pedía perdón por sus propias debilidades, mientras se acusaba a sí misma de esa turbación que ya no lograba dominar.
Se levantó.
Descalza sobre los azulejos, iba, venía, se quedaba plantada ante su mesa, caminaba, hacía un alto sobre su cama, luego volvía a pasear. Incapaz de razonar. Incapaz de escribir. Incapaz de rezar. Incapaz incluso de acostarse. En cuanto se tumbaba, las voces volvían a su cabeza, regresaban las imágenes.
Volvía a ver la casa de su infancia, a pocos cables del hospital reservado a los indios en la plaza de Santa Ana. La misma vivienda evocaba una fortaleza, un bloque robusto donde se sucedían tres patios blanqueados con cal. El primero les estaba reservado a los hombres. El segundo a las mujeres. El tercero al servicio. Cada patio contaba con un piso cuyas ventanas daban a la balconada interior. Nada asomaba a la ciudad, salvo el porche de entrada. Fuera, en la calle, justo al lado de la puerta claveteada y del arco donde oscilaba una campana, brotaba agua clara en una pila. Allí iban a beber los habitantes del barrio, hombres y animales. Este surtidor, al que llamaban la Pila del Agua Barreto, alimentaba la fuente y el surtidor del patio noble. De allí salían varios caminos que bajaban hacia el barrio de los esclavos y la plebe. Al final de uno de esos caminos se alzaban las caballerizas y el picadero de arena, donde el capitán Barreto entrenaba sus caballos. Al final del otro sendero, el corral de toros de lidia y los campos donde pastaban: el gran orgullo de Isabel. Los toros.
Al evocar así la hacienda paterna, Petronila no encontraba ni alivio, ni alegría. Las imágenes se imponían a su pesar, le volvían una y otra vez las mismas frases como una cantilena. La voz de Isabel: «No me casaré con el adelantado Mendaña».
El episodio de la pedida de mano la obsesionaba. No la suya. La de Isabel.
Petronila se levantó y empezó de nuevo con aquel baile de San Vito, tratando de contarse a sí misma las escenas de la vida de Isabel de las que había sido testigo.
¿… Yo? ¿Cómo podría yo saber lo que pensaste? ¿Lo que sentiste, Isabel?
Me replicarás que lo sé todo de ti. ¡Mentirosa! No sé más que lo que has tenido a bien decirme.
Sí, en efecto, me explicaste las razones que gobernaron muchos de tus actos… Sí, pero durante una conversación sobre otro tema, cuando te ratificabas en tus elecciones, cuando tus móviles habían perdido toda importancia… Y mucho tiempo después de los acontecimientos.
A este respecto, tu pedida de mano por el adelantado Mendaña sigue siendo significativa. ¿Cuántos años te hubiesen hecho falta para mencionar delante de mí el asunto de tu matrimonio, al mismo tiempo, al mismo nivel, que ese otro drama, la experiencia de tu terrible viaje a Cántaros?
Tus gestos me sumieron tantas veces en los abismos de la duda… Me atrevo a decir que nunca cesaron de sorprenderme. Y con razón. No expresas nada. Interrogada por tus intenciones, guardas silencio. Con obstinación. Algunas veces me pregunto si no dejaste adrede que se asentara el malentendido. Por orgullo. A tus ojos, no comprenderte significa no ser digna de ti. Por consiguiente, ¿para qué explicarte? Las palabras, las confidencias se volvían inútiles.
El orgullo te matará.
Te lo repito, no obstante, es tu turno, habla, Isabel. ¿Cómo conseguiría yo que lo hicieras? Cuando pienso en nuestra juventud, la única persona a quien podría —tal vez— contárselo, es a ti. ¡Confieso que esa idea me parece paradójica!
De todas formas, hermana, ¡abusas al obligarme a esto!
Veamos. Empecemos por el principio…
El matrimonio. Tu matrimonio, contémoslo en tu lugar, ya que es lo que se me exige.
Al menos en mi cabeza, contémoslo…
***
Aquel día nuestro padre nos había reunido a todos ante el tentadero de los toros, al final de la propiedad, donde agrupábamos a nuestros toros de lidia, para observarlos y elegirlos. Fue hace más de veinte años, la víspera de la corrida en honor a la entrada en Lima del nuevo virrey. Según recuerdo, diría que se trataba del conde de Villardompardo.
Yo, por mi parte, no vivía ya en la capital. Pero en circunstancias excepcionales, con ocasión de las procesiones, de las corridas y de las fiestas de toma de posesión, mi esposo y yo residíamos en la hacienda.
Te vuelvo a ver al salir de la adolescencia, Isabel, de pie al lado de nuestro padre, contra la empalizada que rodeaba el tentadero… La sombra de tu perfil en la arena. Una silueta tan nítida que parecía tallada a cuchillo… La frente alta y arqueada. La nariz aquilina, como el pico de un águila. La boca demasiado pequeña, demasiado estrecha para la sensualidad de los labios. La barbilla voluntariosa. Y el cuello: una línea ancha, firme, que parecía interminable. Un porte de reina. Sobre ese punto, no había ninguna duda.
Me acuerdo de haberme dicho que dibujar tu perfil hubiese sido un juego de niños. Pero que reproducir tu retrato de frente, ah, eso, ¡eso hubiese sido una empresa mucho más difícil! Puesto que, de frente, no se te reconocía, eras incluso otro personaje. El óvalo de tu rostro suavizaba todas tus asperezas. Tu nariz parecía pequeña y tu boca proporcionada. Una chica diferente.
Sea como sea, se te mirase de frente o de perfil, creo que cualquiera, en cualquier época, te hubiese descrito como una belleza. No guapa. Ni atractiva, ni siquiera agraciada… Bella.
Algunos, para definirte, en Lima, añadían, sin embargo, el adjetivo «extraña»… «Doña Isabel, esa señorita de una belleza tan extraña», se decía al hablar de ti… En cuanto a eso, a tu rareza, ¡la gente no se equivocaba del todo! Pues hablar de la regularidad de tus rasgos era, en el fondo, no ver nada y obviar lo más importante.
¿Lo esencial…? El contraste entre tu piel de chica rubia y tus grandes ojos negros, relucientes como aceitunas. El contraste entre tus cejas, muy arqueadas, muy oscuras y tu cabello, de un oro que tiraba hacia el rojo, un color singular que sólo es propio de algunas hijas de Galicia. O, según nuestro padre, del norte de Portugal. Pretendía que, en las ondas de tu cabello, se respiraba el perfume de las grandes damas de su linaje. A lo mejor decía la verdad, aunque ambos no teníais nada en común. Eras alta, cuando él era bajito. Y tenías la tez pálida, cuando él la tenía atezada. Y, no obstante… El atractivo de tu rostro, como el de toda tu persona, se basaba en esa mezcla de clases: rubia y morena a la vez.
Diáfana y fuerte. Suave y dura. Tienes el brillo del oro y el del azabache. Lo claro y lo oscuro. Esas disonancias y esas dualidades que hacen tan singular tu apariencia se extienden, creo, a tu retrato moral.
Tienes dos caras, en efecto.
Con su desprecio habitual, Jerónimo, nuestro hermano mayor, te llamaba «la hembra Isabel… perra ya en la piel». Criada como un chico, sí, tal vez: una de las aberraciones de nuestro senil progenitor. Pero el manejo de armas no cambiaba en nada el asunto. Seguías siendo, según Jerónimo, «una bribona de la peor especie, que jugaba a todas las bandas, una mocosa peligrosamente femenina». No estaba del todo equivocado. Te encantaba gustar y conocías tus bazas. Nunca, por ejemplo, consentiste en vestirte como un hombre. Ni siquiera para montar a caballo, domar a los toros o pelear con la espada… En cualquier caso, yo sólo te vi con vestidos. No por respeto hacia las leyes de nuestro sexo. Ni por obediencia a la voluntad del Señor, que nos prohíbe vestir otro traje distinto al que ha elegido para nosotras… Por gusto. Por instinto. Nuestro padre se felicitaba de ello. No hubiese soportado que te parecieses a uno de nuestros hermanos.
—No me casaré con el adelantado Mendaña —le decías en voz alta, sin quitar los ojos de los animales que se lidiarían en la corrida.
Esa corrida, que debía cerrar las fiestas en honor al representante de su Majestad, revestía para nosotros, los Barreto, una particular importancia. La anexión de la Corona de Portugal a la de España nos hacía estar a los portugueses de Lima extremadamente preocupados por probar nuestra pertenencia a las tradiciones de Madrid.
La primera fiesta brava se había celebrado en Perú casi medio siglo antes, al día siguiente de la victoria de los españoles sobre los indios. Francisco Pizarro en persona había lidiado el segundo toro para probar el brillo de su valor y la justicia de su triunfo.
Desde entonces, todas nuestras grandes celebraciones acababan en el ruedo, a pesar de los edictos de la Iglesia, que, cada cierto tiempo, denunciaba el paganismo de esa «fiesta salvaje» y la prohibía. Era inútil. La tradición se conservaba.
Esa mañana de noviembre de 1585 se construían a toda prisa los arcos del triunfo y las estructuras de cartón piedra que debían jalonar el camino del virrey entre el puerto de El Callao y Lima. Se enarenaba la plaza de Armas, se cerraban las calles de alrededor, se montaban gradas a la sombra de la catedral. Sólo los nobles podían participar en ese juego que les devolvía a las alegrías y a los peligros de la guerra. Lidiaban a caballo, en el ruedo, como si fueran torneos.
El linaje de nuestra madre, la belleza de nuestros caballos, y, sobre todo, el coraje de nuestros toros de lidia, imponían a nuestro padre como maestro de ceremonias. Los mejores animales procedían de su ganadería. Lorenzo, nuestro hermano menor, pasaba por ser un formidable rejoneador. En cuanto a ti, Isabel, al día siguiente, serías presentada en sociedad, en la tribuna de honor con la nueva corte. Soñabas con ello. Todos nosotros, los Barreto, esperábamos con fervor esa corrida que nos destacaría como a una de las mayores familias de Lima y daría gloria a nuestro nombre.
En ese momento, Jerónimo, entonces de veintitrés años de edad; Lorenzo, de dieciséis; Diego, de quince; y Luis, de doce, observaban a los animales que les mostrabas. Nadie mejor que tú, Isabel, para seleccionar los animales más valientes y los más agresivos.
—No me casaré con el Adelantado —oí que repetías por segunda vez.
Habías abandonado la empalizada para instalarte en el saledizo, por encima del ruedo. Estabas encaramada sobre la barrera. Yo ya estaba apoyada allí en compañía de mi marido. Dominábamos el corral.
—Harás lo que se te diga —masculló nuestro padre.
Te había seguido a la barrera y estaba a tu lado con tres de nuestros hermanos… Lorenzo había saltado entre los toros.
—Decid lo que queráis, padre, ¡no me casaré con él!
—Ya me extrañaba a mí —se rió Jerónimo—. ¡La mocosa se concede un nuevo capricho!
Os odiabais desde la infancia. La historia venía de muy atrás. Te envidiaba más que nunca. Tu salud, tu energía, y, sobre todo, tu esplendor lo sacaban de quicio. Él, por su parte, no se parecía ni a nuestro padre ni a nuestra madre. Era tan alto como ancho, todo grasa y músculo. Mal querido, se había vuelto malvado.
La experiencia, sin embargo, le había enseñado algunas reglas vitales: no intervenir en los diálogos entre padre e hija.
Jerónimo abandonó la barrera y se apartó.
—El Adelantado tiene un cuarto de siglo más que yo —soltaste frívolamente.
—¿Y qué? —gruñó nuestro padre.
—Pues que…
Dejaste tu frase en suspenso, afectando indiferencia. Seguías con la mirada, pretendiendo tener mucho más interés por la agresividad de los toros que habías seleccionado para Lorenzo.
Aquél, un año menor, era alto y rubio como tú. Se hubiese podido pensar que erais mellizos, tanto os parecíais. Cuando veía a Lorenzo con los toros, tenía la impresión de verte a ti, inmóvil, atenta, en su lugar.
Varios indios, que corrían a su alrededor, se esforzaban por hacer salir a los animales de su querencia —su lugar preferido— y trataban de obligarlos a que cargaran. Si los toros se abalanzaban sobre lo que se movía en la otra punta del ruedo, si se arrojaban contra los sombreros que se agitaban a lo lejos, si se ensañaban con los trozos de tela que se abandonaban al huir de ellos, era una señal de su instinto para la lidia.
Una muy buena señal.
Una de las bestias había arremetido, clavándole los cuernos, contra la empalizada con un ruido sordo, como de hachazo, reventando la madera justo delante de nosotros.
Nuestro padre no pudo evitar retroceder. Tú seguiste impávida.
—Pues que —proseguiste— no me casaré con él. ¿Queréis que os diga algo? Un acuerdo con vos no entra en sus proyectos. ¿La prueba? Hace seis años que Mendaña volvió a Lima y no os ha venido a visitar ni una sola vez.
—¿Seis años, dices? ¿Hace tanto?
—Seis años.
—Es que está demasiado ocupado para casarse…
—¿Demasiado ocupado para casarse con una persona que le aporta cuarenta mil ducados? ¡Vamos! Tiene otros tratos en la cabeza, otra novia, ¿qué sé yo? Una concubina india como Jerónimo. ¡Pues muchas gracias! Tenemos que pensar en otro matrimonio más ventajoso para mí.
—No te estoy pidiendo consejo.
—¡Pues yo os lo estoy dando de todas formas!
Contrariamente a tu coquetería y buena compostura de costumbre, tenías aquel día unos mechones revueltos sobre la frente, la falda llena de barro, los codos y las botas agujereadas. Sin lugar a dudas, las galas a las que tanto afecto tenías te hubiesen molestado para trabajar con los peones en el fango del tentadero.
Al día siguiente, en la tribuna de honor, estarías irreconocible, serías una maravilla, ya lo sabía yo. Había visto tus preparativos y tus ensayos. Tu cabello de oro rizado con tenacillas, las cuchilladas de tus mangas salpicadas de perlas de nuestra madre, el pecho adornado con herretes y la barbilla alzada, sobre una gorguera inmaculada, enorme, como a ti te gustan. Un despliegue de lienzo que lavaba y encañonaba en esos momentos tu ejército de lavanderas indias.
Incluso sentada sobre la barrera, le sacabas a nuestro padre una cabeza. A tu lado, parecía casi inofensivo.
No había que fiarse de ello. Para todos nosotros, seguía siendo un amo tan temible como imprevisible.
—En cuanto a casarme con cualquiera —añadiste con frivolidad—, si continúa esperando, seré yo quien será demasiado vieja.
—Tienes diecisiete años.
—Voy a tener dieciocho… Petronila estaba casada con catorce.
Temiendo vuestros comentarios en presencia de mi esposo, me alejé unos pasos.
Pero era imposible no oíros: estabais subiendo el tono.
—Soltaste bastante gritos contra el matrimonio de Petronila —replicó mi padre.
—Sí, puesto que ella no tenía ninguna inclinación por ese estado. Y el hombre a quien la ha entregado es un viejo mercenario que le pega. Pero yo… yo puedo aspirar a algo mejor.
—El Adelantado es de una ascendencia mucho más noble que tu madre. Y ha sido recibido por el rey.
—Tal vez, pero se dice que ha perdido su fortuna. Que ninguna gran familia querría dar a su hija a ese pordiosero.
Esta vez, el argumento surtió efecto y nuestro padre reaccionó:
—¿Quién afirma tal cosa? —vociferó.
Prudente, eludiste la respuesta y preferiste no citar tus fuentes.
—Sea como sea, nunca ha venido a reclamarme.
—Vaya, pequeña, vamos a arreglar la cuestión inmediatamente.
El Adelantado vivía cerca de nosotros. Tras saltar la barrera, nuestro padre subía ya por la avenida. Le vi salir a la calle. Si el objetivo de tu maniobra había sido provocar tu encuentro con «tu prometido», lo habías conseguido.
Yo sabía lo que nuestro padre ignoraba. Que te las habías arreglado para ver a don Álvaro. E incluso varias veces.
No había nada de extraordinario en ello. El Adelantado era famoso en todo Perú. Lo habías localizado.
En tus escapadas a la ciudad, te vestías como las tapadas, como todas las mujeres de Lima que trataban de mantener el anonimato. Un gran mantón andaluz en la cabeza, que te bajabas hasta la frente; la mitad del rostro oculto por el faldón de la tela; un ojo cubierto, el otro despejado. Ver sin ser vista. Una de tus grandes especialidades.
Nunca comprendí muy bien adónde ibas así disfrazada. Sin duda en busca de baratijas, de cintas o de encajes que las revendedoras no venían a vender a casa. En esa década de 1580, no era, sin embargo, un pueblo lo que cruzabas, ¡sino el mayor mercado del Nuevo Mundo! Cerca de once mil personas vivían en nuestras calles, tan largas, tan populosas como las de Nápoles o Milán: un enorme damero creado de la nada por Pizarro diez años antes. En la calle de los Plateros, en la de los Matarifes, en la de los Zapateros, que se cruzaban perpendicularmente, las casas bajas y encaladas no recordaban ya a tenderetes improvisados. Incluso las tabernas donde los canallas que bajaban de las minas iban a negociar con sus barras de plata, incluso las chicherías donde los mestizos que trabajaban para nuestro padre se emborrachaban con alcohol de maíz, incluso las construcciones todavía más modestas estaban enjalbegadas y parecían, por fuera, bien construidas.
En la plaza de Armas, a la sombra de las dos torres de nuestra catedral, que no dejaban de crecer, pululaba toda una abigarrada población. ¿Te acuerdas? Bajo los balcones de madera y las galerías balconadas del palacio, el pueblo iba a ofrecer sus joyas. Era antes de la sucesión de terremotos… Aventureros con armaduras, mercachifles, músicos, jornaleros. Incluso los nativos de las altiplanicies, con mirada triste, se reunían alrededor de la fuente del centro de la plaza, en la que corría el agua. A ellos también les gustaba ese lugar. Mostraban allí el producto de sus pueblos: los sacos de tela para las alforjas de los burros, los pocos hilos de lana que habían conseguido hurtar de los telares que pertenecían a sus amos.
¡Tengo tal nostalgia por ese periodo de nuestra juventud! Era allí, alrededor de la fuente donde las indias de nariz aquilina le predecían a una el futuro en unas conchas, donde una discutía el precio del oro o de las gallinas, donde una cambiaba sus cerdos o sus colgantes, donde una trocaba sus bandejas de plata por joyas. A ese reino del pequeño comercio, convergían las tapadas, aristócratas con velo, plebeyas disimuladas, en busca de la buenaventura. O de buenos negocios… Como tú.
En la catedral, el obispo bramaba cada domingo contra el pañuelo que cubría a las criollas de Perú: un velo que decía heredado de los pueblos musulmanes, un legado de las mujeres moras a las que, no obstante, se había expulsado de España.
Vociferaba en vano. Como con las corridas, la tradición perduraba.
En la cuestión de la decencia —o más bien de la indecencia de las tapadas—, varios de nuestros virreyes habían perdido ya la guerra. El último hasta esa fecha había acabado incluso por desentenderse, alegando mediante decreto oficial que si los padres y los maridos no eran capaces de controlar la vestimenta de sus mujeres, no veía cómo podría impedirles a todas las hijas y esposas que vagaran de incógnito. Pero quedaba la Inquisición… Mas una prolongada práctica os permitía, a vosotras, las tapadas, burlar la vigilancia de sus agentes. Yo misma te vi deslizarte tu velo sobre los hombros, con una gracia furtiva y veloz que sólo era propia de ti. Te las apañabas siempre para aparecer con la cabeza descubierta ante los eclesiásticos que te perseguían.
Se decía que las tapadas de Lima se dirigían a citas románticas. Tú no. Tú menospreciabas esas costumbres. Tu belleza, sin embargo, te había acostumbrado a los miramientos. Eras de una coquetería insoportable. Me habías contado que Mendaña no te había concedido ni una mirada. Por lo general, los transeúntes se mostraban sensibles a la perfección de tus formas, a las que el mantón se adaptaba. Él, nada. Ni siquiera curiosidad, ni una turbación, ni un sobresalto, algo. Sin embargo, te habías tomado la molestia de cruzarte en su camino en diversas ocasiones, apañándotelas para cortarle el paso varias veces, en un sentido, en el otro… «Cualquiera en el lugar de ese hombre hubiese sospechado algo», te decías. El más discreto hubiese reaccionado. Salvo ése: ¡el personaje al que se te destinaba desde tu nacimiento!
Yo, por mi parte, consideraba que los modales de don Álvaro inspiraban confianza. Tú sentías su indiferencia como un ultraje y una amenaza.
Reconocías que tenía buen aspecto, sí.
Me lo habías descrito como un hombre alto. De espaldas anchas. De cintura fina. La tez pálida a pesar de sus travesías. El cabello y la barba cortos, bien arreglados, de un rojo que tiraba a ceniciento… En realidad, completamente gris.
Sus largas manos, sin guantes, una sobre el pomo de su espada, la otra moviéndose sobre su capa al ritmo brusco, demasiado rápido, de su paso, estaban salpicadas de pecas. Y sus ojos, grises también, provistos de largas pestañas, miraban hacia el frente. Manifiestamente a otra parte. Y manifiestamente con prisas. Habías notado todo eso.
Siempre taxativa, resumías el conjunto con unos pocos adverbios y dos adjetivos. Guapo. Pero viejo. Muy, demasiado, viejo.
Esta vez, no obstante, tu veredicto no te satisfacía: me lo habías confesado.
Por lo general, un vistazo te bastaba. Con razón o sin ella, te gustase o no te gustase, creías saber frente a quién te encontrabas. Juzgabas a alguien con la primera mirada. Te reservabas el derecho a cambiar de opinión, pero afirmabas tener una idea clara de lo que pensabas.
Al cruzarte con Mendaña: nada. Ninguna opinión. Ninguna idea. Y tu perplejidad te empujaba a querer precipitar las cosas. No habías desafiado a nuestro padre más que con ese objetivo: obtener una respuesta. Sí o no. ¿Matrimonio? ¿Ruptura? Una decisión.
No podías evitar pensar en ese hombre que no te reclamaba. ¡Harta, harta de esa interminable espera que llevaba a la ausencia y a la duda!
Nuestro padre y los numerosos admiradores de Mendaña nos lo habían descrito como uno de los mayores navegantes de todos los tiempos. El país mítico, el paraíso perdido que los conquistadores buscaban desde hacía más de medio siglo —El Dorado—, lo había encontrado Mendaña, él, con veinticinco años. Había descubierto las islas de las que el rey Salomón había extraído sus riquezas: el oro, el oro, el oro con que la Biblia decía que Salomón había recubierto el templo del Señor en Jerusalén. Hoy conservaba en su cofre el acta que le permitía tomar posesión, en nombre de España, de todas las tierras que todavía pudiera descubrir en el Mar del Sur. Poseía el derecho a gobernarlas. Y a legárselas a sus herederos durante dos generaciones.
Más de lo que Colón y Cortés habían obtenido nunca para sí mismos. Eso hubiese bastado para suscitar tu interés.
Pero te habían llegado otros rumores.
Algunos describían al mismo personaje como un iluminado, un soñador y un loco. ¿La prueba? Había vuelto de sus célebres islas hacía diecisiete años y no lograba regresar. ¿Por qué? Pues porque, durante todo este tiempo, los consejeros de los tres virreyes que se habían sucedido en Perú lo habían juzgado incompetente para ello. Eran antiguos enemigos de su tío, el gobernador Lope García de Castro, hoy fallecido, y se vengaban en el sobrino de las humillaciones de antaño.
Se decía que la existencia de don Álvaro de Mendaña se había convertido en una serie de preparativos y de partidas fallidas, de arrestos y encarcelamientos.
Tenaz, tal vez. Buen marino, sin duda.
Sus detractores compartían, sin embargo, la misma certeza en cuanto a su valor.
Incapaz y mediocre.
Poseía a sus ojos un defecto insuperable, una tara que lo hacía inútil para cualquier clase de conquista: la bondad. Parecía, asimismo, incapaz de sobrevivir entre los cortesanos y no había aprendido a pelear en el frente de las intrigas.
La bondad y la ausencia de cálculo…, ¿eran precisamente esos dos defectos los que antaño habían entusiasmado a nuestro padre, tan desconfiado por naturaleza? Él mismo había ponderado el interés que tendría al casar a una de sus hijas con el que se convertiría en marqués del Mar del Sur, cuando hubiese colonizado las islas de oro. El reparto de El Dorado —un quinto para el rey, el resto a repartir entre el conquistador y el proveedor de fondos— parecía una empresa digna de consideración.
Esa perspectiva lo había llevado a proponerle, por primera vez, a Mendaña el uso de la dote para sufragar su aventura. En la época, ambos habían juzgado el asunto concluido y la boda hecha. Hasta don Álvaro había vendido la piel del oso antes de cazarlo: se había presentado en Madrid como un hombre casado con la hija de un gran conquistador portugués de Lima.
Esa mentira, que se anticipaba a los acontecimientos, buscaba tranquilizar a la Corona, muy pendiente de no dar su favor a los aventureros solteros, a todos los desarraigados que sembraban el desorden en las Américas. Su Majestad trataba, por el contrario, de fomentar el desarrollo de una sociedad estable, fundada en la familia. ¿Qué había más tranquilizador que una esposa que compartiese en las colonias la existencia de su marido?
La administración real había sido informada de la auténtica situación del Adelantado, a la par en que él mismo se enteraba de la toma de hábitos de nuestra hermana mayor, Beatriz, su primera prometida. Luego se había enterado de mi propio matrimonio. Había deducido de ello que el capitán Barreto se había cansado de esperar. En cuanto a él, arrastrado por el aluvión de acontecimientos, se había acabado olvidando del nebuloso asunto de esas bodas soñadas y fallidas en Lima.
Esa mañana de 1585, cuando nuestro padre apareció en su casa para renovar su oferta matrimonial y ofrecerle a su tercera hija —una rubia de ojos negros de nombre Isabel, que describía como una maravilla—, la constancia del capitán Barreto hizo mella en don Álvaro.
Cuarenta mil ducados significaban dos galeones.
A semejanza de todos los marinos, Mendaña era supersticioso… ¿Isabel? Qué coincidencia: su propia madre se llamaba Isabel. Ella también era rubia con los ojos negros. Otra coincidencia, había nacido Isabel de Neyra y García de Castro… Isabel de Castro. Tu verdadero nombre.
El trato llegaba en el momento oportuno. Un regalo de la providencia. Ese enlace estaba escrito.
Después de todos esos años perdidos, don Álvaro no esperó un minuto. Abrió una botella, brindó con su futuro suegro y justificó la rapidez de su acuerdo apelando al concurso de circunstancias que le predestinaba a ello.
Mendaña, sin embargo, se guardó de rectificar algunos detalles concernientes a las fechas.
Contrariamente a la leyenda familiar que todos nosotros perpetuamos, no naciste el mismo día de su partida a las islas de oro del rey Salomón, pues no partió aquel día. Cuando terminó la ceremonia, antes de zarpar, unos vientos contrarios lo habían llevado de nuevo al puerto. No levó anclas de una vez por todas más que el 20 de noviembre de 1567, es decir, tres días después de Santa Isabel. Pero ¿qué importaba eso? Había elegido a Isabel de entre todas las santas como patrona de su expedición. A su primera tierra, a su primera isla, a su primera playa del Pacífico, «a cuyo descubrimiento —decía— le debo la emoción más intensa de su vida», le había dado ese nombre tan querido: Isabel. A su regreso, en noviembre del año siguiente, cuando una tempestad causaba estragos, cuando sus dos barcos se hundían, la santa le había devuelto su amor. El naufragio era inminente. La tempestad había arrancado los mástiles, las olas se habían llevado el timón. Rezando ante la estatua, le suplicaba a santa Isabel que intercediese ante el Señor por la salvación de sus hombres. Y santa Isabel lo escuchó. Los vientos amainaron. Las olas retrocedieron. Era el 17 de noviembre de 1568. Exactamente un año después de que zarparan los barcos de don Álvaro de Mendaña en el puerto de El Callao. Exactamente un día después de tu nacimiento.
En la vida de don Álvaro, aquella fiesta seguía siendo su fecha de la suerte. Durante diecisiete años, todos los 17 de noviembre, había celebrado el día de Santa Isabel con gratitud y nostalgia. Pero su patrona ya no le fue tan favorable.
Ese día, sus esponsales con una señorita Isabel que se ocultaba a pocos pasos de su casa, hacían la aventura y la victoria —su regreso al archipiélago de las islas de oro— de nuevo posible.
Quedaba conocer a su prometida.
Cogiendo sus sombreros, ambos hombres se dirigieron sin rodeos a nuestra hacienda.
Tuvieron que atravesar más que unas pocas calles para llegar a la propiedad.
—¡Has querido que el Adelantado te reclame! —gritó nuestro padre al alcanzar el tentadero—… Pues ten, y no sólo eso, ahora te exige: ¡te lo he traído para que lo veas!
Saltaste de la barrera.
—Aquí tienes a tu enamorado, al que llamabas a voz en grito: viene conmigo para echarse a tus pies.
Como tú, me puse lívida.
Yo te miraba. El cabello en la cara, la piel impregnada por el olor potente de los toros… Ninguna española, ninguna limeña, ninguna mujer en el mundo hubiese deseado mostrarse a su prometido en ese estado. Nuestro padre lo sabía. Tu coquetería y tu orgullo eran famosos. Desde tu infancia, les prestabas mucha atención a las apariencias y ponías tu pundonor en mostrarte perfecta.
La perfección… Con el tiempo, tu instinto de niña pequeña se había transformado en necesidad.
Para sobrevivir como una igual entre los varones que te rodeaban, no podías más que obligarlos al deslumbramiento y al respeto. Imponerte a ellos mediante una soberbia que los mantenía a distancia. La educación de nuestro padre no te dejaba otra elección: debías superarte a ti misma. Había hecho de ti la encarnación de una gran dama española, tal como las soñábamos en Perú: una española a la que no se podía obligar, ni comprar, ni siquiera acercarse. Para ser claros: lo contrario de una mujer ordinaria. Siempre peinada, siempre enjoyada y siempre perfumada. Ese día, tu rostro era tu única máscara.
Al pillarte en el trabajo con los animales, en este mundo donde todos nosotros, incluso los más humildes, les damos tanto valor a la nobleza y a la prestancia, nuestro padre te sometía a un desaire.
Evidentemente, lo sabía. Su crueldad era consciente.
Era muy propia de él; sus contradicciones, sus rarezas, sus cambios de humor: auténticas transformaciones que ni él mismo podía comprender y que no dominaba.
Trataba de humillarte, hablando tan alto que incluso los indios, en el corral, habían dejado de prestarles atención a los toros.
Todo el mundo observaba la escena.
Tú estabas de pie, enfrente de ambos hombres. El que te presentaban era tan alto que te tapaba completamente. A él yo lo veía de espaldas. Nuestros hermanos se habían acercado. Ellos también trataban de captar el sentido de las bromas de nuestro padre.
—Es esto lo que querías, ¿no? Se casa contigo. ¡Tal cual! Aunque tengas esas sucias pintas.
Yo había seguido a nuestros hermanos, muy cerca del Adelantado. Su expresión mostraba claramente su sorpresa. Lo vi fruncir el entrecejo. Agachó la cabeza.
Mi primera impresión fue parecida a la tuya… Nada. Los envolvías a ambos con una mirada que no parecía augurar nada bueno para tu «prometido».
Sin duda nuestro padre comprendió que debía cambiar de registro. O callarse. No lo tuvo en cuenta. Algo lo incitaba a desafiarte delante de don Álvaro.
¿Era la perspectiva de perderte, el miedo a la separación que probablemente nunca había sopesado antes de ese momento? ¿La necesidad de demostrarte que seguía siendo tu amo después de todo? ¿Un dolor, una envidia sorda hacia ese acontecimiento, tu matrimonio, que, no obstante, había deseado y desencadenado?
¿O bien el miedo a dejarse embaucar por su futuro yerno? ¿Por qué Mendaña le había dado su aprobación tan rápidamente? Quizá porque su bolsa estaba vacía, porque se sabía un hombre mayor, acabado, arruinado. Quizá porque el interés de los Barreto por ese matrimonio sólo le reportaba ventajas.
Por cómo lo conocía yo, nuestro padre se sentía timado.
Engañado por ti, que lo habías obligado a ese trámite. Engañado por el Adelantado, que lo había aceptado.
Se había dejado manipular, había reaccionado sin reflexionar.
En ese momento, creo que te odiaba. Que os odiaba a los dos.
—Examínalo, hija mía, examínalo, tu prometido, del que decías que era todo canas, que andaba muy encorvado. Aquí lo tienes, encorvándose ante ti.
Don Álvaro se llevó la mano a la espada. ¿Iba a vengar ese insulto? No tenía reputación de actuar a sangre caliente. Pero se decía que, enfadado, podía mostrarse terrible.
Sospecho que él tampoco comprendía en absoluto la ironía de nuestro padre. ¿Por qué esos sarcasmos? ¿Estaba borracho el capitán Barreto? Apenas habían compartido una botella hacía un momento: no, Barreto no podía estar ebrio. A menos que lo estuviese de antes. Barreto se había plantado en su casa, esa misma mañana, con proposiciones insensatas…
El Adelantado te observaba y lo que leía en tu rostro le hizo contenerse. Se obligó a mostrarse cortés y condescendió a una sombrerada, que no te dignaste en responder.
—Cuarenta mil ducados… Dos galeones. ¿Quién, hija mía, no aceptaría cualquier cosa por dos galeones?
Por segunda vez, el Adelantado se dispuso a desenvainar. Tenía pálidos hasta los labios. Iba a hacer callar al capitán Barreto.
La ojeada que le dirigiste a nuestro padre lo detuvo: ante tu vergüenza y sufrimiento, don Álvaro decidió no provocar un escándalo.
Más tarde me diría que no se esperaba encontrarte tan llena de pasión y de vida. Ni tan atractiva.
Mientras él experimentaba su flechazo, tú te esforzabas por contradecir lo que nuestro padre había proclamado. «Aquí tienes a tu enamorado, al que llamabas a voz en grito». No concediste ni una mirada, ni un saludo a tu «enamorado». No le dispensaste ni una palabra. «Examínalo, hija mía, examínalo, tu prometido, del que decías que era todo canas y canas, que andaba muy encorvado. Aquí lo tienes, encorvándose todavía más ante ti». Ningún interés. Ninguna curiosidad.
El mensaje estaba claro: el marido que te presentaban seguía siendo invisible para ti. Literalmente, no existía.
Pero tu ira hacia nuestro padre no se la ocultaste a nadie.
—Vuestra grosería no tiene igual, padre —le soltaste—. En lo que concierne a vuestra nobleza de espíritu… ¡Tenéis un alma mezquina y no sois vos más que un lacayo!
Ostensiblemente le volviste la espalda, una vejación tan pública como la que acababas de sufrir.
Nos quedamos petrificados. Te volviste para casa.
***
Aquel día, y todas las semanas que lo sucedieron, le demostraste a nuestro padre que no podría obligarte a nada. Y que nunca te casarías con el hombre al que te destinaba. Por mucho que tu prometido te hubiese aceptado, tú lo rechazabas.
—Si no te casas con Mendaña, no te casarás con otro. Te encierro en un convento.
—Lejos de vos y lejos de los hombres: qué buena perspectiva.
—¡Eres un monstruo! —gritaba nuestro padre—. ¡Así es como me pagas lo indulgente que he sido contigo! No serás presentada en sociedad… Ni misas, ni procesiones, ni corridas, ni bailes: sólo saldrás de esta habitación casada con el hombre que yo te he elegido.
—¡Entonces, no saldré nunca!
—Te prohíbo las visitas. Petronila no vendrá a consolarte. Estarás incomunicada entre las cuatro paredes de tu cuarto… Para toda la vida si ése es mi deseo.
—Al menos, estaré en paz.
—¡Tú no quieres a nadie!
—Y vos, padre, ¿queréis a alguien?
***
Tu reclusión puso la casa patas arriba. Nuestra madre seguía siendo el poder en la sombra. Pero tú habías sido la reina durante diecisiete años. El alma, la cabeza, la mano, la auténtica dueña de la hacienda. Tu prodigiosa energía, tu sentido de la organización, tu inclinación por el poder, se echaban en falta por todas partes. Del más humilde de los indios al más arrogante de los mestizos, los criados, en tu ausencia, hacían lo que querían.
La familia se dividió pronto en dos bandos. El de Jerónimo, que hacía vigilar tu puerta con sus hombres y sus perros. El de los «pequeños», Luis y Mariana, que trataban de comunicarse contigo engatusando a las criadas.
Nuestra madre, como los demás, había tomado partido. Ella, que, por lo general, se mantenía lejos de los problemas, lo proclamaba alto y claro: al negarte a obedecer, le faltabas a Dios, le faltabas a tu familia y faltabas a tu propio deber. Habías olvidado tu sexo y tu condición.
***
Yo me imaginaba que la condena de nuestra madre te horrorizaba en lo más profundo. El miedo a faltar a tu deber te atormentaba desde la infancia. Incluso de pequeña, tenías tan alto sentido del honor que nada lograba hacer que te desdijeras de tu palabra cuando la habías dado… ¿Podía ser que nuestra madre, tan noble y tan sabia, tuviera razón? Llorabas en silencio. Pero no cedías: «No me casaré con Mendaña.».
Yo, mientras tanto, no comprendía en absoluto tu testarudez. La elección de don Álvaro de Mendaña y Castro de Neyra no podía ser mejor. Nuestra madre lo decía. Lo repetía incluso. La pureza de su linaje, así como los aliados de su familia y el poder de sus parientes en España eran su carta de recomendación en Perú. ¡Un excelente partido!
El argumento de la diferencia de edad para justificar tu negativa no era de sentido común. Nuestra madre, sí, se había casado en primeras nupcias con un marido con medio siglo más que ella. No tú. Al acusar a don Álvaro de ser un anciano, exagerabas, como siempre… No tenía ni cuarenta y cinco años.
¿Qué significaba esa resistencia a la voluntad de nuestro padre, esa disputa entre vosotros que estaba causando estragos?
A pesar de tu espectacular grosería con él, no podía dudar del respeto que le tenías. A pesar del carácter difícil de los dos… ¡Ni una nube, ni una riña, desde tu nacimiento! Nunca habías ocultado tu adoración por él. Aprobabas todo lo que hacía. Lo admirabas.
Y él, por su parte, no había dejado de darnos, a nosotros, sus otros hijos, pruebas evidentes de su preferencia por ti. En la hacienda, e incluso en Lima, vuestro amor era de una notoriedad pública.
***
«No me casaré con Mendaña…».
¿Cómo hubiese podido imaginar yo que ese proyecto de matrimonio te servía de pretexto para oponerte a nuestro padre en otro frente? ¿Que ese enlace no era el auténtico tema de vuestra disputa? ¿Que la edad de Mendaña, su ausencia de fortuna y lo ambiguo de su reputación no tenían relación en absoluto, o muy poco, con la batalla que estabas librando? ¿Que el tono de nuestro padre, tu humillación en el tentadero, te habían afectado menos que otros sarcasmos y otras deshonras?
En el fondo era otra escena. Otro error del capitán Barreto.
El enfrentamiento entre vosotros se remontaba, en realidad, a aquel incidente: tu visita a la encomienda de Cántaros, tres semanas antes.
Nuestro padre, por su parte, se guardaba de mencionar ese viaje delante de mí, delante de nuestra madre o de cualquiera. Y, si, por casualidad, pensaba en ello, era para lamentar en voz alta no haber hecho caso a su instinto. No revelaba más.
Siempre se había negado a llevarte al altiplano. Siempre te había mantenido al margen de sus viajes por la cordillera con sus hombres. No porque temiera nada por ti: sabía que eras capaz de enfrentarte a agotadoras marchas forzadas y a todos los peligros.
Pero eras una criolla. Mediante ese argumento, justificaba su resistencia a dejar que lo siguieras. Decía que, por mucho que supieras montar a caballo y manejar las armas, seguías siendo un vástago de segunda generación. Nacida en Lima. Ablandada como todas las hijas de los colonos.
Ah, las mujeres de Portugal o de Extremadura, las escasas mujeres que habían seguido a las Américas a su marido, a su hermano o a su amante. ¡Aquéllas eran otra historia!
Según decía, no pertenecías ya a ese universo. Sí, ni siquiera tú… Un mundo en donde los conquistadores hacían entrar en razón a los salvajes y les llevaban la Verdad mediante la guerra a ultranza… Una guerra que, con toda la buena fe, afirmaba que no iba buscando. Pero, alegaba, la resistencia de los indios a la Palabra de Dios, su crueldad y sus traiciones les obligaba a defenderse, a él y a todos los demás españoles.
Ante ciertos espectáculos, podrías alterarte. ¿Quién sabe? Llorar, gritar… o solamente contarlo.
—Ahí arriba no hay sitio para ti —te había repetido durante años.
—¿Dónde está mi sitio, si no a vuestro lado?
Buena respuesta.
—¡Bien que lleváis a mi hermano Jerónimo! ¿Qué diferencia hay entre él y yo? Ninguna. Salvo que yo soy más valiente y menos tonta… Si me habéis criado como lo habéis hecho, es que me juzgáis digna de ello… En cualquier caso, digna cuando tenía cinco años. ¿Por qué ahora ya no? Dadme la ocasión de probaros a vos, a mí, al cretino de su hijo mayor, que soy claramente la persona que vos creéis. Ponedme a prueba. De otra manera, todos vuestros esfuerzos por forjarme un alma a vuestra medida habrán sido en vano. Ha llegado mi momento.
Así lo acosaste durante años.
Y tuvo la debilidad de acabar dejándose convencer.
Con un resto de prudencia, sin embargo, no escogió el viaje más difícil. No te llevó a las dos encomiendas cercanas a sus minas de plata. Allí reinaba una atmósfera mucho más feroz que en la parroquia de Cántaros.
—Al final, el resultado hubiese sido el mismo —masculló en cuanto llegasteis.
Las cosas habían acabado mal como acababan siempre con esos a los que llamaba «perros y cerdos indios». Era de prever. Y lo había previsto. No tenía nada que reprocharse. Hasta Dios y el rey estaban de acuerdo con él. No, no había nada que reprocharse. La ley lo autorizaba a recaudar un tributo a los individuos que Pizarro había concedido al primer marido de nuestra madre. El capitán Barreto poseía, pues, el derecho a hacerles trabajar en su provecho, siempre que los protegiera y los evangelizase.
Lo que él hacía.
¡E incluso de buena gana!
Nos repetía a menudo que, para cristianizar a los fieles que la Corona le había confiado, no había reparado en gastos. Se felicitaba de sus obras, de las que se sentía muy orgulloso.
Así, sobre los cimientos de los templos incas, en cada uno de sus pueblos, había edificado una gran iglesia. Los dos campanarios blancos dominaban los muretes de piedras negras, las terrazas de color verde ocre, los cultivos en espaldares. Desde todos los lados se veían las dos torres rasgando jirones de nubes. Bajo la luz del cielo siempre plomizo, la iglesia brillaba.
Delante de la plaza había despejado una explanada y construido un calvario: una gigantesca cruz, blanca, clavada sobre cuatro bloques oscuros, cuatro escalones infranqueables que hacía poco habían servido de altar a los sacrificios de los bárbaros incas. Alrededor de la explanada, había hecho construir casetas y graneros, una serie de pequeños edificios unidos por arcadas. El conjunto evocaba, de muy lejos, las galerías comerciales de la plaza de Armas en Lima y Cuzco.
Era allí adonde los jefes indígenas iban a llevarle los tributos que ellos mismos habían recolectado en toda la región en su ausencia. Por desgracia, sus caciques, los jefes que reinaban en sus pueblos, eran cómplices de los demás indios: ¡unos ladrones y traidores todos que trataban de engañarlo! En consecuencia, se esforzaba por adelantarse a sus picardías engañándolos a su vez.
Como mi marido y la mayor parte de los encomenderos, nuestro padre manipulaba los pesos y trucaba las balanzas que calculaban los productos en especie —el maíz, las balas de algodón, los estéreos de madera—, el célebre tributo que la ley imponía a los indios.
Falsear las cuentas, manipular los pesos: esa práctica era corriente. Nuestro padre se jactaba, sin embargo, de haber inventado algunos ardides más ingeniosos. De acuerdo con el sacerdote, había tenido, por ejemplo, la idea de maquillar el calendario religioso y de reducir en sus encomiendas el año a cuatro meses. ¿De qué se quejaban en sus tierras? La recaudación de los tributos —no una, sino tres veces al año— le obligaba a volver más a menudo: ¡eso era una sobrecarga de trabajo para él! Pobre del cacique que hubiese tenido la veleidad de protestar ante las autoridades. La capital se encontraba a casi quinientos kilómetros y Jerónimo acosaba a los recalcitrantes con una persecución sin misericordia.
Ante los castigos que se vio forzado a infligirles, Lorenzo me contó que habías reaccionado como nuestro padre esperaba de ti. No habías manifestado ninguna sorpresa. No habías proferido ningún grito, ni esbozado el menor gesto. Ni tratado de intervenir o de protestar. Nada para interrumpir su tarea y hacer que cesara. Sólo habías palidecido un poco.
¿Y luego, durante el viaje de vuelta? Ni una pregunta. Ni un comentario. Ni una palabra.
Todo perfecto.
Pero cuando nuestro padre hizo una broma sobre «los vicios de esos cerdos de indios sodomitas», le lanzaste una mirada que lo interrumpió en seco.
Al bajar de nuevo hacia Lima, me contó Lorenzo, te habías mantenido apartada de los hombres. Habías guardado silencio. Él, por su parte, no había notado nada en particular.
Debo reconocer que, durante vuestra llegada a casa, yo tampoco había notado nada.
Supongo que nuestro padre, por su parte, se daba cuenta de que le respondías mediante monosílabos. Que apartabas la mirada cuando te miraba. Que tratabas de evitarlo.
No era hombre que se dejase tratar con frialdad.
«Vete al diablo», pensaba… ¡A él le traían sin cuidado tus cambios de humor! ¿Habías visto lo que no debías? Peor para ti. ¡Te lo había advertido! ¿Era su culpa si los indios de Cántaros eran unos cerdos? Otra vez no había nada que reprocharse. ¿Qué le importaba la reprobación, o incluso el juicio de una mocosa como tú?
Que te repusieras y todo volvería a estar en orden.
***
¿Cómo podía imaginarme yo que, desde tu regreso, tres semanas antes de la escena en el tentadero, habías dejado de dormir? Que, lejos de difuminarse con el tiempo, los colores, los sonidos, los olores de Cántaros, se te hacían cada mañana más reales. Cada noche más concretos.
Ni siquiera necesitabas cerrar los ojos. Volvían a surgir delante de ti los muretes y los cultivos en terrazas. Todos los matices de ese verde que caía en cascada en el valle, entre los picos acerados de las montañas. Volvías a ver la iglesia blanca, erguida bajo el cielo plomizo. El calvario blanco, los graneros blancos. Y a los indios vestidos de rojo, presos alrededor del caldero, delante de la plaza de Armas. Más preciso, más sofocante aún era el olor del fuego y de la pez que se te agarraba a la garganta.
Intentabas comprenderlo. Intentabas hacerte entrar en razón.
La guerra era la guerra. Pizarro no hubiese conquistado semejante imperio con sus ciento treinta compañeros si no hubiese castigado a los millones de hombres que se oponían a su avance. Sí, la guerra era la guerra.
Pero ¿en Cántaros? ¡Ya no había guerra en Cántaros! Ni siquiera una revuelta. Ni la más mínima veleidad de levantamiento. Nuestro padre no corría ningún riesgo… Los indios de la encomienda de Cántaros habían sido pacificados desde hacía treinta años, colonizados, evangelizados.
¿Cómo tu padre, de alma tan íntegra, de corazón tan recto, había podido ordenar tal carnicería?
Y, no obstante, te había gustado todo de ese primer viaje que te había llevado fuera de Lima… El calor aplastante de los días bajo un sol tan blanco que cegaba hasta a los animales. El frío glacial de las noches, vivaqueando sobre guijarros a orillas de ríos. El agotamiento. El miedo. Incluso los senderos a ras de los abismos, tan estrechos que no se podían recorrer más que a pie, manteniendo al caballo, no detrás, no delante, sino contra uno mismo, costado con costado.
Intentabas recuperar la sensación de sentir el peso de la cabeza sobre tus hombros, y el calor de otro cuerpo cuando impedías con todo tu peso que el animal cayese rodando por los abismos. Si tu caballo resbalaba, te arrastraría con él al fondo del abismo. Los más fuertes, los más resistentes, no siempre lograban contener a su montura. Los mejores, los porteadores indios, caían y desaparecían con su llama. Sabías que, por el Camino del Inca, nuestro padre perdía de dos a tres hombres cada vez. Y que los riesgos se multiplicarían al volver, cuando se bajara con los tributos hacia la costa, llevando los sacos de víveres, las gallinas y los cerdos.
No querías pensar en el viaje de vuelta después del espectáculo de Cántaros. Querías regresar al comienzo. A la excitación de pertenecer a esa columna que seguía los pasos de los conquistadores, que remontaba los ríos, cruzaba los precipicios, avanzaba a través de las nubes.
Hubieses querido detener ahí el hilo de tu memoria.
Al llegar al pueblo, habíais atado los caballos al abrevadero de abajo.
Habíais subido en procesión hacia la iglesia, resbalando en los charcos del adoquinado de la calle. Allí, nada de balconadas, como en Lima, nada de porches de piedra, nada de portadas esculpidas. La miseria estaba por todas partes. Por el reguero de en medio, rodaban los excrementos y caía el agua de las montañas.
Sonaban las campanas. Una vibración triste que os acompañó hasta el promontorio.
El sacerdote, en cabeza, llevaba la cruz. Vosotros cuatro —nuestro padre, nuestros dos hermanos, tú misma— avanzabais de frente bajo vuestros grandes sombreros de paja. Los hombres iban con botas, la espada a un lado. Tú, con un vestido, como era conveniente. Detrás, caminaban los blancos a nuestro servicio: los soldados que os habían acompañado y los capataces que hacían reinar el orden en Cántaros. Luego los cinco caciques, con los hombros cubiertos por sus largas capas rojas, los collares y todos los distintivos de su nobleza sobre el pecho, los bastones de mando y las insignias de su cargo en la mano. Por último, la tropa de los indios, que guardaban silencio y no parecían vivos.
Habías escuchado la misa en primera fila sola en el lateral de la nave izquierda. Ninguna mujer estaba a tu lado o detrás de ti. Los hombres —los blancos— se congregaban en el ala derecha. Los indios se quedaban fuera.
Contrariamente a la ley que les reconocía un alma, nuestro padre había decretado que ninguno de ellos podía entrar en su iglesia, ni siquiera los jefes. El sacerdote los había bendecido colectivamente desde lo alto de un palco de madera entre las dos torres que dominaban la explanada.
Caciques y criados rezaban sobre la explanada, arrodillados ante las puertas de la iglesia, abiertas de par en par. Una pantalla de madera les bloqueaba la entrada y les ocultaba el altar que, por respeto al Señor, no podía ser visto desde fuera.
En esa pantalla, dividida en dos paneles, bullían unos personajillos pintados, de los que te acordabas claramente. A la derecha: los indios buenos que desfilaban tras los sacerdotes y los españoles. A la izquierda: los indios malos, en el infierno, unos quemándose en calderos hirvientes, otros devorados por monstruos parecidos a cerdos.
Tú me dirías un día que, sin embargo, no habías intuido nada.
Después de la misa, nuestro padre te había invitado a quedarte en la iglesia. Incluso te ordenó no salir. Entonces, todavía no habías adivinado nada. Ni siquiera pensaste en discutirle. Había hecho cerrar las dos puertas detrás de él, sin pensar en que te sumía en la oscuridad. De nuevo, no protestaste.
En realidad, no aspirabas más que a eso. A quedarte sola. No para rezar, sino para disfrutar del instrumento que habías visto a un lado de la nave. Un órgano minúsculo que los indios habían construido a instancias del sacerdote anterior. ¡Eran tan escasas las ocasiones que tenías de tocar libremente!
Sabías que eras muy buena al órgano.
Te habías regalado el placer de aquellas armonías atronadoras…, todos los himnos que te sabías sin partitura. Toda la iglesia se había puesto a temblar.
Entre dos antífonas, habías oído claramente la voz de nuestro padre, que soltaba una sarta de injurias. Estábamos acostumbradas a sus groserías. Llamaba «marranos» y «perros» a todos sus criados en Lima. Tú misma no dudabas en utilizar ese mismo vocabulario indecente.
Tocaste durante mucho rato. Sin el más mínimo presentimiento, ni la más vaga idea del espectáculo que se estaba representando fuera.
Tras haber agotado el repertorio de salmos que conocías de memoria, fuiste a tientas hacia la salida.
El brillo del sol poniente te cegó.
No comprendiste, no en seguida, lo que hacían los dos grandes cerdos blancos, dos machos enormes que no estaban castrados. Habitualmente, los cerdos eran pequeños y negros. Aquellos dos te parecieron unos monstruos que corrían en zigzag por la explanada.
Nuestro padre se encontraba sentado de espaldas, presidiendo en un sillón, que habían instalado bajo las arcadas. Jerónimo estaba de pie delante de él.
El gesto del esclavo negro, al que llamaban en la hacienda el Verdugo, llamó tu atención. Esta vez, no tenía un látigo en la mano, sino un hacha.
Jerónimo se había agachado. Viste que tenía a un indio de rodillas, mientras Lorenzo forzaba a un hombre a extender el brazo sobre un tronco. El acero de encima de sus cabezas centelleó un instante y cayó. Ni un grito. Fueron los puercos los que gritaron y se abalanzaron hacia el tajo. El hombre de rodillas se había desplomado, con el rostro contra la tierra. El suelo estaba rojo de sangre. Jerónimo echó en un gran cesto el trozo que se había quedado en el tronco. Los puercos se precipitaron hacia allí. Agitó un instante el cesto por encima de sus rostros, avivando su codicia como lo hubiera hecho al alimentar a sus perros. Con un gesto lento y cansado, acabó vaciando el contenido sobre su cabeza. Una lluvia de manos cayó sobre los dos verracos, que se las disputaron entre gruñidos, y las devoraron.
Jerónimo levantó al indio, lo arrastró hasta el caldero y sumergió su muñón en la pez para cauterizarlo.
El amputado no perdería demasiada sangre. Iba a sobrevivir y a poder seguir trabajando… Como los otros veinte indios ya mutilados que titubeaban a pocos pasos. Algunos habían caído desmayados.
Jerónimo y sus hombres los volvieron a poner de pie y los agruparon delante de tu padre, que se había levantado.
El capitán Barreto dio unos pasos sobre la explanada para acercarse a los torturados. Plantado delante de ellos, les declaró en un largo discurso en español que eran ellos quienes lo habían obligado a castigarlos así. Que si le robaban de nuevo; si mataban y se comían sus cerdos una segunda vez; si trataban luego de huir a la montaña, como acababan de hacer, ya no sería la mano, ni el pie, ni la nariz…
Dejó su perorata en suspenso y se dio la vuelta.
Fue en ese momento cuando se cruzó con tu mirada.
***
Un intento de acercamiento… Vuestro trabajo con los toros, vuestro diálogo en torno a tu posible matrimonio, no habían sido más que eso: tu primer paso hacia él, tu primer intento de reconciliación.
Tu primer gesto de perdón desde el terrible viaje a Cántaros.
Bonito resultado. Te veías encerrada. Con la visita de tu confesor como único desahogo.
Jerónimo se jactaba de ello repitiendo hasta la saciedad esta frase, que, a sus ojos, resumía la situación: «No puede haber dos gallos en un mismo corral». Una alusión llena de elegancia sobre tus relaciones con don Álvaro y con nuestro padre.
***
Tu reclusión duraba ya casi dos meses. Las fiestas por la llegada del virrey habían pasado. No habías asistido a ellas. El castigo era total. El castigo debía ser levantado. Tal era el nuevo veredicto de nuestra madre.
Había sido una de las bellezas de Lima. Diecisiete nacimientos, sin embargo, la habían consumido y demacrado. No salía más que para ir a la iglesia o al hospital de la esquina de la calle. Visitaba a los enfermos, cosía, rezaba y aspiraba a estar en paz. Con nosotros, los once niños supervivientes, no elevaba nunca el tono. Sin embargo, no se mordía la lengua. Y su gracia, su misma lentitud, no impedían que pudiese mostrarse tan cabezota y persistente como tú.
Aquella mañana, cuando subía a sus aposentos, me pareció triste. Estaba sentada según su costumbre, con los pies sobre su brasero, la cabeza inclinada hacia su labor. Conversaba con nuestro Señor, como cada día en el silencio de sus aposentos: «Y este embrollo —murmuraba—, este embrollo, Dios mío —repetía tirando nerviosamente del hilo—, ¿por qué? ¡Por el capricho de una cría.!».
—Ah, estás aquí —me dijo cuando le besé la mano—. Te estaba esperando. ¿Tienes noticias de tu hermana?
—No sé nada más que los informes de sus guardianes, que obedecen a Jerónimo. Ha elegido incluso, para que la sirva, a su propia concubina. Y, de entre las chicas de la cocina, a la más aterrorizada y la más estúpida.
—Lo sé. Tu hermano se ha guardado mucho de darle a Inés, que la quiere y la obedece ciegamente… ¡Todo esto va a acabar mal! Y, la situación respecto de don Álvaro se ha vuelto insostenible: viene aquí a verla y a hacerle la corte. ¿Cómo confesarle a ese hombre bien nacido, bien educado, que mantenemos a su prometida encerrada porque no quiere saber nada de él? ¿Que ha dejado que la privemos de todo antes que aceptarlo? ¿Cómo reconocer delante de él tales locuras? Este escándalo debe terminar… Isabel debe obedecer. Haz lo que consideres conveniente.
Mi madre negaba con la cabeza. Seguía sin comprenderlo y desaprobándolo. Pero acababa de darme implícitamente permiso para hacer caso omiso a las órdenes de nuestro padre. Para verte, para hacerte entrar en razón y hacer que cedieras.
Llegar hasta ti no era cosa fácil. Las celosías de tu habitación no se abrían más que por el balcón de madera que había alrededor del segundo patio interior. Yo lo conocía bien por haber vivido en tu compañía hasta mi primer matrimonio. El gran ficus que se alzaba abajo, en el patio, quitaba toda la luz. La habitación era espaciosa, sin embargo. Y lujosa, a pesar de su austeridad. Los revestimientos de roble que subían a media altura por las paredes blancas, los marcos de las puertas y de las ventanas, de ébano, todo ese derroche de madera hablaba claramente de nuestra riqueza. Ninguna ostentación, no obstante. Nuestro padre reservaba la fastuosidad de los Barreto para los salones de la planta de abajo. Aquellos salones, más oscuros y más glaciales todavía que los aposentos privados, refulgían por el brillo de los objetos de orfebrería. Los candelabros de plata, las bandejas de plata, los jarrones de plata, realzaban las pinturas religiosas. Bajo los techos, que se habían construido bajos y abovedados contra los temblores de tierra, se erguía la efigie de Francisco Pizarro, al que nuestro padre seguía siendo fiel cuando los españoles se mataban entre ellos; y otros retratos de conquistadores con armadura, que unos artistas italianos, que no los habían conocido, habían representado.
No había nada semejante en nuestra estancia. Ni un cuadro. Sólo la silueta de un cristo de marfil, clavado sobre su inmenso crucifijo negro, encima de un altar donde se encendían una velas. Al fondo, en un cuarto, dormía la dueña que te había dado Jerónimo. Al pie de la dueña, en una silla, la criada. Esas dos te espiaban y le contaban a su amo las actividades a las que te consagrabas. Le contaban que te pasabas gran parte del día rezando ante tu oratorio. Y la otra, aseándote delante de la lámina que te servía de espejo. Vanitas vanitatum.
Me habían dicho que fingías vestirte cada mañana con el cuidado que hubieses puesto para presentarte en la tribuna de honor. Que les exigías que te lavasen la cara y las manos. Que cepillasen con cincuenta pasadas tu cabello y que lo peinasen con un moño. Que te volviesen a vestir con tu verdugado y todas tus enaguas. Que adornasen tus muñecas y tu cuello con encajes. Y ¡ay!, si el cuello no te parecía almidonado como era conveniente. Querías estar impecable. Incluso sola… Sobre todo, sola. En tales preparativos os ocupabais durante horas, tanto tiempo como lo juzgases necesario. ¿A qué venían esos preparativos? Era un misterio. Interrogada sobre ese punto por la concubina de Jerónimo, le habías respondido que, si tu «dueña» te hacía esa pregunta, no podría comprender la respuesta.
Por lo demás, por tus noches pasaban tantas pesadillas que ninguna de tus vigilantes conciliaba el sueño.
Podía imaginarme que la inmovilidad a la que te habían condenado, aquella inacción que no acababa, te estaba volviendo loca.
Sabía también que no cederías.
Nuestro padre preparaba un nuevo viaje. Esta vez, subiría a visitar sus minas. Jerónimo iba a desaparecer con sus hombres y sus perros.
En su ausencia, la vigilancia se relajaría.
***
—¡Petronila! Por fin, ¡gracias a Dios!
Me recibiste con un arrebato de alegría, me estrechaste entre tus brazos, me apretaste fuerte contra ti. Esas muestras de afecto, que no eran propias de ti, me impresionaron. Siempre me han encantado tus arranques de cariño. Sabes mostrarte tan calurosa… Pero sólo te atreves a entregarte a ellos raras veces. Por ello, tu amor no es sino más preciado.
El rumor de la partida de nuestro padre había llegado a tus oídos. Te imaginabas que nuestra madre se aprovecharía de ello y estabas contando los minutos.
A decir verdad, te encontré muy pálida y delgada, a pesar de tu aparente entusiasmo… Te habías quedado con mi mano en la tuya y me la besabas.
—Todas las tardes, para dormirme, pensaba en ti —decías—. Cada vez que tenía que pensar en algo grato, pensaba en ti… Si supieras, si supieras, Petronila, cuánto he soñado con esos momentos en que ibas en mi busca cuando era pequeña después de una pelea con Jerónimo. Ya entonces echabas pestes contra mí.
—Contra tu conducta —repliqué.
—Sin embargo, siempre me encontrabas… ¡Como hoy! Sabía que vendrías. Dime una cosa: los dos idiotas de Jerónimo… ¿Qué has hecho con esos dos idiotas que me espían?
—Tu querida Inés les ha dado un poco de esos polvitos cuyo secreto guarda.
—¿Muertos? ¡Bravo! Jerónimo podrá dárselos a los perros.
—Muertos, no. Inconscientes en las cocinas. En fin, eso espero… Jerónimo no se ha ido con los demás. Padre lo ha dejado aquí para dirigir la hacienda en su lugar.
—En mi lugar —me corregiste.
—Tenemos poco tiempo. Unas horas…
—¿Unas horas, dices? ¡Pero si eso es muchísimo tiempo! Déjame que te vea… ¿Estás esperando un hijo, Petronila?
Era consciente de que no me había puesto más guapa en los últimos meses. Y ya no esperaba ningún niño. Dios había llamado al Paraíso al bebé que llevaba hasta no hacía mucho. Eludí tus preguntas con otra cuestión:
—¿Tienes intención de hacer que dure tu suplicio mucho tiempo más?
—Ni un minuto más. Ven.
Me arrastraste hacia la puerta. Te retuve.
—No. Madre lo ha prohibido. Sólo he conseguido entrar en tu habitación tras prometerle que no saldrías de ella.
Retrocediste. No harías caso omiso de una orden de doña Mariana, yo era consciente de ello.
Traté de llevarte hacia un asiento.
—Hablemos, ¿quieres?
Me senté. Te quedaste de pie.
Me preguntaba cómo introducir al adelantado Mendaña en nuestra conversación.
—Son crueles… —suspiraste.
No lo comprendí.
¿Por qué no me hablaste en aquel momento de lo que habías visto en Cántaros? ¿Por qué no me dijiste que no lograbas superar tu aversión hacia los actos abyectos de nuestro padre? ¿Y que tu repugnancia por él, el hombre al que más amabas en el mundo, tu desprecio, se habían convertido en tu cruz? Si lo hubiese sabido, tal vez hubiese podido ayudarte.
Te pusiste a caminar de un lado a otro.
Agaché la cabeza y guardé silencio. No pensaba más que en cumplir mi misión: obtener de ti que aceptaras el matrimonio con el Adelantado. Y que cesaran la rebelión y el escándalo.
—¿Quién es cruel, Isabel?
—Los hombres.
—No contigo.
—Conmigo como con todo el mundo.
—El adelantado Mendaña…
—Ah, ¡ése! Intentan malvenderme a ese imbécil exactamente igual que te entregaron a ti, ¡a cualquiera!
—El Adelantado no es cualquiera.
—¡Un vejestorio al que le traigo sin cuidado!
—¿Por qué dices eso?
—Lo sé, basta con mirarlo.
—Eres tan joven… ¿Cómo podrías no gustarle? Tan fresca, tan pura…
—Y tú tan infeliz, Petronila.
Dejaste de moverte. Me observabas desde lo alto. Sentía tu mirada observándome. Agaché la cabeza. Levantaste mi barbilla con dulzura. Me rozaste el labio:
—¿Ha sido él quien te ha hecho esto?
—¿Quién es «él»?
—No te hagas la ingenua… Tu marido.
Me aparté y volví a lo que me había llevado allí.
—Nuestro padre está tan orgulloso de ti que quiere hacerte marquesa del Mar del Sur.
—Ese título no vale nada, no me interesa.
—¿Qué es, entonces, lo que te interesa? —Y añadí con una pizca de ironía—: ¿… Las conquistas y las hazañas del adelantado Mendaña tal vez?
—¿De qué estás hablando, mi pobre Petronila? ¿Las hazañas de Mendaña? ¿Qué hazañas?
Te sabía llena de mil novelas de caballería. Y del relato de las batallas de nuestro padre en Chile. Embelesada por las leyendas que sus compañeros hacían correr acerca de todos los tesoros por descubrir, como los hombres de nuestro entorno, como nuestros hermanos, soñabas con conquistar las cuatro partes del mundo. En cuanto al título de marquesa del Mar del Sur… si algo podía seducirte, Isabel, si algo podía tentarte, era aquello. Sólo las esposas de Cortés y de Pizarro llevaban el nombre de las tierras cuyos maridos habían conquistado en el Nuevo Mundo.
Te encogiste de hombros:
—Se dice que Mendaña ni siquiera trajo oro de las islas Salomón. Ni plata. Ni perlas. ¡Nada!
—De todas formas, tuvo que traer algo, si no, el rey no lo hubiese colmado de honores.
Se hizo el silencio entre nosotras antes de que yo añadiese:
—He visto a don Álvaro. Es un hombre más bien guapo.
—Blando.
—¿Blando?
—Sin valor, si así lo prefieres.
Tu acusación era tan grave, tan terrible, que justificaba plenamente tu conducta.
—¡Sin valor! ¿Por qué dices eso?
—Se dejó humillar delante de mí.
—¿Cuándo?
—El día de nuestra supuesta pedida de mano. En el tentadero. Ya lo viste, y también lo oíste… Se dejó presentar públicamente como un viejo… Pobre, estúpido, sin otro porvenir que su matrimonio conmigo. Un inútil que se arrojaba a mis pies por mi dote.
—Estás exagerando.
—No estoy exagerando nada. Aceptó que nuestro padre lo tratase de esa forma. No dijo ni una palabra, ni hizo un gesto para detenerlo… Nada parecido a un arranque de orgullo.
—Tal vez no quisiera desagradarte.
—Querrás decir: sin ninguna duda. O, más exactamente, no quería desagradar al capitán Barreto, que le entregaba mi fortuna.
—De todas formas, deberías hablar con él.
—¿Qué se le dice a un cobarde?
—Pero si viniese a liberarte de tu palabra…
—Puesto que no se la he dado, ¡no veo de qué me viene a liberar!
—Pero ¿y si él aceptase deshacer el compromiso?
—No lo creería.
—Y te equivocarías. Está dispuesto a romperlo.
—¿Cómo lo sabes?
—Así me lo ha afirmado.
—¿Lo has visto?
—Ya te he dicho que lo he visto.
—¿Tú también, Petronila, me tiendes trampas?
—No te estoy tendiendo ninguna trampa, Isabel. Ha venido aquí todos los días. Quería encontrarse contigo. Por eso…
—¿Por eso qué?
—Es a mí a quien se ha dirigido.
Me lanzaste una mirada hostil.
—Tienes tanto miedo, Petronila… Miedo de nuestro padre, miedo de tu marido, tanto miedo que traicionarías a cualquiera para sentirte tranquila.
—No seas injusta, Isabel. Estoy procurando que salgas bien parada del laberinto en el que te has metido.
—¿Qué laberinto? Mi nuevo confesor, el que me han dado para que me prepare para la boda, repite que el matrimonio es un sacramento que el marido y la mujer se dan el uno al otro. No ante el sacerdote, sino ante Dios. Un sacramento que, para ser válido a ojos del cielo, debe ser libremente aceptado… Y yo no lo acepto. Ya está dicho todo.
—Precisamente por eso… Escucha la propuesta que quiere hacerte don Álvaro.
—Soy toda oídos.
—Él te lo expondrá mejor que yo.
—Lo escucharé.
—Aquí y ahora.
Me puse en pie de un salto, crucé la sala, aparté las colgaduras.
Y te traje a Mendaña, que me esperaba fuera, en la galería.
La presencia de un hombre en tu habitación era de una indecencia tal que yo temblaba como una hoja.
Volví a sentarme. Te quedaste de pie, frente al intruso.