VI
EL DESEO INEXTINGUIBLE
De todos los acontecimientos de ese año 1586, tu matrimonio sigue siendo el único en mi memoria que no pareció una calamidad. Al contrario, fue un milagro. Un modelo de reconciliación familiar. A todo el mundo le compensaba. Jerónimo se alegraba, pues habías abandonado la hacienda para seguir a tu marido. Los «pequeños» estaban emocionados, pues habías salido de tu reclusión. En cuanto a nuestro padre, si bien tuvo por un momento la veleidad de contradecirte y de pretextar que la alianza con el Adelantado ya no le convenía, mi madre se encargó de que no siguiera por ese camino al presentarle tu capitulación como si fuera su propia victoria.
Él, por su parte, había vuelto satisfecho de su viaje a las minas. Traía varias barras grandes de plata que le servirían para pagar tu dote. En lugar de cuarenta mil ducados, al final fueron cincuenta mil los que recibió don Álvaro.
He hablado de la satisfacción de nuestra familia y no he dicho nada de tus sentimientos. Tu serenidad, tan contraria a los tormentosos meses que acababan de pasar, no le hizo dudar a nadie. A juzgar por el brillo de tus ojos al día siguiente de tu noche de bodas, don Álvaro había sabido conmoverte. Te habías casado con sus sueños. Lo aceptabas en su totalidad, en cuerpo y alma.
Don Álvaro, por su parte, parecía desbordado por la sorpresa y la alegría. Su enlace contigo le parecía la oportunidad de su vida. Un regalo de la Providencia. Lo decía, lo repetía. Contigo, todo se volvía posible.
En su empeño por volver a partir a las islas de oro, nunca había pensado en su felicidad conyugal. Al concretar lo que le había anunciado al rey tantos años antes, al casarse con la hija de un gran conquistador de Perú, retomaba los hilos rotos antaño, en los tiempos en que santa Isabel protegía sus intentos.
En realidad, su pasión por ti lo cegaba. ¡Le traía sin cuidado la fortuna que le aportabas! Se hubiese casado contigo aunque hubieses sido pobre. Y estado desnuda…Tú lo notabas.
Tras tu matrimonio, me demoré algunas semanas en Lima, aplazando todo lo posible la hora de mi regreso con mi familia política. Estoy, por tanto, segura de lo que digo. A este respecto, me viene una escena a la memoria, un momento en que os sorprendí en vuestra intimidad, a don Álvaro y a ti. Confieso que ese recuerdo me causa el mismo apuro que entonces, como si os hubieseis entregado delante de mí a alguna actividad de la que no hubiese debido ser testigo. Tranquilízate… No fue nada grave. Una escena en la cocina de la que no te he hablado nunca, pues sabía en la época, como lo siento hoy, que se trataba de otra cosa muy distinta a la comida.
Me explico…
La tradición dictaba que nosotros, los Barreto, cenásemos juntos todos los días. Y que, salvo nuestros criados indios, los esclavos negros, dos hermanas religiosas, y yo misma, cuando me encontraba en casa de mi marido, todos los hombres, las mujeres y los niños de la casa se reunieran en torno al cabeza de familia para dar gracias y compartir esa comida. Esta regla había sido instaurada por nuestra madre, que nos esperaba por las noches en la sala abovedada de la planta baja. Y ninguno de nosotros, del más mayor al más pequeño, ni Jerónimo ni ninguno de nuestros hermanos, nos hubiésemos permitido estar ausentes. Hasta los maestros de armas debían comparecer en la mesa. En cuanto a ti, se daba por supuesto que, a pesar de tu matrimonio con el Adelantado, continuarías sentándote al lado de nuestro padre, que él mismo presidiría en un extremo del enorme tablero, mientras don Álvaro iría al otro. Contra todo pronóstico, instituiste nuevas leyes. Digo «contra todo pronóstico», pues sé cuánto te gustaba nuestra algarabía familiar. Nos anunciaste que, en el futuro, tu marido y tú comeríais en vuestra casa, a solas, salvo el domingo y los días de fiesta… ¿A solas? ¡Jamás se había oído hablar de cosa semejante! En Lima, la mayoría de las familias convivían juntas. Ninguna pareja casada permanecía sola, a menos que no tuviera parientes o estuviera deshonrada. Tu voluntad, tan contraria a las costumbres, suscitó un último clamor. Aguantaste. Don Álvaro asumió la responsabilidad de la tormenta y nuestro padre tuvo que acabar claudicando ante la decisión de su nuevo yerno.
Una noche, al regresar de la iglesia en la que me había quedado hasta tarde, la víspera de mi partida hacia el sur, me detuve en vuestra casa para deciros adiós. No había nadie por allí, ni tus criadas, ni tus esclavas. Sin duda habías despachado a tu gente para la noche, pues llegué, sin ser anunciada, hasta la cocina, en donde estabais los dos. Me quedé en el umbral. En el marco de la puerta medio cerrada me llegaba el más exquisito de los aromas… Tú, que hacías a regañadientes las tareas domésticas —al menos las tareas destinadas a las mujeres—, habías preparado con tus blancas manos un cocido berciano, la olla de la provincia de León de donde era originario el Adelantado… ¿Cómo habías encontrado en Perú todos los ingredientes necesarios para los platos del norte de España? ¡Un misterio! Los garbanzos, sí, no había problema. Pero ¿el repollo? ¿El tocino y el chorizo ahumados? ¿La oreja y la cola de un cerdo que debía haber sido sacrificado no la víspera, ni siquiera la antevíspera: doce meses antes, un año con sus días y sus noches antes de la cocción? En cuanto a lo demás, ninguna esposa bien nacida se hubiese puesto ella misma a realizar un plato semejante. Una dama dirigía a sus criadas: no tocaba la carne, ¡y menos la carne de cerdo! Tú habías querido cocinar sin ayuda para tu marido. Acababas de poner tu marmita humeante sobre la mesa y le servías al hombre que amabas. Viniendo de ti, Isabel, que no le servías nunca a nadie, ese celo me resultó divertido.
Sin embargo, no fue aquello, tu amabilidad con don Álvaro, lo que me contuvo de daros señales de vida. Ni siquiera tu ropa. Llevabas un vestido de andar por casa que nunca te había visto, tan sencillo como inmodesto. No, fue el tono de tu voz, su alegría, cómo te iluminabas al contarle al Adelantado tus desventuras culinarias de las últimas semanas… Te burlabas de ti misma con una alegría a la que no me tenías muy acostumbrada. ¡Qué locuacidad! Un torrente de palabras… Don Álvaro se reía con la más mínima de tus bromas.
Pero tus zalamerías me sorprendieron menos que sus modos, o más bien su expresión al degustar el alimento que le habías preparado.
No ocultaba su placer. Se tomaba su tiempo.
Había dejado cuchillo y tenedor para deshojar el repollo con las manos. Lo desmenuzaba con deleite, sin quitarte la mirada de encima, mientras abría uno a uno los grandes pétalos nervudos de esa verdura campesina, como lo hubiese hecho con un capullo de rosa. Y tú, con un gran escote, de pie a su lado, hablando, riendo todo el rato, cogías su muñeca para chupar al vuelo, sin recato, el jugo que empapaba sus dedos.
Los gestos de ambos me hubiesen bastado para llenarme de vergüenza y de espanto. Pero lo peor estaba por venir.
Tu repentino silencio cuando sujetó tu muñeca, con semblante serio, tu palidez cuando envolvió tu mano con una caricia que no sabría describir, me causaron a mí una emoción tan intensa que retrocedí y escapé.
Sea como sea, vuestra felicidad no duró mucho. Menos de dos meses más tarde, una serie de desgracias se abatieron sobre Perú.
Cuando hablo de desgracias, creo que no ha habido muchos periodos más sombríos en la historia de nuestro país que los cinco años que sucedieron a la ceremonia de tu matrimonio en la iglesia de Santa Ana. ¿Cómo no recordar ese terrible terremoto del 9 de julio de 1586 que destruyó Lima a las siete de la tarde?
Las sacudidas duraron cuarenta días. No quedó ningún edificio en pie. Las torres de la catedral cayeron. El tribunal de la Inquisición y el palacio del virrey se vinieron abajo. La fuente de la plaza de Armas que tanto me gustaba, las arcadas que abrigaban las galerías comerciales, el puente sobre el Rímac…, todo desapareció en pocos segundos.
De la capital construida por Pizarro no subsistieron más que unas ruinas. La casa y los edificios de nuestra hacienda no resistieron mejor que los demás: se desplomaron. En su misericordia, el Señor quiso que no perdiésemos a ningún miembro de nuestra familia. Hasta nuestros criados, nuestros caballos y tus queridos toros sobrevivieron.
En otros lugares, la catástrofe fue total.
El maremoto que siguió a la primera sacudida destruyó toda nuestra flota en el puerto de El Callao. Unas olas, de veinte metros de alto, cayeron sobre los almacenes. Se adentraron en la tierra, barriendo los graneros y los cultivos. Yo, por mi parte, había regresado a casa de mi marido, en el sur, donde sentimos el temblor… Con menos violencia, sin embargo. Me escribiste que el Adelantado lo había perdido todo de nuevo. Las velas que se habían acumulado en previsión de su partida, las jarcias, las herramientas, los clavos, los mil objetos necesarios para su viaje que se esforzaba desde hacía tantos años por reunir habían quedado arrasados o se habían perdido.
La carta que me enviaste —como todas tus otras cartas— no decía nada de vuestro auténtico duelo.
Sólo el relato tardío y desgarrador de nuestra madre me hizo comprender la magnitud de los desastres por los que estabas pasando. Estaba bien situada para conocerlos, pues la habías acogido en tu casa, así como a Lorenzo y a los pequeños. Acampabais todos sobre los escombros de tu casa, de la que habías logrado reconstruir un ala para ellos.
Nuestra madre me contó que, después del terremoto, se propagó una epidemia de varicela, incluso mencionaba varias epidemias sucesivas: la varicela, luego la rubeola, luego el tifus, que diezmaron toda la región. Me dijo que la gente moría a millares y que, al hospital de Santa Ana, justo al lado, llegaban veinte enfermos cada día. Que estaban cubiertos por granos purulentos. Que los tenían hasta en los ojos, en la nariz, en el cuello. Y que, tras sufrimientos espantosos, esas pústulas acababan ahogándolos. El mal afectaba, sobre todo, a los indios, a los negros y a los niños.
Sucedió lo que nuestra madre se temía. Durante ese terrible periodo, que duró cuatro años, diste a luz tres veces. Y perdiste a tus bebés al día siguiente de su nacimiento.
De tu dolor ante los ataúdes de tus hijos no me hablaste nunca. En los años por venir, me confesarías incluso que, al contrario que las demás mujeres, tú eras incapaz de concebir… ¡Falso! Falso de todo punto. Ese embuste viniendo de ti, Isabel, que no sabes mentir, me impresionó tanto que me sentí… ¿Tonta? Creo que incluso llegaste a término con otros niños. Desconozco su nombre y su sexo, pues el Señor los llamó ante Él antes de su bautismo. Sólo siento que su desaparición te afectase tan profundamente que la negases durante toda tu existencia. Y que don Álvaro no se recuperase de ello mejor que tú.
Contra todo pronóstico, esos duelos contribuyeron a uniros más.
Te conozco, elegiste dejar a un lado tu tristeza. Y consolar a tu marido. Se había convertido en la gran admiración, la gran adoración de tu vida. Tratabas de ayudarlo, de sostenerlo, de hacer posible la imposible aventura por la que luchaba él solo desde hacía tanto tiempo. Con energías redobladas, intentabas proteger al hombre que amabas de nuevas pérdidas y de nuevas ruinas.
Nunca te cuestionaste el relato que nos hizo en tu habitación. Lejos de dudar de su palabra, estabas convencida de que don Álvaro se mostraba, por el contrario, demasiado modesto. Su franqueza y su integridad lo perdían. Al reconocer que no había traído oro consigo, minimizaba su conquista. «¡Ha descubierto El Dorado! —repetías—. Debe tomar posesión de su propiedad. Los tesoros de las islas Salomón le corresponden por derecho».
La Expedición se convirtió pronto en una empresa común: el hijo que no teníais. Por tu marido, te pusiste a organizar el viaje.
Partir. Partir. Partir…
El Señor decidió otra cosa.
Después del terremoto de julio de 1586, después del maremoto que destruyó El Callao, después de la hambruna y de la epidemia de varicela, después de la muerte de tus hijos, se perfiló un nuevo peligro. La irrupción en nuestras aguas del sucesor de Francis Drake: otro corsario inglés, más sanguinario todavía, un bandido de nombre Thomas Cavendish, que subía a lo largo de las costas y sembraba el terror en nuestras orillas. El Callao era para él una presa destacada. La mejor. Al tomar El Callao, conquistaría Lima.
Cavendish estaba llevando a cabo exactamente lo que don Álvaro se había temido. Había cruzado el estrecho de Magallanes, que creíamos vigilado y fortificado por el viejo enemigo de tu marido, el infame Sarmiento, como lo llamaba él.
El favor del que había gozado el infame Sarmiento ante el virrey Toledo le había permitido obtener de su Majestad Felipe II una responsabilidad inaudita: veintitrés barcos y ochocientos hombres para controlar el estrecho y repeler a los ingleses. La operación había acabado en catástrofe. Sarmiento había discutido con todos los capitanes, antes de abandonar a los colonos en las tierras que bordeaban el estrecho con el pretexto de ir a buscar víveres. No volvió nunca, pues fue capturado por un tercer corsario, sir Walter Raleigh, y conducido a Londres.
Los infelices que desembarcaron perecieron de hambre y de frío. El corsario Cavendish no encontró más de una docena que se opusieran a él. Se permitió el lujo de bautizar su colonia Puerto Hambruna y de no salvar más que a un español, uno solo, al que utilizó como guía hacia Lima.
Quiso la Providencia que Cavendish no atacara El Callao y que se contentase con arrasar nuestros puertos del norte. Consiguió, en cambio, tomar en México nuestro galeón procedente de Manila. Una pérdida considerable. El galeón le llevaba a nuestro rey las sederías de China, las especias de Asia y ciento veinte mil pesos de oro que debían permitirle a su Majestad financiar la guerra contra Inglaterra. Se nos infligió esa desgracia en el mismo momento en que los vientos y la tempestad destruían a nuestra Armada Invencible frente a las costas escocesas.
Parecía que Dios nos había abandonado.
En su infinita bondad, el Señor decidió, sin embargo, salvar Perú al darnos un nuevo virrey.
El sucesor del conde de Villardompardo, al que llamábamos el Tembloroso, pues siempre estaba enfermo, que no era otro que el primer pretendiente de nuestra madre, don García Hurtado de Mendoza, con el cual había navegado hacia el Nuevo Mundo, casi treinta y cinco años antes.
Nuestro padre también conocía bien a don García: había combatido bajo sus órdenes en Chile. Ese privilegio nos valía poseer hoy tierras en Cañete, la ciudad que habían fundado juntos y que llevaba el nombre del marquesado. Ese año de 1589, don García, cuarto marqués de Cañete, podía pasar con toda la razón por el protector oficial de mis padres. Le debíamos todo. El anuncio de su nombramiento despertó en nuestra casa una alegría desbordante.
El entusiasmo superaba ampliamente el círculo familiar… La ciudad estaba alborozada. Los veteranos de Chile, a los que antaño don García les había dado la victoria contra las tribus mapuches, sabían que levantaría el país. Tenía trabajo por delante. La inseguridad reinaba por todas partes. Los indios, víctimas de malos tratos, se sublevaron. Las tierras, devastadas por el maremoto, ya no se cultivaban. Sufríamos sed, pues carecíamos de agua. Los canales de irrigación, rotos, abandonados, habían dejado de funcionar. En cuanto a la flota, ésta se encontraba en un estado deplorable. Y, si bien el corsario Cavendish no había saqueado Lima, otros piratas ingleses se perfilaban en el horizonte.
Se decía que don García estaba hecho para la tarea. De cincuenta y cinco años de edad, pasaba por ser un hombre autoritario, colérico, muy pagado de su linaje, apasionado por la honra de España. Un Grande que amaba Perú con pasión y que impondría a su corte un protocolo calcado de la etiqueta de Madrid. Lo acompañaba su esposa, la hija del conde de Lemos, quien presidía el Consejo de Indias.
Nunca habíamos tenido una virreina residente en Lima. La propia madre de don García había muerto poco después de su llegada a Perú. Doña Teresa de Castro y Cueva sería, por tanto, nuestra primera soberana. Traía un batallón de meninas: sus damas de honor. Un regimiento de dueñas: las viudas que velaban por la virtud de las señoritas. Un ejército de camareras, una primera criada, una segunda criada, un maestro de ceremonias, un confesor, un médico, secretarios, pajes, hasta músicos y pintores italianos. El desembarco de ese centenar de personas, todas duchas en el terrible ceremonial español, todas entusiastas de los títulos y las genealogías, iba a transformar la atmósfera de la capital. Hasta el momento la residencia del virrey no había sido frecuentada más que por guerreros y hombres de leyes. Un entorno exclusivamente masculino en el que las amantes criollas o las concubinas indias no contribuían mucho a pulir las costumbres. Con la llegada de doña Teresa, con la instalación de ese enjambre de chicas y de viudas por casar, todas descendientes de los más altos linajes, el palacio se transformaría pronto en una réplica de El Escorial.
El ayuntamiento, impresionado, decidió organizar para la virreina una toma de poder independiente de la de su esposo. Me encargué contigo, Isabel, así como un centenar de otras esposas escogidas entre las familias de los notables, de recibir y de guiar a doña Teresa a través de su ciudad. Habitualmente, no seguíamos sino de lejos, desde lo alto de nuestros balcones, el paso del cortejo que caracoleaba bajo el arco del triunfo erigido al efecto a la entrada de Lima. Las ruedas de las carrozas tintineaban sobre los lingotes de plata que servían de adoquines a esa marcha triunfal.
Esta vez, la primera en nuestra historia, nosotras, las mujeres criollas, fuimos al encuentro de la virreina. Te vuelvo a ver con tus ojos negros, brillando de excitación ante el espectáculo del cortejo que avanzaba hacia nosotros. Doña Teresa llegaba del puerto de El Callao y se acercaba al son de las trompetas y de los tambores. Su enorme vestido de terciopelo verde rebosaba de su litera, destacando de lejos sobre las sederías púrpura que tapizaban su asiento. A su derecha se sentaba el anterior virrey, el viejo conde de Villardompardo. A su izquierda, su propio hermano. Detrás de ellos, piafaba la yegua que el ayuntamiento había adquirido en las cuadras de nuestro padre. Esa yegua negra, magnífica, que la virreina montaría en seguida, estaba enjaezada por un freno, unas cadenas y estribos de plata maciza. Nunca habíamos contemplado tal despliegue de riqueza en una hacanea. Los festones de la silla habían sido repujados, labrados, nielados y grabados por nuestros mejores orfebres. Tras el animal venían cuatro jinetes, luego cuatro caballeros con armadura. Todos a pie, con la cabeza descubierta en señal de respeto. Detrás de ellos zigzagueaba la larga fila de sillas de manos donde se sentaban las damas de honor. Éstas, con la mirada fija, la barbilla alzada por sus gorgueras, el pecho salpicado de perlas, no miraban a nadie… Y, sobre todo, no nos miraban a nosotras, a las criollas de Lima. Debo decir que íbamos mucho más enjoyadas que ellas. Me atrevería incluso a afirmar que todavía más guapas y orgullosas. La virreina nos confesaría más tarde que no había visto nada tan cargado de oro, de joyas y de encajes como el grupo de grandes damas limeñas que la esperaba delante del arco del triunfo. En aquella época, su Alteza no sabía todavía hasta qué punto exagerábamos el orgullo de ser ricas: las hebillas de nuestras jarreteras y las de nuestros zapatos, invisibles, estaban, ellas también, salpicadas de piedras preciosas.
Doña Teresa de Castro y Cueva, sin embargo, no podía ignorar cuánto nos impresionaban la gloria de su linaje y la grandeza de su persona: ¿no era ella la encarnación de la reina? En realidad, el miedo nos dominaba. Teníamos que ayudarla a bajar de su silla y permitirle franquear a pie la puerta de su ciudad. Quiso la Providencia que te tendiese a ti su mano para besarla y que la ayudaras a apearse. Te habías abierto camino hasta la primera fila. Cuando te pidió que le dijeras tu nombre, te cuidaste de utilizar el apellido de nuestra madre, el mismo que el de doña Teresa, a la que nos unía un parentesco muy vago y lejano. Te rogó que te quedaras a su lado durante el resto de la jornada. Sin duda ella misma se inquietaba por su propia conducta. De naturaleza tímida, se encontraba sola en un mundo del que no sabía nada, en una ceremonia que encabezaba en ausencia de su marido… El virrey no aparecería a ojos de sus súbditos hasta el día siguiente.
A petición de doña Teresa, la escoltaste a la tribuna donde esperaban los cargos oficiales para el acto solemne del juramento. Juró ante Dios y la Virgen María, por los Santos Evangelios y por la Santa Cruz, que secundaría al virrey para que nuestra ciudad conservara todos los privilegios, gracias y exenciones que su Majestad el rey de España le había concedido. Concluido el juramento, recorrió sobre su yegua engualdrapada de plata el camino que la separaba de la catedral. La noche de ese día memorable, la ciudad le ofreció unos fuegos artificiales que me indicaron que obtendrías tu recompensa. ¿No era tu marido el instigador del espectáculo? ¿No se encontraba en el origen de esa puesta en escena? Esa especie de guiño a la dama de sus pensamientos era muy propio de él. Un tributo tan discreto como orgulloso a vuestro amor. Una alusión que sólo tú podías comprender…
Y es que, en el centro de la plaza de Armas, se erguían cuatro columnas coronadas con cuatro estatuas. A medianoche, se encenderían, transformándose en una corona de llamas que danzarían alrededor de las estatuas, sin tocarlas, y les servirían de amparo. La primera representaba a una mujer montada sobre un toro: Europa. La segunda, una mujer sobre un dromedario: Asia. La tercera, una mujer a lomos de un elefante: África. La última, una mujer sentada sobre un caimán: América.
Las cuatro partes del mundo.
Del cuello de cada uno de los animales colgaban una cadena y un medallón donde destacaba, gigantesca, la «P» de su Majestad el rey Felipe II. A sus pies: una leyenda con una inscripción. Delante del toro de Europa, «Me habitat», Felipe vive en mí. Delante de Asia: «Me Vincit», Felipe me vence. Delante de África, «Me terret», Felipe me aterroriza. Delante de América, «Me possidet», Felipe me posee.
Doña Teresa conocía tan bien el sentido de las alegorías que comprendió instintivamente el homenaje de los continentes a su soberanía. ¿No encarnaba la virreina a la dueña del universo: España? El imperio en donde nunca se ponía el sol, un territorio más extenso que el mundo romano en los tiempos de su mayor extensión. Le susurraste al oído la primera de tus frases lapidarias que buscaban despertar en ella el sueño de otras conquistas: «Queda, sin embargo, un nuevo mundo por descubrir, Alteza… El continente austral».
¿Cómo pudisteis cobraros ambas aquel día en tan poco tiempo un cariño tan profundo? Entre vosotras hubo un auténtico flechazo de amistad. ¡Lo menos que se puede decir es que no os parecíais! Baja y morena, doña Teresa podía tener seis, ocho años más que tú, unos treinta. Se decía que era dulce, sumisa, piadosa, visitaba hospitales, vendaba con sus propias manos las heridas de los enfermos. Su confesor hablaba de ella como de una santa. Sí, ninguna duda: no teníais nada en común. Una muy gran dama… Noto que te pones nerviosa, Isabel. No te ofendas, en cuanto a la compasión, sigues siendo selectiva. Reservas tu caridad sólo para las personas a las que quieres. Hacia éstas, tu devoción es, en efecto, total. Pero hacia los demás…, salvo error por mi parte, no creo que hayas visitado nunca a los pobres. Ni siquiera que les hayas dado limosna. O muy pocas veces. O de mala gana.
Tu voluntad de servirles hoy en nuestro convento de Santa Clara no me parece sino muy loable. Sé por experiencia cuánto te repugna la miseria.
Sea como sea, las fiestas en honor de los nuevos virreyes duran ocho días. Si bien te habías perdido tu presentación en sociedad con ocasión de la toma de poder del conde de Villardompardo, te desquitaste desplegando todos tus encantos con ocasión de la de los marqueses de Cañete.
Parecías hecha para vivir en el entorno de los soberanos. La educación tan desacostumbrada que habías recibido te venía de maravilla para el papel de mujer de la corte. Te gustaba el poder y el fasto, hablabas latín, tocabas el laúd, sabías bailar. Dicho esto, quedaba aún un misterio.
Que sedujeras a doña Teresa por tu juventud, tu carácter y tu agudeza, puedo imaginármelo. De todas las criollas de su entorno, nadie podía iniciarla mejor que tú en los arcanos de su reino.
Que tú, por tu parte, adorases su grandeza, que admirases su paciencia y su piedad, que la quisieras sin reservas como tú sabes querer, eso también lo concibo. Pero ¿don García?
¿Cómo un señor tan austero como el marqués de Cañete aceptó que una persona como tú pudiera convertirse en la favorita de su esposa y gobernar su palacio?
A ojos de don García, la honra pasaba por encerrar a las mujeres. Al día siguiente mismo de las ceremonias de su entrada, nos envió tras los barrotes y enrejados de nuestras celosías. Durante su reinado, no pudimos hablar con nadie sin la presencia de una dueña. Él mismo dictó leyes relativas a nuestra conducta, leyes oficiales y muy estrictas, que pretendían ser el eco de las reglas de los monasterios. Excepto en las fiestas de la corte, a las que nos condenaba a asistir en silencio, debíamos estar constantemente ocupadas en alguna tarea doméstica o espiritual. Eso no me desagradaba, pues sé de la vacuidad de las cosas de este mundo… Pero ¿tú, que adorabas los placeres del mundo y corrías a la ciudad como una tapada? ¡Otro misterio más!
Una anécdota que sigue corriendo acerca de ti explique tal vez tu ascendiente sobre esa clase de hombre.
Se cuenta que al día siguiente de la entrada del virrey, cuando doña Teresa descansaba en un salón de su residencia en compañía de sus damas, un cacique de los altiplanos se presentó y pidió ser recibido. ¿El encuentro estaba previsto? Lo ignoro… Lo seguía una fila de indios. Depositaron a sus pies, con todos los respetos de los que son capaces los antiguos dignatarios incas, una viga de plata diez veces más pesada, diez veces más ancha y diez veces más grande que todos los lingotes que trajo nunca nuestro padre… Un presente de bienvenida, por el que doña Teresa le dio las gracias. En nombre de la aristocracia indígena, el cacique le preguntó si le haría el honor de tener en brazos a su nieta en la pila bautismal de la iglesia de su pueblo. Conmovida por encontrar en ese salvaje a un cristiano tan piadoso, tan noble, tan educado, doña Teresa no escuchó sino a su corazón: aceptó. Precisó, incluso, que no la representaría ninguna de sus damas, que iría en persona al bautismo de su ahijada. Ignoraba lo que nosotros sabíamos. Que la provincia de la que el indio se decía originario se encontraba a más de trescientos kilómetros al sudeste de Lima. Y que, detalle no desdeñable, su pueblo se situaba en un desierto helado a cuatro mil metros de altitud.
Demasiado tarde para desdecirse. Doña Teresa había dado su palabra.
Cuando don García se enteró de la imprudencia de su esposa, le entró uno de sus célebres ataques de rabia, el primero de la larga serie de enfados llenos de amenazas y de insultos que le valieron tantos enemigos. El torrente de acusaciones que les espetó a los testigos de la escena —a todas nosotras, las acompañantes de su mujer— no fue comparable a la avalancha de insultos que le reservó públicamente a la infeliz doña Teresa. Era aterrador. Nadie en el mundo hubiese osado interponerse para defenderla. Salvo tú, por supuesto.
Todavía tiemblo, con el mismo temblor que cuando te vi apartarte del grupo. Tu injerencia hubiese podido costarnos caro. Valerle a nuestra familia el destierro de la corte. Quién sabe, el exilio de Lima. A don García no le gustaba que lo contradijeran, a ese respecto tenía muy mala reputación… Todos sabían que, enfadado, podía mostrarse capaz de lo peor.
Sin tener en cuenta la etiqueta, avanzaste, con mucha calma, y le soltaste que no tenía motivo para enfurecerse ni siquiera para inquietarse. La barra de plata que el indio le había regalado a doña Teresa era de un valor inestimable y procedía de yacimientos de los que nadie había oído hablar. Por consiguiente, convenía devolverle la visita lo más pronto posible y subir a asegurarse, con él, de la existencia de esos yacimientos… Probablemente eran unas minas indias todavía desconocidas. Propusiste encargarte de la organización del viaje y acompañar a la virreina.
Contra todo lo esperable, no te echó con cajas destempladas. Te ordenó que te repusieras:
—Calmaos, hija mía, calmaos…
No parecías en absoluto agitada.
—No temáis más. Me enfurezco con facilidad, es cierto. Pero soy como la pólvora: estallo. Luego, no queda más que el humo.
Aparentemente había recobrado la tranquilidad, en efecto. Tu sugerencia le había complacido.
Debo reconocer que fuiste la única en presentarte voluntaria. Las grandes damas españolas, aterradas ante la perspectiva de ese viaje a la montaña, trataron de eludirlo. Nosotras, las criollas, que conocíamos las fatigas y los peligros de esa clase de ascensión, no nos mostrábamos mucho más valientes. Don García quiso obligarnos. Te las apañaste para ir sola con la virreina.
Cuando digo «sola», entendámonos. A continuación de vuestras dos literas, la interminable columna que desaparecía en la montaña contaba con tres capellanes, unos cincuenta caballeros, un centenar de soldados de infantería, otros tantos auxiliares indios: guías, porteadores, cocineros y criados.
Nunca supe bien lo que hicisteis allá arriba. Cuenta la leyenda que el indio había adoquinado con barras de plata el sendero que separaba vuestro campamento de la choza donde descansaba su nieta. Los capitanes que os acompañaban se encargaron de descubrir de dónde procedían esas barras. Encontraron las minas, en efecto. Gigantescas. Para ser precisos, eran minas de mercurio, tan raras como las vetas de plata… ¡Indispensables! Sólo el mercurio permitía separar rápidamente los metales preciosos de sus gangas de mineral.
Los hombres de don García le cambiaron el nombre a la aldea y le dieron el de nuestra muy querida soberana: Castrovirreyna. Don García expulsó de allí a más de dos mil personas el mes siguiente. Dos mil indígenas que desplazó a otras provincias.
Tras Potosí y Huancavelica, Castrovirreyna se convertiría pronto en la tercera ciudad minera de Perú.
Cuando pienso que todavía ayer reinabas sobre los palacios de esa ciudad que contribuiste a fundar, sobre sus iglesias, sus conventos, la catedral… ¿Ayer? ¿Hace cuánto de eso? Ni siquiera seis meses. Sí, ¡ayer! Antes de que tu segundo marido, don Hernando, al que el Señor hizo el más ilustre de los administradores de Castrovirreyna, se hiciera a la mar de nuevo contra tu voluntad. Y que en su ausencia vinieses a buscar refugio aquí, ¡a Santa Clara!
Pero me estoy adelantando.
Tu aventura en Castrovirreyna con la virreina dio como resultado la estima y la amistad de los marqueses de Cañete. Las de doña Teresa ya eran tuyas. Don García compartió sus sentimientos con la vehemencia que lo caracterizaba. Las celosas y los envidiosos dirían: con la ceguera por su pasión por una aventurera. Creo que le hacías gracia. Su esposa lo dirigía calmándolo con su dulzura. Tú lo sorprendías con tu nervio. Una palabra tuya, una palabra de ambas —la palabra apaciguadora de la morena y santa doña Teresa, la broma de la rubia y viva doña Isabel— influían en sus decisiones.
Tu favor aseguró el espectacular regreso a la corte del Adelantado, tu marido.
Al contrario que sus predecesores, don García seguía siendo un caudillo, un hombre que había participado en la conquista del Nuevo Mundo: consideraba que España debía controlar y poseer las islas, los continentes, las tierras en el Mar del Sur. Se mostraba bastante favorable a los nuevos descubrimientos. Pero era momento de otra clase de exploración.
Para complacerte, el marqués nombró al Adelantado inspector de la flota real. Don Álvaro se fue a estudiar las defensas de nuestras costas. Durante dos años, visitó cada puerto entre Lima y Panamá, cada bahía, cada cala, se recorrió todos los lugares en donde los ingleses podrían ampararse y ocultarse. Expuso, en un informe que don García consideró brillante, varios planes para protegerse de ellos.
Las conclusiones de don Álvaro revelaban en él al marino hábil y al estratega de genio. Le valieron el patrimonio de vuestra primera encomienda de indios en Tihuanaco, en el distrito de La Paz. Esa encomienda, que os aportaba tres mil pesos al año, os permitió mantener el ritmo de los más grandes dignatarios. Un maná del cielo, pues tú, obsesionada con tu proyecto, te negabas a malgastar tu dote en las diversiones de la corte. Unos años te habían bastado para descubrir los límites del palacio del virrey. Las luchas de poder que orquestabas, las intrigas en torno a la virreina, las rivalidades entre los criollos y los españoles, las pequeñas y las grandes damas, comenzaban a parecerte de una mezquindad insoportable. Pasado el primer deslumbramiento, tenías la sensación de que te ahogabas. Sin embargo, era imposible seguir a don Álvaro en sus viajes. A pesar de su benevolencia contigo, don García te mantenía encerrada como a las demás. No era de los de ceder ante tus caprichos y dejarte recorrer el puente de sus barcos.
Impresionado por las capacidades de tu marido, el virrey le envió luego a modernizar y a rearmar los galeones de su Majestad.
Tras dos nuevos años de ausencia y de un trabajo descomunal, el Adelantado conocía como nadie las corrientes y los vientos del Mar del Sur. Conocía, además, el nombre de los mejores navíos de su Majestad, la hoja de servicios de sus mejores capitanes, de sus mejores pilotos y de sus mejores contramaestres.
A su regreso, sin embargo, no aspiraba más que a una cosa: el reposo del guerrero.
Don Álvaro tenía entonces casi cincuenta años. Reconocía que ya no deseaba tanto como antaño lanzarse a lo desconocido… El contrato que había acordado con Madrid le obligaba todavía a financiarse él mismo la expedición. En términos más claros: a dilapidar su fortuna y a endeudarse por varias generaciones. Desde entonces sabía que sólo los inmensos galeones del rey serían capaces de soportar la clase de travesía que planeaba. Su adquisición excedía el coste que podía soportar un particular, aunque fuera acaudalado y tuviera varios socios. De todas formas, las propiedades de la Corona no estaban en venta y no lo estarían nunca. Don Álvaro ya no sentía el deseo de resolver ese problema. Sus últimas peregrinaciones a lo largo de las costas le habían hecho añorar una vida doméstica a tu lado.
Tú habías transformado su morada en una de las primeras residencias de la ciudad. Si bien no sabías hacer nada con las manos, ni coser, ni bordar ni cuidar de nada, sabías llevar una casa. Sabías dirigir a tus sirvientes. Y, sobre todo, sabías contar.
¡Lo menos que se puede decir es que tenías sentido para los negocios y afición por la comodidad! Don Álvaro podía mostrarse satisfecho. En ocho años de matrimonio, habías hecho fructificar sus bienes y construido un refugio fastuoso.
Don Álvaro se hacía preguntas.
¿Una casa, una esposa, unos hijos no le bastarían a su existencia? Tal vez. Tenía una mujer magnífica. Su corazón. Su alma… Una compañera que no se merecía. Excelente administradora por añadidura.
Era rico. Con el favor de la corte… Se sorprendía pensando que el Señor lo había colmado de bienes. ¿Por qué forzar las cosas?
Tú, ante eso, te sublevabas.
—Si las cosas no se fuerzan —repetías—, nada, nunca, sería llevado a cabo. La paz que estás a punto de aceptar es la muerte, ¡no la vida!
Vuestros papeles se empezaban a invertir.
Mientras tu marido veía las alegrías del hogar, mientras confesaba ser feliz entre tus brazos, a ti te corroía el deseo y la impaciencia… ¿Cómo él, el Adelantado, que había descubierto la fuente de todas las riquezas, podía renunciar a tomar posesión de ella?
Tú soñabas menos con tesoros que con la gloria.
Clavar la Cruz en orillas desconocidas. Llevar la Palabra de Cristo a los nativos, salvar el alma de miles de hombres. Construir ciudades. Fundar una dinastía… Aquí tu voz se quebraba. Vivías como una maldición la muerte de tus bebés. Pensabas que Dios no te daría más. Te desquitabas con el resto: las perlas de las lagunas de las islas del Pacífico, grandes como huevos de codorniz. El oro que arrastrarían los ríos de las montañas.
Al escucharte describir sus aventuras pasadas y sus conquistas por venir, contar el coraje y la fe, todas las virtudes que presidían su empresa, don Álvaro se dejaba enardecer de nuevo. Tu entusiasmo avivaba el suyo. ¡No era para menos! Encontraba en la mujer de su vida la energía de su juventud, su propia fuerza y su confianza…
Y tú lo amabas incondicionalmente, como habías amado a nuestro padre. Este último compartía tu necesidad de hazañas: os habíais encontrado de nuevo en ese terreno, lejos de los horrores de Cántaros. No obstante, vuestro sueño parecía más lejano y nebuloso que nunca.
Ese año de 1594, un cuarto corsario de nombre Richard Hawkins acababa de apoderarse del cargamento de cinco barcos en el puerto de Valparaíso. Subía hacia Lima. Cuando apuntó sus cañones hacia El Callao, don García estaba tan enfermo que ni siquiera pudo levantarse de su cama. Pero nuestra defensa había sido planificada por el Adelantado.
La flota, que tu marido había aligerado, modernizado y rearmado, era en ese momento capaz de perseguir al inglés y de presentar batalla en el mar. Bajo las órdenes del propio hermano de doña Teresa, nuestros barcos adelantaron a Hawkins y lo hundieron ante Panamá. Un triunfo. El pirata fue hecho prisionero. Nuestros hombres trajeron un botín de treinta mil ducados. Y tres navíos enemigos. Era tu oportunidad. Aparte de que la victoria enardecía la corte y distendía el ambiente, abría las mentes, volvía las miradas hacia nuevos horizontes… Uno de los navíos capturados podía sustituir en la flota real al espléndido galeón que codiciabas desde hacía mucho tiempo. Si bien ese barco llevaba el nombre de nuestro hermano y a mí no me parecía el mejor augurio —se llamaba San Jerónimo—, aquel galeón, decía el Adelantado, era capaz de garantizar cualquier travesía, de enfrentarse a cualquier tempestad. Una auténtica maravilla.
Don García, no más que sus antecesores, no estaba autorizado a ceder un barco que pertenecía al rey. Sin embargo, aceptaría restar aquel de la armada española y reemplazarlo por los barcos de Hawkins. Os dejó el San Jerónimo por nueve mil pesos. Una fortuna. Seis meses después de esta desmedida adquisición, vendíais vuestra casa en Lima, hipotecabais vuestra encomienda y negociabais la compra de un segundo navío, un galeón de doscientas cincuenta toneladas, de veinticinco metros de eslora, uno de esos buques de popas colosales, construidos con forma de torre, que confirmaban esa impresión de ser castillos desplazándose por el mar. Aquél llevaba un nombre muy querido por tu marido: Santa Isabel.
Bajo tu influencia, Isabel, todo el clan Barreto entró financieramente en la empresa. Si nuestro padre no hubiese sido demasiado mayor, él mismo os hubiese acompañado. ¿No había acordado con tu marido que se convertiría en su gobernador general cuando hubieseis tomado posesión de vuestras islas? Contándote a ti, dio cinco de sus hijos, tres chicos y dos chicas, cinco de los once, para que su descendencia lo representara y recogiese de esa conquista su parte de fortuna y de gloria: Lorenzo, Diego, Luis, hasta la pequeña Mariana…
La voz interior de Petronila vaciló:
Pero ¿qué sé yo de esos preparativos a los que os dedicasteis durante esos últimos meses? Estabais todos tan febriles… ¡Y no era para menos! Don García había pedido su retirada a España. Nadie podía afirmar que su sucesor se mostraría tan favorable como él a vuestros proyectos. ¿No había probado la experiencia lo contrario? El tiempo apremiaba. El próximo virrey se encontraba en ese momento en México. ¡Ni hablar de esperar su llegada! Ironías del destino, creo que organizaste la expedición en pocas semanas. Te preparabas para ello desde hacía diez años. Diez largos años en que habías empleado tu energía, tu honor y tu vida al servicio de tu insaciable deseo de conquista… ¿Diez años? Nada comparable al Adelantado, que luchaba por ello desde hacía más de un cuarto de siglo. Veintisiete años de batalla para llegar a aquello: una armada de cuatro barcos. Le habías dado a aquella aventura una magnitud que superaba todas las expectativas. La expedición no era sólo una cuestión de descubrimiento, sino también de colonización a gran escala. Llevabais con vosotros a cuatrocientas personas que debían poblar vuestro reino. Aparte de los dos galeones que os pertenecían, otras dos embarcaciones —propiedad de sus respectivos capitanes— debían seguiros. Eran más pequeñas, pero capaces de transportar a unos sesenta hombres… Mientras tu marido visitaba sus barcos y comprobaba su estado de la bodega a la cofa, mientras inspeccionaba cada tabla, examinaba cada vela, cada cordaje, comprobaba cada clavo, cada tornillo, cada tuerca, mientras hacía fabricar todas las piezas por duplicado y triplicado, discutías con firmeza con los comerciantes. Recuerdo tu diligencia para constituir lo que llamabas «el cofre de los regalos»: todos los presentes que destinabais a los nativos a cambio de su buena voluntad. Don Álvaro sabía por experiencia que a los indígenas les gustaban los sombreros y los colores vivos, las cuentas de cristal que se tornasolaban a la luz, los espejos pequeños, las tijeras en miniatura y aquellos célebres cascabeles que tal vez podríais trocar por sus pectorales de oro. Hiciste confeccionar centenares de gorros rojos, parecidos a los que llevan los marineros y todas las baratijas que se decía que les gustaban a los salvajes. Por lo demás…, te imaginabas que el objeto más ínfimo en el que no hubieses pensado, las tenazas, la sierra, el martillo, las velas, la tinta o los rollos de papel que te hubieses olvidado serían pérdidas irreemplazables… Faltaba todavía lo que no controlabas, los artículos más raros y más importantes: los arcabuces y los cañones que no se fabricaban en Perú, sino en España. Todas las piezas de artillería. Y la pólvora, y el plomo, y la mecha. Por no hablar de las barricas, que no existían en cantidad suficiente para la travesía: Lima carecía de hierro y, sobre todo, de madera para los toneles. Al final, decidiste embarcar agua en tinajas de terracota que protegiste con un entramado de mimbre. Una apuesta arriesgada, pues las tinajas podían romperse. Pediste mil ochocientas a tus expensas. Las llenaste de cincuenta y cuatro mil litros de agua potable que pagaste con tus escudos. El hecho de que el viaje no fuera financiado por la Corona complicaba infinitamente la organización. Aunque el Adelantado tenía la mayoría absoluta, sus socios tenían cosas que decir. Las reuniones alrededor de vuestra mesa se sucedían. No nos encontrábamos en tu casa más que a los inversores y a los colonos. Por no hablar de los bribones de la peor calaña a los que atraía el sueño de apoderarse del oro del rey Salomón: pilotos, marineros, comerciantes, soldados, todos los que iban a inscribirse en tus listas de alistamiento… Tenías que pensar en todo. Te volviste inaccesible.
Petronila suspiró.
¡Ah, las célebres listas de Isabel! Listas de herramientas, de semillas, de plantas, de animales. Lista de víveres, lista de armas. Lista de las cuatrocientas personas cuyos nombres descansaban en aquel momento en los registros que la abadesa le daría al obispo.
… Entre los guijarros negros de la playa del puerto de El Callao, pierdo tu rastro y el de todos aquellos que partieron contigo. Lorenzo, Mariana… Aquí nuestros caminos se separan, mi muy amada hermanita. De todos vosotros en el Mar del Sur, no sé nada.
***
Petronila había dejado de ir y venir. El monólogo en su cabeza se había callado. Sentada sobre su cama, con los brazos colgando, no pensaba ya en Isabel. Se acordaba del guapo Lorenzo, nombrado capitán general de los soldados. De Mariana, a la que se había casado con un personaje dudoso, el almirante que comandaba el Santa Isabel.
En el silencio de la noche, mientras volvía a verlos a todos en torno a ella, inclinados, o bien de rodillas, empaquetando sus efectos en pequeños baúles y cestos de mimbre, Petronila tenía la sensación de ahogarse.
El amanecer quedaba lejos todavía. ¿Cuántas horas interminables antes de que las religiosas de velos blancos tocasen a maitines? ¿Cuántas horas hasta que el oficio divino le devolviera la paz?
Abrió la puerta de su habitación, la que daba directamente a la placita en la que susurraba la fuente. Ni una luz. Ni un ruido. De pie, en el umbral, respiró profundamente el aire, con la mirada distraída clavada en su sombra, que se destacaba sobre la pared blanca de enfrente. Esa silueta larga, flaca… Su corazón quedó paralizado.
Aquella silueta no podía ser la suya. Se movía, cuando ella misma seguía inmóvil… Crecía. Se acercaba. Cruzaba la calle, bordeaba la fuente.
La luna llena, como suspendida detrás de ella, iluminaba unos cabellos que ondulaban hasta la cintura, de un negro brillante, de un negro de tinta en señal de duelo. Negro como la camisa, y toda la persona, sumida en la penumbra.
Petronila, con un nudo en la garganta, la miraba acercarse… Isabel.
—¿Eres tú?