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¡MUERTE A LOS TRAIDORES!

En el amanecer de ese domingo, 8 de octubre de 1595, el adelantado Mendaña y el piloto mayor Quirós, acompañados por dos oficiales, dos remeros y cuatro marineros, se embarcaron en la única chalupa de la Capitana. Dejaban atrás, en el galeón, al padre Serpa y al padre Espinosa, a doña Isabel y a doña Mariana. El grueso de los soldados se quedaba junto a los sacerdotes y las mujeres, para proteger sus vidas y defender el navío.

La chalupa se detuvo al lado de la galeota. Mendaña envió a uno de los oficiales en busca del capitán Felipe Corzo. El oficial encontró al capitán en cubierta, ocupado en afilar un machete. Corzo lo siguió, sin hacer preguntas. Al bajar a la chalupa, tenía todavía su machete en la mano.

Mendaña le expuso la situación en dos palabras. Corzo asintió. Luego se hizo el silencio. Sólo se oía el ruido regular de los remos al golpear el agua en la madrugada, y el silbido del afilado: Corzo seguía afilando su machete contra la hoja de su espada.

Los once hombres atracaron. Los hermanos Barreto, a los que acompañaban una docena de partidarios, surgieron de la maraña de palmeras. Habían estado esperando aquello, armados, toda la noche. El pequeño grupo bordeó la playa hacia el campamento. Se veía claramente la valla que se alzaba al final de la bahía: una empalizada de madera, sobre el cerro, cerca del mar.

Se abrió la puerta del fuerte. Salió de él una tropa de soldados en orden.

El Adelantado envió a Corzo a su encuentro para decirles que fueran a reunirse con él, quería hablar con ellos. Milagro: los hombres obedecieron.

—¿Quién manda esta unidad? —preguntó Mendaña.

El alférez Buitrago dio un paso al frente:

—Yo, Excelencia.

—¿Adónde vais?

—A buscar comida al poblado del jefe Malopé… Por orden del coronel Merino-Manrique.

Mendaña frunció el ceño. La víspera, una expedición de avituallamiento se había llevado varios cerdos y docenas de racimos de plátanos. Esos víveres eran fruto de la generosidad de Malopé. Una donación.

—No cojáis nada en su casa por la fuerza. Respetad sus bienes. ¡Os prohíbo que saqueéis sus casas y quemen sus poblados! ¿Me oís? El jefe Malopé es nuestro amigo. Comparte con nosotros todo lo que posee… ¿Soy lo suficientemente claro?

—Por supuesto, Excelencia —asintió Buitrago, con la mirada perdida.

La expresión de Buitrago les mostró a todos, y todavía más a Mendaña, la exacta medida de su mando: «¡Sigue hablando, viejo caduco!», parecía decir la inexpresividad de su mirada.

Buitrago y sus compañeros prosiguieron su camino.

Ese encuentro reafirmó al Adelantado en su decisión. Debía restaurar el poder de la autoridad real. Su autoridad.

Franqueó los dos puestos de guardia y dejó la empalizada tras él.

Flanqueado por Lorenzo y Diego, que caminaban en cabeza, cruzó el campamento. El joven Luis había desplegado el estandarte real de su Majestad el rey Felipe II de España y les pisaba los talones.

Los hombres del Adelantado se dirigían directamente a la cabaña del coronel. Se alzaba por encima de la iglesia, era la más cercana al mar, en la cima del pequeño cerro.

El esclavo negro de Merino-Manrique, un gigante, acababa de encender fuera el fuego del desayuno y estaba acuclillado delante de las llamas. Al ver al Gobernador, se levantó para advertir a su amo que se vistiese.

Merino-Manrique salió con la cabeza descubierta, abotonándose el jubón. Cuando vio a los tres hermanos Barreto, gritó hacia el esclavo:

—¡Mi espada, mi puñal…!

Estaba ya rodeado.

Mendaña lanzó un suspiro, levantó un segundo la mirada al cielo con una breve oración, llevó la mano a su espada, desenvainó, y gritó:

—¡Muerte a los traidores! ¡Viva el rey!

Un soldado, a la espalda de Merino-Manrique, lo agarró por el cuello y, desde atrás, le asestó dos cuchilladas, la primera en la boca, la segunda en el pecho. La mirada del coronel expresó su sorpresa, como si no comprendiera que tal cosa pudiera pasarle a él. Otro soldado le dio una puñalada en el costado. Esta vez, el coronel trató de defenderse. Su esclavo, estupefacto en el umbral de su cabaña, tenía su espada. El coronel estiró la mano para hacerse con ella. Pero el capitán Corzo detuvo su gesto de un machetazo. La mano seccionada del coronel se quedó colgando de su muñeca por los nervios y la piel.

Luis le dio al esclavo un sablazo que le rajó el hombro. El negro chilló y huyó soltando la espada. Lorenzo la recogió. Traspasó con ella a Merino-Manrique de parte a parte, dejando el arma dentro de la herida.

Esta vez, el coronel se desplomó.

Lleno de cortes, con la boca escupiendo sangre, colgándole la mano, dijo entre espasmos:

—Quiero confesarme…

—Ya no hay tiempo. Haz tu acto de contrición, ¡arrepiéntete! —replicó Diego.

El cuerpo del coronel palpitaba en el suelo. Exclamó entre estertores:

—¡Jesús! ¡María!

La esposa de uno de sus hombres, una matrona andrajosa, en camisón, se precipitó hacia el cerro, que subió chillando:

—¡…En el nombre del cielo!

Cayó de rodillas, levantó los hombros del moribundo, cogió su cabeza entre sus muslos y lo meció como a un niño.

La sangre, que corría a raudales por la mano cortada, por la boca, por el costado, por el pecho de Merino, empapó su camisola y su falda, enrojeciéndola toda.

—¡En el nombre del cielo! ¡En el nombre del cielo! Id a buscar a un sacerdote… Ayudad a este desgraciado a morir —les suplicó—. ¡O bien rematadlo para que deje de sufrir!

Lorenzo, de un movimiento seco, arrancó la espada del pecho de Merino-Manrique. Ese gesto mató al coronel.

Lorenzo dejó la hoja sobre la hoguera del desayuno para purificar la sangre con el fuego.

—¡Hágase la voluntad de Dios! —clamó Mendaña con voz firme—. Se ha hecho justicia en el nombre del rey. El traidor ha muerto. Su castigo le basta a Nuestro Señor en el cielo. Su castigo le basta a Nuestro Señor en la tierra… En el nombre de su Majestad el rey Felipe II de España, concedo mi pleno perdón a todos los cómplices del coronel Merino-Manrique. ¡Que la paz sea ahora con vosotros!

La ejecución del coronel quizá le hubiese bastado al Adelantado, al rey de España y a Dios, pero no a los tres hermanos Barreto.

—¡Muerte a los traidores! —chillaron, abalanzándose sobre las cabañas de los partidarios de Merino-Manrique, que habían ido a visitar por dos veces a su cabaña a los Barreto y a coserlos a espadazos en sus lechos todavía calientes.

—¡Muerte!

Lorenzo y Luis capturaron al arcabucero Ampuero y lo empujaron fuera de su cabaña.

Ampuero logró soltarse y huir. Corrió hacia la cabaña del cuerpo de guardia, para tratar de salir del fuerte. Dio un traspié. Lorenzo lo volvió a prender. Lucharon ambos entre las cabañas, hasta la llegada de Luis y de Diego, que volvieron a poner al arcabucero en pie.

Paralizado a pocos metros, Quirós asistía a la escena. Vio cómo el que había sido su amigo durante veinte años, el hombre con el cual había visto mundo de Lisboa a Goa, de Madrid a Lima, se resistía.

No intervino. No tuvo ni tiempo ni instinto para ello. Los hermanos Barreto habían desaparecido ya con su víctima, al que dispararon en una de las sendas.

Quirós oyó la voz aterrorizada de Ampuero gritar:

—¡Piedad!

…Y la de Lorenzo responder:

—¡No hay piedad para los sublevados!

Manrique estaba bañado en sangre, desnudo sobre el cerro. Un tambor lo había desvestido. Adueñarse de la ropa de los muertos era la única prerrogativa de los tambores. No tenían sueldo, salvo el derecho a despojar los cadáveres… La mirada del chico barrió el campamento. Había visto a Lorenzo arrastrando a Ampuero. Bajó la cuesta a la carrera y desapareció entre las chozas. Volvió con los brazos cargados con los efectos del arcabucero muerto. ¿Para cuándo el próximo?

Las esposas de los soldados del clan Merino-Manrique suplicaban a los hermanos Barreto que perdonaran la vida a sus maridos.

Tan asustada como ellas, doña Elvira no trataba de acercarse a Lorenzo. Menos todavía hablar o negociar a favor de su hombre, en desagravio por la violación que Lorenzo le había infligido.

Como Ampuero unos segundos antes, corrió hacia la puerta del campamento… Encontrar la chalupa, llegar hasta su ama, allí, a la Capitana. ¡Ponerse bajo la protección de doña Isabel! ¡Implorarle el perdón del alférez Buitrago!

Imposible: las puertas del fuerte estaban ya cerradas. Elvira intentó reunirse con Mendaña, del que decían que se había retirado al cuerpo de guardia.

Pero allí, ante la puerta del Adelantado, se habían desatado el alboroto y la rapiña. Todos intentaban probar su fidelidad, entregando a sus antiguos compañeros. La tomaban con los criados, con los pajes, con los esclavos de los sublevados, a los que se atacaba, a los que se hería y a los que se perseguía. Por más que Mendaña pidiera que dejasen a esos desgraciados tranquilos, no lo oían.

Para calmar a los exaltados y darles a sus fieles el castigo que reclamaban, ordenó que decapitasen los cadáveres de los dos culpables —el coronel y su cómplice Ampuero— y que se clavasen sus cabezas en sendas picas a la entrada del fuerte, como dictaba el uso con los traidores.

A modo de ejemplo y de advertencia.

El machete del capitán Felipe Corzo se encargó de nuevo de la tarea.

Corzo mandó luego apoyar una escala contra la empalizada. Subió por ella él mismo, llevando las dos cabezas en una red, y las empaló a ambos lados de la puerta. Cumplida su misión, fue a informar a Mendaña.

—Muy bien, capitán. Os ruego ahora que toméis mi chalupa y aviséis a la gente del San Jerónimo del feliz desenlace de esta mañana. Tranquilizad a doña Isabel, que debe de estar extremadamente inquieta. Dígale que se ha hecho la justicia del rey. Y regrese con ella para la misa de acción de gracias.

Rápido, Corzo había saltado ya a la barca.

La Adelantada se negó a dejar a su hermana sin protección a bordo del San Jerónimo. El capitán Corzo condujo de nuevo, pues, a ambas mujeres a tierra en compañía de los sacerdotes y algunos marineros. Todos se precipitaban a dar testimonio al partido de los Barreto de su fidelidad, su apoyo y su alegría por la ejecución del coronel.

Tan grosero, tan locuaz como lo había sido Merino-Manrique, Corzo le dedicaba a Isabel cumplidos que rozaban lo ofensivo:

—Ya sois marquesa del Mar del Sur —alardeó—, ¡como yo soy coronel desde el momento en que el Gobernador me ordenó la ejecución de ese canalla! Lo he ejecutado en nombre de España. Y por amor a vos. Podéis estarme muy agradecidos, vos y el Gobernador.

Isabel, de pie en la chalupa, observaba la playa y guardaba silencio… ¿Qué más le daba Felipe Corzo? Estaban todos vivos. No quería oír lo demás. No dejaría que ese Corzo la llevase a su terreno. No debía perder de vista lo esencial. La única cosa que importaba: Álvaro vivía. Y el abominable Merino-Manrique no podría matar ya a nadie.

A la puerta del fuerte, la cabeza de rizos blancos del coronel, esa cabeza cortada que parecía mirarla, la hizo vacilar de todas formas. Corzo la señaló con el dedo.

—¿La señora está satisfecha?

No le respondió.

Cogiendo a Mariana, a quien esa visión había conducido al borde del desmayo, Isabel la llevó hasta el cuerpo de guardia. Álvaro las recibió sin palabra alguna. Intercambiaron una larga mirada que hablaba de lo infinito de su amor y de lo inmenso de su alivio.

La tensión, allí en el barco, había sido terrible. Isabel había visto los movimientos en el campamento. Pero no podía interpretarlos. Imposible saber si Álvaro estaba… De repente, tuvo un ataque de nervios. Bajando la cabeza para que los hombres no la viesen llorar, se deshizo en lágrimas.

Puesto que Dios había querido que se hubiesen reunido, Mendaña ordenó que fuesen a rezar juntos. Su reencuentro acabaría con un perdón general.

En la pequeña iglesia de Santa Cruz, besó la cruz y se encaró a la multitud.

—No os indignéis por lo que habéis visto esta mañana. Los sublevados debían morir. Volved a ser súbditos obedientes de vuestro rey… Y dejad de tener miedo.

Isabel percibía el olor de los hombres, un olor acre de sudor y de sangre. El miedo, sí. El olor del miedo. Los marineros, los colonos, los soldados, las mujeres, los criados indios, los esclavos negros, se apretujaban fuera, de pie bajo un sol cenital. Con la cabeza gacha, escuchaban:

—… Lo que se ha hecho ha sido para el bien de todos. Dijo el Señor: «Si tu pie derecho es ocasión de pecado para ti, córtatelo». Dijo el Señor: «Si tu ojo derecho es ocasión de pecado para ti, sácatelo». Al ordenar las ejecuciones de las que habéis sido testigos, he obedecido los mandatos del Señor. He extirpado el mal. Ahora, podéis ir en paz, con la sensatez, la justicia y la misericordia de vuestro Gobernador. Y con el amor de Dios.

Tras esa homilía, el Gobernador cruzó la calle central. Al son de los pífanos y de los tambores, caminó a la cabeza del cortejo, delante del capellán y del vicario, que se habían dado prisa en unirse a ellos. La procesión cruzó el pueblo hasta el cuerpo de guardia. Mendaña saludó a la multitud en el umbral. Luego se volvió hacia Lorenzo, lo nombró solemnemente maestre de campo en lugar del coronel, y le pidió que mandase enterrar los cadáveres de los traidores. Le ordenó también que repartiese los bienes de Ampuero y de Merino-Manrique entre los más pobres de los colonos.

El calor se volvía sofocante. Isabel observaba a su marido. Sabía que Álvaro se había forzado hasta los límites de sí mismo y lo notaba agotado. Fingió querer descansar un poco. Se volverían a ver hacia las cinco.

Apenas se cerró la puerta, Mendaña dio a parar con todo su peso sobre un baúl. Había representado su papel a la perfección. Ahora le caía la máscara. Isabel y Mariana trataron de estirarle las piernas quitándole las botas. Imposible. Hubo que cortar las botas.

El respiro no duró. Llamaban ya a la puerta: Lorenzo.

—Hay dos soldados caminando por la playa. Es la vanguardia de la expedición de avituallamiento en el poblado del jefe Malopé —anunció—. Alcanzarán el campamento en cinco minutos. El resto del contingente los sigue a bordo de dos piraguas.

—Que nadie los informe de lo que ha sucedido —ordenó Mendaña—. Bajad las cabezas de la picas. Esconded la enseña del rey.

Cuando los dos batidores se presentaron en el cuerpo de guardia, el Adelantado los recibió amablemente.

—¿Cómo ha ido vuestra misión, señores?

—No demasiado mal, Excelencia. Solamente hemos tenido un pequeño problema: Malopé ha tratado de traicionarnos.

—Me sorprende. Malopé es nuestro amigo. Sus actos así lo han probado siempre.

—Aun así, ha querido traicionarnos —insistió el primer soldado.

—Es tan cierto, Excelencia, como que hemos tenido que liquidarlo.

—¡No nos ha dejado opción, ha habido que eliminarlo!

La conmoción fue tal que Isabel creyó que Mendaña iba a desplomarse. Tuvo que hacer varios intentos para recobrar la respiración.

—Malopé… ¿Habéis matado al jefe Malopé?

—Yo no… Nosotros no, Excelencia. Juan Buitrago.

Los dos soldados, comprendiendo que esa noticia no era de su agrado, cambiaron de tono:

—El alférez Buitrago le había pedido que nos condujera al bosque, a un lugar donde los árboles produjeran muchos frutos. Malopé no sospechaba nada. Entonces, Buitrago le puso el cañón de su arcabuz en el corazón… Y disparó a quemarropa. ¡Como para no darle!

—Malopé ha caído… Algún otro…

—Salvador López —le cortó el primer soldado, que no quería ser menos.

—Lo remató partiéndole la cabeza con un hacha. Nuestro alférez ha dicho que Salvador López nunca había hecho nada mejor.

—Su alférez es, por supuesto, Buitrago —intervino Lorenzo—. Llega con los demás. ¿Qué hacemos con estos dos hombres, Excelencia?

La pregunta llegó hasta Mendaña. Parecía absorto, desbordado por la catástrofe.

Malopé muerto. Malopé asesinado.

Sabía que, a partir de ahora, la expedición no podría instalarse en Santa Cruz. Ese asesinato, a traición, significaba la guerra a ultranza con los nativos. Exactamente lo que había buscado Merino-Manrique… Hacerles la vida tan imposible a los indios que se vieran obligados a hostigar a los colonos.

Y obligar a Mendaña a abandonar la Bahía Graciosa.

Isabel también comprendió la estratagema y el desastre en un instante. El final de la colonización.

Por la aspillera del cuerpo de guardia vio cómo los otros soldados desembarcaban de las dos piraguas. Cruzaban la playa hacia el fuerte. Juan Buitrago caminaba el último: se cubría con sus arcabuceros. Con razón… En cuanto los indios descubrieran el cadáver de Malopé, perseguirían a los españoles y los atacarían.

El hombre que le había dado el golpe de gracia, el soldado Salvador López, era reconocible de lejos. Caminaba en medio de la tropa, a buen recaudo, con las manos atadas por detrás de la espalda.

Buitrago tenía, por tanto, a su víctima completamente lista: Salvador López sufriría la ira del Gobernador. Un plan probablemente maquinado la víspera por Merino-Manrique. Se sancionaría a un cretino sin importancia, a un soldado idiota, del que afirmarían que había actuado sin orden alguna. Se le ejecutaría a toda prisa, antes de que hablara.

—Ya llegan —insistió Lorenzo—. ¿Qué hacemos con estos dos?

La pregunta sacó a Mendaña de su consternación.

—Encadenadlos… Y ordenad a la gente que vuelva a sus casas… Que nadie tenga trato con los soldados que están regresando. No deben sospechar nada… Capitán Barreto, coged cuatro hombres, escondedlos en esa habitación. Poned a otros diez alrededor del cuerpo de guardia… Estad listo para detener a Juan Buitrago y prender a sus cómplices.

Apenas hubo pronunciado esas palabras cuando se alzó la voz de doña Elvira, que gritaba tras la puerta del campamento:

—¡Juan! ¡Cuidado! Lorenzo está aquí… ¡Juan! ¡No entres aquí…! —chillaba a pleno pulmón—. ¡Sálvate!

Si esa mujer lograba que la oyeran… Lorenzo se precipitó hacia allí, agarró a su antigua amante por el cuello y la encerró en una cabaña en la otra punta del pobladlo. Volvió junto a Mendaña.

Los soldados entraron en fila en el cuerpo de guardia.

Los hombres de Lorenzo los neutralizaron uno tras otro, los amordazaron y les pusieron grilletes.

Los partidarios de Merino-Manrique intercambiaron miradas de alarma. ¿Qué había pasado en su ausencia? Habían visto, en la sombra, al joven paje del coronel. Con grilletes en los pies. Pasándose el dedo por la garganta, el muchacho hizo el ademán de cortársela. Los dos soldados lo entendieron: su jefe estaba muerto.

Cuando Buitrago entró a su vez en la cabaña, vio a toda su tropa encadenada y la cabeza cortada de Merino-Manrique, que se había salido de la red para rodar bajo la mesa.

Si bien quiso soltar una exclamación de horror, Lorenzo le hizo callar. Antes incluso de que Mendaña le hubiese podido hacer la más mínima pregunta, lo sacó a rastras de allí.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? —protestó Buitrago, que daba traspiés con los tocones de los árboles cortados.

—Has asesinado a Malopé.

El anciano padre Serpa, que asistía a la escena delante de su iglesia, no se movió. Luis, agarrándolo por la manga, se lo llevó a la fuerza.

—No me matéis —suplicó—. ¡Por el amor de Dios! Soy sacerdote, no me matéis.

—No se trata de mataros, sino de confesar a ese hombre, que debe morir.

—¿Yo, morir? —se indignó Buitrago.

El marido de Elvira no se esperaba eso.

No tan rápido. No sin juicio.

Se resistía. Lorenzo le asestó un puñetazo en plena cara. Buitrago se tambaleó, pero no cayó. Un chillido de mujer desgarró el aire de la tarde. Era la voz de Elvira.

—¡Juan, Lorenzo…!

Ambos se quedaron paralizados, unidos un segundo por la desesperación de ese grito que acababa de unir, por una última vez, sus nombres en la misma tragedia. Intercambiaron una mirada. Y el alférez comprendió. Entre Buitrago y Barreto, el Señor había elegido.

Murmuró:

—Hágase la voluntad de Dios.

Se encontraban ahora en un claro, cerca de la empalizada. Buitrago se arrodilló. El padre Serpa estaba ante él.

—Haced el favor de alejaros, don Lorenzo, os lo ruego —le pidió el sacerdote.

Lorenzo dio un paso atrás.

Cuando Buitrago hubo acabado su confesión, el esclavo que hasta hacía poco había pertenecido a Merino-Manrique, le dio un machetazo que le hirió la oreja y le abrió la sien. El segundo golpe lo decapitó.

El esclavo recubrió con ramas los restos del ajusticiado y Lorenzo llevó su trofeo —la tercera cabeza— al cuerpo de guardia. Las otras dos, que habían bajado y escondido antes de la llegada de los soldados, fueron recuperadas y subidas de nuevo a las picas a la entrada del campamento. La cabeza de Buitrago coronaría la puerta.

Lorenzo miraba a los prisioneros. Su mirada se detuvo en el hombre que había rematado a Malopé con el hacha. Le preguntó al Adelantado:

—¿Quién será el siguiente, Excelencia?

La tensión era extrema.

Atónita, Isabel luchaba contra las náuseas. Mariana sollozaba detrás de ella. Las lágrimas de la joven corrían por su rostro, casi sin ruido. Ya no podía dejar de llorar.

A lo largo del muro, Salvador López —el hombre que le había dado el golpe de gracia a Malopé— y los diez soldados encadenados lloraban también. Algunos intentaban arrastrarse hasta los pies del Gobernador mientras le suplicaban que les perdonase la vida. No eran culpables, gemían ellos… No sabían nada, no habían hecho más que obedecer.

Sus explicaciones dejaban frío a Mendaña. Sentado, irritado, el Adelantado ni siquiera las escuchaba. ¡Eran unos carniceros!

Isabel notó que estaba a punto de condenarlos.

—¡Perdonadlos! —imploró en un arrebato.

No se dirigía más que a su marido.

—¡Perdonadlos! Que presten juramento. Que juren sobre la cruz seros fieles y obedeceros. Necesitáis a estos hombres…

Los defendía con vehemencia…

—¡Perdonadlos!

Ebrio de dolor y de rabia, Mendaña se volvió hacia ella.

—¿Cómo podría vengar la muerte de Malopé si no arrebato la vida a sus verdugos? —dijo alzando mucho la voz.

Isabel conocía lo violenta que era la cólera de Álvaro. Sabía que podía volverse despiadado. Trató de hacerle entrar en razón:

—No lo habrían matado si no les hubiesen dado la orden de hacerlo. El coronel y el alférez Buitrago (los dos responsables de este asesinato) han sido castigados… Esta misma tarde, o tal vez mañana, estaremos en guerra con los indios. No seremos lo bastante numerosos para defendernos.

Mendaña le dirigió una mirada de enojo.

—¿Cómo podría honrar la memoria de un hombre que era mi amigo, cómo podría expresarles la enormidad de mi pena a sus allegados… si no castigo a sus asesinos?

—Los indios conocían a Buitrago. Le vieron llevarse a Malopé al bosque. Mostradles la prueba de vuestra cólera. Ordenad que les lleven su cabeza. Entenderán que, al arrebatarle la vida a Buitrago, habéis vengado la muerte de su jefe… Pero ¡perdonádsela a estos soldados! Habéis castigado ya a tres de los vuestros.

Álvaro suspiró. Su desolación era total. Más de lo que podía soportar. Si mataba a Salvador López, tenía que ejecutar a otros diez.

—Que los encadenen. Lo resolveré mañana.

Mendaña se levantó a duras penas. Tenía intención de tomar con su comitiva, con su esposa, con su familia y sus prisioneros, el camino a la Capitana.

***

Tras el asesinato de Tomás Ampuero, Quirós había vuelto al galeón. Pero no tenía intención de aparecer en cubierta para recibir a su capitán general. A partir de ese día, consideraba a Álvaro de Mendaña un asesino. A él, a su mujer, a sus cuñados, a toda su pandilla: los peores criminales sobre la faz de la tierra.

Oculto en su camarote, Quirós lloraba a su amigo.

Como Elvira, oculta en su cabaña, lloraba a su marido.

***

Cuando pasó bajo las picas, Isabel pensó que su propia cabeza, las de Álvaro y sus hermanos hubiesen podido encontrarse allá arriba. Le dio gracias a la Virgen por haber intercedido en su favor.

El último golpe de ese abominable día le llegó, sin embargo, de la única persona de quien no se lo esperaba: su criada Inés.

Al observar al Adelantado al pie de la escala del portalón, las piernas, los brazos, las manos tan hinchadas que ni siquiera lograba levantarlas para subir de nuevo a bordo, Inés comentó sombríamente que no era Malopé quien había muerto ese día.

Hicieron falta, en efecto, cuatro hombres para subir a don Álvaro hasta la cubierta.

La india ayudó a su ama a cortar sus botas y a ponerlo en la cama.

En el colmo de una agitación que no era propia de ella, Inés proseguía con sus murmullos: ¡no era el jefe Malopé quien había muerto! ¿Quería doña Isabel la prueba de ello? El Adelantado se quejaba de un dolor en el corazón. ¿El corazón? ¡Exactamente en el sitio donde el arcabuz había golpeado a Malopé! ¿Al Adelantado le dolía la cabeza? ¡Exactamente en el sitio donde el machete había destrozado el cráneo de Malopé!

—Déjate ya de hechizos de brujería —ordenó Isabel.

Pero Inés no se callaba.

Había asistido, como todos, al intercambio de nombres entre ambos jefes. La amistad de Mendaña y Malopé, la fraternidad tanto en la vida como en la muerte.

Adivinaba el otro sentido de ese intercambio, un sentido que se le había escapado a los españoles: al trocar su nombre con el de Mendaña, Malopé había intentado preservarse de la traición de la que ese día había sido víctima. Y ahora tenía su venganza.

Isabel se negaba a aceptarlo. El bando del Gobernador había ganado. La sublevación había sido aplastada. No deseaba saber nada más.

—¡Cállate!

Sentía, sin embargo, que Inés tenía razón. Además de la pérdida de un aliado irreemplazable, ese día se saldaba con la desaparición de dos seres de cuya muerte Quirós y Elvira responsabilizarían a ella y a los hermanos Barreto.

En cuanto a lo demás, de la orilla le llegaban los lamentos de los indios, que lloraban a su anciano jefe asesinado. Los gritos de dolor durarían hasta el alba. Luego se transformarían en gritos de guerra y de muerte.

No obstante, ¡los indios sabían que el hombre ejecutado en el bosque no era Malopé, sino Mendaña!

Inés decía la verdad: Malopé tenía su venganza. Era el alma de Mendaña lo que Manrique y sus hombres habían asesinado.