III

LA HEREDERA

Si la abadesa esperaba descubrir algún secreto…, encontró entre los restos algo que podía parecerlo: tres registros, compuestos por grandes páginas manuscritas, cosidas y encuadernadas.

Pero en lugar de confidencias o de revelaciones, esos registros no contenían más que listas.

Hojeó el primer volumen. Listas de nombres, listas de cifras, listas de objetos, cuentas, inventarios, adiciones, sustracciones. ¿Qué era todo aquello? Examinó el segundo, luego el tercero. Lo mismo. ¿Los archivos de algún traficante marítimo, de algún comerciante terrestre? El descubrimiento parecía de poco interés. Sólo uno entre los tres documentos podía, quizá, mencionar algo distinto. Había en él otra vez interminables cifras amarilleadas por la humedad, series de nombres y de objetos, de cálculos efectuados en una tinta negra que se había corrido y que los hacía ilegibles. Otra vez columnas: ¿adiciones, sustracciones? Vaya usted a saber… Esta vez, sin embargo, la mayor parte de los folios estaban también llenos de frases, alrededor de la página. Letras de varios puños… Todas tan apretadas, tan llenas de tachaduras, tan densas, que el conjunto no revestía ningún sentido. Al trasluz, las líneas se confundían por ambas caras, volviendo el texto indescifrable.

Al menos a los pobres ojos de la abadesa.

Asimismo, la luz y el agua habían salpicado el papel de tantas manchas y de tantos agujeros que tratar de restablecer, mediante la imaginación, las partes que faltaban hubiese requerido una fantasía de la que doña Justina carecía. De todas formas, ella no tenía ningún interés por los jeroglíficos.

De nuevo, hizo llamar a Petronila.

Ante el espectáculo de las cerraduras rotas, de los fragmentos de madera y de los trozos de metal, ante la devastación de los recuerdos que le había confiado su hermana, la infeliz se quedó muda.

Además de los registros, había otros objetos esparcidos por la mesa.

—¿Y esto? —preguntó la abadesa señalando una gran mancha roja que coloreaba los restos—. ¿Qué es esto?

—Una pluma.

—Ya lo veo. ¿Y qué más?

—El penacho del general Álvaro de Mendaña.

La abadesa no le concedió ninguna importancia.

—¿Y estas piedras? —Había cogido dos grandes pedruscos—. Seguro que para partirme la espalda —se burló—. ¡Menuda idea, cargar su cofre así!

Petronila recibió los pedruscos en la palma de la mano; se quedó mirándolos largo rato antes de preguntar:

—¿No los reconoce?

—¿Reconocer el qué?

—Son guijarros negros del puerto de El Callao.

—Debo confesar —dijo con ironía la abadesa— que, hasta ahora, los guijarros de El Callao no habían atraído nunca mi atención.

Petronila ponía ya la mirada en los demás objetos que no habían recibido aún la atención de la abadesa. Un fragmento de corona de hierro forjado. Un pequeño crucifijo. Una flauta andina.

Objetos de muy poco valor, en efecto.

Doña Justina había cogido otra reliquia y la tiraba sobre la mesa:

—Un mástil de laúd adornado con cintas de indios… ¿Por qué conserva doña Isabel todo este amasijo de cosas?

La palabra y, sobre todo, el gesto, fueron tan descuidados que hirieron a doña Petronila en lo más íntimo. La abadesa la había hecho cómplice de lo que ella veía como un ultraje.

¡Cuánto desprecio!

—No creo que ese amasijo le pertenezca —respondió Petronila secamente.

—Entonces ¿a quién?

—Ya te lo he dicho.

La abadesa notó, al momento, la insolencia y la agresividad del tono. Se enderezó.

Enfurecida, glacial, miraba fijamente a su religiosa.

—Creo que no te he oído bien —dijo lentamente.

Petronila se obstinó.

—Sin embargo, te he dicho claramente el nombre del propietario.

—Debo de estar sorda. Vuelve a decirme a quién le pertenecen estas cosas.

—Al adelantado Álvaro de Mendaña. El primer marido de doña Isabel.

—Conozco los lazos que unían al Adelantado y a tu hermana. Sé, querida Petronila, quién es el general (o, mejor dicho, almirante) de Mendaña.

—De ilustre memoria —subrayó Petronila, mirando el cofre reventado—. Descanse en paz.

—Pero no has respondido a mi pregunta… ¿Por qué doña Isabel conserva estos restos?

—Estos restos son su vida.

Doña Justina no la dejó en paz. Con sus acerados ojos clavados en los de Petronila, que ahora mantenía los suyos hacia abajo, insistió:

—¿Estos pingajos, su vida?

—Ya te lo he dicho: su vida y la de otro… Este cofre no es el cofre de Isabel. La memoria que protege con él no es la suya. Ni los libros ni los objetos. Nada de todo esto le pertenece. Mi hermana es una persona fiel, sí. Apasionadamente unida a los que ama. Pero ¿sentimental? Desde luego que no. Al menos… no de esa forma. Los recuerdos con forma de laúdes rotos, guijarros y plumas no son de su estilo.

—¿Que el Adelantado los trajo consigo? ¡No me tomes el pelo! Un héroe del temple del Adelantado…

—El adelantado Mendaña era un hombre obstinado, tan testarudo con sus sueños de futuro como nostálgico con su pasado… Un hombre lleno de deseos y de pesares. Te repito, esas reliquias son propias de él. Son los vestigios de un momento que Isabel no vivió… Desde luego que no, ¡ni siquiera había nacido! Pero nuestros padres afirmaban que ese momento se encontraba en el origen de su destino, que todo se había escrito entonces. Repetían que el destino de Isabel, el destino de todos nosotros, se había sellado aquella hora, aquel día… Nos contaron tantas veces el desarrollo de la escena que teníamos la sensación de haber asistido a ella. Isabel más que los demás, por supuesto. Terminó sabiéndosela (o, mejor dicho, viéndola) hasta en sus más mínimos detalles. Yo también, todos nosotros, ¡acabamos viendo esa escena!

Doña Justina percibió que Petronila iba a hablar. Sería un torrente de palabras, más palabras de las que, sin lugar a dudas, había pronunciado en su vida.

Imperturbable, la dejó decir:

—Fue hace casi cuarenta y un años, el 17 de noviembre de 1567, el día de la fiesta de santa Isabel de Hungría. El puerto de Lima bullía de gente. El sobrino del Gobernador se embarcaba a bordo de dos galeones. Partía para explorar esa extensión vacía de la que los mapas no decían nada. El Mar del Sur. Se marchaba, decían, en busca de islas desconocidas. En busca de un nuevo mundo. En busca del Quinto Continente, que, por fuerza, debía existir en el hemisferio sur, para que el globo terráqueo se mantuviera en pie, ¡equilibrado en toda su redondez! ¿Encontraría por fin esa parte del mundo que él mismo había bautizado como La Tierra de mi Hipótesis?

»Contaba apenas veinticinco años. Lo habían apodado el Nuevo Cristóbal Colón. Se llamaba Álvaro de Mendaña.

»Congregados sobre los guijarros negros que bordeaban la orilla, marineros y soldados soñaban con pertenecer a la tropa de los ciento sesenta aventureros que partirían con él.

»Su juventud, su belleza, su ardor, habían despertado los sueños de todo un pueblo. Descubrir, colonizar, cristianizar, gobernar, enriquecerse. Su odisea alimentaba la ambición de las gentes. Hasta suscitaba el entusiasmo del capitán Nuño Rodríguez Barreto…, mi padre.

»Poco inclinado, por lo general, a compartir sus alegrías con nosotros, había querido que mi madre, a pesar de su embarazo, asistiese a la ceremonia con la que se celebraba que zarparan los barcos. Jerónimo, mi hermano mayor, y otros tres niños de entre los cuales, por lo visto, estaba yo misma (en esa época debíamos de tener de siete a dos años), participaban también en el acontecimiento en la tribuna del Gobernador.

»Su Excelencia, don Lope García de Castro, acompañado por una inmensa muchedumbre, había ido a saludar a su sobrino hasta la playa. En nombre de la Corona de España había puesto en sus manos los títulos que hacían de él, general Álvaro de Mendaña, representante del rey Felipe II, bisnieto de Isabel la Católica, representante de Dios en la tierra y en el mar.

»Mendaña dirigía ya a sus hombres hacia sus barcos. Las capuchas marrones de los cuatro franciscanos, que habían dicho la misa en tierra y partían para salvar las almas, destacaban entre las oriflamas.

»Cruzaban la bahía en una larga procesión de chalupas que luchaban contra las olas del Pacífico, que avanzaban con dificultad en dirección a las dos naves ancladas en los bajíos. Las cruces, las alabardas, los arcabuces y los cascos subían al ritmo de la corriente, bajaban y rielaban en la luz blanca del verano austral. A la cabeza, con el general, se veía la estatua de santa Isabel, la patrona de la expedición, que bailaba sobre el oleaje.

»Mi madre contaba siempre que sus hijos, y, sobre todo, el mayor, Jerónimo, no quitaban los ojos del gran penacho rojo que teñía de sangre el sombrero del Adelantado ni de la diadema de oro de santa Isabel. Inclinada a su oído, les explicaba que, a pesar de su corona, la estatua no era de la Virgen. Les murmuraba la historia de esa princesa que hubiese debido convertirse en reina, pero que había preferido el servicio a Dios a los honores mundanos.

»Cuando izaron la estatua a bordo de la nao capitana, cuando la sujetaron al pie del trinquete, los tambores y los pífanos callaron.

»En tierra y en mar se hizo el silencio.

»Durante un largo momento, ya no se oyó más que el viento restallando en las velas y la lenta fricción de las cadenas de las anclas.

»Entonces los dos navíos del general Álvaro de Mendaña se volvieron hacia alta mar, torpes como dos torres que girasen sobre sí mismas. Se vio cómo franqueaban el paso entre los dos islotes negros que cerraban la bahía de El Callao. Se vio cómo se alejaban directos hacia adelante y desaparecer en el gris del horizonte. La emoción, el ruido, el polvo, los esfuerzos de esa jornada, tuvieron sobre mi madre el efecto esperado: dio a luz esa misma noche.

»Por desgracia, no fue un chico. Pero, por suerte, encontraron en seguida su nombre: Isabel.

Doña Petronila acabó su relato con esas palabras. Había respondido a las preguntas de su superiora, explicado el sentido del penacho rojo, de los guijarros, del fragmento de corona, volvía al silencio al que estaba acostumbrada.

—Continúa.

—¿Qué quieres que te diga?

—Háblame de Isabel…

—Fue una niña como tantas otras… Dios Todopoderoso iba a darle una numerosa descendencia a mi padre. Antes de Isabel, venían ya dos chicos, de los que el primero murió a los cuatro años. Luego dos chicas: mi hermana mayor, Beatriz, a la que nunca le hizo ningún caso. Y yo misma… Después de Isabel, otro chico al que llamó Lorenzo, el nombre del primogénito que había muerto. Luego Diego y Luis. Luego la quinta hija, Leonor. Después: Gregorio. Antonio. Y, por fin, la undécima, que llevaba el nombre de nuestra madre, Mariana. De todos esos nacimientos por los que daba gracias a Dios, creo que nuestro padre no se alegraba realmente más que por uno. Hasta el punto de emborracharse todas las noches en las tabernas, decía mi madre. Esa alegría no se debía ni a la llegada de su primer hijo, ni a la del último. El lugar en la descendencia, el sexo de la criatura le importaban poco… ¡Una chica! ¿Por qué ella? ¡Era un misterio! Por la razón que fuese, quería a aquella niña. Me atrevería a decir incluso que sólo la quería a ella. Pero no soportaba emoción alguna y los sentimientos le parecían, en general, completamente despreciables. Justificó los suyos tras juzgar digno de sí el objeto de su preferencia. Más guapa, más inteligente, más valiente. Más intrépida incluso que los chicos. Se permitió, por tanto, el lujo (o el capricho) de criar a Isabel a su imagen y semejanza.

—¿A su imagen y semejanza?

—Como a un hombre. Y mejor que a un hombre. —Petronila hizo una pausa—. Ya está, ya lo sabes todo, Justina. Estoy oyendo ya tocar la hora del oficio. Tus hijas me esperan en el coro para adornar con flores a la Virgen y preparar la mesa del Señor.

Sin perder un minuto, se inclinó en una profunda reverencia, dejando plantada allí a su superiora.

***

Vicaria del coro, el empleo que desempeñaba doña Petronila requería la mayor de las organizaciones. Era en la vicaría del coro a quien le correspondía el honor de velar por el culto divino: el brillo de las casullas, la blancura de los manteles de los altares, la magnificencia de todos los objetos litúrgicos. Por no hablar del mantenimiento de los órganos y de la elección de las partituras. Una carga pesada, muy deseada, que Petronila cumplía con brillantez. Una paradoja, pues la que quería conservar un puesto semejante debía estar dotada de una firme ambición. Tener oído musical. Y apreciar las apariencias. Petronila carecía de todos esos atributos.

Sin embargo, sus cualidades o sus defectos podían sorprender. Incluso su marido, que antaño había sufrido su falta de coquetería, le concedía ese calificativo: «sorprendente». Petronila.

Sus compañeras notaron que doña Petronila tenía la cabeza en otra parte. Y que se afanaba sin poner la más mínima atención en lo que estaba haciendo.

En realidad, su relato a la abadesa había resucitado tales emociones que no lograba ya detener la corriente de palabras que la invadía. Proseguía en su fuero interno la historia de su hermana tan amada, de su hermana calumniada y traicionada. Rumiaba en su cabeza, rumiaba, rumiaba. Un torrente de palabras, de colores, de sonidos, una avalancha de recuerdos que se remontaban a la infancia y al olvido.

Al llevar los candelabros al altar, al adornar con flores las imágenes santas, al guardar el relicario, al abrir, al cerrar los armarios de la sacristía, Petronila seguía contándose la historia de Isabel. Se la contaba a sí misma, se la contaba a la abadesa, se la contaba a Dios.

Ya no podía rezar sino para pedirle al Señor permiso para hablar.

Se imaginaba llamando a sus hijas en torno a ella y diciéndoles:

Hijas mías, os he reunido para que no profiráis nunca más las palabras que os oí repetir ayer sobre vuestra tía Isabel. Incluso tú, Mariquita. Más todavía que tus hermanas.

Tras esas frases, el soliloquio de Petronila se detenía en seco. ¿Cómo explicarle a su pequeña Mariquita la evolución de un ser tan lleno de contradicciones como Isabel? ¿Cómo contarle la infancia de ambas en la casa de su padre? ¿Cómo decirle todo lo que esclarecía las elecciones de Isabel?

Petronila ganaba tiempo mientras pulía mentalmente su discurso:

Voy a hablaros de vuestros abuelos, por los que tan a menudo me habéis preguntado sin que haya tenido nunca tiempo para responderos.

Debéis saber que mi madre —como vuestra tía Isabel—, que mi madre, doña Mariana de Castro, había estado casada antes. Y que mi padre, Nuño Rodríguez Barreto, le tenía al que le había precedido unos celos enfermizos… Como vuestro tío Hernando —el segundo marido de Isabel— le tiene envidia al primero, al adelantado Mendaña, una envidia que ha destruido su vida juntos.

Estoy divagando…

Incluso fuera de su familia, nuestro padre pasaba por ser un hombre imprevisible. Siempre se le vio entusiasmarse por causas que no valían la pena. O desconfiar del heroísmo de los personajes más célebres, cuyos actos juzgaba demasiado ordinarios para justificar la estima que se tenía por ellos. El miedo a ser engañado podía quizá pasar por el fundamento de su carácter. Engañado por los otros, engañado por sí mismo… El miedo a ser engañado, sí. Engañado por sus jefes, por sus soldados, por sus esclavos. Engañado por su propia mujer y por sus hijos… Con nosotros se mostraba capaz de la mayor injusticia o de la más asombrosa de las generosidades. Desprecio. Admiración. Detestaba. Adoraba.

Pero si tuviese que calificar su naturaleza —al menos tal como la conocí en la plenitud de la vida— lo haría con estas dos terribles palabras: desconfianza y envidia. Sí, me atrevería decir que en la época de mi nacimiento —antes del de Isabel— la desconfianza teñía el más mínimo de los sentimientos de mi padre.

Con respecto a mi madre, sus celos eran de notoriedad pública.

En efecto, era de mejor cuna. Y, seguro, con mejor educación que la suya… Por esas cosas le guardaba cierto resentimiento.

El asunto de su primer matrimonio obsesionaba a mi padre. Se sentía atormentado por las ventajas de las que había gozado «el primer esposo» y resucitaba continuamente a «ese imbécil de don Alonso Martín de don Benito».

Según las burlas de mi padre, «aquel imbécil» había obtenido lo que él mismo hubiese debido recibir: un título, un blasón, unas tierras e indios para trabajarlas. En lugar de eso, él no había obtenido más que la viuda de un viejo favorito del bandido de Pizarro. Mi pobre padre tenía un orgullo quisquilloso: se permitía palabras tan injustas como absurdas respecto a su difunto rival. Pues el célebre primer marido de mi madre, ese don Alonso Martín de don Benito, no era nada menos que uno de los tres conquistadores que habían visto el océano Pacífico por primera vez. Uno de los tres que se habían bañado en sus aguas por primera vez. Uno de los tres que habían descubierto allí, en la costa oeste de Perú, la existencia de un puerto natural y trazado con su talón la circunferencia de lo que se iba a convertir en la nueva capital. Sí, Lima fue dibujada en la arena según sus instrucciones, a poca distancia de ese mar insospechado que don Alonso y sus compañeros habían bautizado como el Mar del Sur.

Por mucho que mi padre dijera que Alonso era un imbécil y que ese imbécil se había dejado estafar por los indios… Por mucho que dijera que los guías quechuas de «ese imbécil de Alonso» se habían vengado de él —y de todos los españoles— al indicarle la región más ingrata y la más peligrosa del Imperio inca, un lugar en el que el sol no brillaba nunca, sacudido por los temblores de tierra, devastado por los maremotos, por mucho que dijera: los primeros colonos habían elegido a don Alonso como alcalde de su ciudad. ¿Alcalde de Lima el viejo Alonso? ¡Otra imbecilidad más! Sin embargo, a la importancia de su cargo debía el viejo Alonso la mano de una gran aristócrata portuguesa, apenas una púber, pariente pobre y dama de honor de la virreina.

Os hablo de doña Mariana de Castro, mi madre.

Había sido criada en la corte de Lisboa, antes de seguir a Perú a la esposa de su excelencia el virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, tercer marqués de Cañete.

Mi padre, lleno de rencor, repetía que «ese imbécil de Alonso» no había sido el primer pretendiente de doña Mariana de Castro. Que durante la interminable travesía por el Atlántico, y luego en el viaje a lomos de una mula por el infierno del istmo de Panamá, por fin por el Mar del Sur, bajando de la ciudad de Panamá hasta el puerto de Lima, «aquella perla tan bien educada» había entablado un idilio con don García Hurtado de Mendoza, el hijo de sus protectores, un joven de veinte años de edad… Uno de esos amores imposibles que los padres se apresuran a condenar y a romper.

Según decía mi padre, el virrey había despachado a su hijo a otras aventuras, enviándolo a pacificar Chile a la cabeza de quinientos soldados. La virreina se había encargado de asegurar el porvenir de su protegida al casarla con el alcalde de su nueva capital: el imbécil —pero poderoso— don Alonso Martín de don Benito. Ésa era al menos la leyenda que relataba mi padre, una leyenda que mi madre se guardaba mucho de corroborar.

En la época de su primer matrimonio, mi madre tenía quince años, don Alonso setenta y cinco.

Menos de tres meses más tarde, fallecía. Y su viuda heredaba los pueblos indios de Humay, Cañete y Laete, por lo que se convirtió en una de las encomenderas más ricas del Nuevo Mundo.

Y, sobre todo, la más codiciada.

El virrey, preocupado por impedir que las viudas de Perú se encontrasen a la cabeza de pequeños estados, inquieto sobre todo ante la idea de que doña Mariana de Castro pudiese unirse en matrimonio con un hombre que no hubiese elegido él mismo, la volvió a casar, contra su voluntad y a toda prisa, con uno de sus capitanes, un portugués que le había servido bien y que quería emparejarse sin desembolso alguno.

Aquel portugués pertenecía a la tropa de los quinientos valientes que habían combatido en Chile con su hijo, don García, el antiguo novio de Mariana. Se hacía llamar capitán Nuño Rodríguez Barreto y decía ser el bastardo de un gran señor del que llevaba el nombre.

El coraje del capitán Barreto, su furia contra los indios que se oponían a nuestro avance, su desprecio hacia los salvajes y su odio a los vencidos eran por entonces proverbiales. Hombre ligado a don García, había sido uno de los instrumentos de la fundación de la ciudad que llevaría en adelante un nombre ilustre, el del marquesado, Cañete…

Nosotros, los Barreto, conservamos a día de hoy tierras alrededor de Cañete.

Sin embargo, cuando la aventura chilena hubo concluido, nuestro padre se había sentido perjudicado. Hacía público su descontento por todas partes. Siempre le oí quejarse de la ingratitud de los grandes. Recordaba que cuando Carlos V había necesitado su ayuda en las guerras civiles, había puesto sus propios hombres y sus propios caballos a disposición de la Corona. Él mismo había luchado contra los traidores de Gonzalo Pizarro… Se presentó toda su vida como la encarnación del conquistador demasiado fiel que, a cambio de sus servicios y de su lealtad, no había recibido ninguna compensación.

La dote de la viuda más rica, más noble de Lima, representaba a sus ojos los retrasos en el pago. Aceptó la transacción como algo que le debían, mascullando que se merecía auténticos honores, y no los restos de otro.

En la época de su segundo matrimonio, nuestra madre todavía no tenía más que veinte años. Mi padre contaba treinta y cinco.

Por suerte, era muy guapa. Y, por suerte, había aprendido a adaptarse a lo peor. Se adaptó, por tanto, a la bilis de su nuevo marido.

Por suerte también, no le había dado hijos a don Alonso, ningún heredero que pudiese disputarle a mi padre la inmensa fortuna que ella le aportaba. En cambio, milagro, se reveló excepcionalmente fértil con él. Quince embarazos en dieciocho años. En efecto, los comienzos habían sido difíciles. Mis padres enterraron a cuatro bebés en la iglesia de Santa Ana. Pero el Señor Misericordioso atendió sus plegarias y el ritmo de nacimientos acabó equilibrando los duelos. Por lo demás, el virrey Mendoza, el protector de mis padres, había muerto; y su hijo, don García, había vuelto a cruzar el mar. Otros virreyes les habían sucedido, guardándose mucho de favorecer a los protegidos de los marqueses de Cañete. En la época de mi nacimiento, el último virrey en esas fechas había pagado con su vida sus numerosas relaciones con las hijas y las nietas de los primeros conquistadores: había sido destrozado por sus maridos… Y había querido la Providencia para bien de mi padre que ese virrey asesinado fuese reemplazado de prisa y corriendo por un gobernador con el nombre de Lope García de Castro: «de Castro», el noble apellido de mi madre.

La sociedad de Lima, al creer a Mariana de Castro prima de ese poderoso personaje, se deshacía en halagos.

¡No eran muchas, en el Nuevo Mundo, las mujeres de alta cuna que hubiesen crecido en la corte y gozasen de una educación cuidada! Mi madre era de ellas: el gobernador De Castro buscó su compañía, con lo que dio crédito a la leyenda de un parentesco. Permitió al marido y a los hijos de doña Mariana asistir bajo su dosel, desde su balcón, a las fiestas, a las profesiones… Incluso al momento en que zarpó su prestigioso sobrino, el general Álvaro de Mendaña.

A pesar de la envidia que le corroía el corazón, mi padre comenzaba, pues, a reconocer que al pasar al Nuevo Mundo, al instalarse en él, había elegido bien.

Su gran casa en la esquina de la plaza de Santa Ana y de la calle Albahaquitas resonaba con los chillidos de su descendencia. La madre de sus hijos le satisfacía. Y luego, junto a él, adorándolo, tenía a la luz de sus ojos. La encarnación de la belleza, de la inteligencia y de la gracia. La heredera de su ambición y de sus sueños: su hija Isabel. ¿Qué más podía pedir? Se encontraba bajo su hechizo y le parecía extraordinaria: él lo sabía.

Debo, sin embargo, confesar que el capitán Barreto no era bien parecido.

Nuestro padre tenía la nariz rota. Los ojos negros, saltones. Una barba que le ocultaba las mejillas, marcadas por las señales de sus combates. Eso era, al menos, lo que nos contaba cuando Isabel le pedía ver su rostro, sin barba. Llevaba el cabello por los hombros. Era moreno, robusto, muy fuerte… Pero bajo: no superaba en altura a los indios, de los que nosotros, los criollos, nos mofamos llamándolos «minúsculos».

A caballo, en cambio… Ah, eso, ¡eso era otra cosa! En mi vida he conocido jinete más majestuoso que mi padre.

Al llegar a Perú, Nuño Rodríguez Barreto era el único de entre los pasajeros que poseía caballos, once en esa época, once que habían sobrevivido al viaje. Toda su fortuna. Y toda su gloria. Tenía por la belleza de aquellos once, por su rareza, por su coraje y su resistencia, una admiración fanática. Durante la campaña de Chile le había vendido ocho a su protector, don García, ocho sementales que habían contribuido al aplastamiento de las tribus mapuches durante la batalla de Lagunillas. No había conservado más que tres monturas para su uso personal, de las que la más valiosa era la yegua, que le había dado once potros, todos de la ganadería de Paso Fino, que mis hermanos continúan hoy día. Ese número «once», que sigue siendo el número de la suerte de los Barreto, aparece en nuestro blasón: once niños, once caballos.

Pero ya fuera entre sus hijos o entre sus caballos, no había ninguna duda por la preferida de mi padre. Sólo Isabel, que instintivamente mi padre ponía al mismo nivel que sus caballos, carecía de rival ante él. Mi padre sentía que a ella le gustaba verlo cabalgando al paso de ambladura bajo nuestros balcones, completamente inmóvil en la silla, con el tronco recto, el puño sobre la cadera. Un centauro. Veía en su mirada que estaba fascinada y cautivada.

Criada «a imagen y semejanza» del capitán Barreto, quizá. Pero coqueta en su presencia. De pequeña tenía ya inclinación por las joyas y los vestidos. No aceptaba presentarse ante nuestro padre sino con sus mejores galas, peinada y enjoyada. Incluso con cuatro años, trataba de gustarle. No encontraba en ello ninguna dificultad.

No obstante, podía olvidarla y abandonarla. Cuando se marchaba a visitar sus pueblos indios, a Cántaros o a cualquier otra parte, a recaudar en persona el producto de sus ingresos y a poner orden en sus minas de plata, sus ausencias duraban meses… Se entregaba a una tarea tan feroz que no quería más testigos que sus hombres. Podía llevarse a sus hijos con él. No a Isabel. Pero tras él no dejaba ninguna orden que la concerniese. Aparte de la prohibición a las mujeres, a las sirvientas, a las niñeras, de que se acercasen y se ocupasen de ella.

Le confiaba oficialmente las llaves de la casa y de la administración de la finca a mi madre; con la misma solemnidad le quitaba la custodia de Isabel. Con el pretexto de que aquella chica no aceptaba más autoridad que la suya, tenía que ser mantenida a distancia del gineceo. ¿Temía que la dulzura y la ternura maternales la ablandasen? La dejaba al cuidado de dos de sus antiguos soldados, dos mercenarios que él había elegido, uno como maestro de armas, el otro como maestro de equitación. Por suerte, esos dos aprovechaban la desaparición del capitán Barreto para dedicarse a sus propios asuntos. Quedaban los otros maestros, los de mis hermanos. Y nuestra madre, quien, a pesar de sus instrucciones, estaba al tanto.

La hacienda, de la que se ocupaba en ausencia de mi padre, se encontraba en los confines de la ciudad como hoy en día. Pero la propiedad era mucho más grande. Nuestras tierras se extendían casi hasta el río.

Las orillas del Rímac seguían siendo peligrosas. Detrás de la iglesia de Santa Ana, nuestra parroquia, los sacerdotes incas continuaban, a escondidas, celebrando sus cultos idólatras. Isabel, por supuesto, se aventuraba a ir. También frecuentaba las caballerizas, cerca del barrio de los esclavos, que nos estaba prohibido.

Con el pretexto de que yo era su hermana mayor, mi madre me despachaba tras sus pasos con la misión de vigilarla. Odiaba esa tarea inútil que me obligaba a seguirla.

La vuelvo a ver de nuevo, sola, en el centro del cercado donde los palafreneros entrenaban los caballos de nuestro padre.

¿Por qué me viene esta escena a la mente?

Los negros, los mestizos y los indios que trabajaban en los graneros estaban encaramados en las barreras. Daban palmas y hacían un ruido infernal.

En el picadero, de pie con Isabel, tres músicos tocaban una melodía salvaje en la que flauta andina rivalizaba con las guitarras y los tambores.

¿Qué edad tendría?

Por su altura, en ese momento, era todavía una niña…

¿Ocho años? ¿Diez años? ¿Doce?

Debía de ser otoño… Cuando se prensaba el aceite, pues el aire olía a aceitunas y a estiércol de caballo.

Llevaba un vestido de un amarillo ocre, casi dorado. Pero no iba enjoyada como lo estaba siempre en presencia de nuestro padre. Descalza en la arena… No sé de dónde había salido… Ni quién le había enseñado a hacer lo que estaba haciendo.

Se había soltado su largo cabello rubio, que caía en ondas sobre sus hombros. Mantenía el puño izquierdo sobre la cadera, tenía la mano derecha levantada y agitaba por encima de su cabeza un pañuelo blanco. Se había subido el vestido por ambos lados y enganchado el encaje de sus enaguas al cinturón. Sus piernas estaban bien a la vista, golpeaba el suelo con pequeños taconeos y se arremolinaba al ritmo de la zarabanda, una música de cuatro tiempos, entrecortada, rápida. Mientras bailaba, ondeaba las caderas, esbozaba gestos lascivos, nunca había visto nada más indecente. Pero eso no era lo peor… Su expresión, esa alegría que no se tomaba la molestia de ocultar… Mantenía la cabeza bajada, pero cuando la echaba hacia atrás, su mirada me daba miedo. Los ojos de Isabel, negros de nacimiento, se volvían bajo la intensidad de su placer como el fuego del infierno. Los palafreneros no se equivocaban. La animaban con sus gritos.

¿Cómo no los oyó llegar? Ni ella, ni yo ni nadie. ¿Acaso la música tapó el ruido de los caballos, acaso las palmas ocultaron el estrépito de la trápala?

Fuera como fuese, mi padre y sus jinetes volvían de Cántaros. Habían franqueado los muros exteriores de la hacienda. Habían pasado bajo la campana del gran arco, habían atravesado el patio y pasado junto a la fuente. Entraban por las avenidas de la propiedad.

Nuestro padre fue a dar a paso de ambladura al picadero.

Ante su hija, que estaba bailando la zamacueca, el baile de las negras, el baile maldito, el baile prohibido por el obispo, el baile denunciado por los inquisidores, no sé lo que sintió.

Detuvo su caballo en seco. En la nube de polvo, sus hombres y sus hijos se quedaron paralizados junto a él.

No llevaba ni casco ni coraza, sino, como todos los colonos de Lima, un jubón oscuro y un gran sombrero de paja que ocultaba su rostro. No vi su mirada, no vi su rictus bajo la barba.

Las guitarras y los tambores se habían callado. Nosotros nos quedamos también paralizados.

No se movía. Su propio caballo parecía petrificado.

Sin embargo, reconocí los signos premonitorios: mantenía los cascos de su montura bien alineados, el pecho listo para el asalto. El animal resoplaba, pues sentía que iban a cargar, mientras roía su freno.

Pero ella, en lugar de escapar de lo que se gestaba, avanzaba hacia él con su contoneo, que no se acompasaba ya a música alguna. Sin quitarle la mirada de encima, continuaba su baile. Mentón alzado, labios entreabiertos, sonriendo con esa expresión, que me aterrorizaba, franqueó la barrera.

Bajo su gran sombrero, nuestro padre agachaba la cabeza. Vuelto sobre sí mismo, no la miraba.

Ella se acercaba, retrocedía, agitaba delante de él su pañuelo blanco, provocándolo como el torero al toro. Esta vez, la reacción no se hizo esperar. Lanzó su caballo hacia adelante. El purasangre se precipitó sobre ella. Iba a atropellarla, a pisotearla. Provocadora, o tal vez únicamente ingenua, saltó, se pegó contra la pierna de mi padre y se arremolinó hasta la grupa del semental. Éste dio media vuelta. Lo evitó de nuevo, dejando sus enaguas al vuelo entre las piernas del animal. El caballo se encabritó y dio una vuelta, girando sobre sí mismo con una flexibilidad de serpiente, tratando de embestir, arriesgándose a aplastarla. Ella se irguió a su vez, pasó junto a su costado, rozó su pelo con su pañuelo, que el caballo apartó con un violento golpe de cola.

El semental piafaba, avanzaba, reculaba.

Mi padre obligaba al caballo a seguirla, a adelantarla. Giraba en torno, con ese paso armonioso y rítmico que sólo es propio de la cuadra de Pasos Finos.

Me hicieron falta unos momentos para entenderlo… Un paso a cuatro tiempos, rápido… Como el baile de Isabel. Los músicos también lo habían entendido. El padre y la hija se entregaban juntos al más increíble de los juegos.

Una danza.

Ella a pie, él a caballo, se acercaban, se encaraban, se rehuían, se peleaban, se reconciliaban.

La melodía empezó de nuevo con timidez. El ritmo se aceleró, luego subió, subió hasta la explosión final.

Se quedaron inmóviles. Se hizo de nuevo el silencio.

Plantado allí arriba, mi padre marcó una pausa.

Cuando le arrancó de manera brutal el pañuelo de la mano, cuando se inclinó hacia ella, cuando la agarró violentamente del brazo, todos creyeron —yo la primera— que esta vez iba a tirarla al suelo y a pisotearla. Isabel, apoyándose sobre el estribo, saltó a la grupa, y se puso a mujeriegas detrás de él.

Salieron a paso de ambladura al naranjal, sin que se supiera muy bien qué iba a ser de ella.

Sin duda, nuestro padre podía olvidar su amargura y permitirse el perdón… ¿Qué más podía desear?

Entre ellos, ese viejo soldado sin piedad, ese marido sin ternura, ese padre sin justicia, había una historia de amor arrebatado y de seducción recíproca…

«Una historia de amor arrebatado».

¿Cómo decirles tales palabras, contarles tales escenas a sus propias hijas? Petronila lo sabía: ¡imposible!

¿Cómo hablarles a sor María de la Inmaculada Concepción, a sor María del Rosario, a sor María de Getsemaní, a la joven Mariquita de las debilidades morales de su abuelo, el ilustre Nuño Rodríguez Barreto? ¿Cómo desvelarles las imperfecciones de su ascendencia, que ellas creían tan gloriosa?

¿Y cómo referirse a bailes prohibidos por la Iglesia para explicar, para defender, la presencia de su tía Isabel en Santa Clara?

Poco a poco ya no era a sus hijas, ni a sus compañeras, ni a la abadesa, ni al espectro de la Inquisición, a quien doña Petronila dirigía su denuncia.

Ni siquiera a Dios.

Sino a la única persona que podía oír su monólogo y comprenderlo.

Isabel.

Mientras se dedicaba a sus asuntos o iba al coro, al ir, al volver, era a su hermana a quien Petronila le contaba su historia.

La buscaba con la mirada.

Desde hacía casi un día y una noche, Isabel había dejado de rezar a los pies de Nuestra Señora del Arrepentimiento. Había desaparecido de los claustros, de las calles, de las plazas, de todos los lugares públicos del convento. Ni siquiera asistía ya a los oficios. Un escándalo más, una conducta auténticamente herética. El Diablo moraba en ella… ¿No retrocedía el Demonio ante la Cruz? ¿No se espantaba ante la Presencia Divina? Corría el rumor de que huía de la compañía de las religiosas, que evitaba a los Velos Negros, a los Velos Blancos, incluso a las donadas, que se metía en una cavidad del muro, tan lejos de los humanos, tan lejos de doña Petronila como era posible.

Mucho me temo que me has visto llevarle el cofre de don Álvaro a la abadesa. Y, si no me has visto con tus propios ojos, sabes que lo he hecho. De buen grado. Voluntariamente. Lo sientes, el rumor ha llegado hasta ti… Y sabes también que doña Justina lo ha abierto. Tranquila. ¡Puedo prometerte que no ha leído ninguno de los tres registros! No lo ha conseguido. Pero los monjes y todos los eruditos al servicio de la Inquisición probablemente no tendrán ninguna dificultad en descifrarlos… No he mencionado ni una sola palabra a doña Justina del diario de Álvaro. No le he dicho nada de tus propias notas: todo lo que escribiste en los diarios de a bordo tras la muerte de tu primer marido… Así que respóndeme: ¿Contienen informaciones que la Inquisición no deba conocer? ¿Te ponen en peligro? ¡Escucha lo que te pregunto! ¿Qué piensas tú de la presencia de esos volúmenes en la celda de la abadesa? Imagino que la idea no te resulta agradable. Pero ¿es una auténtica catástrofe? Si es así, ¿quieres que intente sustraerlos? ¿Que los destruya?… Quemar los registros… —En ese momento, eso es lo que querría doña Justina: quemarlo todo…—. ¿Deseas que la reafirme en su intención? ¿O que se lo impida? ¡Respóndeme, Isabel! Va en ello la gloria de Álvaro… De tu honor, ¡de tu vida!

Inquieta, como lo estaba en su infancia cuando buscaba a su hermana en el inmenso jardín de la casa paterna, Petronila discutía en voz baja:

—¡No empieces otra vez! ¡… Ya basta de fugas, que me están volviendo loca! ¡Ya basta! Te pido perdón… ¡Vuelve conmigo!

¿Cuántas veces había pronunciado Petronila esas palabras llenas de ternura, las únicas que podían doblegar la voluntad de Isabel después de una discusión?

La ausencia de Isabel la remitía a otras ausencias y a otros conflictos que creía olvidados.

A medida que evocaba la atmósfera de la hacienda familiar, la ira y el resentimiento se apoderaban de ella:

¿Quieres que te diga algo, Isabel? En el fondo, ¡eres una malcriada! Nuestro padre, del que afirmas que fue tan bueno contigo, tan perfecto contigo, tu padre, te consintió, malacostumbró y te dio una noción errónea del mundo.

Cuando pienso que exigió que llevaras su apellido. ¡No el de nuestra madre como es la costumbre de todas las hijas en España! No. Su apellido. Barreto. Como sus hijos. Isabel Barreto… ¡Qué honor! ¡Y qué desastre! Sopeso mis palabras. Siempre has dado pie a situaciones imposibles y a sentimientos extremos… Odiada o adorada. Suscitas en el prójimo lo mejor o lo peor.

Y, aunque nuestro padre quizá encontrara la paz gracias a tu amor, se servía de ti para dividirnos y reinar sobre sus hijos.

La envidia, una vez más, envenenaba la atmósfera.

La ostensible preferencia con la que te obsequiaba, la total indiferencia que manifestaba hacia los demás —su dureza con Beatriz o Leonor, su rigor con Antonio y, sobre todo, su desprecio por Jerónimo, el mayor de los chicos—, los torturaba a todos.

El desafortunado Jerónimo se consideraba, con razón, el futuro cabeza de familia, el único heredero de nuestro padre. ¡Qué humillación imponerle los mismos ayos que a ti! ¡Qué injusticia confundirlo con una chica, a su segundo hijo, de siete años! Vivía tu presencia en la instrucción, en las caballerizas, en el picadero, como un insulto.

Malquerido y traicionado, se vengaba contigo. Todavía le oigo soltarte: «Puedes elegir, rata asquerosa: ¿Con el puñal o con la espada? ¡Pelea, ya que te están amaestrando para ello!». Pretendía desfigurarte, sacarte un ojo como la princesa de Éboli, que había jugado a los mismos juegos al aprender esgrima. Tú aceptabas sus desafíos y le devolvías golpe por golpe. Pero los asaltos de Jerónimo no tenían nada de fraternales. Lo menos que se puede decir es que no bromeaba. Si lo hubieses dejado, hubiese solucionado definitivamente la cuestión. Tus cicatrices en los brazos y en el vientre dan testimonio de ello… Menos fuerte que él, por supuesto. Más incisiva, sin embargo, más ágil, más rápida.

Cuando te hería, te guardabas mucho de quejarte. Ni una palabra. No contabas nada.

En el fondo, no eres habladora. Incluso eres muy parca en palabras. A pesar de tu soberbia, callas.

En el fondo, sí, nunca había valorado eso: tu silencio.

Cuando habías perdido la pelea —después de cada uno de tus duelos con Jerónimo—, desaparecías. Te curabas las heridas, supongo. Podías escapar durante días enteros… Siempre me he preguntado cómo sobrevivías, sola, en las zonas peligrosas de Lima. Era una ciudad de bandidos, donde los pordioseros de España y los desocupados de la Conquista seguían buscando aventuras, arrastrando su miseria y sus sueños de oro. La violencia estallaba por todas partes. Tus ausencias sembraban el pánico en la casa. Las niñeras indias se deshacían en lamentaciones. Las criadas mestizas ponían el grito en el cielo. Mi madre lloraba a puerta cerrada.

Se enviaba a Lorenzo en tu búsqueda. Tenía sólo un año menos que tú… Todos sabíamos que lo adorabas, que era el único que podía hacerte volver.

Y Jerónimo, al que nuestro padre castigaba con furia a golpe de látigo como a los esclavos, proclamaba a sus espaldas que el favoritismo del capitán Barreto probaba que estaba senil. Que tú, su preferida, deshonrabas su apellido. Que no valías nada, que huías de él, que le tenías miedo. La palabra «miedo» referida a ti exasperaba a nuestro padre.

Yo nunca dudé de que tenías miedo. No de Jerónimo. Miedo de no estar nunca a la altura a la que nuestro padre te había puesto. Te llenaba la cabeza con sus historias de heroísmo. Todavía le oigo contarte sus propias hazañas contra los mapuches, en Chile. Acababas compartiendo sus sueños de guerra y sus visiones sangrientas. La Conquista…

Descubrir, como él, un nuevo continente. Dominar una tierra desconocida. Reinar sobre un imperio.

Te desesperabas con tu debilidad y tus defectos. Demasiado orgullosa, demasiado ambiciosa, te jurabas que aplastarías a Jerónimo, que aplastarías a todo el mundo un día. Te convertirías en la más rica. La más poderosa. La más culta. La más guapa, la más valiente… Y, esta vez, tu muy querido padre estaría contento y tranquilo. Ni víctima del engaño ni de su confianza en ti.

Deja de atormentarte: le has devuelto sus buenas acciones con creces.

Fuiste para nuestro padre lo que quería que fueras: la revancha del oscuro y pequeño capitán portugués que prefería hacerse pasar por el bastardo de un gran señor, bastardo de ese ilustre Nuño Rodríguez Barreto, que nunca lo reconoció, en vez de confesar su ausencia de nobleza… Ilegítimo… ¿qué importaba? Tú, su hija, serías una reina. Con dieciséis años, eras ya la única señorita de Perú que podía desbravar purasangres y pelear con la espada. La única señorita de Lima que hablaba latín, que sabía matemáticas, que sabía geografía. Doña Isabel Barreto. Tocabas el laúd. Como una reina. Cantabas, bailabas, recitabas poemas. Como una reina. Y te enjoyabas como una reina… Doña Isabel Barreto. Ironías del destino: al casarte con el sobrino del gobernador De Castro y, luego, al elegir por marido al capitán Hernando de Castro, volviste a ser, a fin de cuentas, lo que nunca hubieses debido dejar de ser. Una De Castro. Como nuestra madre, ¡como todas nosotras!

Reconócelo. A fuerza de quererte suya, a fuera de atraerte hacia él, nuestro padre te había amputado una parte de ti misma… Hablo del alma de nuestra madre. En efecto, ¡nunca habías tenido su dulzura! Ni su bondad ni su abnegación. Pero su ausencia de mezquindad, sí… Su capacidad de perdón, su grandeza, su amor. Siempre decías que, por desgracia para ti, no teníais nada en común, decías que era generosa y fértil. Tú no… No obstante, ¡es a ella, a nuestra madre, a quien te pareces!

Incluso hoy, te pareces a ella… Cuando te observo en el claustro, con los ojos bajados, tu magnífico cabello rubio teñido de negro, es a ella a la que veo recorrer la galería, con su breviario en la mano.

Nuestro padre… estaba prendado de ti, Isabel. De ti, tan parecida en belleza y conocimientos a esa esposa demasiado bien nacida, demasiado bien educada, de la que seguía estando celoso… ¡Me pregunto cómo consintió en entregarte a otro!

Y, no obstante, es exactamente eso lo que hizo: te dio a Álvaro de Mendaña.

¿Acaso pensaba que Mendaña era demasiado mayor para que te gustara? ¿Que nunca te enamorarías de él?

No, por supuesto que no se había imaginado que querrías a ese hombre. ¡Que lo querrías hasta ese punto! Ninguno de nosotros podía pensarlo… Era todo lo contrario a ti.

***

Al evocar el maravilloso rostro de Álvaro, la voz que monologaba en la cabeza de Petronila, se calló bruscamente. ¡No iba a contarle a Isabel su propio encuentro con su propio marido!

No obstante, nadie mejor que Petronila hubiese podido hacerlo.

¿No había estado ella misma prometida —después que su hermana Beatriz, antes que Isabel— en matrimonio con Mendaña?

Una vieja historia. Un antiguo proyecto de su padre. Un enlace soñado con el sobrino del gobernador Lope García de Castro…

Al regreso del primer viaje de Mendaña, el riquísimo capitán Barreto había sellado una promesa de alianza entre el joven general, a quien ya se llamaba el adelantado de las islas Salomón y una de sus hijas… Beatriz o Petronila, ¿qué importaba eso? La que estuviera más cerca de la edad requerida para comparecer ante el altar, la que fuera, tendría una dote magnífica.

Pero Mendaña se había vuelto a ir a España. Se decía que estaba en la corte, donde le relataba al rey la historia de sus descubrimientos.

Con el paso del tiempo, en la larga serie de contratos establecidos por poderes entre Lima y Madrid, el nombre de la concedida había cambiado. A Beatriz, que se había hecho demasiado mayor, la metieron en un convento. A Petronila, que reclamaba entrar en él, la habían casado con otro. Ese año de 1584, Nuño contaba todavía con tres hijas a las que dotar. La mayor de las tres, Isabel, tenía diecisiete años.

Desde la fiesta de su santa patrona, desde el 17 de noviembre de 1567, día de su nacimiento, oía hablar de Mendaña. La vida no le había sido fácil. Había regresado ya a Lima desde hacía mucho tiempo sin atreverse, sin dignarse, a presentarse en casa de los Barreto. No iba a reclamar la dote que le habían prometido.

Para Nuño fueron diecisiete años de espera.

Interminables compromisos, nacidos del sueño que había suscitado en él el espectáculo de los guijarros negros de la orilla de El Callao, del penacho rojo y de los dos galeones dorados que estaban aparejando para el Mar del Sur.