II
LA ABADESA
Como tantas mañanas, el día que comenzaba en Lima carecía de brillo. Ninguna luz castigaría el interminable muro del convento de Santa Clara, una muralla que evocaba, tanto en verano como en invierno, una cárcel.
El monasterio se extendía por más de dos hectáreas. Gigantesco. Una ciudad dentro de la ciudad. Varios centenares de recluidas recorrían las calles, los almacenes, los talleres, los graneros, los lavaderos, las cocinas, agrupadas en los diferentes barrios que se correspondían a su nacimiento y condición. Se reunían por la noche según su estatus. O bien descansaban en sus celdas, con todos los privilegios de su rango. El respeto por la jerarquía social era allí más estricto y más inmutable que en la corte de España.
Pero esa jerarquía no cambiaba en nada el hecho de que un cielo gris, aborregado, pesaría siempre sobre los jardines de los claustros. La niebla envolvería por todas partes los calvarios y las cruces. Y las paredes ocres de los patios no palidecerían bajo los rayos del mediodía.
Pero ¿qué más les daba a las novias de Cristo esa niebla eterna? Allí las flores, los frutos, los corazones, florecían con poco sol y sin lluvia. Allí, unas luces, una leve llovizna, les bastaban a las plantas y a las almas para crecer y embellecerse. Sí, ¿qué más les daba a las siervas del Señor la bruma de la Ciudad de los Reyes, cuando ellas mismas vivían en la luz de Dios?
La abadesa, no obstante, se quejaba del clima: doña Justina de Guevara había visto la luz en Sevilla y añoraba el cielo de su primera infancia. Afirmaba que medio siglo de cielos nublados había acabado alterando su carácter. Esa cantilena era su única coquetería. De naturaleza tranquila, de trato en apariencia sencillo, no tenía dolor alguno, dormía bien, comía bien y reinaba con mano de hierro sobre su feudo, sin que ninguna de las hermanas cuestionara siquiera su autoridad. En cuatro años, había logrado hacer de su convento el más rico y el más codiciado de la ciudad. Había sido todo un desafío, pues la competencia era dura: otros cuatro monasterios reservados a mujeres se jactaban de una fundación anterior al de Santa Clara. Algunos existían incluso desde la creación de la ciudad, el 18 de enero de 1535, día de la fiesta de la Epifanía en esa parte del mundo. A esa fecha memorable, la Epifanía, Lima le debía su denominación de Ciudad de los Reyes. Hoy, setenta años más tarde, los conventos de la Encarnación, la Inmaculada Concepción, las carmelitas descalzas y el de la Santa Trinidad abrigaban un quinto de la población femenina de la capital de Nueva Castilla.
Sin embargo, era en Santa Clara donde los más grandes de entre las grandes familias querían que ingresaran sus hijas. Doña Justina había sabido hacerlo. Muy estricta con las admisiones, había fijado el montante de la dote en una suma de dos mil pesos para las religiosas de Velo Negro, las de la aristocracia. Mil para las religiosas de Velo Blanco, las monjas menos afortunadas, que servían a los Velos Negros. Todas debían aportar prueba de las hazañas de sus padres y de su limpieza de sangre por tres generaciones. Ninguna gota de sangre judía podía correr por sus venas. Tal era, en efecto, la regla en todas partes. Nadie se hubiese atrevido a suspenderla. Pero doña Justina velaba por la limpieza de la sangre de las chicas con celo extremado. Al contrario que ciertas abadesas que cerraban los ojos ante los linajes dudosos, con tal de que las postulantes llevasen uno de los nombres heroicos de la Conquista, doña Justina exigía que se presentase el original de los papeles procedentes de España: las pruebas de un linaje sin mácula, muy difíciles de aportar en el Nuevo Mundo. A esas dificultades, les añadía otros obstáculos, más insalvables todavía. Fingía no recibir más que a las jóvenes que manifestaban, «con toda libertad», un «auténtico» deseo de sacrificar su vida al servicio de Dios.
Resultado: las candidaturas se multiplicaban sobre la mesa de su consejo.
Su fulgurante ascenso al frente del monasterio demostraba claramente su sentido de la estrategia y su gusto por el poder. Ella misma había labrado su propia carrera contraviniendo todas las leyes que dirigían la vida monástica: el primer arzobispo de Perú, el beato Toribio, al que llamaban ya san Toribio, había roto por ella la regla de las comunidades al arrancarla de su orden de las agustinas para hacerla entrar en las hermanas franciscanas como superiora del convento de Santa Clara de Asís. Por ella, había quebrantado los estatutos de la orden que fundaba al nombrarla abadesa vitalicia, cuando las abadesas de los conventos de Santa Clara no podían ser más que elegidas, y por un máximo de tres años. Y también infringió la regla de la edad requerida: una abadesa no podía contar menos de cincuenta primaveras. Justina no tenía los cuarenta.
Extremadamente respetuosa con las autoridades eclesiásticas, se esforzaba por no recordarle al nuevo obispo las pocas infracciones en que sustentaba su gobierno.
Su reinado ad vitam no había hecho más que comenzar.
En aquel amanecer de noviembre de 1609, no era, por tanto, el clima lo que impedía dormir a una mujer así. Sino una decisión. O, más bien, la dirección que convenía darle a la conducta de una de sus devotas, un alma perdida que el Señor había puesto bajo su protección. Se trataba de velar por ella, sin chocar contra la voluntad del obispo y sin humillar a los protectores del convento.
Debía cuidar sus alianzas.
La conciencia de doña Justina apenas la torturaba. Su corazón no conocía ni la angustia ni la duda. En cuanto al misticismo, desconocía sus tormentos… Y, si bien la abadesa sabía leer y escribir como todos los Velos Negros, no era curiosa de espíritu: los textos de los grandes pensadores de la Iglesia no la conmovían. Por lo demás, su piedad se parecía a su físico: era tan fuerte, tan vigorosa, tan sólida, como su silueta redondeada, que estaba por todas partes. Convencida de que el Señor guiaba sus pasos y de que Él le dictaba la más mínima de sus acciones, doña Justina vivía en paz.
El caso que la preocupaba requería, sin embargo, de la habilidad más extrema y levantaba en ella una tempestad.
Conocía ese caso desde hacía mucho tiempo. Caso…, no encontraba otra palabra para calificar lo que le causaba inquietud. El caso era famoso en todo el Nuevo Mundo y tenía un nombre: doña Isabel Barreto de Mendaña de Castro.
Su nombre no siempre había sido tan largo. Pero, desde siempre, esa mujer había evocado la grandeza y el orgullo. Incluso estando en casa de su padre, incluso entre sus cinco hermanas y sus seis hermanos varones… Las calles en las que se alzaban sus residencias acababan siempre convirtiéndose en La Calle de doña Isabel. Su belleza, o más bien su soberbia, sus conocimientos en todos los ámbitos —latín, geografía, manejo de armas—, su altivez y su valentía pertenecían ya a la leyenda de Perú.
Un caso, sí. O un monstruo.
Todos los capitanes que comerciaban entre China, Filipinas, México y España conocían la historia de su viaje por el Mar del Sur. Casi veinte mil kilómetros entre Lima y Manila. El Pacífico de parte a parte… ¡Las distancias recorridas por Cristóbal Colón no suponían ni siquiera una etapa en comparación con aquel viaje! Una travesía semejante seguía siendo tan improbable que los mismos navegantes habían bautizado las hazañas de doña Isabel como «La travesía de la Reina de Saba más allá de Dios». Una frase con tintes de herejía.
O de blasfemia.
En ese punto la abadesa no se había engañado. El Diablo no andaba lejos. No obstante, no había presentido la magnitud del peligro.
Y si lo hubiera visto llegar, ¿cómo hubiese podido soslayarlo?
¿Cómo hubiese podido librarse de recibir en su casa a doña Isabel Barreto de Mendaña de Castro?
La categoría de sus aliados, la presencia de sus tres hermanas en los conventos de Lima, la perfección de una de las dos mayores, religiosa ya en Santa Clara, el donativo de Nuestra Señora de la Soledad, entre otras dádivas al clero, todo le había permitido a doña Isabel obtener del nuevo obispo una dispensa que la autorizaba a esperar, en silencio y en paz, el regreso de su esposo… Su segundo marido.
A partir del Día de Todos los Santos de 1608, había tenido licencia para retirarse tras los muros de un monasterio a su elección tanto tiempo como durase la ausencia en el mar del ilustre capitán Hernando de Castro, administrador de las minas de plata de Castrovirreyna y caballero de la Orden de Santiago.
Doña Isabel había elegido Santa Clara.
Un honor.
Como juzgaba la devoción de esta gran dama tan útil para su monasterio como edificante para el mundo, la abadesa había hecho redecorar una de sus más bonitas celdas… «Celdas», así se llamaba en Santa Clara a las viviendas que ocupaban los Velos Negros, las religiosas eximidas de las tareas domésticas. La élite. Había veinte Velos Negros y vivían en casas individuales que sus familias habían comprado y de las que eran legalmente propietarias. Bajo sus capiteles de piedra y sus blasones, esas celdas daban a patios floridos y a salones ricamente amueblados: unos palacetes que bullían de sirvientas indias y esclavas negras. Todas habían seguido a sus amas tras esos altos muros que ninguna de ellas ya nunca franquearía.
Doña Isabel se había instalado, a toda prisa, en la celda vecina a la que ocupaba doña Petronila Barreto de Castro —en religión, madre María del Niño Jesús, la hermana mayor de doña Isabel—, para que las dos damas Barreto pudieran cenar juntas, tocar música y recibir en privado a las otras monjas de su parentela. Sus cocineras compartirían el mismo horno, entre ambas residencias.
Pero doña Isabel se había presentado sin servicio. Sola. Tan sola como le permitían las formas.
Podía tener ese capricho: sabía que su marido volvería un día a recogerla.
Sin esclavas. Sin muebles. Sin vajilla. Sin manteles ni sábanas. Nada. Ni baúles, ni vestidos, ni joyas. Había cruzado Lima con los pies descalzos, por amor a Nuestro Señor Jesucristo, quien, en la Cruz, tampoco se sonrojaba por su desnudez.
Y, si bien no se había afeitado la cabeza, había echado a perder su magnífico cabello rubio al teñirlo de negro en el momento de entrar. Una señal de duelo y de arrepentimiento.
La abadesa había apreciado la magnitud del sacrificio.
Sin embargo, ni se le habían pasado por la cabeza las mortificaciones que iban a sucederse.
Renegando de sus terciopelos y sus brocados, doña Isabel se había vestido con un hábito de tela ocre, un saco más basto que la más humilde de sus camisas. Llevaba al cuello, no los collares y las perlas a las que tanto cariño tenía, sino un aro de hierro que le apretaba la garganta. En cuanto a su cama, había tirado las plumas tan suaves y ligeras de su colchón para reemplazarlas por una tabla de madera y por un leño a modo de almohada.
El respeto al silencio, la asiduidad a los oficios, las noches de oración, las semanas de ayuno…, todo, en la modestia de aquella mujer de mundo, había hecho, al principio, las delicias de la abadesa. Si se había podido temer que el lujo de sus galas y la ligereza de su conducta fuera a corromper el alma de sus hijas, había errado… ¡Qué ejemplo para los Velos Blancos, las monjas de menor condición que servían a los Velos Negros! ¡Y qué ejemplo para las donadas que servían a los Velos Blancos! ¡Qué ejemplo para todas las demás, para las criadas, para las esclavas, aquel espectáculo, el de la gran señora a la que la omnipotencia de Dios reducía a la misma nada que a ellas!
Al cabo del tiempo, el entusiasmo de doña Justina se había moderado. Hasta desaparecer. Puesto que, después de seis meses, la degradación física de su huésped le había demostrado la miseria que doña Isabel estaba buscando.
Ya ninguna podía reconocer, en ese cuerpo descarnado, a la mujer de antaño. El vigor de su paso, la redondez de sus formas, el esplendor de su tez: de todo eso, ya no quedaba rastro.
En seis meses.
La metamorfosis era deliberada. La abadesa no se engañaba. Doña Isabel se había encaminado por la privación total.
Pero ¿qué diría el marido, qué diría la familia al encontrársela en ese estado esquelético? ¿Qué diría el obispo, que la había confiado a la protección de Santa Clara y de doña Justina, de la que se decía que era tan prudente y tan buena?
La abadesa había invitado a la penitente a que se cuidara, incluso la había urgido a que aceptase algún alimento, a que descansase.
Doña Isabel se había callado, pero no había obedecido.
La abadesa había conminado a su confesor a que moderase su rigor y a que aligerara las penas a las que la condenaba. El confesor había reconocido su impotencia para dirigirla. Si bien doña Isabel cumplía con los actos de contrición que le infligía, no respetaba el espíritu de éstos y se imponía privaciones de las que él nunca había hablado.
Acosado a preguntas, se había negado a decir más, dejando entrever por la tirantez de su cara la gravedad de los secretos de los que era poseedor. Y el tamaño de la deuda que la pecadora le estaba pagando al Señor.
Así pues, ¿las faltas de doña Isabel resultaban tan terribles?
Bajo la bóveda de la alcoba que protegía su cama de los temblores de tierra, doña Justina daba vueltas y más vueltas entre sus sábanas de lino. Imposible conciliar el sueño. ¡No era para menos! Rememoraba las discusiones que, desde hacía semanas, alteraban su consejo. Los cuatro Velos Negros que dirigían con ella las cuestiones internas del convento desgranaban cada día los detalles de los suplicios que se infligía su huésped. Contaban que doña Isabel se privaba del sueño. Que doña Isabel se privaba del pan, que se privaba del agua. Incluso las pocas gotas que se permitía para no morir de sed, las sacaba del líquido fétido destinado a los puercos. Todavía más, corría el rumor de que no abandonaba nunca su cilicio, que lo llevaba día y noche bajo su camisa.
De esa tortura secreta no se traslucía nada en su rostro. Pero todas allí sabían que tenía que apretar los dientes —y apretarlos bien fuerte— al más mínimo de sus movimientos. Se decía incluso que ese cilicio no estaba hecho de cáñamo y de crin de caballo como los demás, sino con piel retorcida de marrana.
Las cerdas infectaban las heridas que había abiertas en su espalda al lacerarse, según su costumbre, con el látigo de su disciplina. Se golpeaba a sí misma, salvajemente, cada noche, mientras se repetía estas palabras: «He aquí una mujer egoísta y voraz… ¡Oh, alma insensible! ¡Oh, alma sin piedad! ¡Oh, alma sin amor!»
A ese ritmo, la carne de doña Isabel debía de ser toda una herida abierta.
Todo eso estaba muy bien. Pero, una vez más, ¿qué diría el marido, qué diría la familia al encontrársela en ese estado?
Esa pregunta, que inquietaba a la abadesa, no les interesaba mucho a sus consejeras.
A sus ojos, había algo mucho más grave que el deterioro físico de doña Isabel Barreto de Mendaña de Castro.
Las mortificaciones de esa mujer no pertenecían a la clase de ejercicios espirituales que ellas mismas practicaban durante la Cuaresma.
Someter su cuerpo, disciplinar sus apetitos, les permitían alcanzar la supresión de sus deseos terrenales. La contemplación, la oración, la penitencia, conducían al alma por el camino de la perfección. Ahora bien, instintivamente, todas allí sentían que doña Isabel no aspiraba a la perfección espiritual. Que a pesar de su conducta edificante, tenía otro objetivo. Y que ese objetivo no era la imitación de la Pasión de Cristo.
—Es el orgullo lo que la invade, no la contrición.
—Es presa de los errores más graves.
—¡Debemos procurar que nuestras hijas no mantengan ningún trato con ella!
—¡El pretextar humildad es, por excelencia, la señal del Diablo, que trata de engañar a los crédulos!
—Hay que impedirle avanzar por el camino de la apariencia del martirio… ¡O echarla!
Tal era el veredicto. Y el dilema.
Pero ¿expulsar de Santa Clara a doña Isabel Barreto de Mendaña de Castro? ¡Impensable!
Y, sin embargo, ¿por qué no?
Que doña Isabel no siguiese las directrices de su confesor, que no obedeciese las órdenes de su abadesa, que incluso se negase a ocupar la celda vecina a la de su hermana, eran otras tantas infracciones de la regla.
Que pretendiese ahora servir la mesa de los Velos Blancos y compartir el dormitorio colectivo de las donadas, las religiosas del grado más bajo, ese acto, ese acto insensato la deshonraba. Insultaba a la abadesa, a los Velos Negros, a los Velos Blancos. Deshonraba a todo el convento.
¿Qué sería lo próximo que se inventase? ¿Servir a las mestizas y a las negras?
¿Compartir barrio con las esclavas?
Era exactamente eso, esa posibilidad, lo que despertaba a doña Justina antes de maitines.
El consejo tenía razón. La auténtica cuestión no era saber lo que diría el capitán don Hernando de Castro ante la envoltura carnal de su esposa. Sino lo que dirían san Toribio y todos los santos del Paraíso. Y el Señor Todopoderoso que había creado a los hombres y a las mujeres para servirle en el lugar en que Él les había hecho nacer en este mundo.
«El lugar que Él nos ha asignado en esta Tierra… Tanto a doña Isabel Barreto de Mendaña de Castro como a todas nosotras».
Sí, el consejo tenía razón. Una falsa apariencia: esa penitente no servía a los designios del Señor. Y era a ella, doña Justina, a quien le incumbía la misión de detener su caída y volver a ponerla en el buen camino.
«¿Cómo convencerla de su ceguera? ¿Cómo obligarla a renunciar a sus errores? ¿Cómo esclarecérselo?».
Doña Justina le había tomado la medida: esa mujer aspiraba a la desnudez absoluta. Su deseo de envilecimiento no conocería límite alguno. Se despojaría de todo. Incluso —y sobre todo— de su dignidad humana, su honor, al que se decía que se había sentido tan apegada.
Doña Isabel se rebajaría hasta lo más bajo, siempre a lo más bajo. Sin límites.
«¿Cómo pararla?».
La abadesa ponía todas sus esperanzas en la influencia de la propia hermana de doña Isabel, a la que le había encargado hacerla entrar en razón. Su favorita entre todas las demás.
La ausencia total de ambición, el gusto por la obediencia, la pasión por servir, hacían de doña Petronila Barreto de Castro una religiosa modelo y una aliada destacada. Su vocación no era cosa de ayer. Pero, si bien había informado de su deseo a su padre, éste no lo había respetado. Había hecho ingresar a dos de sus otras hijas en el convento de la Inmaculada Concepción —cuando ambas repetían que no tenían ninguna inclinación por la vida monástica—, y había casado a Petronila con un anciano más rico y de mejor linaje que el suyo. Pero, viuda a los treinta y tres años, heredera de varias encomiendas, se había apresurado en pagar los dos mil pesos de su dote de entrada en las clarisas para encontrar refugio tras los muros de esa pequeña república de mujeres que dirigía su amiga de la infancia, doña Justina de Guevara… El sitio cuya protección buscaba, lejos de los hombres.
Doña Petronila no había vacilado. Le había confiado la educación de su hijo al hermano de su marido y se había llevado a todas sus hijas consigo al convento. Las mayores habían tomado el velo al mismo tiempo que ella. La más pequeña, a la que se destinaba, por su parte, al matrimonio —Mariquita, de doce años de edad—, compartía la vida de las novicias. Doña Petronila y sus hijas vivían en familia, en la comodidad de la misma celda, bajo la protección de su venerada superiora.
Esas damas la satisfacían plenamente.
Aunque doña Petronila no tuviera ninguna aptitud para gobernar, la abadesa la había impuesto entre los cuatro miembros de su consejo. Segura de su admiración y de su apoyo, contaba con ella para tener en jaque a las otras tres.
Esas tres, fundadoras del convento junto con ella, consideraban cada una por su parte que deberían haberse convertido en abadesas en su lugar. Doña Justina controlaba sus ambiciones manteniéndolas cerca de su trono. Pero sus rivales la amenazaban con un golpe cuyos riesgos y violencia evaluaba esa noche, de repente, ahora, durante sus horas de insomnio.
Al afirmar que doña Isabel Barreto de Castro, la hermana de su favorita, no practicaba una verdadera contrición sino un simulacro de arrepentimiento, al subrayar que esa mujer estaba enferma de independencia, ebria de su propia libertad, esas tres agitaban un espectro peligroso. El de la herejía.
Con esas palabras encubiertas, insinuaban que la abadesa había dejado que el Demonio se introdujera en Santa Clara. Pero que la abadesa lo sabía y que cerraba los ojos.
Si acusaciones semejantes llegaban a oídos del inquisidor…
¡Doña Justina no quería por nada del mundo una investigación de la Inquisición entre sus muros!
Apartando su colcha con un gesto de impaciencia que no le era propio, saltó de la cama y le ordenó a la esclava que velaba por su sueño y su bienestar:
—¡Ve a buscar a doña Petronila!
***
—¿La has convencido? ¿Qué dice?
Sentadas una junto a la otra, ambas religiosas conferenciaban en la sala capitular. Una audiencia privada. Estaban unidas por la amistad desde la infancia. Entre ellas, en contra de todas las reglas, mantenían el tuteo.
—No dice nada.
—¿Cómo que nada?
—Mi hermana está tan débil que no profiere ya palabra.
—Ha hecho voto de silencio, lo sé.
Doña Petronila bajó la mirada, sin responder.
Las personas que hubiesen visto sus siluetas al fondo de la inmensa sala abovedada, hubiesen podido confundirlas. Se decía que doña Petronila era la sombra de doña Justina. Su doble. Misma altura. Misma redondez. Mismo paso. No obstante, salvo por ser bajas y recias, no se parecían. Una, doña Justina, era morena; la otra era rubia, de ese rubio dorado que caracterizaba a todas las Barreto… Hoy, pasados los cuarenta, era blanco bajo el velo. Por lo demás, la mirada perdida y dulce de doña Petronila no tenía nunca los destellos acerados que cruzaban la expresión de la abadesa.
—Ha hecho voto de silencio —repitió con severidad la abadesa—, ¡cuando yo misma le he levantado ese voto! ¿Así que se obstina en ello?
De nuevo, la otra no respondió.
Doña Justina añadió:
—¿Qué lee?
—No lee.
—Creía que los libros eran su pasión.
—Los ha quemado.
En otras circunstancias, ese auto de fe hubiese parecido de buen augurio. Doña Justina decía que la tentación del saber era una de las formas que adoptaba el Maligno para desviar a los humanos del auténtico Conocimiento.
Insistió, no obstante:
—¿No lee su breviario?
Doña Petronila suspiró en señal de pesar.
—¿Canta los oficios?
—Reza.
La abadesa estalló:
—¡En voz baja, supongo! La música exalta el alma del pecador… ¿Se cree más santa que los ángeles músicos que dan las gracias a Dios cantando?
Doña Petronila se atrevió a decir:
—Como con los libros, le gusta demasiado la música.
Doña Justina meditó un instante y prosiguió del modo conciliador que le era habitual:
—Debes conseguir que tu hermana abandone sus excesos, que vuelva a las prácticas de arrepentimiento ordinario.
—¡Cómo exigirle a Isabel que se arrepienta de manera ordinaria!
—Tú que conoces los secretos de su corazón, tú que la quieres, dime… ¿Qué ha hecho para imponerse semejante renuncia?
—No es renuncia.
—¿No es renuncia?
—No lo sé.
—Precisamente creo que lo sabes y te lo pregunto: ¿qué crímenes ha cometido tu hermana?
El tono no admitía réplica.
—No lo sé.
—Mientes.
La brusquedad de la acusación hizo que saltaran las lágrimas de los párpados de doña Petronila. Su abadesa jamás la había increpado de esa manera.
—No me pregunte eso —balbució, pasando al usted.
—Te ordeno que me respondas: ¿qué ha hecho que se impone su retiro aquí?
—¡Nada! ¡No ha hecho nada!… Aquí, lucha. Regatea con la Virgen, negocia con el cielo.
Esta vez fue doña Justina quien sintió un gran disgusto. Repitió, consternada:
—¿Doña Isabel regatea con la Virgen?
¡El Demonio residía realmente entre sus muros!
—¿Negocia con Nuestro Señor Jesucristo…?
La otra, al sentir que se adentraba en un terreno peligroso y que multiplicaba los pasos en falso, intentó explicarlo:
—Da a cambio su vida.
—Al Señor no se le da nada a cambio.
Doña Petronila se corrigió dócilmente:
—Da su vida.
Retomando las desafortunadas palabras, la abadesa estalló:
—¿Da su vida a cambio de qué? ¿Qué quiere como premio a su sacrificio? ¿Qué exige como contrapartida de su penitencia?
Doña Petronila titubeó e intentó explicarse.
—Renuncia a su libertad, a su belleza, a las cosas que tanto le interesaban… —Cuando trató de aclarar su pensamiento, a Petronila se le escaparon dos palabras que enardecieron a la abadesa—: Por amor.
—¿Por amor? ¿De qué clase de amor estás hablando? ¡No reconozco en la conducta de doña Isabel ninguna de las santas alegrías que dispensa el amor de Nuestro Señor Jesucristo a sus humildes servidores! Decías que lucha: ¿qué es lo que quiere?
—Convertirse en lo que sin duda nunca debió dejar de ser: una mujer que espera. Una mujer que reza.
—No estás respondiendo a mi pregunta… ¿Qué intenta obtener del cielo?
Esta vez, Petronila tuvo que decir lo que no se había atrevido a expresar hasta ahora:
—Pide que se perdone la vida de su marido don Hernando de Castro, al que ella misma obligó a hacerse a la mar sin armas, sin víveres y sin mapas… Le ofrece todo a Nuestra Señora del Arrepentimiento. A cambio… del regreso a Lima del hombre que ama.
Doña Justina reflexionó un momento antes de zanjar con sequedad:
—Tráeme el cofre que guardas en tu casa. No lo niegues: tus hijas me han dicho que, justo antes de vuestra entrada aquí, doña Isabel te confió un baúl. ¡Ve a buscarlo!
***
La desgraciada Petronila salió muy agitada de la sala capitular. Se esforzaba por calmar a su abadesa, por complacerla en todo… No soportaba los conflictos.
Pero esta vez, en lugar de obedecerla, en lugar de correr hacia su celda para coger el objeto que se le reclamaba, se apresuró en otra dirección.
No encontró a su hermana por ninguna parte. Ni ante Nuestra Señora del Arrepentimiento, ni en la capilla, ni en los claustros.
Petronila había asistido a las discusiones del consejo. Había oído los rumores que se propagaban contra los excesos de Isabel. Sentía que se avecinaba una tormenta contra la persona que más veneraba en el mundo, junto con doña Justina. A la que más había admirado en su juventud.
El espectáculo cotidiano de su envilecimiento la trastornaba.
Y ahora… El pasado de Isabel expuesto al juicio de la abadesa… Y quizá a las preguntas de la Inquisición.
Petronila volvió a su casa, para encontrarse a sus tres hijas con la misma clase de emoción: Mariquita llegaba llorando de una discusión con sus condiscípulas. Sus hermanas se agitaban alrededor de ella, en una danza de hábitos marrones y velos negros.
—Dicen que tía Isabel acabará en la hoguera —contaba la más pequeña—. ¡Que la Inquisición va a excomulgarla! ¡Que tenemos que rehuirla porque está maldita!
—Bien es verdad que toda su conducta me da vergüenza —asintió la mayor.
—Si yo fuese tú —intervino Petronila—, si yo fuese tú —repitió, temblando de indignación—, ¡no proferiría tales palabras!
—Vos la defendéis, madre, pero ella no se ha dignado a dirigiros la palabra a vos, vuestra hermana, ni una sola vez, desde su llegada aquí. No nos quiere. Ella…
—¡Que Isabel no nos quiere! Si tú supieras, si tú supieras… Nadie nos quiere tanto como ella a nosotros, a sus hermanos y hermanas, a su familia. Lo ha compartido todo con nosotros…
—¿Compartido? Si se refiere a su expedición en el Pacífico…, esa locura nos ha arruinado a todos.
—De esa locura, como tú la llamas, doña Isabel sigue asumiendo las consecuencias, ella sola.
—¡Y toda la gloria, ella sola!
—Créeme, no le deseo a nadie fardo semejante… Al comportarse como se comportó durante la travesía, nos eximió a nosotros, sus allegados, a todos aquellos a los que quiere (a vuestros tíos Luis, Diego, ¡a todos!) de nuestras propias faltas y de nuestra cobardía.
—¿Qué faltas? ¿Qué cobardía? ¡Se cuenta que su mando fue un escándalo! Se cuenta que mató a su primer marido y que don Hernando no vuelve del Mar del Sur porque ha huido de ella.
—Hablas de lo que no sabes.
—En todo caso, sé una cosa: si nos quisiera, no nos humillaría de este modo.
—Madre, es la verdad. Nos deshonra al servir a los Velos Blancos.
—Va más desaliñada que una pelandusca.
—Se dice incluso —insistió Mariquita— que es una conversa.
Petronila palideció ante el insulto. El peor. La tachaba de ser judía recientemente convertida.
—Si tu tía Isabel tuviera sangre judía, yo también, y vosotras igual. ¡Y no estaríamos aquí!
La verdad era que ese rumor dejaba helada a Petronila. Conocía el rumor que manchaba el apellido de su padre. Incluso en vida, se murmuraba que, por mucho que se hiciese llamar Nuño Rodríguez Barreto, decirse vástago de la gran nobleza portuguesa, pretender estar relacionado con los Aragón y los Borgia, ser descendiente de Nuño Rodríguez Barreto I y Nuño Rodríguez Barreto II, nunca había tenido derecho a llevar el «don» delante de su nombre. Y, si bien había podido proporcionar los papeles que confirmaban su limpieza de sangre, el origen de sus padres seguía siendo dudoso. Cuando, en su lecho de muerte, se había dicho hijo legítimo de un tal Manuel Pereira, los testigos se habían estremecido al pensar que aquel nombre evocaba peligrosamente el patronímico de un judío portugués. La conducta de Nuño Rodríguez Barreto durante la guerra civil que había dividido a los españoles de Perú en dos bandos, el hecho de haber elegido la facción correcta —la del rey, contra los conquistadores rebeldes que trataban de apropiarse del país—, su fidelidad y sus hazañas al servicio de la Corona le habían valido el favor del virrey. Este último se lo había recompensado dándole una esposa de una cuna tan superior, tan elevada, que la pureza de su sangre ennoblecía para siempre a toda su descendencia.
Los rivales y los acreedores de Nuño se permitían, sin embargo, el lujo de murmurar que había falsificado los papeles que certificaban su ausencia de sangre judía.
Que esa posibilidad, sentida desde siempre por los once niños Barreto como una amenaza de muerte, que esa duda que ni siquiera habían expresado nunca entre ellos, le fuese espetada a la cara por su propia hija desataba en doña Petronila una angustia que la trastornaba por entero.
Conversa. Por sí sola la palabra bastaba para evocar un peligro que sobrepasaba, y con mucho, las inquietudes de la abadesa. El interés que encontraría la Inquisición por la falsa penitencia de una mujer de la que le podían susurrar que tal vez fuese judía, ponía en peligro la vida de Isabel, por supuesto. Pero también la de Petronila y la paz de doña Justina. La infamia ensuciaría todo el convento…
La abadesa tenía razón: Isabel tenía que claudicar. Volver a su lugar. Regresar junto a las hijas, las sobrinas, las primas, las hermanas, las esposas de los grandes conquistadores. Recuperar su rango en el linaje de los vencedores, en el lugar en que el Todopoderoso la había puesto: heredera —por su nacimiento en Lima— de una aventura que los españoles de Perú percibían como la mayor gesta de todos los tiempos. Una recompensa divina.
El descubrimiento del Nuevo Mundo no era nada menos que eso. El regalo del Señor a sus Majestades los Reyes Católicos en testimonio de su satisfacción por la expulsión de los judíos. ¿La prueba? El oro, todas las riquezas del cuarto continente que le habían sido reveladas a Cristóbal Colón el año, y casi el día, en que la Corona había decidido expulsar a todos los judíos de España.
Para esquivar la acusación de pertenecer al pueblo que la propia Petronila calificaba de «maldito», había que fundirse entre los portadores de la Palabra, someterse a los que detentaban el verdadero Conocimiento. Sabía la respuesta. La obediencia.
Zanjando la conversación, se dirigió a su habitación, puso una rodilla en tierra y sacó de debajo de su cama el cofre que, no hacía mucho, en secreto, Isabel le había confiado.
***
—¡Quita esa cara! —le ordenó la abadesa—. No has traicionado a tu hermana. La estás protegiendo.
La mirada atormentada de su valiente, de su buena, de su fiel Petronila la irritaba. Ella misma, por lo general tan prudente, no trataba de ocultar su curiosidad ante el objeto que acababa de dejar sobre la mesa.
Se trataba de una caja, del tipo que llevaban consigo los marineros para transportar sus objetos personales: un pequeño baúl de viaje de tapa abombada, recubierto de cuero, reforzado con herrajes, cerrado, o más bien sellado, mediante tres gigantescas cerraduras.
Apartada, a la sombra de la bóveda, Petronila esperaba lo siguiente.
—Dame la llave.
Petronila dio un paso al frente, dejó la llave sobre la mesa, regresó a su sitio. Ella sabía lo que la abadesa todavía ignoraba: que, a menos que se destruyera ese cofre a hachazos, no podrían abrirlo.
Para eso hubiese hecho falta que poseyeran no una, sino tres llaves y que las introdujeran al mismo tiempo, las tres, en las tres cerraduras. No había nada fuera de lo común en ello. El oro, la plata, o cualquier otro bien, se conservaba así: bajo la responsabilidad de tres personas, y ninguna podía hacer nada sin la presencia de las otras dos.
—Entonces, las demás llaves… ¿dónde se encuentran las otras dos?
—La segunda, al cuello de doña Isabel. La tercera, en posesión del capitán don Hernando de Castro. Se apoderó de ella.
—¿Apoderó? ¿Quieres decir que la cogió en contra de la voluntad de doña Isabel?
—No lo sé.
—¡No empieces otra vez con ésas! Habla.
—Era a su esposo a quien trataba de apartar de este cofre. Me lo había confiado para eso.
—Creía que su unión era un matrimonio por amor. Me habían dicho que lo había elegido entre todos los demás… Tú misma me afirmabas esta mañana que le rezaba a Nuestra Señora por su pronto retorno.
—El rumor es cierto. Y lo que te he dicho sobre los sentimientos de mi hermana hacia su marido probablemente también lo es.
—¿Qué es, por tanto, lo que el capitán don Hernando de Castro no debe conocer?
Doña Petronila vaciló. Ella misma ignoraba el contenido del cofre y se hacía esa pregunta por primera vez. La abadesa insistió:
—¿Qué conserva tu hermana tan comprometedor como para sentir la necesidad de venir a esconder este cofre a tu casa?
—Recuerdos.
—¡Vamos! Los recuerdos no resultan tan pesados. Pero el oro de las minas del rey Salomón sí —bromeó.
La insinuación pretendía ser frívola: una alusión a la Reina de Saba, el antiguo apodo de doña Isabel en el Pacífico. ¿No se decía que había partido a mares ignotos en busca de ese imperio perdido, El Dorado?
La alusión no hizo sonreír a Petronila.
—Bueno, pues la cosa parece más complicada de lo previsto —soltó la abadesa golpeteando una de las cerraduras. Y calló.
Si Petronila por un momento se hizo ilusiones de que el asunto había acabado y de que podía devolver el cofre a su casa, comprendió, al instante, que doña Justina tenía intención de forzarlo.
—Recuerdos… —insistió—. Papeles… Instrumentos de navegación. Un diario de a bordo, ¿qué sé yo? ¡Nada! Antes de tocarlo, habría que obtener el consentimiento…
Se corrigió:
—Solicitar la aprobación…
De repente, con insospechable orgullo, doña Petronila se levantó para soltar bajo la bóveda, articulando las palabras con una voz clara, desgranando todos los títulos honoríficos, uno a uno:
—…el favor de su Excelencia doña Isabel, adelantada del Quinto Continente, gobernadora de las islas Marquesas y de las islas Salomón, conquistadora del Mar del Sur, ¡primera y única mujer almirante de una armada española!
La lista de sus méritos era sobradamente extraordinaria como para no producir efecto alguno en la abadesa. Las dos religiosas estaban bien situadas como para saber lo que tenía de inaudito tal relación de cargos y de honores.
En su mundo, en el que las mujeres eran consideradas menores de edad de por vida, en el que pertenecían stricto sensu a sus padres, a sus maridos, a sus hijos, a sus hermanos, doña Isabel Barreto había roto con las leyes de Dios y todas las reglas de la sociedad al pretender reinar con autoridad sobre los hombres que se aventurasen más allá del horizonte. Aquellos hombres, los navegantes, eran, no obstante, los más despectivos y los más temibles. Ninguna tripulación había podido aceptar nunca entre sus filas, en un galeón, la presencia de una mujer. Como los conejos que roen los cordajes, las mujeres traen problemas a los barcos. Las mujeres siembran cizaña, conducen a los marineros a la deshonra y a la muerte.
Ya sólo llevarlas consigo en una expedición era una locura. Pero ¡obedecerlas en el mar! La misma idea parecía inconcebible…
Impensable. Imposible.
Doña Isabel había intentado aquel imposible.
¿Cómo se podía violar impunemente los secretos de una persona así?
Prudente, respetuosa siempre del rango y de la sangre de sus interlocutores, doña Justina aplazó su decisión para más tarde. Tocaban al ángelus. Hizo llevar el cofre a su propia celda.
Pero, al pensar en la distancia que separaba las altas murallas de Santa Clara de los espacios sin límites del Mar del Sur, al tratar de comparar el encierro voluntario y la sed de infinito que había formado parte de su penitente, no durmió mejor ésa que las demás noches. La imagen de la Reina de Saba gobernando sus galeones chocaba en su cabeza con el otro extremo: la visión de una Penélope encerrada que tejía su tela entre lágrimas. ¿Debía cerrar los ojos ante sus secretos? ¿Desenmascararlos? ¿Quemarlos?
No había duda, los sueños que suscitaban el destino de doña Isabel no dejaban augurar nada bueno para la paz, ¡para el bien del convento! Y la plegaria que la abadesa dirigía a Dios se parecía enormemente a la que murmuraba Petronila, arrodillada en su propia celda:
—Señor, Dios mío, haz que don Hernando vuelva pronto. Haz que regrese sano y salvo… ¡Haz que se la lleve consigo!
Aquellas palabras, una tercera mujer las repetía en el mismo momento, como las repetía entre lágrimas desde hacía meses, suplicándole día y noche a Nuestra Señora de la Soledad:
—¡Escúchame! Concédemelo, oh Madre que estás en los cielos… Las islas, el oro, los títulos, todas las riquezas, los hijos, la descendencia… —hasta la renuncia a su amor—, todo… a cambio del regreso a Lima del capitán Hernando de Castro.
***
Por la mañana, la abadesa tenía su respuesta.
Justificó el triunfo de su indiscreción sobre la diplomacia apelando a un deber y una necesidad: proteger a sus hijas.
Llamó a las cuatro esclavas negras que cortaban la leña en sus jardines. Sabían manejar bien el martillo y el hacha.
—Forzad las cerraduras.
Como las esclavas titubeaban, les señaló sus herramientas:
—¡Abrid ese cofre!