XIV
LOS SOCIOS
Durante el mes de marzo se sucedieron las fiestas. Hubo otros banquetes, hubo otros bailes en palacio. La colonia se apresuraba a disfrutar de todos los placeres. Se sabía que la llegada del nuevo Gobernador, don Francisco Tello de Guzmán, iba a cambiar el ambiente de la corte. Que viajaba flanqueado por una esposa de edad madura que iba a reemplazar a doña Juana en La Residencia. Y que llevaba con él a su propia parentela, en concreto a un hijo y a un sobrino.
Dasmariñas aprovechaba el pretexto del inminente traspaso de poder para celebrar fastuosamente el fin de su mandato y tratar con generosidad a los que le estaban reconocidos. Se cubría las espaldas y se preparaba para el futuro.
Diego y Luis Barreto, que gozaban sin medida de Manila, no abandonaban a su compinche, Hernando. Isabel, por su parte, mantenía las distancias. Había vuelto a su camarote en el San Jerónimo y no se dejaba ver por la plaza Mayor más que en las tardes con recepciones, o las mañanas en que se sumergía en el Parián.
Conocía tan bien el camino al barrio chino que hubiese podido cruzar con los ojos cerrados la distancia que separaba el palacio de Castro de la puerta de San Gabriel. Aquella puerta daba a un hervidero. Los mil pueblos de Oriente iban a vender allí todo lo que podía ser comprado en este mundo, y el laberinto de callejuelas bullía con más gente de la que había visto nunca. Centenares de puestos les ofrecían a los clientes sus montones de mercancías, un fárrago increíble que iba de las serpientes en botellas a mandrágoras y fetos en tarros, pasando por bridas y sillas de montar. Pan, arroz, pescado. Toda clase de objetos, muebles, figuritas procedentes de Asia o copias de los grabados españoles.
Conocía ahora a los mejores comerciantes en seda. En las tiendas importantes, sabía distinguir a los chinos, con el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza, de los japoneses, con el cráneo rapado hasta la coronilla. Si bien todos habían conservado sus costumbres tradicionales —el hanfu, unos; el kimono, los otros—, distinguía los rangos sociales por el color de sus ropas. Sobre todo, sabía diferenciar a los convertidos: habían sacrificado su cabello y lo llevaban corto como los españoles.
Todas esas informaciones le interesaban tanto porque podían serle útiles. Había comprendido que allí una se podía enriquecer rápidamente.
Disponía, sin embargo, de pocos fondos y poco tiempo para captar las leyes del negocio. No ignoraba que todas las transacciones estarían cerradas antes de finales del mes de mayo, momento en el que los juncos regresaban a casa. Y que todos los objetos chinos serían reembarcados en el galeón del rey antes de mediados de julio, momento en el que el barco navegaba rumbo a México. No ignoraba tampoco que ese cargamento sería vendido en la feria de Acapulco, antes de ser transportado por vía terrestre hasta el puerto de Veracruz, en la costa atlántica. Luego cargado a bordo de los navíos de la flota de Indias, en dirección a España. Y de allí, dispersado por todos los mercados de Europa. Había comprendido que las tasas sobre esa serie de transacciones le aportaban a la Corona un beneficio gigantesco. Esas ganancias explicaban la prohibición, hecha a los demás barcos, de comerciar entre Manila y Acapulco: el rey quería conservar su monopolio. Sin embargo, había tenido que reducir su tráfico a un viaje al año, cediendo ante las protestas de los mercaderes de Sevilla, a los que estrangulaba el bajo coste de las imitaciones chinas. Resultado: los comerciantes libraban una guerra feroz por obtener un sitio, raro y caro, en ese único galeón de su Majestad al que llamaban «el Galeón de Manila». El gobernador de Filipinas, que tenía poder para decidir sobre cuánto espacio le concedía a cada uno, elegía a los vencedores según sus simpatías. Traducido: según la importancia de los sobornos que le ofrecían.
Dasmariñas y Morga no eran la excepción a esa regla. Pero debían darse prisa en llevarse su porcentaje antes de que ese maná fuera a parar al bolsillo de Tello de Guzmán.
El plan de Isabel era simple.
Primera parte del programa: adquirir —a un precio irrisorio— diez balas de la mejor seda. Contaba con la protección de Juan Bautista de Vera, el chino convertido, y repetía sus visitas a sus almacenes. Lo adivinaba más preocupado por su rango que cualquier gentilhombre español y trataba de halagarlo por medio de su amistad.
Segunda parte: hacer viajar su seda sin pagar ni las tasas ni el sitio. Sin costear tampoco el pasaje de Diego y Luis, encargados de vender las balas en México. Contaba para ello con la indulgencia de Morga.
Entonces, podría arreglar el San Jerónimo.
Lo que no había previsto era que sus actividades en el Parián eran seguidas por don Hernando de muy cerca. Si ella conseguía lo que pretendía, él perdería el barco que tanto codiciaba.
El último viernes de marzo, la paró a la vuelta de una callejuela.
—Ignoraba —murmuró, no sin ironía— que una dama tan importante pudiese ir de tiendas por esta cloaca.
Fingía sorpresa, pero le traía sin cuidado hacer creíble el azar de su encuentro. La había seguido. Ella le respondió en el mismo tono:
—Yo, por mi parte, ignoraba que un caballero de la orden de Santiago frecuentase a los sangleyes.
—¡Vamos! Sabéis muy bien que tengo tratos con ellos. Venid, os llevaré a la casa del padrino de todos. Los cobertizos de Juan Bautista de Vera se encuentran en la Alcaicería.
—Conozco la Alcaicería.
—¡Es una ratonera!
—En absoluto. Es un edificio octogonal de dos plantas, donde las tiendas sólo venden seda. Y no necesito que me introduzcáis en casa del padrino de los convertidos sangleyes: nos conocemos muy bien.
Aunque Hernando se mantuviera en la sombra, creyó percatarse de la expresión de entusiasmo que había visto en su rostro durante el primer baile. Por ello zanjó la discusión, diciendo:
—Como habéis vuelto a interesaros por el mundo y vivís en vuestro barco, supongo que tocáis de nuevo el laúd y volvéis a montar a caballo.
—¿Por qué no?
—Debo ir a la misión de los monjes agustinos… Un encantador paseo a orillas de la bahía.
—Conformaos, para esa clase de paseo, con la compañía de mi lectora.
Don Hernando se encasquetó el gran sombrero que se había quitado para saludarla. Ella no vio su expresión. Él estaba emocionado… ¿Estaba celosa?
—¿Qué me diríais de una caza del pato amarillo de Filipinas? ¿Os veis capaz? ¿Con arcabuz, en los manglares de Pásig?
Ella dudó. Él oyó con claridad la vocecita que repetía en su cabeza: «¿Por qué no?». No le dejó opción.
—Me pasaré mañana al amanecer a recogeros en vuestro barco.
***
Había tomado asiento en la piragua. Apenas era de día. Ningún ruido en los mangles. Isabel veía, entre los ocho remeros que remaban con pagaya, las hojas enormes y pesadas que bordeaban la amplia avenida de agua. El nudo de una raíz negra y retorcida afloraba aquí y allá como una gran serpiente. Qué calma reinaba allí, ¡y qué silencio! Apenas se atrevía a respirar.
La larga barca había entrado en la corriente de luz de un canal. El bosque se cubría de sombras azules. Surgían minúsculas siluetas en las márgenes. Unas mujeres, con sus sombreros cónicos, estaban de cuclillas, inmóviles, con los brazos entre las piernas, siguiendo la embarcación con los ojos.
Isabel les devolvía la mirada. Disfrutaba de manera evidente observando la naturaleza en torno a ella.
—¿Os gusta el espectáculo? —preguntó Hernando.
Ella había vuelto el rostro hacia el sol.
—Mucho —respondió sin mover la cabeza.
Reinó de nuevo el silencio.
—Mucho… —repitió— Me alegro de haber visto todo esto.
Habían desembocado en una especie de lago, una superficie tan cubierta de nenúfares que debían abrirse camino entre sus pecíolos. Muy cerca, retumbaba la risa fantasmal de un pájaro.
—Un martín pescador de pecho azul —comentó Hernando.
Más lejos, en el manglar, otros dos pájaros se llamaban con chirridos quejumbrosos y apasionados. Algo así como un canto amoroso, un apareamiento secreto entre las hojas.
Isabel, con su arma sobre las rodillas, seguía sentada, inmóvil.
De repente, con un chasquido de alas, ¡una nube de patos echó a volar delante de ellos! Se levantó, puso un pie sobre la borda de la piragua, prendió fuego a la pólvora y disparó. El retroceso estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio, pero siguió en pie.
Hernando, por su parte, ni siquiera se había preocupado de encender su mecha. Fascinado, se quedó observándola: su cuerpo nervudo, su rostro ardiente al que el placer de la caza había acalorado. Isabel había bajado su arma y miraba apasionadamente el cielo. El pato, con su pequeña cabeza ocre y su plumaje de rayas negras, parecía titubear. Se resistió un instante, luego cayó. Isabel ordenó con brusquedad a los remeros que se apresuraran hacia el ave, antes de que se hundiera. Arrodillada, atrapó a su presa por el cuello; al levantarse de nuevo, la agitó como un trofeo ante la cara de Hernando. Se reía. Él observaba sus gestos y compartía su exaltación.
—¿Acaso sois tan cruel? —le preguntó mientras la contemplaba.
La pregunta cortó en seco su entusiasmo. Le replicó con seriedad:
—¿Y vos, don Hernando? ¿No os habéis preguntado nunca, al matar patos, si erais cruel?
Por toda respuesta, la agarró por la muñeca y la atrajo a sus brazos. No hubiera podido decir que sabía lo que hacía. Fue un acto instintivo, como el de coger a alguien que se cae, como el de sujetar algo que se escapa… Su impulso carecía tanto de cálculo como de amabilidad. Ella ni siquiera tuvo libertad para retroceder, tan estrecha era la barca. El primer beso de Hernando pareció un mordisco. Ella se defendió con un mordisco más cruel todavía. Él reaccionó prodigándole un torrente de besos que ella repelió al azar. No supo leer nada en sus ojos, que ella mantenía abiertos de par en par. Salvo una inmensa ira. La lucha duró algunos segundos. De repente, la soltó. Se desafiaron con la mirada y se volvieron a sentar. Hernando les ordenó a sus remeros que volvieran.
Nunca había dudado de que fuera a ser suya. Se había equivocado. Allí, con ella, en ese ambiente sofocante del manglar, estaba perdiendo la esperanza. Pero, en toda su existencia, no había deseado a ninguna mujer como anhelaba a aquélla.
Durante el camino de regreso, en la oscuridad de las lianas, entre las raíces y los troncos, ambos tuvieron la impresión de que se había hecho de noche.
—Os dais perfecta cuenta de la fuerza de los sentimientos que tengo hacia vos… Y me torturáis adrede —murmuró cuando, al final de ese día y tras no cruzar una palabra desde su asalto, le tendió a doña Isabel la escala que le permitiría subir al San Jerónimo.
Ella guardó silencio.
—Nosotros… —dijo él— Nosotros —repitió lentamente—, vos y yo, juntos, podríamos ser libres.
—¿Libres? Seguramente… ¡Pero no juntos!
Se levantó y agarrándose a las barras, subió a bordo.
***
La reunión nocturna de los tres Barreto fue tumultuosa.
Diego y Luis tenían por costumbre encontrarse en el camarote de su hermana antes de dedicarse a sus ocupaciones nocturnas. Hernando se había comprometido a presentarles a sus amigas y ambos jóvenes tenían cada uno una amante indígena en Cavite.
Quirós, que ocupaba sus aposentos en el barco, estaba excluido de su reunión.
Le había remitido su informe a don Antonio de Morga, poco tiempo después de su llegada. Prudente, callaba en él las acusaciones que clamaba a los cuatro vientos. Ante la reacción del teniente general a su escrito, había juzgado que Morga pertenecía a esa clase de dignatario que sólo escuchaba las voces de los poderosos. Era un hombre de leyes, con poco interés por los pobres y todos aquellos que, como Quirós, trabajaban sin un salario fijo ni reconocimientos.
Frente a esa clase de personaje, Quirós había llegado a la conclusión de que no tenía la menor posibilidad.
En realidad, su tripulación no le había ayudado apenas en su lucha contra la Gobernadora. Ninguno de los que habían desfilado por los despachos de la administración real había aceptado quejarse de doña Isabel. Ni una palabra acerca de su tiranía. Ni una palabra tampoco sobre su falta de generosidad. Hasta la lectora, Elvira, a quien por entonces la consumían los celos, seguía siendo neutral. Nada sobre el asesinato de su marido a manos de don Lorenzo.
Quirós, que temía que su impotencia ocasionase un recrudecimiento de las acusaciones de Felipe Corzo y de los hermanos Barreto, había reclamado a las autoridades una segunda investigación, ésta sobre la calidad de su mando como piloto mayor.
Y había logrado de sus testigos una descripción elogiosa de sus méritos y de su carácter: un hombre respetuoso de las leyes del Señor, caritativo con sus semejantes, un buen piloto que los había llevado a puerto.
Para corroborar esa descripción, había llegado incluso a solicitar el favor de doña Isabel, rogándole que le proporcionase un certificado de buenos y leales servicios.
Isabel había dudado y reflexionado durante mucho tiempo.
Trataba de mostrarse justa. El fin de la pesadilla había debilitado en ella la mayoría de sus quejas. Ya no acusaba a Quirós del fracaso de la expedición. Como él decía y repetía, no había sido indigno. Había permanecido fiel al Adelantado al obedecer sus órdenes. Ella sabía que nunca hubiese podido pilotar el barco sin él y que le debía —más o menos— su llegada a Manila sin mapas. Además, se había comprometido a continuar con ella el descubrimiento del Quinto Continente. Debía mantener su confianza en él.
No tenía ninguna razón para acabar con su carrera al negarle la protección que le pedía.
Para cólera de sus hermanos, acababa de eximir oficialmente a Quirós de todo error de cálculo y de toda culpa.
—En conclusión —se mofó Diego con acritud—, todo lo que pasó durante la travesía al final no era tan dramático.
—¿No tan dramático? —exclamó Isabel.
Si cualquiera que no fuera él hubiera dicho una frase como ésa, lo hubiese abofeteado.
—¿No tan dramático? —repitió—. ¿La muerte de Álvaro? ¿La muerte de Lorenzo? ¿La muerte de Mariana?
En el mismo momento en que decía sus nombres, se le quebró la voz. Su ausencia le causaba siempre tal dolor que seguía sin poder soportarlo. No dejaba de apartar de sí su recuerdo, de enterrarlo en lo más profundo… No pensar ya en Santa Cruz. Avanzar. Lanzarse a la acción. Vivir.
Había disfrutado con todas las fiestas. Jugado con unos y con otros. Lo que había visto en la mirada de Hernando durante el primer baile, lo leía ahora en los ojos de Morga y de la mayoría de los gentileshombres de la corte. Y, todas esas noches, la misma voz interior le había repetido lo que ella misma antaño le había dicho a Mariana: «¡Vive!».
Esa vocecita proseguía, con más furia e impaciencia: «Vive, no debe darte ninguna vergüenza. Ningún remordimiento. La vida está ahí. Aprovéchala. ¿De qué tienes miedo?».
—¿Por qué —insistió Diego— tienes que ser tan generosa con ese aborto de Quirós y tan desagradable con nuestro anfitrión? Don Hernando no ha dejado de ayudarnos y de apoyarnos en Manila. Y, gracias a él, podríamos marcharnos de aquí. Es lo que quieres, ¿no?
Titubeó. ¿Se estaba burlando Diego de ella? ¿Estaba fingiendo esa inocencia? No podía ignorar que había aceptado la invitación para cazar patos.
En el fondo, tenía razón: todo aquello no era tan dramático. En efecto, bastaba con reparar el San Jerónimo y volver a partir.
—También podrías venderlo.
Le lanzó a su hermano una mirada que le hizo callar.
***
Esa noche del 15 de abril de 1596, la buena sociedad de Manila se apretujaba en los salones de doña Juana.
Contrariamente a todas sus costumbres, Isabel evitaba a sus admiradores. Tenía un mal día. No había conseguido nada del chino Juan Bautista de Vera, a pesar de su cortesía recíproca y de sus múltiples zalamerías. Había aceptado venderle sus balas de seda, sí, pero a su precio más alto. El de las pujas.
El futuro le parecía sombrío.
Había cometido un error. Había invertido lo que había sacado de la venta de sus joyas en unos bienes que no tenía manera de exportar. Si Morga no le ofrecía sitio en el Galeón de Manila y no la eximía de todas las tasas que debían pagarse al Tesoro, su mercancía se quedaría en el muelle.
Cuanto más tardase en pedirle ese favor, más disminuían las oportunidades de obtenerlo. La inminencia de la llegada de Tello de Guzmán seguía poniendo a todo el mundo nervioso. Morga y Dasmariñas debían apresurarse también en cerrar sus negocios. El tiempo apremiaba.
Durante su última reunión, sus hermanos le habían recordado que la reputación del nuevo Gobernador no permitía augurar nada bueno para sus idas y venidas al Parián. Guzmán pasaba por ser un hombre austero. Como el marqués de Cañete en Perú, no era de los que dejaban que las mujeres recorrieran la ciudad. Creía en la necesidad de su protección y de su encierro. Se inmiscuía en las políticas matrimoniales de las familias y entregaba a las hijas y las viudas a quien le convenía. Varios linajes de Sevilla habían protestado, dirigiéndose a Madrid contra sus injerencias.
Estaba inquieta.
La música, el baile, los cumplidos, todo se le hacía insoportable. Quería volver a su casa. No a sus aposentos del palacio de la plaza Mayor. A su casa.
Refugiarse en el San Jerónimo y reflexionar.
Cuando se dirigía hacia la escalera principal, Hernando la detuvo.
—¡Os ruego que no os vayáis! Tengo que hablar con vos esta noche.
La mirada malévola de doña Juana, la curiosidad de las demás mujeres al ver cómo le cerraba el paso, la llevaron a desafiarlas.
Ella titubeó.
—Quedaos… —insistió él— Nos vemos en el salón rojo.
Ella asintió, dio media vuelta y se perdió entre la multitud en el laberinto de habitaciones que conducían al lugar de la cita. Él la seguía a distancia, fingiendo que se dejaba retener en charlas, respetando las conveniencias.
Más allá de la provocación, Isabel tenía una razón imperiosa para aceptar ese encuentro. No dudaba que el capitán podría, si no resolver las complicaciones con las que se topaba, al menos sugerir una salida para algunos de sus problemas. No porque lo creyera desinteresado. Codiciaba el San Jerónimo, lo sabía. Pero la extraordinaria vitalidad de don Hernando era contagiosa; su energía, comunicativa. Esa conversación le permitiría aclarar sus propias ideas. Tenía todo que ganar al recoger la opinión de un hombre cuyo agudo discernimiento y habilidad para actuar eran respetados por los dignatarios de Filipinas a pesar de su juventud.
Así justificó la imprudencia de esa reunión a solas que la comprometía.
Lo esperó, de pie según su costumbre, retirada en uno de los rincones del salón. ¿Por qué estaba tardando? Isabel se daba cuenta de hasta qué punto aguardaba su presencia. Con cuánta impaciencia esperaba su llegada. Acariciaba, con gesto intranquilo, los tallos de las orquídeas gigantes, que brotaban de los tiestos, mientras olía la tierra, esa tierra de Manila potente y fecunda.
Percibió sus pasos detrás de ella.
—Parecéis muy preocupada —constató—. ¿Qué sucede?
—Nada.
Isabel tenía miedo.
Lejos de confiarse, como había tenido intención, trataba de desprenderse de su tono de simpatía y de la intimidad con la que él la envolvía.
—¿Nada? Vamos, ¡no os había visto nunca tan triste como esta noche!
—Nada que os pueda interesar.
—Desengañaos: todo lo concerniente a vos me afecta.
Ella bajó la cabeza y guardó silencio.
—¡…No podéis ignorar que os amo apasionadamente!
Ella evitó su mirada. Con toda su alma, trató de ocultarle su turbación.
Él repitió con seriedad:
—Os amo apasionadamente, doña Isabel.
Ella se obstinó en callar.
—Lo sabéis, ¿verdad?
Ni una palabra.
—Confesad que, vos también, me queréis un poco.
—Eso no es posible —murmuró.
—¿Podréis decirlo algún día?
—Dadme tiempo, don Hernando.
—Tenéis toda la eternidad por delante —exclamó fogosamente—, ¡si es eso lo que necesitáis! ¿No anuncié ya, la primera noche, que os esperaría?
Ella lanzó un suspiro. Él le apretó brevemente la mano.
—Todo va a ir a mejor —le aseguró.
Esta vez, ante la expresión ávida de Hernando, algo en ella falló.
—Dejadme, por favor.
Le estaba suplicando, le estaba casi implorando. Él se inclinó para rozarla, se contuvo y se despidió.
Oyó cómo sus pasos se perdían en los salones.
Una inmensa fatiga se apoderó de ella. Se sentía cansada, como cuando logramos superar un peligro, ahuyentar algo que nos aterra… En su alma, el deseo y el miedo chocaban. Y el combate, esta vez, la hacía sentirse extraña.
Desde el primer baile, cuando se había visto tan viva, tan seductora en la mirada de Hernando, lo había distinguido entre los demás.
Con el paso de los días, no había sino escuchado continuamente los rumores que corrían acerca de su valentía. Sabía de qué forma se había escapado de las cárceles chinas y de las prisiones portuguesas. Conocía sus sueños de conquista en Asia, sus ambiciones respecto a Siam y Camboya. Valoraba mucho en particular su excelente reputación como marino.
¡Hernando era un hervidero de proyectos! Le gustaba su entusiasmo, que la llenaba a ella de esperanza y de una especie de alegría. Su risa resonaba en sus oídos mucho tiempo después de que lo hubiese dejado. Y su voz seguía teniendo eco en su cabeza, cálida, cautivadora como la del Adelantado.
Inés no se había equivocado del todo al asegurar que tenía cosas en común con Álvaro. Su fe en el futuro despejaba todas las dudas y la subyugaba. Como no hacía mucho la fe de Álvaro en la belleza de sus islas.
No había dejado que su imaginación se detuviera en su parecido. Incluso se había negado a comparar más de un segundo al capitán con lo que habría sido su marido en su juventud.
Era inútil.
¿Hernando? Un navegante al que decían digno de los más grandes.
¿Digno de Álvaro?
¡Tal vez! ¿Y qué?
Su afición por la aventura no podía justificar la vehemencia que la asaltaba, la vehemencia contra la que luchaba, y que condenaba. ¿Cómo osaba sentir esa clase de atracción? ¿Tan poco tiempo después de la desaparición de alguien como el adelantado Mendaña? ¡Era inaceptable!
¿Esa inclinación por el capitán significaba que sus sentimientos hacia Álvaro, el amor que los había unido durante diez años, no tenían valor? Se había hecho varias veces esa pregunta. La había respondido con una negativa categórica.
El abrazo en el río había marcado una nueva etapa. El apetito de Hernando por ella también le había dado hambre y sed. La piel le quemaba cuando se acordaba del frenesí con el que la cubría de besos.
«¡No, eso no!» —murmuró. Se apoyó en la pared y repitió—: Eso no. Nunca». Había cerrado los ojos y se dejaba trastornar por su propia pasión. ¿Sería posible, a pesar de todo? A pesar de su edad, a pesar… ¿sería eso posible?
Se refrenó.
Al emerger de sus pensamientos, vio acercarse a don Antonio de Morga.
La miraba con una sonrisa que pretendía ser complaciente.
—Así que la confesión de don Hernando la ha acalorado —constató—. En un alma tan templada como la vuestra… ¡no me había imaginado tal pasión!
Le lanzó una mirada en la que se mezclaban tanto ira como indiferencia y desdén.
—¿Qué os permite pensar, don Antonio, que el capitán me ha confesado sea lo que sea? —preguntó con frialdad.
—Su pasión por vos es evidente… La pasión, querida, no se gobierna.
Isabel optó por la ironía.
—¡Cuánta razón tenéis! Si un hombre se digna a dirigirnos la palabra, no puede ser más que para hablarnos de amor… Y nosotras, pobres mujeres, no podemos sino mostrarnos exultantes.
Don Antonio no captó el sarcasmo.
—¿A quién elegiréis al final? ¿A Castro o a Dasmariñas?
—¿Cuál de los dos me aconsejáis?
El teniente general reflexionó.
—Lo mismo da uno que otro… Lo que necesitáis es un hombre que os proteja.
—Os dais perfecta cuenta de todo, don Antonio. Soy demasiado débil para existir sin el sostén de un marido. Demasiado miserable, demasiado… Tenéis ante vos a una viudita necesitada de protección, como todas las demás.
—Quiero creerlo así. Estáis aterrada por vuestra soledad. Y por la necesidad de encontrar de nuevo vuestro sitio en este mundo. Pero, luego, cuando todo haya vuelto a su lugar… ¿quién sabe? Acordaos entonces de mí, doña Isabel. No os olvidéis de vuestro verdadero protector. Y permitidle decir que él también os ama. Acordaos de eso y dejadle mendigar un besito. —Se estaba acercando, con la cara enrojecida—. Sellemos nuestra alianza, concededme ese óbolo irrisorio que no os cuesta nada. ¿Quién sabe lo que os depara el futuro? ¡Un besito, por favor, para un hombre al que hacéis muy desgraciado!
Isabel se echó a reír de manera forzada y retrocedió.
—Que Dios me ayude… «Un besito para un hombre al que hago muy desgraciado».
—Esperaré.
—Que Dios me libre de eso…
***
Había avanzado demasiado la noche como para recorrer la veintena de kilómetros que la separaban de Cavite. Flanqueada por una cohorte de esclavos negros de Borneo, los portadores de antorchas de don Hernando, cruzó la calle con el fin de regresar a sus aposentos.
El chantaje, apenas velado, de Morga impedía que le pidiese los favores con los que contaba. Ya no podía fingir ignorar la clase de satisfacción que exigiría a cambio. «Esperaré. ¿Quién sabe lo que os depara el futuro…? Un besito, por favor». Se le había revuelto el estómago de desprecio y de rabia.
Cuando subía rápidamente por la escalera, tropezó con Hernando, que la estaba bajando. No esperaba encontrársela allí. Había dado órdenes para que la carroza la aguardase y la llevase al puerto.
Se tomó la agitación que leía en sus ojos por ira hacia él.
—Tenía algunas cosas que hacer en casa —balbució— y no sabía que…
No respondió.
Confuso ante la idea de que pudiera pensar que no respetaba su palabra y que la perseguía hasta el umbral de su dormitorio, trató de tranquilizarla.
—Me voy, me marcho… ¿Os he ofendido, os he asustado? Decid algo, ¡os lo ruego! No debéis tener miedo de mí.
Isabel levantó la cabeza y se sorprendió a sí misma por su respuesta.
—No va a pasar nada que yo misma no haya querido.
Con la audacia de alguien que comete lo irreparable y lo sabe, volvió a subir el escalón que los separaba. Su rostro parecía angustiado.
—Dan igual mis miedos —murmuró.
Él la estrechó entre sus brazos.
Supieron al instante que las emociones de esa primera noche se quedarían grabadas en su memoria. Fue una pasión ciega, desatada, que compartieron a partes iguales.
La complicidad vino luego.
***
Durante todos esos años, había adornado al Adelantado con virtudes de las que ella se sabía desprovista. La bondad, la paciencia, la compasión… Una figura tutelar a la que seguía venerando. Ahora descubría otra forma distinta de afecto. Una unión fulgurante. Una fusión instintiva y vital.
***
—Vaya, pues si quieres hacer algo por mí —le respondió Hernando a su primo, que le preguntaba por las razones de su silencio—, puedes hacerlo.
—Te escucho y deseo ponerme a tu servicio.
—¿Posees todavía tu pagoda?
—Es tuya.
—Te lo agradezco.
Hernando no dijo más, pues no juzgó necesario explicar el uso que esperaba hacer de ella.
Contrariamente a sus hábitos con Luis, se abstuvo de toda broma y de toda confidencia. No le había contado las etapas de su «doma» de aquella yegua de raza. Ninguna alusión a Isabel. Ni siquiera pronunciaba su nombre si no era con la mayor de las indiferencias. Pero Dasmariñas sabía que era tenaz y no dudaba de una victoria inminente. Cuando Hernando maquinaba un plan, se enardecía y lo realizaba. Sin duda estaba buscando un lugar recogido para proteger su relación con la adelantada Mendaña. Un lugar tan discreto como fastuoso. Digno de su conquista.
Se callaron ambos un instante, pensando en el pabellón chino construido en medio de uno de los islotes, en los pantanos del río. Los sangleyes la habían bautizado como la Pagoda del Rajá. Y los españoles se contaban unos a otros mil historias sobre los dramas que se habían desarrollado allí, entre los malayos, en los tiempos de la ocupación musulmana. Por entonces el edificio estaba en ruinas y Dasmariñas se lo cedía con gusto a su primo. Hernando se encargaría de arreglarlo y escogería en sus almacenes todos los objetos de lujo que convinieran a sus amores.
—¿Quieres que te diga algo? —añadió Dasmariñas—. En mi opinión, educaron de manera estúpida a esa mujer en Perú. Incluso la desnaturalizaron al educarla como a una gran dama. Con la sangre judía que debe de tener de su padre portugués, es algo mejor que eso: es una magnífica comerciante.
—¡Te rogaría que te callaras! —gritó Hernando, a punto de saltarle al cuello.
Dasmariñas se quedó petrificado. Había hablado por hablar.
Diantre, ¡el asunto se ponía serio! Aquella viuda lo había vuelto definitivamente loco.
—¡No sabes lo que dices! —vociferó Hernando poniendo tierra de por medio.
***
Se encontraron exactamente a mediodía.
Con su impaciencia de costumbre, Hernando llegó el primero a la pagoda. Bajo su gran techo curvo, el edificio sólo contaba con una habitación circular. Por las celosías que daban al agua, se oía el ruido lejano de las pagayas. Una se acercaba por el canal.
Apartó las contraventanas y mantuvo la mirada fija al pie de los altos árboles. De allí surgiría la piragua. La esperaba con urgencia, como si su vida dependiese de su llegada. En quince días, se había convertido para él, para cada fibra, cada gota de su sangre, en una necesidad.
La embarcación de Isabel iba a golpear perpendicularmente contra los pilotes. Sabía que Inés la esperaría en la orilla, al otro lado, con los remeros. Subiría sola.
Oía cómo sus botines se apresuraban por la escalera. Veía cómo su sombra aparecía por la plataforma.
Abrió la puerta. Con ella, entraron la luz y las vibraciones de las ondas, que se reflejaban como manchas en las paredes lacadas de rojo, adornadas con dragones.
—Dios sea loado… —dijo—. ¡Ya estás aquí! Si hubiese tenido que esperarte en vano, no lo hubiese soportado, me habría vuelto loco.
Mientras la avidez de Hernando se transformaba en una ebriedad locuaz, ella no pronunciaba una palabra. Cerró a su espalda los dos postigos de la puerta y bajó, una a una, las celosías que él había abierto. Luego se quitó la mantilla.
Sólo entonces lo miró, posando sobre él unos ojos en los que se dibujaba una sonrisa. Su amor la iluminaba totalmente.
Desató su corpiño, cuyos cierres caían sobre las tablillas del parqué con un ruido metálico, como el guantelete de una armadura. Luego las faldas. Él se arrodilló a sus pies para apartar el círculo del verdugado, mientras ella se liberaba de su pedestal de encajes. Por un instante, la contempló desnuda, de pie por encima de él, con los brazos levantados, sujetando su cabello, embriagándose con su propio impudor. Entonces fue a echarse sobre la cama, donde él se reunió con ella. Rodaron ambos. Hernando, hundido en su cabello, estaba a punto de desfallecer. Compartían el mismo deseo de fundirse el uno en el otro. Sabían que su unión sería total.
Desnuda, echada de través en un sillón, había dejado el pie sobre el vientre de Hernando y lo contemplaba. Sentía su mirada atenta, maravillada, deslizarse por su cabello, sus cejas, sus labios. No le quitaba ojo de encima mientras le rozaba con el talón. A él le gustaban sus tobillos, tan finos que podía rodearlos con dos dedos. Le gustaba hasta su paso libre y rápido, que resonaba por las baldosas.
Él la acariciaba a su vez, subiendo por la pierna hasta la rodilla. Con esas caricias, vinieron las preguntas. Su conversación abordó entonces todos los temas. El comercio. Los barcos. Los chinos. El futuro.
—¿Qué piensas hacer con las islas Salomón? —le preguntó.
—Tomar posesión de ellas, como así tengo derecho.
—Entendido… Pero ¿cómo?
—Deberías hacerle esa pregunta a Quirós —bromeó ella.
Él se incorporó.
—¿Quirós? ¿A ti qué te importa Quirós?
—Me importa mucho. Sigue siendo mi piloto mayor en el San Jerónimo.
La idea de quitarle su barco, de apoderarse de él por una miseria, Hernando la había abandonado hacía mucho tiempo. Soñaba, por el contrario, con regalárselo. Estaba incluso dispuesto a emplear su fortuna para volver a dejar el San Jerónimo tal como ella lo había conocido a su partida de Lima, cuando tenía nobleza, fuerza y elegancia.
Pero su última aventura le había costado cara. La dote que había tenido que pagarle a una familia le había hecho desprenderse de toda su liquidez. Todavía no se había recuperado.
—En Perú —preguntó—, ¿cuánto costó montar la expedición…? ¿En total?
—Cincuenta mil ducados de oro.
—¿Cincuenta mil ducados…? —Soltó un largo silbido—. ¡Vive Dios!
—Sin contar con la galeota y la fragata, que no nos pertenecían.
—No podría reunir una suma así ahora. Me harían falta al menos dos años.
—Con la seda que le he comprado al padrino de los chinos esperaba empezar a…
—Olvídate de la seda de Juan Bautista de Vera. En mis almacenes, yo tengo cien veces el volumen de lo que acabas de adquirir. Y de mejor calidad. Si logramos exportarla y venderla en Acapulco este año, entonces dispondremos casi de cincuenta mil ducados.
—¿Cómo podemos importar cien veces el volumen de mis sedas en un solo viaje? Aunque Morga lo permitiese, poner tal cargamento en el Galeón de Manila significaría ocupar dos tercios de su bodega… Imposible.
—Sí, pero, en el San Jerónimo, tendríamos sitio…
Ella frunció el ceño.
—El San Jerónimo necesita que lo reparen y carenen. No se halla en estado de hacerse a la mar.
—Salvo si me encargo de ello. No puedo financiar de inmediato una nueva expedición hacia las islas Salomón… Pero las reparaciones sí.
Isabel se levantó, desnuda, con el rostro encendido. Hernando le estaba proponiendo la realización de todos sus sueños.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó con la voz alterada.
Hernando no se tomó la molestia de responder. Con la mirada brillante, saboreaba su idea. En realidad, pensaba en ello desde hacía varios días. Su plan estaba fijado, lo consideraba ya como realizado y no toleraría ningún retraso en sus proyectos. Conocía cómo se manifestaba la impaciencia en él. Sus ojos de color avellana se hacían más claros, casi amarillos.
Isabel iba y venía por la habitación.
—¿Te das cuenta de lo que acabas de sugerir?
—¿Tú qué crees?
—¡Estás proponiendo hacer contrabando con el San Jerónimo!
—¿Quién habla de contrabando? Pagaré íntegramente todas las tasas. E incluso más… El dos por ciento al salir, el once por ciento al llegar. Nuestro regreso a México en el San Jerónimo reportará a la Corona cerca de cinco mil pesos… Créeme, nadie pondrá ningún pero.
Ya no lograba calmarse. Se había apoderado de ella la exaltación. Arreglado el San Jerónimo, reorganizada la expedición… Seguía caminando de un lado para otro, se dejaba caer sobre el sillón, se levantaba de nuevo.
A Hernando le gustaba contemplar la rapidez con la que cambiaba de actitud. Le gustaba dejarse sorprender por sus gestos imprevisibles y por la gracia de su cuerpo sinuoso, siempre en movimiento.
—¿No vas a parar nunca? —preguntó, burlón.
Se volvió hacia él y lo miró con gravedad.
—Sí —dijo—. Sí, ya me paro.
Avanzó hacia la cama y se inclinó. El deseo que desbordaba le cortó el aliento a Hernando.
—Cásate conmigo —balbució él.
***
—¡No lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo!
—¿Qué es lo que no entendéis, doña Juana? —se interesó Dasmariñas en un tono lúgubre.
—No entiendo que un gentilhombre como vuestro primo acepte un enlace con doña Isabel… ¡Es mucho más vieja que él!
—Cuatro años —precisó tristemente Dasmariñas.
No juzgó necesario precisar que don Hernando no era mayor de edad. Y que, hasta la edad de veinticinco años, debía obtener el consentimiento del Gobernador para casarse. Es decir, el de Morga. O el suyo. La conversación de Dasmariñas con su primo acerca de ese tema había sido tempestuosa.
Que Hernando se divirtiera con la Gobernadora era una cosa. Que se casase con ella, otra. Los Castro Bolaños y Rivadeneyra Pimentel eran parientes de los condes de Lemos. Su linaje superaba, y de lejos, la cuna de doña Isabel, que no aportaba, además, dote alguna. Se mirara por donde se mirase ese proyecto de matrimonio, deshonraba a Hernando. Un mal casamiento.
Además, si Hernando se iba para crear una factoría en México, su ausencia de Filipinas supondría el abandono de su proyecto camboyano. Podrían seguir siendo socios en Manila… Pero era el fin de una época.
—Es una situación embarazosa —comentó don Antonio de Morga—. ¡Si nuestras hijas y nuestras viudas se permiten casarse solas ahora…! Sin la autorización de su padre, de sus hermanos, de nadie…
—Desengañaos, don Antonio —lo interrumpió Dasmariñas—. ¡Los hermanos Barreto lo aplauden entusiasmados! Según dicen ellos, ese matrimonio cae por su propio peso: el adelantado Mendaña no podría soñar con mejor sucesor que su propio pariente.
—De todas formas —insistió Morga—, si nuestras hijas y nuestras viudas se empeñan en elegir solas a maridos de mejor cuna, más ricos y más jóvenes…
—¿Quién está hablando de ellas? —zanjó Dasmariñas—. ¡Estamos hablando sólo de esa mujer!
—Tenéis razón… No sé qué demonios es la Gobernadora, ni siquiera a qué especie pertenece. Pero, en efecto, no se trata de…
Don Antonio de Morga dejó inacabado su pensamiento.
***
Isabel Barreto se casó con Hernando de Castro en la catedral de Manila en mayo de 1596. Diez años exactos, con sus días y sus noches, tras su primer matrimonio. Siete meses después de la muerte de Álvaro. Tres meses después de su llegada a Filipinas.
Y veinticuatro horas después de la mayoría de edad de aquel que se había convertido en el amor de su vida.
Por un extraño capricho del destino, el capitán Nuño Rodríguez Barreto expiraba en Lima en el mismo momento.
Pero eso, Isabel no lo descubriría sino mucho más tarde.
Su tan amado padre había entregado el alma a Dios en el mismo instante en que ella daba la suya al hombre al que adoraba.