IX
SI NO LO MATAS TÚ, ¡LO HAGO YO CON ESTE CUCHILLO!
Senil.
Mendaña conocía los rumores que corrían sobre él… Un comandante caduco que confundía las latitudes, confundía las distancias, confundía los números, confundía los días, confundía hasta las islas. Los colonos todavía no murmuraban que les había mentido, pero lo tenían por un líder sin palabra y sin fe. Un iluminado, un loco, del que los marineros debían protegerse. En cuanto a los soldados, éstos tampoco tenían reparo en quejarse. Merino-Manrique fingía enfadarse con los chismes de los arcabuceros. Mascullaba que él se negaba a escuchar sus imbecilidades. Que hacía oídos sordos a sus sandeces. Pero les dejaba hablar:
—Las islas Salomón se han ido corriendo.
—¿Corriendo? ¡Qué va! Las islas Salomón no han existido nunca. ¡Un embuste para que su bribona, esa bruja que se mete en todos los aquelarres, pueda llevar su título de marquesa del Mar del Sur!
—La verdad es que el mar ha subido tanto durante los últimos veinticinco años que se las ha tragado. Ha terminado cubriéndolo todo.
—Ampuero tiene razón. Las islas de oro ya no existen. Hemos pasado por encima, sin verlas.
—¡Seguro que Ampuero tiene razón! Ni siquiera su compadre Quirós sabe dónde están.
—Nuestro coronel sería más digno de mandar en esta maldita expedición que toda esa pandilla.
—¡Él, al menos, no trata de engañarnos!
***
Engañar… La palabra estaba en boca de todos. ¿Engañar o engañarse?
Quirós, por su parte, se hacía preguntas. ¿Serían falsas las cartas náuticas?
Conocía ya la ruta. Mendaña le había mostrado sus propias notas mientras extendía ante él sus portulanos, entregándole sus secretos.
No cabía duda: según los papeles, la flota debería haber encontrado las islas de oro en la fecha exacta que Mendaña había anunciado.
Compás en mano, ambos, el Adelantado y su piloto mayor, volvían a hacer cálculos. Y daban siempre con los mismos resultados.
¿Podía ser que el piloto de la primera expedición, el viejo Hernán Gallego, hubiese cometido un error al calcular las latitudes veintiocho años antes? ¿Y si el error procediese del geógrafo Sarmiento, El Infame? Durante el viaje de 1567, Gallego y Sarmiento ocupaban puestos rivales: se odiaban. En cuanto a Sarmiento y Mendaña, su conflicto los había llevado a los tribunales. ¿Podía ser que el geógrafo les hubiese comunicado a sus dos competidores informaciones deliberadamente erróneas? ¿Que esas valiosas cartas náuticas, con las que el Adelantado había ido hasta Madrid para presentárselas al rey, y que luego había ocultado de la mirada de los curiosos durante más de un cuarto de siglo, estuvieran amañadas desde el comienzo? Una venganza póstuma del Infame Sarmiento…
Cualquier cosa era posible.
Una única certeza: Quirós había conducido a los cuatro barcos hasta el último punto en el extremo oeste del plano que Mendaña le había pedido dibujar en Lima.
¿Y más allá? Lo desconocido. Errar por el Mar del Sur, del que decían que era el océano más grande del mundo. Sin límites. Sin referencias. Y sin cartas náuticas.
Aguantar y resistir, tal era en adelante la única consigna de la flota.
***
¡Una eternidad! ¡Navegaban desde hacía una eternidad!
Al hojear con nerviosismo la carta que destinaba a su hermana, Isabel no llevaba ya la cuenta de las menciones irritantes de esa clase. Racionamiento de víveres, racionamiento del agua. Mal humor de la tripulación…
Al seguir escribiendo, contravenía el veto del Gobernador, pero no decía nada, ni una palabra que no hubiese ratificado. Ya no se quejaba de la brutalidad de Merino-Manrique, ni siquiera de la hipocresía de Quirón, quien, con el pretexto de condenar los rumores, le susurraba al oído al Adelantado las calumnias de las que era objeto.
Por el momento, en su epístola a Petronila, ya nada de acusaciones. Ni de juicios. Se limitaba a los hechos. Reconocía, por ejemplo, que las tempestades —o la calma chicha— no jugaban ningún papel en la desastrosa moral de la tripulación. Subrayaba incluso que los vientos les seguían siendo favorables, y que la flota navegaba hacia el oeste, al ritmo sostenido de la primera parte del viaje.
El oeste, sí. Pero ¿hasta dónde? ¿Y hasta cuándo?
Isabel pasaba por encima de ese tema contentándose con describir la conducta de su marido. Hablaba de la firmeza del Adelantado, quien trataba de mantener el orden y la disciplina dando ejemplo. Era testimonio de ello la forma en que llevaba a los hombres a los límites del agotamiento para mantenerlos ocupados. Contaba que no los dejaba en paz un segundo, enviando hasta a treinta jóvenes cada día a los tres mástiles del San Jerónimo, con orden de largar, luego de plegar velas, lo más rápido posible. Así, inventaba, con el paso de las semanas, nuevos ejercicios que pretendían darles a todos la impresión de pertenecer a la gloriosa tripulación de una expedición al servicio de Dios y de su Majestad. Insistía en el hecho de que también se los imponía a sí mismo. Pocas guardias de noche acababan sin que trepase a la cofa para exhibir su presencia. Y los marineros ya no desenrollaban la corredera de barquillas —la cuerda de nudos que se devanaba tras el barco para medir su velocidad— sin que hubiese ido a comprobar los cálculos. Echaba una mano en las tareas del galeón y participaba en persona en las maniobras más delicadas. Hacía ejercitarse a sus hombres y los presionaba con dureza con la esperanza de atajar sus temores.
Álvaro no buscaba agradar al no escatimar esfuerzos. Ni siquiera forzar la admiración o la simpatía de las tropas. Sabía que el aumento del trabajo, los controles incesantes, esa vigilancia nueva que ejercía sobre las actividades de unos y de otros —en el momento en que él mismo parecía incapaz de cumplir con su parte del contrato— lo volvía impopular. Sabía que los marineros renegaban de él a sus espaldas. Sabía también, sabía sobre todo, que en el instante mismo en que relajara la atención, perdería el control de la situación.
Había instaurado el rezo común y diario. Hacía celebrar las fiestas de los santos desplegando enseñas y pabellones en los obenques. Su capellán y el vicario paseaban la cruz y la estatua de Nuestra Señora de los Navegantes durante procesiones interminables que repetían ahora dos y tres veces por semana.
Había exigido el mismo régimen en los otros barcos, obligando a los capitanes a reunir a sus hombres para que orasen juntos. Para desilusión de Quirós, el estandarte de Nuestra Señora de la Soledad —su enseña fetiche—, viajaba a partir de entonces en el Santa Isabel II, el galeón robado que cerraba la marcha. La joven Mariana había logrado que le prestasen esa enseña con el fin de que la presencia de la Virgen a bordo del barco de Lope de Vega volviese a dar valor a los que no se beneficiaban de la estimulante piedad del Gobernador.
***
¿Estimulante?
Álvaro se mostraba respetuoso ante el Señor, sí. Trataba de comportarse con honor y dignidad, sí. Intentaba mantener la paz, sí, a cualquier precio. Pero, en su alma, la verdad era otra. En lugar de serenidad interior, vivía esa travesía como una subida al Calvario. Humillado, ofendido, atormentado por su fracaso, no lograba explicarse la razón por la cual no encontraba las islas. Se levantaba en medio de la noche para recomenzar sus cálculos, releer sus notas de 1567, su cuaderno de bitácora, todo lo que concernía al viaje de antaño.
Las islas deberían estar ahí. Señalaba con furia el punto sobre el mapa: ¡Ahí!
Isabel, con el corazón en un puño, le veía consumirse en esa lucha sin cuartel con su memoria y su conciencia.
¿Senil? ¿Loco?
Mendaña seguía adelante, presentaba batalla… Pero sentía su impotencia para comprender el misterio de ese vagabundeo, para enderezar la situación, para aliviar la angustia de sus hombres. Y eso lo minaba.
Por costumbre, ella lo defendía atacando al prójimo:
—¡Debes castigar a aquellos que ponen en duda tu conocimiento del mar!
—Castigar, ¡no tienes otra palabra en la boca, Isabel! ¡Castigar no cambiará en nada el asunto! Al contrario, debemos permanecer unidos. ¡Todos! Unidos mientras busco —repetía—, hasta que encuentre…
El desconcierto de Álvaro era tal que ni siquiera lograba ya nombrar su reino.
No reconocía, sin embargo, ante ella, ninguna de sus dificultades anímicas. Ante Isabel, menos que nadie. Se mostraba como una roca. Imperturbable.
Por mucho que sacase pecho, sentía su desesperanza… Hasta qué punto, sólo de pensar que la hubiese podido traicionar, a ella, por ingenuidad, por senilidad tal vez, que hubiese podido fallarle y arrastrarla en ese errar absurdo que los conducía a todos a la muerte, le resultaba espantoso. ¡Una tortura más insoportable que todas las demás!
Adivinaba también que su propia fe en él, la certeza que continuaba exhibiendo acerca del éxito final, no lo tranquilizaba. La confianza ciega de su mujer, por el contrario, acababa de aterrorizarlo. Ella lo sabía. Y su propia incapacidad para aliviar el sufrimiento de Álvaro le resultaba espantosa a su vez.
Como él, Isabel no dejaba traslucir nada.
Se guardaba mucho incluso de toda afirmación optimista en su presencia y se dedicaba a sus asuntos, tratando de ganar lo que más necesitaba él: tiempo.
Aguantar y resistir.
Pero ¿de cuánto tiempo disponía antes de que las provisiones de los hombres se agotaran?
¿Los hombres? Cuatro grupos. Cuatro pañoles. Cuatro libros de cuentas diferentes. ¿Qué quedaba en los almacenes de los marineros? ¿En los de los soldados? ¿De los colonos? Estos últimos habían desperdiciado tanto… Pensaba en sus comilonas durante los dieciséis matrimonios. En sus comilonas al llegar a las Marquesas. En sus comilonas durante todos los días de ese maldito mes de agosto.
Un despilfarro imperdonable.
¿Cuántas tinajas de agua? ¿Cuántos toneles de galletas? ¿Cuánta cecina? Esas preguntas se las hacía directamente al contramaestre. ¡Quería respuestas precisas! ¿Y qué quedaba en los almacenes personales del Gobernador? ¿Cuántas le quedaban a ella, cuántas tinajas de agua, toneles de galletas que le perteneciesen exclusivamente? Despachaba a Inés al fondo de las bodegas. ¿Exactamente? ¿Cuántos sacos de harina? ¿Cuántos cerdos? ¿Cuántas gallinas?
Enfrascada en sus inventarios y recuentos, Isabel calculaba el estado de sus propiedades.
Calculaba también los bienes de los demás.
En conclusión, llegaba al resultado siguiente:
La muerte para su familia, para Álvaro, para Lorenzo, para Luis y Diego, para sus damas de compañía y sus criadas, si no encontraban las islas en tres meses. Quedaban cerca de cuatrocientas tinajas para sesenta personas.
La muerte en quince días para los hombres, las mujeres y los niños, todos aquellos que no habían previsto posibles dificultades, desperdiciando su agua y su comida. Ese viernes, 1 de septiembre de 1595, la tripulación de la Capitana no disponía de más de un cuarto de litro de agua por día y por persona. El 16, todo habría acabado.
Quince días.
Suponiendo que las gentes de Isabel Barreto —mejor alimentadas y su sed bien saciada— lograsen sobrevivir noventa días más, quedaba una pregunta por responder: ¿cómo podría maniobrar, sin marineros, un navío fantasma de semejante tonelaje?
***
En la Almiranta, la situación parecía más dramática todavía. De ese barco, Isabel no tenía ni idea. Ni Quirós ni nadie. Nadie sospechaba el auténtico estado del Santa Isabel II.
Allí ni siquiera había racionamiento.
Por mala suerte o por negligencia, un centenar de tinajas se habían roto al partir de las Marquesas. Se habían dado cuenta de ello pero no le habían concedido importancia. El otro centenar de tinajas que se habían comprobado, ni estaban rajadas ni resquebrajadas, no goteaban… Pero cuando las abrieron: ¡qué catástrofe! El agua se había evaporado. Debían de haberlas taponado mal durante la aguada en el arroyo de la isla de Santa Cristina.
Quedaban, pues, doce tinajas para ciento veintidós pasajeros. Y también los toneles destinados a los catorce caballos. Pero esas barricas de madera podrida, mohosa, contenían un brebaje tan fétido que ponían enfermos a los hombres que lo bebían. En esos momentos, se las disputaban, robándoles a las bestias lo poco que les quedaba.
El almirante Lope de Vega había exigido mantener el secreto sobre esos desastres. Mariana lo obedecía. Sabía que esa serie de desgracias ponía en cuestión la autoridad de aquel que amaba.
Cada mañana, cuando su marido se reunía con los pilotos para recibir las órdenes en la Capitana y ella misma visitaba a su hermana, no le confiaba lo que pasaba realmente en su barco. No le decía que nueve de los catorce caballos habían muerto ya de hambre y de sed. Nueve cadáveres que se habían tenido que sacar de las bodegas a costa de un esfuerzo agotador. El hedor continuaba infectando todo el barco.
Mariana tampoco decía que faltaba el alimento en la Almiranta. Así que habían descuartizado y comido a los caballos. Callaba también que, para cocer o ahumar esos cadáveres, había hecho falta madera. Y que ya no había más madera.
Con el paso de los días, se habían quemado las últimas cajas, los últimos cofres, hasta las trancas, hasta la chalupa. Ya no quedaba ni una astilla que quemar en el Santa Isabel II. Excepto los mástiles y el casco.
—Voy a arrojar al mar a los cinco caballos restantes…
Tumbado con las botas puestas sobre el lecho, con los brazos detrás de la cabeza, Lope de Vega reflexionaba en voz alta. Mariana estaba sentada a su lado, desnuda, en medio de la cama.
Su camarote, aunque muy amplio y situado en el mismo lugar que el de Isabel en su galeón, no podía compararse con los aposentos de la Capitana. Ahí no había ningún lujo. Nada de libros, nada de instrumentos de música, nada de alfombras, nada de cojines, nada de candelabros de plata. Y, sobre todo, ningún estrado reservado a las mujeres. Algunos baúles. Un solo asiento. Dos caballetes, una tabla que servía de escritorio, en donde nadie llevaba el diario de a bordo. Las faldas, los jubones, los mapas y los papeles rodaban por el suelo. Unas antiguas frascas de vino, vaciadas tiempo ha, atestaban la mesa. El aire permanecía viciado por el olor a carroña que subía de las bodegas. La incomodidad de ese interior, su desorden y su suciedad, no molestaban a Mariana. Tenía dieciséis años y la comodidad le daba igual. Por naturaleza tan desordenada como Lope de Vega, se preocupaba poco por las apariencias. Se preocupaba mucho, en cambio, por la felicidad de su marido.
Lope era un hombre de unos cuarenta años, flaco, enjuto, que había viajado por todos los mares del globo. Se decía que era muy resistente al dolor. Violento en la batalla. Un alegre juerguista con sus compañeros. Enigmático y despectivo con sus amantes.
En los momentos de euforia, había echado mano sin medida en sus reservas: se habían sucedido los ágapes en su mesa a un ritmo sostenido fastuoso. Resultado: sus pañoles estaban vacíos.
—Habrá que arrojarlos… —masculló—. Antes de que mis hombres no tengan ya fuerzas para sacarlos.
—¡Arrojarlos vivos!
—¿Sabes de otra solución, hermosa?
—Pero ¡arrojarlos vivos! —repitió ella.
—¿Has visto en qué estado se encuentran?
—Pobres bestias.
—Como tú dices: «pobres bestias». ¡Esos animales no han bebido nada desde hace seis días! ¡Nada! ¡Ni una gota! Para ellos, mañana llegará su fin. Y, en el estado en el que nos encontramos, resultará mucho más difícil desembarazarnos de un caballo muerto que de un caballo que todavía puede tenerse en pie hasta la borda.
—Espera un poco… ¿Quién sabe si don Álvaro no encontrará las islas esta noche?
—¡Tú sueñas!
Ninguna duda en ese punto: Mariana soñaba mucho. Dulce y dócil, no tenía la pasión por la vida de Isabel. Ni su inteligencia ni su curiosidad ni su ambición. Tampoco poseía la fe de Petronila, su intenso amor por Dios.
Mariana rezaba poco, no leía, hilaba y bordaba indolentemente. Si bien la naturaleza la había dotado de una bonita voz, no le interesaba mucho la música. Por lo demás, no participaba en ninguno de los asuntos del barco.
Pasiva en todo, salvo en el amor, se plegaba al más mínimo deseo de Lope de Vega y se había revelado de una sensualidad alegre, que lo sorprendía y lo divertía… No era realmente guapa, sin embargo. Morena, al contrario que sus hermanas, con la piel oscura, se parecía a su padre, el capitán Barreto. Pero con unos grandes ojos negros. Una cara agradable. Un pecho abundante. Un cuerpo generoso, joven, incansable. Era una maravilla de entusiasmo cuando retozaban. Si la hubiese conocido cuando tenía veinte años, o incluso treinta, Lope de Vega la habría desdeñado. Y probablemente maltratado. Con cuarenta años, se sentía conmovido por esa niña que encontraba de un apetito y de una voluptuosidad insaciable entre sus brazos. Sabía que no lo rechazaría ni esa noche, ni al día siguiente, ni nunca. A pesar del miedo que debía de atormentarla como a todos. A pesar del hambre y de la sed que comenzaban a debilitarla… Ni una queja hasta ahora. Ni un suspiro. No se lamentaba en absoluto de su propia suerte. Aceptaba lo que pudiese ocurrir y se dejaba en manos de la Providencia. Sin resistirse, sin luchar. Era «tranquilizadora», al contrario que la Reina de Saba que reinaba en el San Jerónimo.
Esa noche, sin embargo, Mariana osaba contradecirle.
La idea de que su marido pudiese sacrificar vivos a los caballos de su hermana la aterrorizaba.
—Además —susurró—, ¿no podríamos comérnoslos como a los otros?
—¿Crudos?
—Si es preciso…
—Comer animales muertos que estuvieran más o menos cocidos, tomar cadáveres, me pareció ya una mala idea… Pero, ahora, sin madera… ¿carroña cruda?
—¡No puedes arrojar a Preferida, la yegua de Isabel, por la borda! Ni a Lunares, el semental de don Álvaro. Si mi hermana se enterase, no te lo perdonaría nunca… ¡La yegua de Isabel, no!
—Ese animal está medio muerto de sed. Es una cuestión de horas antes del fin… Tu hermana no sabrá nada. No verá lo que pasa. Navegamos muy por detrás de los demás…
En compañía de las ciento ochenta personas congregadas en la popa del Santa Isabel II Mariana asistía al más desgarrador de los espectáculos. Los corceles que antaño había admirado en el puerto de El Callao, esos caballos magníficos, que piafaban y caracoleaban hacia un nuevo mundo, esos sementales, esas yeguas que debían galopar por las playas del rey Salomón, nadaban de manera lamentable tras el barco. Con la cabeza fuera del agua, la mirada puesta en los ojos de los hombres que los habían sacrificado, jadeaban y se resistían a morir.
Incluso Preferida, la yegua baya, con su testera blanca, sus ollares negros, sus orejas en punta, Preferida, la cría del más soberbio semental de la cuadra de Nuño Barreto, nieta de los primeros caballos llegados de España a Perú, acabó hundiéndose y desapareciendo. Pronto no quedó ningún rastro de la lucha de los caballos y de su desesperación en la espuma de la estela.
Cuando todo hubo terminado, Lope de Vega vociferó una consigna, una sólo:
—Ahora, ¡cerrad el pico…! Si queréis que los de la Capitana os den de beber, cerrad el pico. Doña Isabel no debe enterarse de la acción a la que la incuria de Mendaña acaba de forzarme.
***
La mañana del jueves 7 de septiembre de 1595, el almirante Lope de Vega subió a bordo del San Jerónimo, decidido, esta vez, a reconocer sus miserias ante su cuñado. Llevaba con él a su contramaestre, el guardián de su pañol. Doña Mariana lo seguía aquel día.
La costumbre dictaba que los capitanes y los pilotos recibiesen sus órdenes en el comedor de oficiales. Lope no se tomó la molestia de bajar allí. Se quedó en cubierta, pegado a la borda, cuando se dirigió públicamente al jefe de la expedición. Parecía con prisas.
—Excelencia, vengo a pediros tres cosas —empezó bruscamente—. Y estas tres cosas no admiten dilación alguna. La primera: que no me perdáis nunca de vista. Corremos el riesgo de que mis mástiles se rompan en cualquier momento. Mis cordajes están podridos, mis velas zurcidas por todas partes. No puedo navegar tan rápido como antes.
El Adelantado tenía al esposo de Mariana por lo que era: un personaje que no se preocupaba por las formas. Sin embargo, se quedó sorprendido ante la violencia de su tono.
Ambos estaban frente a frente. Don Álvaro, de gala, según su costumbre. Lope, con la camisa abierta y la cabeza descubierta. Su delgadez, la dureza de sus rasgos, la severidad de su mirada nunca habían parecido más espectaculares.
—Os entiendo —respondió Mendaña—. Os esperaremos tanto como sea posible. Pero las islas no pueden estar lejos. Volved a largar velas.
—La segunda: quiero madera. Salvo el casco del Santa Isabel II, ya no tenemos ni una espina que quemar.
Esta vez, Mendaña frunció el entrecejo.
—¡Me dejáis estupefacto! Os envié una de mis chalupas y treinta gavillas.
—Fueron quemadas hace quince días.
Ambos ignoraron la llegada de la Adelantada. Había cruzado la cubierta a toda prisa para recibir a su hermana pequeña, cuya ausencia durante la última semana la había inquietado.
Isabel había visto cómo vivía Lope de Vega. Sabía de sus borracheras, su indisciplina y su desorden. Después del breve periodo en que había creído equivocarse con él y lo había tenido en mejor estima, había vuelto a ser a sus ojos el hombre que conoció en Perú: el pirata que se había puesto de acuerdo con Merino-Manrique para agujerear el casco del primer Santa Isabel y adueñarse, por la fuerza, del galeón que codiciaba. Un canalla y un ladrón.
Mendaña reflexionó un segundo. Dirigiéndose a Quirós, al que tenía detrás, concedió:
—Que cojan otras diez gavillas de mis reservas y que las bajen a la chalupa del almirante.
Dos marineros se pusieron a ello. Lope de Vega no se tomó la molestia de agradecérselo.
—La tercera: ¡quiero agua! Estoy racionándosela a la tripulación desde hace semanas. Pero con nueve tinajas para ciento ochenta y dos personas…
Esas cifras hicieron que Isabel se encendiera.
—¡Falso! —exclamó—. He comprobado la lista de las provisiones de los cuatro barcos.
No le dirigió ni una mirada.
—Digo la verdad —articuló él en tono glacial.
Su contramaestre asintió con la cabeza.
—Falso es. Todavía tenéis treinta tinajas, o más.
—Nueve tinajas llenas. Las otras se han roto por el camino.
—Si no tenéis cuidado con su agua, ése es vuestro problema, señor mío.
—También es el vuestro, señora. Mi esposa (vuestra hermana), no ha bebido nada desde hace veinticuatro horas… ¡Y no es de extrañar! Ha cedido su parte.
Esa frase hizo estremecerse a Isabel. Se calló un momento antes de proseguir con tono de acusación:
—¿Y vos? ¿Habéis bebido?
—Sí, señora, he bebido. Pues la ración que le correspondía a vuestra hermana es a mí a quien se la ha dado. No había tomado una gota de agua desde hacía tanto tiempo que ya no lograba dirigir el barco.
Quirós intervino:
—Nos quedan todavía cuatrocientas tinajas llenas, podríamos cederles un centenar.
—No os corresponde, señor Quirós, disponer de ellas —replicó Isabel—. Las tinajas de las que habláis le pertenecen al Gobernador. No a la expedición. Doña Mariana de Castro puede hacer uso de ellas hasta la saciedad. Esa agua le corresponde por derecho. Por lo demás… ¿Quién sabe qué nos depara el futuro? Ni hablar de malgastar el agua con gente que no sabe más que desperdiciarla… ¡Y que miente!
Mendaña zanjó la conversación:
—Cada uno de los capitanes ha de asumir sus responsabilidades. Os compete a vos, señor almirante, velar porque vuestras tinajas no estén ni rotas, ni resquebrajadas, ni sean robadas. Creo, además, ¡que estáis exagerando mucho! Me parece imposible que dispongáis sólo de nueve tinajas cuando aquí contamos todavía con cuatrocientas.
Lope miró fijamente durante un largo a su cuñado. Posó su mirada gris sobre el rostro de doña Isabel. Y, por fin, miró a Mariana.
—Bien —concluyó con frialdad—. Vuelvo a mi barco. Rezad a Dios para que toquemos tierra rápidamente… antes de que mi gente y yo mismo estemos todos muertos.
Hizo una señal a su contramaestre y se agarró a la escala para volver a su chalupa.
Mariana los siguió. Pero, cuando se acercaba a la borda, su marido la empujó. Perdió el equilibrio, cayó hacia atrás y fue a parar contra Isabel, que la detuvo en su caída.
Lope de Vega largaba ya las amarras de su barca. Con el rostro alzado hacia su mujer, gritó:
—Reza, Mariana, reza por nosotros… Tú, al menos, tienes derecho a beber el agua del Señor, ¡aunque esa agua se encuentre en las tinajas de tu hermana! ¡Bebe, hermosa mía! ¡Vive! ¡Y reza por mí!
Mariana se deshizo en lágrimas. Inclinada hacia el mar, llamaba a su marido. Haciendo caso omiso de sus lloros, Lope de Vega prosiguió su camino.
Mariana se agarró a Mendaña, y, sollozando todavía, le suplicó que hiciera bajar otra chalupa para ella. Pero no había otra en la Capitana, y Álvaro se negó a correr el riesgo de perderla. Isabel trataba de consolarla:
—El almirante volverá a recibir sus órdenes mañana. Entonces te irás de nuevo con él. Estás tan débil, agotada… Acompáñame a mi camarote, necesitas beber y restablecerte. Y me contarás todo lo que está pasando allí.
Pero la dócil Mariana ya no obedecía. Se negó todo el día a abandonar la borda, con la mirada clavada en la silueta descarnada de la Almiranta, que, en lontananza, perdía velocidad.
No se bebió sino avanzada la tarde el vaso de agua que le tendía su hermana.
—Ven —le suplicaba Isabel—. Ven a echarte en mis aposentos. Aprovecha esta estancia forzada para descansar por lo menos.
Cuando repetía esta frase por enésima vez, el grito del vigía, en la plataforma de cofa, por encima de ellas, desgarró el aire:
—¡Tierra!
Mendaña, Quirós, todo el mundo se agolpó en cubierta.
En la cúspide del mástil, el joven Antón Martín apuntaba con el dedo a un humo en lontananza.
—¡Tierra!
La mole oscura que se veía podía ser perfectamente una isla, sí.
¡Por fin! El alivio y la alegría transfiguraron el rostro de Mendaña. Por fin, ¡las Salomón! Todo el mundo a bordo compartía su emoción. La cercanía de la tierra exaltaba todos los corazones y avivaba las energías.
—¡Cuidado con las rocas que puedan empezar a aflorar! —gritó Quirós.
Dio orden de acortar la vela, de avanzar lentamente y de no sumirse en la capa de niebla sino con la mayor de las prudencias.
Estaba anocheciendo. Era imposible distinguir las estrellas. Una bruma densa cubría el mar, que se había puesto negro. La cortina de humo se espesaba a cada instante, acarreando con ella un extraño olor a azufre.
—Que se prevenga al resto de la flota de la presencia de una isla, con probables escollos. Poned dos antorchas en el farol de la popa.
Según las convenciones, la galeota aminoraría y les pasaría el mensaje a las demás, que responderían con la misma señal.
Los cuatro barcos procedían con precaución. Parecían perderse en un vacío insondable. En la Capitana no se oía más que el silbido del agua contra el casco.
De repente, el cúmulo de nubes se desgarró con un relámpago. Se vio por un momento como en pleno día. Un inmenso volcán se destacó en la luz. Luego se hizo el diluvio: un aguacero tropical, tan corto como violento, ocultó la montaña y anegó todo el universo. Y, de nuevo, la oscuridad. Noche cerrada. Pero la lluvia había desplazado los vapores. Una fina luna creciente acabó apareciendo.
Se veían los barcos suspendidos entre el cielo y el mar. Se veían claramente las luces de la galeota. Un poco más lejos, las luces de la fragata. Pero ¿dónde estaba el fanal de la Almiranta? ¡Por ninguna parte!
Mariana lanzó un grito. El Santa Isabel II había desaparecido.
El padre Serpa, que había acudido a cubierta con los demás, recitaba ya su rosario. El vicario de la expedición, por su parte, rezaba de rodillas. El pánico se apoderaba de la tripulación. Todos estaban pensando en la maldición del galeón robado.
Isabel, Mendaña y Quirós, que habían asistido a la escena en la que el sacerdote, propietario del Santa Isabel II, había maldecido el barco, oían en sus almas resonar sus palabras: «¡Cada día y cada noche, le imploraré a Dios para que ese barco no llegue nunca y para que toda su tripulación perezca entre las llamas!».
Mendaña tomó la palabra:
—Ningún barco desaparece así, sin tempestad ni ráfaga de viento. No tenemos razón para inquietarnos. El Santa Isabel II se reunirá con nosotros mañana por la mañana.
Esperaron durante largo rato, escudriñando el horizonte. En vano. Se veían las luces de dos fanales. No de tres. Mariana no dejaba de sollozar.
Incluso cuando Lorenzo, Luis y Diego bajaron a sus aposentos, ella se negó a dejar la cubierta. Isabel se quedó a su lado.
Mendaña estaba en vela en los suyos. Esperaba a que Quirós bajara a anunciarle que el vigía había visto, por fin, el farol de la Almiranta.
Pero Quirós no se presentó.
Poco antes del alba, Isabel acabó convenciendo a Mariana de ir adentro con ella. Se encontraron a Álvaro sentado, con el rostro entre las manos. Alzó hacia ellas una mirada desgarradora.
—He pecado contra todas las leyes de Dios, y Dios nos inflige este castigo.
No acusaba a Isabel de haberle aconsejado mal. Se acusaba de su propia injusticia, de su egoísmo y de su dureza.
—Tenía cuatrocientas tinajas para doscientas siete personas, él nueve para ciento ochenta y dos personas. Hubiese podido, hubiese debido darle cien.
Al oírlo, Mariana reaccionó violentamente:
—¡Lo ha matado! Está muerto por su culpa. ¡Que su sangre recaiga sobre su cabeza!
Chillaba. El ataque de nervios del que fue presa obligó a Isabel a sacarla a la fuerza al balcón.
Allí se encontraron a Inés, sentada con las piernas cruzadas en la sombra, que salmodiaba un canto fúnebre. Su amante, un soldado de Merino-Manrique, se encontraba también en el barco desaparecido. Inés sentía que estaba muerto.
Apretadas unas contra las otras, las tres mujeres pasaron el resto de la noche esperando con impaciencia.
La madrugada no les reveló nada que no supieran ya: nada del Santa Isabel II.
El volcán se erguía en lontananza. El San Jerónimo, que había derivado durante la noche, se había alejado. Se distinguía, sin embargo, su forma negra, pelada, perfectamente cónica hasta su cima.
Inés fue la primera en ver una segunda isla. Ésta era frondosa. Con largas playas y colinas con pendientes boscosas. En un impulso, Isabel expresó lo que deseaban los demás:
—¡Están todos allí! ¡Han encontrado refugio en una de esas ensenadas!
Mendaña, ya en cubierta, se había repuesto. Había pedido que los capitanes de la galeota y de la fragata se reunieran con él inmediatamente.
Al primero, un hombrecillo rechoncho de nombre Felipe Corzo, le ordenó que fueran en busca del barco desaparecido. La galeota, gracias a su poco calado, podía bordear las costas y darle la vuelta al volcán. Inspeccionaría las calas y se aseguraría de que el Santa Isabel II no se había encalmado al fondo de una ensenada.
A la fragata, Mendaña le dio las mismas instrucciones: debía acercarse tanto como fuera posible a la isla verde y rebuscar hasta en el último de sus rincones.
En cuanto a él, se encargaría con Quirós de buscar un fondeadero seguro para el galeón. Aunque muy inquieto por la suerte de los ciento ochenta y un viajeros de la Almiranta, no dudaba de haber llegado a su destino.
Apenas se hubieron alejado los dos barcos pequeños cuando aparecieron las piraguas. Esta vez, la mayoría de las canoas no poseían flotador alguno y se parecían a aquellas que Mendaña había conocido antaño. En cuanto a los remeros, eran bajos. Muy oscuros. Todos armados con arcos y con flechas. Al contrario que los de las Marquesas, sus tatuajes no eran azules, sino negros, más negros incluso que su piel. Llevaban lianas enrolladas alrededor del pecho y numerosos collares de dientes o de huesos en los brazos y al cuello.
Como en la Magdalena, dieron vueltas alrededor del barco. Pero ninguno aceptó subir a bordo hasta la llegada de la más grande de las piraguas, en donde estaba en pie un hombre de unos sesenta años, delgado, de tez oscura. En su largo cabello blanco, rapado en un lado de la cabeza, llevaba un tocado de plumas amarillas, azules y rojas, que le daban prestancia. El respeto que le manifestaban los suyos, y, en especial, los dos guerreros que lo flanqueaban, hacía pensar que se trataba del jefe de la isla.
Subió la escala con su comitiva. Mendaña se acercó, se presentó y les hizo los honores en la lengua de las Salomón. Su huésped le respondió mediante una sucesión de frases que el Gobernador no comprendió. ¿Se encontraba entonces en otra parte? ¿A pesar de la semejanza de esas montañas con las islas de oro? La idea le dio escalofríos. La descartó.
El jefe se había presentado. Se llamaba Malopé. El Adelantado se presentó a su vez: Mendaña. El indio le cogió la mano, la puso sobre su propio pecho y le hizo comprender por signos que él era, desde ese momento, «Mendaña» y que el otro sería, desde ese momento, «Malopé». Álvaro conocía el sentido del intercambio simbólico de nombres: la amistad, la fraternidad, tanto en la vida como en la muerte. Sellaron su alianza mediante unos regalos. Unos cascabeles, para el nuevo Mendaña, espejos, tijeras y sombreros. Nueces de coco para el nuevo Malopé, plátanos y cerdos pequeños.
Juntos, los dos bautizaron su tierra como Santa Cruz.
Si bien ese primer día podía hacer augurar lo mejor para la evangelización y la colonización de Santa Cruz, el regreso de la fragata y de la galeota desilusionó a los de la Capitana.
Volvieron con las manos vacías. Ningún rastro en ninguna parte del Santa Isabel II: el barco parecía haberse volatilizado.
El deprimente consejo que mantuvieron después acabó de perturbar las mentes. Nadie lograba imaginar lo que podía haber pasado. El Santa Isabel II, en efecto, iba arrastrándose. Lope de Vega había pedido que se le esperase, suplicado que el San Jerónimo navegase de consuno con él. ¿Podía ser que la cortina de humo que se había abatido sobre el mar la hubiese separado de los otros barcos, y, que, al encontrarse aislado, se hubiese desorientado hasta maniobrar hacia el volcán?
—Aunque si ése fuera el caso —razonaba Quirós—, aunque hubiese ido a parar allí, hubiesen encontrado pecios, restos.
—Además, el volcán, aun admitiendo que hubiese ocurrido eso, no ha entrado en erupción —sostuvo Mendaña.
Apenas había pronunciado esas palabras cuando una formidable explosión hizo estremecerse el mar y el barco. El humo invadió el camarote, mientras una lluvia de cenizas se abatió sobre el balcón. Todos los oficiales se precipitaron afuera.
Aunque hubieran anclado a diez leguas de la isla, se veía claramente que el monte había sido decapitado y que el fuego brotaba furiosamente de su cráter.
Mariana lanzó un nuevo grito:
—¡El Santa Isabel II está en llamas! ¡Están todos muertos!
Tenía razón. Suponiendo que el Santa Isabel II no se hubiese hundido la víspera, que se hubiese quedado encalmada al otro lado del volcán, invisible al fondo de una de las calas, todo había acabado definitivamente para sus ciento ochenta y un pasajeros…
En las cubiertas, los marineros, petrificados, seguían sobrecogidos del espanto. ¡Se encontraban a las puertas del infierno! ¡Estaban respirando el olor del Diablo!
Quirós fue el primero en volver en sí. El galeón garró con sus anclas y derivaba hacia los escollos de Santa Cruz. Sus órdenes despertaron a los hombres:
—¡Todo el mundo a cubierta! ¡Los gavieros, a vuestros puestos! ¡Bracead las vergas! Coronel, os ruego que enviéis a vuestros soldados a echar una mano a los marineros con el fin de levar anclas de nuevo.
La marea estaba alta, los fondos en pendiente. La noche hacía el peligro temible. Todos debían tomar parte en la maniobra para regresar a alta mar.
Esperarían allí la mañana y volverían al amanecer. Pero, por el momento, había que apartarse de ambas islas.
Sentado tristemente sobre una maroma enrollada, Merino-Manrique no se movió. Uno de los arcabuceros que formaban su guardia personal masculló con respecto al piloto mayor:
—Puedes irte al diablo, imbécil. ¡No nos toca a nosotros pilotar este ataúd! ¡Todos nuestros compañeros se encuentran en el barco que has perdido! Y nuestros caballos, y nuestros pertrechos. Así que si te has creído que te vamos a ayudar… ¡Antes la muerte que tocar tus anclas oxidadas!
Quirós decidió no oírlo. Su oficio no consistía en pelearse con unos mercenarios.
Pero el Adelantado iba a tener que mantenerlos ocupados. Y rápido.
Miércoles, 13 de septiembre - Viernes, 22 de septiembre de 1595. Continuación de la carta de Isabel Barreto a Petronila
Miércoles, 13 de septiembre
Desde la erupción del volcán, nuestra pobrecita Mariana no derrama ya una lágrima. Ha dejado de llorar, ha dejado de hablar. Ya no profiere sonido alguno y se queda encerrada en su silencio. Todavía buscamos la Almiranta. Cada día, don Álvaro envía la galeota y la fragata a navegar frente a las dos islas.
Los nativos de aquí no son como los de las Marquesas. Debemos desconfiar de ellos… Empapan sus flechas, de puntas de hueso bien afilada, en un líquido negro que Lorenzo dice que es veneno.
Ayer, contra todo pronóstico, nuestros dos barcos pequeños, que bordeaban las costas, fueron atacados por lanzas y lechas. Volvieron siete hombres heridos. El Adelantado, furioso por la duplicidad del jefe Malopé, a quien recibió aquí, como amigo, durante casi cinco días, acaba de ordenarle al coronel que se lleve treinta soldados e incendie toda la flota de canoas de la orilla.
Jueves, 14 de septiembre
Se puede confiar en Merino-Manrique: ha efectuado una auténtica matanza. Excediéndose en sus órdenes, ha quemado las barcas de los indios, sí, pero también el poblado más cercano, del que ha robado los animales y saqueado las reservas de comida. Vuelve con cerdos, gallinas, frutos. Y también con trece soldados heridos.
Esta tarde, el jefe Malopé se ha presentado en su piragua. Se ha lamentado de la destrucción de sus canoas. Nos ha hecho entender que no han sido hombres suyos quienes habían atacado nuestros barcos, sino sus propios enemigos, las tribus que habitan al otro lado de la bahía.
Álvaro ha tratado de disculparse. Lo ha invitado a la Capitana. Malopé se ha negado.
Me temo que nos hemos creado un enemigo de un buen hombre. A Álvaro, instintivamente, le agradaba mucho. Ya no sabe qué pensar de él.
Viernes, 15 de septiembre
Las refriegas con los indios prosiguen y se intensifican. Su hostilidad nos impide tomar tierra y escuchar misa. Lorenzo se ha marchado a la galeota, con instrucción de volver al lugar preciso donde vimos el volcán por primera vez. Debe, desde allí, tratar de reconstruir la ruta que hubiese podido llevar el Santa Isabel II.
Jueves, 21 de septiembre
Lorenzo ha vuelto. Ningún rastro todavía del Santa Isabel II. Su desaparición sigue siendo incomprensible. La ausencia de restos, de una barrica, de una tabla o de un cuerpo, que indicarían un naufragio, acaba de trastornarnos y de sumirnos en el pavor. ¿Tal vez Lope de Vega nos ha abandonado? Adrede… ¿Tal vez nos espere en San Cristóbal, la isla que les dio Álvaro como punto de encuentro a todos los barcos en caso de que alguno de ellos se perdiese? Lorenzo no ha encontrado nada, pero ha visto un fondeadero mejor para el San Jerónimo. Lo seguimos para descubrir una bahía tan agradable, tan bonita que el Gobernador la ha bautizado la Bahía de la Graciosa.
Graciosa tal vez, pero los habitantes de esas orillas no son muy acogedores. Han gritado toda la noche mientras tocaban tambores y bailaban en torno a grandes hogueras. Ninguno de nosotros ha podido dormir. Mis damas están aterrorizadas.
Viernes, 22 de septiembre
Han venido otras tribus a unirse a los indios que rondan nuestra bahía. Esta vez, han llevado su audacia hasta el punto de tomarla con nosotros, los de la Capitana. Desde sus piraguas, nos han lanzado piedras y arpones.
No lograban alcanzarnos, han arrancado y robado todas las boyas que servían para localizar nuestras anclas.
El Adelantado, que se encontraba en la galeota, cerca de la orilla, ha dado orden a Lorenzo de llevarse a Diego, a Luis y a quince soldados para perseguirlos en chalupa.
Desde mi balcón, he visto varias flechas traspasar sus escudos. Algunos de nuestros hombres deben de estar heridos. Esos indios combaten con furor. Por suerte, el ruido de las armas de fuego los aterroriza. Lorenzo ha podido provocar su desbandada y recuperar las boyas, que han abandonado tras ellos.
Ahora ha desembarcado Lorenzo. Los persigue. Oigo a Merino-Manrique por encima de mí, allá arriba, en la cubierta, que le conmina a dar media vuelta. Chilla que Lorenzo pone en peligro a sus soldados.
El pobre no lo oye. Ha desaparecido en el bosque, seguido por Diego, Luis y todos sus hombres. El coronel acaba de echar la chalupa al mar para unirse a ellos con sus propios arcabuceros. Confieso que esta iniciativa me tranquiliza. ¡Que el cielo haga que vuelvan vivos mis hermanos!
***
—¡Ese gilipollas de Lorenzo Barreto ha estado a punto de matarnos a todos! ¡Es un flojo, que sólo es capaz de follarse a las doncellas! ¡Lo único que sabe hacer ese amanerado es arrastrarse a los pies de su hermana!
Merino-Manrique volvía a subir a cubierta. Cubierto de polvo y de barro, con el rostro congestionado, sus rizos blancos pegados a la frente por el sudor, vociferaba, al borde de la apoplejía. Tiró su escudo contra el mástil repitiendo:
—¡Gilipollas de mierda!
Lorenzo no estaba presente para padecer su furia. Se encontraba en la galeota, con Diego y Luis, informando al Adelantado del éxito de su misión.
—¡Ninguna disciplina, ningún respeto hacia sus superiores! ¡Y ese marrano judío del portuguesito que se pretende capitán de su Majestad! ¡Lo metía en el calabozo en un periquete! ¡Y por mucho tiempo!
—¡Sois vos, señor mío, quien va a acabar con grilletes!
Isabel acababa de aparecer delante de él.
—Don Lorenzo es el segundo de esta expedición. ¡Sois vos el que le debe obediencia y respeto!
La Adelantada estaba más blanca que una pared. Al contrario que el coronel, la indignación la dejaba paralizada por completo, en una actitud hierática y glacial.
—¿Vos pretendéis ser, señor mío, nieto de un arzobispo de Sevilla? Vuestro ancestro tuvo que pecar mucho para que su bastardo haya caído tan bajo… Cuando se es tan grosero como vos, señor mío, tan idiota, tan cruel, uno no merece el mando.
Quirós y sus marinos, que habían escuchado en silencio cómo Merino-Manrique insultaba al cuñado de su Gobernador, se guardaron mucho de intervenir en el altercado. Sin embargo, creyeron que Merino iba a traspasar a doña Isabel con su espada. La mirada que ella le lanzó paró en seco sus veleidades.
Cogiendo su impedimenta, que rodaba por el suelo, dio orden a sus arcabuceros de seguirlo a la chalupa.
—Ya verás lo que es bueno, zorra —masculló.
Volvió a tierra. Acamparía en la orilla, aun a riesgo de que lo masacraran.
¡Cualquier cosa antes que quedarse en ese maldito barco!
Sábado, 23 de septiembre - Sábado, 7 de octubre de 1595. Continuación de la carta a Petronila
Te ahorro los detalles de la escena de ayer con ese insensato de Merino-Manrique. Todavía estoy temblando… Quizá me haya equivocado al tomarla con él, pero ¿podía dejar que insultara a Lorenzo en esos términos?
A decir verdad, al oír sus injurias, estuve vacilando durante mucho tiempo en mi camarote antes de subir para enfrentarme a él. No tenía elección. Había que obligarlo a callar.
Ese hombre me da miedo. Es capaz de cualquier cosa.
Algunos colonos, con sus mujeres y sus hijos, han ido a la isla a unirse a él. Van a construir cabañas, roturar un terreno… Tienen intención de instalarse allí. Vamos a fundar aquí la primera de nuestras tres ciudades.
Sábado, 30 de septiembre
Los trabajos avanzan a buen ritmo. Veo ya varias casitas cubiertas con hojas y palmas. Pero lo más increíble, Petronila, lo que te producirá la alegría más grande es la edificación de nuestra iglesia. ¡No te imagines la catedral de Lima! Todavía no… Se trata sólo de una cabaña más amplia que las demás. Pero cuenta ya con un altar, que he mandado recubrir con mi mantel más fino. Y la campana que hemos traído de Perú acaban de sujetarla sobre el tejado con un arco de bambú.
Como sabes, la enseña de la Virgen, tan querida por nuestro piloto mayor, ha desaparecido con el Santa Isabel II. He hecho, por tanto, llevar a tierra mi estatua de la Virgen, que acepto en adelante llamar «Nuestra Señora de la Soledad». Se trata de un deseo apremiante de Quirós al que accedo. La estatua se yergue en el lateral de la nave, entre mis candelabros de plata y los incensarios del padre Serpa. Y mañana, domingo, 1 de octubre, el capellán y el vicario celebrarán el primer servicio divino en nuestra primera iglesia.
¡Nuestra primera iglesia, Petronila! Todas las provincias del universo han tenido su comienzo y no puedo evitar pensar que las islas en donde atracaron Colón y sus marineros no eran otra cosa que eso: la selva de la Bahía Graciosa que estamos roturando hoy… ¡Y mira las islas de Colón ahora! ¡Mira La Española! Fundadas de la nada, por la mera voluntad de un hombre… Incluso Lima… ¡Ya has visto en lo que Lima se ha convertido en menos de cincuenta años!
Después de la misa, el Adelantado tomó posesión oficial de la isla de Santa Cruz.
Sin embargo, no nos encontramos en las Salomón, Álvaro está convencido de ello. La expedición deberá, por tanto, dividirse en dos. La mitad de los colonos evangelizará esta tierra con el padre Espinosa, que desea establecerse aquí. Los demás nos seguirán hasta Santa Isabel o San Cristóbal.
Por otro lado, Álvaro se ha reconciliado con el jefe Malopé, al que tiene en muy alta estima. Malopé nos ha explicado que existen varias islas al noroeste de aquí, de las que una podría ser perfectamente San Cristóbal. ¡Quiera el cielo que el Santa Isabel II nos esté esperando allí! Malopé comparte con nosotros lo que posee: nos ha regalado, sin contrapartida, docenas de nueces de coco y de racimos de plátanos. Incluso cerdos y gallinas que se parecen a los que tenemos en Lima.
Así pues, el Adelantado ha ordenado tratar bien a los indios, prohibiéndoles a los soldados y a los colonos saquear sus campos o adueñarse de sus animales. Lorenzo, Diego y Luis, que acampan con ellos, han oído murmurar a los hombres que Mendaña cree que todo lo que hay aquí le pertenece. Y que si se apoderasen de las casas y las cosechas de los indios, consideraría que se le está robando a él. Según Lorenzo, los arcabuceros de Merino cuentan que el Gobernador no repartirá tierras entre los colonos, puesto que ha financiado ya su transporte y su trabajo le pertenece durante cinco años.
Me temo que la presencia de Merino-Manrique en la isla, tan lejos de la autoridad de Álvaro a bordo del barco, nos traiga dificultades. En su compañía, los hombres se hacen ilusiones. Los más exaltados recalcan que no han llegado a su destino, que no han encontrado oro, que no quieren quedarse aquí. Ésos exigen continuar hasta El Dorado que les han prometido o regresar a Perú. Quirós sabe, por su amigo el arcabucero Ampuero, que está circulando una petición. Ya habría varios nombres firmados en ella.
Álvaro, a quien la desaparición del Santa Isabel II ha minado mucho, se agota tratando de calmar los ánimos. Confía mucho en la misa que se celebrará mañana por la mañana solemnemente.
Domingo 1 de octubre, por la noche
No sé por dónde empezar, Petronila: el día de hoy ha sido un desastre.
Al bajar a tierra, mi marido sufría ya lo indecible. Sus tobillos se hincharon mucho la semana pasada. Le cuesta caminar. Quiso, sin embargo, ponerse sus botas. Hubiese debido impedírselo.
Fuimos recibidos en la playa por las familias de colonos y varios soldados armados. El alférez Buitrago, el marido de mi lectora, doña Elvira, se presentó como su portavoz y le tendió al Gobernador un papel enrollado. Una hoja cubierta de firmas. En cuanto le echó una ojeada a la hoja, Álvaro supo de qué se trataba: la petición.
—¿Sois vos el jefe de una panda de traidores, Buitrago? —estalló Álvaro. Y se volvió hacia los otros—. ¿Habéis olvidado todos que firmar un pergamino sin que aparezca en la hoja la rúbrica de su capitán general tiene un nombre? ¡Sublevación!
—Estas gentes no piden nada más que lo que es justo —insistió Buitrago—. Dicen que o todo el mundo se queda aquí o todo el mundo debe irse… No hay oro en esta isla.
Lorenzo lo agarró del cuello.
—¡Silencio u os pongo bajo arresto!
La mirada que Buitrago le lanzó a mi hermano me dio escalofríos. Nunca te había descrito al marido de mi lectora porque, sinceramente, nunca le había prestado atención. Baste con decir que me pareció tan alto como Lorenzo. Menos guapo. Sin embargo, de la misma edad y de un físico agradable.
¡Soy de la opinión de que a ese Buitrago le traen sin cuidado los colonos! Al tomar partido por ellos, mucho me temo que trata de solucionar un conflicto personal. A pesar de todo, obedeció y calló. Algún otro se adelantó en su lugar.
—El lugar elegido para la fundación del pueblo es malo. Aquí todo es malo. Los indios no tienen oro —repitió—. ¡No hay oro en esta isla! Y no hemos venido de Lima para jugar a los campesinos en esta arena. Si hubiese sido para eso, podríamos habernos quedado en Perú: la tierra es más rica allí.
—¡Callaos! —chilló el Adelantado—. Una palabra más y esta noche colgaréis de las vergas del San Jerónimo… Vamos a rezar y a pedir perdón por vuestra desobediencia al rey y a Dios.
Después de la misa, encontré a Álvaro muy cansado. Tuve que llevármelo a toda prisa a la Capitana para que nadie se diese cuenta de su agotamiento.
Viernes, 6 de octubre
El Gobernador acaba de ordenarle a Quirós que desaparejase. Como ves, Petronila, los acontecimientos se precipitan.
En este momento, los marineros pliegan las velas, que dejarán en mis manos y que guardaré en mi camarote.
Esta decisión la ha tomado Álvaro con el fin de mostrar a los colonos que no tenemos ninguna intención de zarpar a escondidas. La ha tomado también para atajar toda veleidad de los soldados de adueñarse de los barcos. Nadie podrá irse sin un auténtico combate y largos preparativos: habrá que largar velas a la vista de todos nosotros.
Quirós aprueba plenamente esa resolución. Considera que, de todas formas, no podemos levar anclas antes de varias semanas. Los cordajes no han sido reparados, los vientos y las corrientes nos son ahora contrarios.
En tierra, la moral se deteriora día a día. Las tropas y las familias se dividen en dos facciones. Por un lado, la de Merino-Manrique y sus vasallos, el arcabucero Ampuero y el alférez Buitrago. Por el otro, la de Lorenzo, con Diego, Luis y su decena de fieles. Al bando del coronel no se le ha ocurrido otra cosa mejor que instigar la guerra con los indios. El plan está claro: incitar a los nativos a atacarnos, lo que obligaría a la expedición a abandonar Santa Cruz. Pues, a pesar de nuestras armas, no somos bastantes para resistirles.
Esos imbéciles han permitido ya que su estupidez se desborde.
Los animales de Merino, al fallar a los cerdos a los que disparaban, han hecho ver a los indios que nuestros arcabuces no matan siempre. También les han enseñado, fanfarroneando con su coraza e invitándolos a apuntarles al pecho, que no eran invencibles. Los indios han comprendido que sólo tenían que atacarlos en los ojos o en las piernas para que se desplomaran.
Han terminado la empalizada alrededor del campamento. El Gobernador tiene intención de ir a tierra con el fin de comprobar el estado de las fortificaciones. Verá al coronel.
Mariana se niega todavía a pronunciar una palabra. Yace, postrada, en mi lecho. Inés se pelea con ella para hacerla beber y alimentarla. En cuanto a mi lectora, doña Elvira, me ha pedido permiso para ir a vivir a tierra con el alférez Buitrago, su marido. La he autorizado. Un error, quizá… Desde su matrimonio, me parece extraña. Al entregársela a Buitrago, le aconsejé que guardara un secreto. La he interrogado sobre su silencio. Jura que supo callarse. No la creo.
Don Álvaro tiene un enfisema. Tengo la impresión de que sus piernas todavía están hinchadas. Me asegura lo contrario y pretende estar en excelente salud. Sólo reconoce que está muy triste por la conducta de Merino-Manrique hacia los nativos y por la desaparición de las almas del Santa Isabel II, que estaban bajo su responsabilidad.
Yo lo veo tan mal que voy a acompañarlo a tierra esta tarde.
Sábado, 7 de octubre
¡Vamos de mal en peor, mi pobre Petronila!
Merino-Manrique, sin embargo, nos ha recibido con consideración. Una apariencia de respeto. Con el sombrero en la mano, se ha deshecho en zalemas y en frases pomposas:
—¡Sea su Excelencia bienvenido a su reino! Tenga su Excelencia la amabilidad de venir a ver nuestro nuevo cuerpo de guardia. Me parece que gente malintencionada le ha dicho a su Excelencia que mis arcabuceros han atacado a los indios. Los que afirman que han actuado bajo mis órdenes quieren enemistarme con su Excelencia. Si su Excelencia me lo permite, haré colgar a los canallas que propagan tales rumores y fomentan la rebelión en el seno de esta hermosa expedición.
Ese tono se me hizo insoportable. ¡Era más insultante que su grosería habitual! Álvaro lo escuchaba sin decir palabra.
—Voy a hablarle con franqueza a su Excelencia. Su Excelencia no ignorará que algunos colonos quieren irse de aquí. Y que circula una petición. ¡Dios es testigo de que, sin mí, estos pillos pisotearían su honor! Tienen tantas ansias y rabia que van propalando cualquier cosa. Dicen, por ejemplo, que las ropas de su esposa han costado más que todas las herramientas que supuestamente ha comprado para la colonización de estas islas. Que la ropa blanca y las enaguas de doña Isabel superan el montante de todos sus sueldos juntos y que tardarían cien años en ganar lo que vale el más ínfimo de sus peines. Informo de tales palabras condenándolas y aconsejándole vivamente a su Excelencia que mande castigar a los chismosos. Basta con muy pocas personas malas para incitar al desorden.
Ese edificante discurso le era instilado al oído a don Álvaro como si yo no estuviera. Merino-Manrique a su izquierda, yo a su derecha, caminábamos los tres de frente hacia las fortificaciones. El Adelantado no reaccionaba. Nada. Ni una palabra. Mantenía la mirada clavada en la nueva empalizada: era lo único que parecía interesarle… Y ha sido allí, ante la muralla apenas terminada, donde ha decidido responder a las perfidias de Merino-Manrique. Lo ha humillado en público, atacando al coronel en lo que le llegaba a lo más hondo: su genio para la arquitectura militar.
Merino se jacta de ser un genio en la organización de defensas. Piensa que su título oficial es el de maestre de campo. El mejor de todo Perú. Parece ser que adquirió su experiencia junto al duque de Alba, durante la guerra de Flandes. Pues bien, puedo decirte que Merino-Manrique, ese capitán tan grande, ¡ha quedado en evidencia!
Ya sabes lo agresivo que puede llegar a mostrarse Álvaro cuando se enfada. Lo ha criticado todo: la altura y el grosor de las tablas, el emplazamiento de los contrafuertes, el tamaño de la puerta, el número de accesos. Le ha ordenado destruir ese castillo de naipes y reconstruir algo que se parezca a un fuerte digno de ese nombre.
Tras esa invectiva, he notado al Adelantado al borde del síncope.
Lo he conducido al puesto avanzado y le he hecho sentarse. Le he estirado las piernas sobre un cofre. Le costaba respirar. Hasta sus manos habían doblado su volumen.
Me ha pedido que lo llevase a bordo de la Capitana.
Cuando volvíamos a la playa, nadie podía sospechar su malestar. Su paso parecía tan decidido, su rostro tan noble como siempre. Ha logrado disimular hasta nuestro camarote. Al llegar, se ha desplomado. En este momento está descansando un poco.
Estoy preocupada, Petronila. Temo que el agua de sus piernas suba hasta sus pulmones.
En cuanto al encuentro de esta mañana, no se ha tomado ninguna decisión. Ni sobre la empalizada ni sobre lo demás. Y, cuando hemos vuelto a subir a la chalupa, he visto al abominable Merino-Manrique escupir a nuestras espaldas. Sus hombres también lo han visto. Se ha colmado el vaso. Debemos desembarazarnos de él.
***
Al final de esa tarde, Mendaña, tumbado en su lecho, mantenía el rostro vuelto hacia la estrecha ventana del camarote. No podía apartar la mirada del humo del volcán, que continuaba atravesando el horizonte.
Desviando su atención del mar, se permitió ensimismarse un momento en la contemplación de Isabel. En la luz de la tarde, su cabello evocaba una masa incandescente, la efervescencia de un metal fundido… Isabel. La pasión de su vida.
Sentada con las piernas cruzadas entre los cojines del estrado, fingía leer. La expresión de su rostro desaparecía tras sus párpados bajados. Pero había algo más turbador que su mirada demasiado oscura y el cobre de su cabello. La textura de su piel. Su suavidad. Su olor. Un aroma del que nunca había podido saciarse. Pensar que iba a tener que renunciar a todo eso. El encanto de su cuello, la caída de sus rizos sobre su frente inclinada…
La observó como si la mirara por última vez. Notaba que la estaba observando y no se movía, se dejaba admirar.
Pero no concluyó su contemplación como ella hubiese podido desear.
—Si muero… Si muero, deberás tomar el mando.
Se estremeció y fue a sentarse junto a él.
—¿Qué estás diciendo? No te vas a morir, Álvaro.
—Pero, si muero —insistió—, deberás tomar el mando. Apóyate en los conocimientos de Quirós. Sólo él puede devolverte a Perú.
—¡No quiero volver a Perú! Quiero alcanzar contigo las islas del rey Salomón.
—¿Existen acaso las islas Salomón?
—¿Cómo puedes dudar de ello? ¡Claro que existen y las vas a encontrar!
—Un milagro… o bien la ira de Dios… ¡El castigo por mis pecados!
Cogió la mano de él entre las suyas:
—Deja de atormentarte así, Álvaro. ¡No eres culpable de nada! No es tu culpa si Lope no sabía mandar. No es tu culpa si dejó a sus hombres servirse libremente de sus víveres, malgastar su madera y desperdiciar su agua. ¡Y no es tu culpa, tampoco, si decidió apartarse de nosotros conduciendo su propio barco derecho a un volcán en erupción!
—Lope habrá tomado rumbo a la única tierra a la vista para encontrar agua. A cualquier precio, debía de querer agua. Es lo que intentó al dirigirse hacia el volcán. Nada más… ¿Cómo no voy a pensar en él, en el Santa Isabel II alcanzada por el fuego, y en las ciento ochenta personas atrapadas entre las llamas? Todos esos hombres, todas esas mujeres, todos esos niños a los que hubiese podido salvar dándoles las pocas gotas de agua que necesitaban.
—¿Y los doscientos pasajeros a bordo de este barco? ¡Es en ellos en quienes pensaste! ¡E hiciste bien! Pues es con nosotros, con Mariana, con mis hermanos, con Quirós, con el padre Serpa, con el vicario Espinosa, con los servidores de Dios que viven en la Capitana (con Nuestro Señor Todopoderoso y con el rey de España), con el éxito de la conquista, con quien tienes una responsabilidad. Al negarle a Lope de Vega el agua que necesitábamos aquí, intentaste protegernos a todos.
—¡Tenía también una responsabilidad con los demás! Con los dos sacerdotes del barco de Lope de Vega, con todas las almas del Santa Isabel II.
—Tal vez. Pero no es culpa tuya. En cambio, Álvaro, si quieres saber lo que pienso en el fondo es que hoy, ahora, estás faltando a todos tus deberes. Pues somos nosotros, no el Santa Isabel II, nosotros, los del San Jerónimo, los de la galeota y la fragata, quienes estamos en gran peligro. Si dejas al coronel Merino-Manrique seguir con lo que ha comenzado…
—Lo odias desde el principio.
—¡Y tenía razón! Merino-Manrique es un traidor. Pero ése no es el tema. Actúa, Álvaro, defiéndete, defiéndenos, y dejarás de sufrir esas crisis de conciencia que te torturan. Tus tormentos no son más que el producto de tu indecisión. Las insolencias de hoy te han mostrado la magnitud del desastre. Está cundiendo la sublevación. Debes eliminar a Merino-Manrique. Deberías, incluso, haberte decidido hace mucho tiempo. Deja a ese hombre a la cabeza de tu ejército y estaremos perdidos.
—Exageras, Isabel. Los colonos están intratables, cierto, llenos de envidia y de odio, pero exageras.
—No exagero nada. Se están volviendo incontrolables.
—¡Tú también, Isabel, estás incontrolable! Llena de ira…
—Sí, ¡estoy enfadada! Con lo que deberías hacer y no haces… Desembarázate de Merino-Manrique y todo irá mejor.
—¿Desembarazarme? ¡Tú lo que quieres es asesinarlo!
—Ejecutarlo. Si no actuamos ya, nos matará a todos.
—¡No creo que el coronel tenga tales designios!
—¿Ah, no? Y, entonces, ¿qué crees?
—Hoy me ha recibido en tierra con mucha educación, acogiéndome con todo el respeto que me debe.
—Sí, y con el sombrero en la mano, con el cumplido en la boca, me ha hecho responsable, a mí, a mis enaguas, a mi ropa blanca y a mis peines de todas las dificultades en las que nos encontramos… Ah, no te matará él mismo. Pero incitará a sus soldados y les dará total libertad para encargarse del trabajo sucio en su lugar.
—Merino-Manrique está furioso por la pérdida de sus compañeros, que se encontraban, en su mayoría, en el Santa Isabel II. Por sus caballos, sus armas, sus pertrechos, que guardábamos en la Almiranta. Nada más.
—¿Nada más? Deja de engañarte a ti mismo, Álvaro. El coronel quiere tu puesto, y quiere tu vida. Si no lo ejecutas ahora, obtendrá uno y otra.
Notó que ya no la estaba escuchando. La mirada de Mendaña había pasado por el cofre de las tres cerraduras, ese cofre en donde guardaba las Capitulaciones de su Majestad, el rey Felipe II.
En su fuero interno, el Adelantado volvía una y otra vez a eso: las islas de oro del rey Salomón. El viaje de antaño. ¿Por qué el Señor le negaba encontrar las islas que Él le había permitido descubrir?
—He sido un loco al intentar vivir dos veces. Ningún hombre puede volver a vivir su juventud…
—¡Tú no eres viejo, Álvaro!
No la escuchaba.
—Hemos conocido dificultades antes. Revueltas. Incluso tragedias como la de la desaparición del Santa Isabel II… Pero Dios nos protegía… Hoy Dios me abandona. Me castiga por haber querido forzar el destino… Haber tratado de burlar las reglas de la naturaleza, tal y como el Señor Todopoderoso, en su infinita sabiduría, las ha creado… ¡Haber intentado realizar los sueños de un hombre muy joven aunque tuviese el cuerpo, el corazón, el alma de un viejo! Ése ha sido mi defecto, Isabel, y mi error: haber creído que era capaz de todo, a pesar de Él, y sin Él… Tu defecto, amor mío, es tu pasión por la vida. Tu incapacidad para dominar la sed de existir y de vencer. Lo quieres todo demasiado rápido, y lo quieres todo demasiado intenso.
—Mi defecto, Álvaro, es no querer nada más que lo que tú quieres. Pero a mi pasión por la vida, como tú la llamas, no la temo. Y no tengo miedo del futuro. O más bien sí: tengo miedo de lo que Merino-Manrique puede hacerte. Y no tengo ninguna intención de dejarle que te raje la garganta. Tienes que defenderte. Tienes que ordenar su muerte.
—Prefiero perder el mando antes que decidir el asesinato de un hombre contra el que no poseo ninguna prueba —dijo entre jadeos. Recobró el aliento para concluir—: Prefiero morir antes que mandar gracias a un asesinato.
Isabel miró a Álvaro… Tan triste, tan extremadamente desesperado. Un hombre muy viejo, en efecto.
La estaba afligiendo. Estaba sintiendo la misma emoción que ante su padre, cuando había corrido a encontrarse con él la última vez, el día del embarco. El mismo dolor que ante sus hijos la víspera de sus muertes.
Invadida por los sentimientos que despertaban esos recuerdos, apretó con todas sus fuerzas la mano de su marido, que había mantenido en la suya. Trataba de superar la crisis de lágrimas que la hacía estremecerse, intentaba recobrar el ritmo de su propia respiración. Luchó durante largo rato. Se hizo el silencio.
Cuando, por fin, logró contener su terror a perderlo, continuó callada y reflexionando.
«Si le dijera lo que le he visto hacer a Merino esta mañana por detrás de él…».
Si Isabel le contase lo del escupitajo en la arena, el escupitajo público de Merino-Manrique tras los pasos del Adelantado, seguro que lo convencería de la necesidad de actuar. Pero ese gesto ofendería a Álvaro tan profundamente, ese desprecio le causaría tanto dolor, tanta humillación…
Sería infame.
Descartó ese argumento.
Sin embargo, no podía continuar ignorando lo que se estaba fraguando allí.
Tras varios minutos, acabó preguntando con gravedad:
—Álvaro, ¿quieres… que aparte de ti la carga de ese acto que te repugna? —La voz de Isabel temblaba—: Si la idea de mandar a sangre y fuego te atormenta, puedo asumir la culpa. Puedo darle la orden a Lorenzo. Decirles a mis hermanos que actúen… Lo haré, Álvaro, pues hay que hacerlo.
Un disparo la interrumpió. Se disparaba desde tierra en dirección al San Jerónimo.
No podían ser los indios. No tenían arcabuces.
Precipitándose al balcón, vio a lo lejos a varios soldados congregados en la orilla. Uno de ellos —¿Buitrago?— apuntaba al barco. Disparó de nuevo. Algo estalló en la cubierta. Los soldados abandonaron la playa riéndose y desaparecieron tras la empalizada. Oyó de nuevo disparos en el campamento, donde se encontraban Lorenzo, Diego y Luis.
—¡Van a matarlos! —exclamó ella, en el colmo de la preocupación.
—Otra vez exagerando, Isabel… Dos idiotas que practican con sus armas desde la orilla. Los castigaré por malgastar municiones.
—Pero ¿qué más te hace falta? —se indignó—. Acabas de verlo. ¡Los soldados de Merino-Manrique disparan sobre la Capitana!
Llamaron a la puerta. Mendaña se puso en pie de un salto y se plantó en medio del camarote.
La minúscula silueta negra de Quirós se perfiló en el marco de la puerta. Hizo una inclinación:
—¿Su Excelencia ha oído los disparos?
—Los he oído. ¿De qué se trataba?
—Ignoro, su Excelencia, qué clase de ave cazaban los soldados del coronel, pero le puedo asegurar a su Excelencia que no había pájaros en nuestros mástiles… Ni gaviotas, ni loros. Sólo mis gavieros.
—¿Lo que significa, señor Quirós, que nos estaban apuntando?
El silencio de Quirós podía pasar por asentimiento.
—Mandad disparar un cañonazo al aire —ordenó Mendaña.
—Y que la bala cruce el cielo del campamento —intervino Isabel—. Esa gente debe comprender que estamos armados y dispuestos a responder.
Quirós ignoró su intervención. No recibía ninguna orden, salvo del Adelantado.
—Con todos los respetos, su Excelencia —dijo dirigiéndose exclusivamente a él—, con una bala de cañón disparada por encima del campamento corremos el riesgo de exasperar a los colonos.
Esperó la respuesta.
Mendaña estaba pálido, con los brazos colgando. Respiraba con dificultad. Esbozó el gesto de despedirle, ordenando sin más precisiones:
—Al anochecer, disparad un cañonazo.
Quirós se retiró. Isabel lo siguió por la escala del portalón. Le obligó a apartarse para dejarla pasar, subió un escalón, se volvió y le dijo dominándolo desde su altura:
—Señor Quirós, entre vos y yo, sólo un detalle: ¿en qué bando estáis? ¿A favor del Gobernador? ¿O contra él?
—Estoy a favor de todos nosotros, señora, y contra nadie.
—¿Eso qué quiere decir?
Con prisas, la empujó a su vez para subir otros dos escalones. Esta vez era él quien la dominaba:
—Nada más que lo que acabo de declarar… Que es más fácil provocar la guerra que concluir la paz.
—Para formular obviedades, ¡sois el mejor! Pero…
—¿Pero qué, señora? —replicó él con violencia.
A pesar de su dureza, sintió en su tono lo opuesto a la frialdad, lo contrario a la indiferencia. Dudó. La miraba con esa expresión que ya le había visto. Algo perdida, de loco, algo ávida. Hasta el momento, se había negado a captar el sentido de aquella mirada de Quirós, se había negado a detenerse en ella. Imposible ya no entenderla.
Una sed de conquista y de posesión insaciable. Una sed de exterminio más insaciable todavía. El deseo y el horror confundidos. Era ella el fruto que codiciaba, era también la serpiente a la que debía aplastar. Encarnaba el pecado, el demonio que llevaba en él. La Tentación.
Se descubrió en sus ojos como el Mal. Esa revelación la hizo temblar de ira, de vergüenza y de espanto. No temía por su virtud. Sabía que Quirós no intentaría nada, que no se permitiría ningún gesto fuera de lugar. No trataría nunca de tomarla entre sus brazos. Ni acariciarla. Ni siquiera se le acercaría. La concupiscencia de Quirós era de otro orden. El deseo, en él, apuntaba mucho más allá del cuerpo y se preocupaba poco de la carne. Ese hombre sentía una necesidad de conquista absoluta y de dominio total.
Invadir su alma, imponerle su ley y doblegarla.
Tuvo un escalofrío. Acababa de ganar sobre ella una ventaja que no debía conocer: la aterrorizaba. Más incluso que Merino-Manrique.
Sólo de pensar que ese buen Quirós, tan sentencioso, tan seguro de sí, tan calmado siempre, tan razonable, sólo de pensar que ese hombre al que primero había juzgado hipócrita; que ahora sabía piadoso y sinceramente devoto; al que sabía capaz, prudente, brillante, excelente marinero; sobre todo, lleno de ambición, ávido de gloria, ávido de poder, sólo de pensar que a ese hombre le abrasase el deseo por ella de aquella forma…
No obstante, comprendía que podría influenciarle, ejercer sobre sus decisiones una forma de poder. ¿Servirse de Quirós…? Imposible. Ante su persona le asaltaba un instinto: huir de él.
Hizo lo contrario.
Reaccionó como se comportaba siempre frente al miedo: lanzándose hacia el peligro.
Lo miró a los ojos.
—Señor Quirós —repitió con toda la fuerza de convicción de la que era capaz—, el que mate al coronel, nos salvará a todos.
Se miraron fijamente. Dos fuerzas erigidas una contra otra.
Luego, con brusquedad, Quirós le volvió la espalda y subió de nuevo a cubierta.
Apenas había vuelto al camarote, Isabel oyó tronar el cañón. Pegada a la estrecha ventana, miró cómo la bala cruzaba el cielo y pasaba por encima del campamento, como ella había exigido.
Del fuerte se elevaron los gritos de sorpresa de los colonos, los alaridos de furia de los soldados: «¡El Gobernador dispara por encima de nosotros!».
***
Al amanecer, un jaleo en cubierta arrancó a Isabel y a Mendaña de sus inquietos sueños. Merino-Manrique y su horda habían desembarcado en la cubierta. Oyó que apartaban de su camino a los marineros y bajaban a su camarote. Oyó también a Quirós, que los seguía y trataba de parlamentar con ellos.
Merino-Manrique abrió la puerta sin llamar.
Mendaña se había vestido a toda prisa y estaba plantado con sus botas en medio de la habitación.
Vociferó:
—Sin ni siquiera haceros anunciar, os presentáis armado, señor, ¡y sin descubriros! Tengo motivos sobrados para poneros bajo arresto y hacer que os ahorquen.
—Los dos hombres que me acompañan lo impedirán. Además, yo, por mi parte, tengo algunas preguntas que haceros… Esta noche pasada habéis lanzado una bala de cañón por encima del campamento. ¿Qué significa eso? ¿Sois nuestro Gobernador o nuestro asesino?
—¿Cómo os atrevéis a hacer semejante pregunta? —estalló Isabel, que había ayudado a Álvaro a vestirse, calzándolo y abrochando el cinto de su espada, pero que no había tenido tiempo para vestirse ella.
Estaba en camisón, con el pelo suelto…
—Habéis ordenado a vuestros soldados que disparasen contra el barco del rey, lo que, en sí mismo, constituye una traición. Luego, habéis mandado disparar sobre el campamento… ¿A quién pretendíais matar? ¿A mis hermanos?
—¿A vuestros hermanos…? —El coronel alzó el labio en señal de aversión—. Permitidme una pregunta, Excelencia: ¿quién manda aquí?
—¡El cañón ha sido disparado a orden mía! —gritó Mendaña. Estaba pálido. Temblaba de ira. Prosiguió—: Y vos vais a castigar a vuestros soldados.
Merino-Manrique se encogió de hombros.
—Nadie sabe quién ha disparado. Mis soldados afirman que es la chusma indisciplinada de la que se rodea el capitán Lorenzo quien apuntó contra el galeón.
—¡Mentís! —le espetó Mendaña.
—Aquí todo son mentiras, Excelencia. ¿Dónde están vuestras islas?
—¡Cuidado con vuestras palabras! En mi presencia, estáis en presencia del rey.
—No lo niego.
Merino-Manrique se quitó el sombrero. Sus dos acólitos imitaron su gesto.
—Y obedezco a su Excelencia. Pero si su Excelencia quiere un regreso a la disciplina, su Excelencia debe venir a vivir a tierra con nosotros.
—Eso —ironizó Isabel—, así podrá asesinar al Adelantado con mayor comodidad.
Mendaña zanjó la conversación:
—¡Salid de aquí con vuestros esbirros! ¡Salid, coronel, los tres!
Merino-Manrique y sus hombres hicieron una inclinación y desaparecieron.
Isabel se volvió hacia Mendaña:
—¡Mátalo! O haz que lo maten antes de que abandone el barco… Hay veinte marineros sobre el puente que nos ayudarán.
—¡No!
—Si no lo matas tú… —se apoderó de un cuchillo que estaba sobre la mesa, se precipitó hacia la puerta, apartó a Quirós, que estaba todavía en el marco—, lo haré yo, ¡con este cuchillo!
—¡Dame esa arma! —gritó Mendaña.
La violencia de la orden detuvo a Isabel en su carrera. Ya en la escalera, vaciló. Mendaña repitió con vehemencia:
—¡Dame ese cuchillo! Existe una diferencia entre la justicia y la traición… ¡Devuélveme ese cuchillo inmediatamente! ¿Me oyes? ¡Vuelve aquí!
Se dio la vuelta, caminó hacia él, dejó en sus manos el cuchillo con una brusquedad que le dio la impresión a Quirós de que se lo arrojaba a la cara, lo dejó atrás y salió al balcón.
Quirós se acercó a Mendaña para susurrarle con su tono más moderado y más tranquilizador:
—Dejadme ir a tierra a hablar con los soldados, su Excelencia. Tengo un buen amigo en el pueblo. El arcabucero Ampuero. Le haré entrar en razón en vuestro nombre. Les transmitirá sus palabras a los demás.
La expresión de Mendaña lo dejó petrificado. Rojo, con los ojos fuera de las órbitas, agitando su brazo, todavía armado con el cuchillo, volcó la mesa y chilló:
—¡Fuera! ¡Que se largue!
Quirós, que nunca había visto al Adelantado comportarse de manera grosera, saludó y se esfumó.
Inés había asistido a la escena: sostuvo al Adelantado, que se tambaleaba. Estaba al borde de un ataque. Isabel corrió a hacerle sentarse.
Trastornadas, ansiosas, las dos mujeres lo metieron en la cama.
***
Cuando Quirós llegó a cubierta, se encontró con el padre Espinosa, que volvía de su visita al campamento. Como cada día, había dicho misa en la nueva iglesia. Unos marineros le ayudaban a sortear la barandilla. Todos tenían en la punta de la lengua la misma pregunta: ¿qué estaba pasando en tierra?
El sacerdote se adelantó a la pregunta:
—Van a irse.
—¿Sin velas…? —masculló Quirós—. ¿Adónde irán?
—A cualquier sitio. Pero partirán… No ha venido casi nadie a la misa. Ya ni siquiera se confiesan. Blasfeman. Dicen que rezarle al Señor ya no sirve para nada, pues ese lugar no tiene oro y se encuentra más allá de Dios.
El vicario reflexionó un segundo, antes de añadir:
—Las fiebres han matado ya a tres colonos. La Bahía Graciosa quizá sea tan mala como pretenden… Pero Dios nos mostrará otras bahías aquí.
De unos sesenta años, como Merino-Manrique, con un carácter tan sanguíneo y apasionado como el suyo, el sacerdote decía estar en relación directa con el cielo. El Señor le había ordenado instalarse en Santa Cruz y trabajar, con el padre Serpa, en la conversión de los salvajes. Se oponía, por tanto, a los manejos del coronel. Muy agitado, mantenía la mirada fija en la empalizada.
—En vuestra opinión —insistió Quirós—, ¿los colonos estarían dispuestos a masacrarnos para partir?
—Sí, junto con los soldados, están dispuestos a ello —admitió el sacerdote.
***
Medianoche. Incapaz de descansar, Isabel, en cubierta, escudriñaba la orilla. Mucha agitación en el campamento. Especialmente en la zona de las cabañas donde vivían sus hermanos… Sabía que los soldados del coronel los habían estado buscando la víspera, que habían aparecido en su cabaña, acuchillando con sus espadas los camastros vacíos. Con prudencia, Lorenzo, Diego y Luis se habían escondido entre sus partidarios, en otras tiendas.
Oyó un chapoteo… ¿Los indios trataban de volver a coger las boyas? Contuvo un grito al borde de los labios. En el agua, unas greñas rubias… Diego. Le lanzó la escala.
El joven había nadado hasta allí. Agotado, necesitó unos segundos antes de conseguir hablar.
—Han intentado liquidarnos otra vez. En esta ocasión, Ampuero, Buitrago y sus hombres han ido de casa en casa… A casa de todos nuestros amigos.
—Buitrago, siempre Buitrago, el marido de Elvira…
—El más violento de todos… Afirma que Lorenzo lo ha deshonrado al desflorar a su mujer. Todos los cornudos se le han unido. Matar a Lorenzo se ha convertido en la consigna del campamento. A su jauría de cornamentas, Buitrago les ha jurado que perseguirá a Lorenzo por toda la faz del globo, que irá hasta el infierno si hace falta. Pero que se vengará y lo matará. Ha estado a un pelo de conseguirlo esta noche… Han traspasado de nuevo nuestros colchones con sus espadas. Lorenzo había tomado precauciones y había hecho evacuar a los nuestros al bosque. Pero, por la mañana, nos perseguirán y nos encontrarán.
Isabel lo cogió por el brazo.
—Ven… Esta vez, Álvaro debe actuar.
Dos de la madrugada. Diego volvió a salir a la cubierta. Tenía orden de buscar a Quirós en su camarote. Mendaña lo reclamaba.
Cuando bajó el piloto mayor, el joven pasó por encima de la borda y volvió a irse en la oscuridad, a nado.
Quirós encontró el camarote del Gobernador iluminado por todas las bujías de la Adelantada, esas peligrosas velas que él mismo había prohibido mil veces usar a bordo.
Con la espalda apoyada en los cojines, lívido el rostro, Mendaña lo recibió acostado. Parecía más viejo, más agotado aún que en las últimas semanas. No respiraba sino con extrema dificultad. Señaló la silla que Isabel había dejado vacía a su cabecera. Y reflexionó durante un largo rato antes de hablar. Quirós notó que hacía acopio de sus fuerzas.
Cuando el Adelantado le dirigió, por fin, la palabra, había recobrado sus modales de antaño: ese aire marcial y bondadoso a la vez. Y luego, esa voz gutural, muy particular, que emanaba calidez y encanto:
—Algunos no confían en vos, señor Quirós. Yo, sí. Sois vos un gran capitán…
Quirós sintió la mirada de Isabel en su espalda. Estaba detrás de él, inmóvil, de pie en la sombra.
—Si muero —prosiguió Mendaña—, sólo vos podréis conducir el San Jerónimo y llevarlo a buen puerto.
—Siempre he obedecido las órdenes de su Excelencia.
—Lo sé, señor Quirós, lo sé.
Se hizo el silencio. Mendaña escogió sus palabras.
—Mañana —prosiguió— iremos a tierra, y bajaremos portando el estandarte real. Vos mismo iréis armado y elegiréis a cuatro hombres de confianza. Se trata de hacer justicia, pues la justicia ordena castigar al coronel Merino-Manrique.
—¿No hay otra solución?
—No… Razones profundas, y demasiado largas de explicar, me obligan a tomar esta decisión.
—Pero, si el coronel se resiste, ¿tendré que participar yo en su arresto?
La mirada del Gobernador se endureció:
—Cuando llegue el momento, os rogaré que seáis testigo de la voluntad de Dios y que griteis con vuestros hombres: «¡Muerte a los traidores!».