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Los dos detectives llegaron al coche, y cuando ya tenían puestos los cinturones de seguridad, Leonor señaló un punto algo alejado de donde estaban aparcados, y mientras lo hacía se desató el cinturón y abrió la puerta.
―¿Dónde vas? ― preguntó Leo.
Pero su compañera no respondió y se alejó del coche de prisa, aunque al andar unos cuantos metros su paso se hizo lento, se podría decir incluso que sigiloso. A Leo no le quedó más remedio que apearse también del vehículo y acercarse a ella.
―Shhh… ―dijo susurrando Leonor―, hay un gato ahí.
―¿No querrás llevarlo a casa también? ―espetó él en voz baja.
―No podemos dejarlo en la calle, y a Tigre le vendrá bien tener compañía.
El guiño de ojo de ella le dio a entender a Leo que la batalla estaba ganada a favor de su compañera. No fue difícil coger al gato, que resultó ser gata, parecía como que el animal estuviese acostumbrado a estar con humanos.
―No sé yo si es buena idea… ¿Crees que a Tigre le gustará compartir casa con una gata?
―No seas tonto, Leo, Tigre estará encantado. Ya lo verás.
La corazonada de Leonor resultó ser correcta. Los dos felinos se estudiaron a fondo en cuanto se vieron. Si bien al principio pareció que se estaba gestando una pelea, pues ambos se encorvaban y erizaban el pelo paseándose de manera lenta uno al lado de otro, finalmente, y tras levantar ambas colas y agitarlas sobre el cuerpo de cada uno como si tuviesen calambres, los gatos desaparecieron cada uno por un lado como si con ellos no fuese la cosa.
―Ha sido interesante ―apuntó Leo.
―Se estaban estudiando, ya sabes… marcando el territorio.
―Eso me recuerda algo… no sé… algo como…
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Los dos entendieron enseguida lo que estaban buscando, y no hizo falta nada más. Los primeros besos empezaron en el salón, estos fueron lentos y suaves, abriéndose camino más allá de sus bocas, casi como buscando el centro de un sentimiento que los dos parecían estar escondiéndose y a la vez disfrazando. Las manos de ambos esta vez no buscaban de forma desenfrenada los lugares ardientes y excitados que despertaban a cada segundo, sino más bien estaban recorriendo con suavidad y lentitud cada milímetro de sus sentidos.
Llegaron a la habitación todavía vestidos, y se deleitaron quitándose la ropa el uno al otro con movimientos pausados y con las miradas puestas en cada pequeño rincón que quedaba descubierto prenda tras prenda. Finalmente el calor de ambas pieles se hizo una hoguera única y acompasada, donde las llamas crecían y danzaban a un ritmo que ellos mismos imponían, subiendo y bajando de intensidad dependiendo de dónde se posara la boca y la lengua del cada uno. A veces un pequeño mordisco casi imperceptible erizaba aún más cada poro de ambos cuerpos, y cuando estos quedaron unidos a través de sus sexos húmedos y deseosos, los gemidos pasaron a ser los protagonistas exclusivos del momento.
Cuando la danza llegó al momento más álgido, el fuego culminó en un estallido de miles de chispas de colores y llenas de sensaciones, traducidas en largos y profundos suspiros entrecortados y perdidos en lo más hondo de ambas bocas, que todavía se llenaban la una a la otra.
Tumbados en la cama, desnudos e intentando acompasar también unas respiraciones todavía excitadas, Leo acarició la cabellera despeinada de su compañera.
―Nena… ¿recuerdas que esta mañana, en el coche, te dije que estaba dándole vueltas a algo y no sabía qué era?
―Sí.
―Ya sé lo que es.
Leonor levantó la cabeza para buscar la mirada de él, ambas todavía vidriosas por el combate sensual de sus cuerpos.
―¿Qué era?
―Te amo.
―Yo he llegado a la misma conclusión.
Sus ojos se perdieron en un lugar profundo y recóndito de sus almas, y sin apenas darse cuenta, sus bocas volvieron a juntarse. No había mucho más que pudiesen añadir a esas revelaciones dichas en un momento íntimo, y solo podían ser sus cuerpos los que retomaran la palabra.
Cuando la llama empezaba a reavivarse en ambos, el teléfono móvil de uno de ellos sonó rompiendo la magia del momento.
―No… ahora no… ―dijo Leonor apretando entre una de sus manos el miembro excitado de su compañero.
Pero ambos sabían que la llamada podía ser importante, pues la esperaban, y se separaron para buscar cada uno por un lado al causante del final del momento. Fue Leonor quien encontró en el bolsillo de su pantalón el teléfono que ya se había parado y empezaba a sonar otra vez.
―Ahora mismo vamos ―dijo esta ya enfundándose una de las perneras.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó Leo haciendo lo mismo con su pantalón.
―Era Rojas. Yolanda está consciente. No saben si será definitivo o volverá a entrar en coma, pero ahora mismo está entre nosotros.
En décimas de segundos volvieron a ser los detectives Burgos y Castillo, eles para los amigos, y olvidaron casi por completo el momento de magia y éxtasis vivido unos pocos minutos antes. Pero, una vez vestidos y preparados para ir al hospital saltándose todos los semáforos rojos, encontraron un instante para recordarse el uno al otro que habían dado un paso importante y sin vuelta atrás.
Y fue Leo quien lo dio primero, justo antes de salir de casa, parando a Leonor en la puerta todavía cerrada y aprisionándola contra la misma.
―Te amo, te amo, te amo ―repitió una y otra vez besándole los labios suavemente.
―Te amo, te amo, te amo ―respondió ella como si de un eco se tratase.
Y sin más tiempo que perder llegaron apresurados al coche, pusieron la sirena, y salieron a toda prisa hacia el hospital.