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En un principio pensó que iba a ser más fácil, pero el continuo movimiento de personas entrando y saliendo del edificio le había complicado bastante las cosas. Finalmente había logrado su objetivo y ahora estaba frente a la puerta de su siguiente víctima respirando para intentar encontrar la relajación suficiente y llevar a cabo su cometido. Se colocó su mochila al hombro e intentó dibujar en sus labios su mejor sonrisa antes de llamar a la puerta.
―No, no espero a nadie… ―escuchó la voz de la mujer detrás de la puerta.
Esto le hizo pensar en la posibilidad de que su víctima no estuviese sola y se sintió furioso, pero al abrir esta la puerta y ver que sostenía en la mano un móvil, entendió enseguida que solamente estaba hablando por teléfono. La cara de asombro de ella fue en aumento cuando él le hizo señas con su dedo índice sobre los labios para que se mantuviese en silencio mientras que con otra mano le cogía el móvil y lo apagaba.
―¿Qué haces?e―pregunto ella extrañada.
―Shhh… ¿No sabes que significa este gesto?e―le dijo él repitiendo el sonido con el dedo índice alzado y apoyado en su boca.―eSignifica que tienes que estar en silencio.
―Pero…
La mujer no logró decir nada más porque la mano que tan suavemente estaba posada sobre sus labios con el solo roce de un dedo, pasó de repente a apretar toda su boca a la vez que el cuerpo del hombre la empujaba contra la pared. A este le hizo gracia notar sobre su propio abdomen la barriga hinchada de ella, y todavía más feliz le hizo ver a través de los ojos desmesuradamente abiertos de ella que por fin había comprendido que no era una visita de cortesía.
La felicidad del asesino se vio interrumpida por el sonido del teléfono que aun sostenía en las manos; miró el identificador de llamadas y comprendió que no le quedaba mucho tiempo. Arrojó el móvil al suelo y lo pisó con todas sus fuerzas.
―Contigo no voy a tener tiempo de recrearme. Llegué en un mal momento, pero tranquila, vas a tener suerte y no tendrás ni tiempo de preguntarte por qué.
Al decir estas palabras, el asesino sacó de uno de sus numerosos bolsillos un gran cuchillo y asestó cuatro puñaladas a la mujer sin dejar de taparle la boca. Esta quedó sin fuerzas a la tercera, y tras dejarla en el suelo, sentada y con las piernas abiertas, entre ambas puso la nota que ya llevaba envuelta, esta vez en papel de celofán transparente.
Se separó lo que el pequeño recibidor del piso le permitió para ver su obra de arte, cuando su propio teléfono fue el que sonó. Le pareció irónico ver quien llamaba, pero aun así respondió.
―Dime… ―. Tras escuchar a su interlocutor, añadió: Tranquila, voy para allá.
Con la serenidad de quien se sabe fuera de peligro, volvió a dirigir su mirada hacia su obra de arte, y satisfecho, abrió la puerta y salió del edificio. Cuando apenas había andado una manzana y media, oyó la sirena de un coche de policía que se acercaba por un lado, y la de una ambulancia que probablemente llegaba desde otro más alejado. Decidió acelerar el paso, pero a unos metros pensó que sería interesante ver qué sucedía una vez que su cometido había acabado, así que deshizo los pasos andados para volver al escenario de su obra.
Los dos detectives llegaron también a los pocos minutos, pues la casualidad quiso que justo en ese momento estuviesen a dos manzanas comprando en un centro veterinario de urgencias unas pastillas desparasitarias para su nuevo inquilino, Tigre.
―¿Qué tenemos? ―preguntó Leo nada más bajarse del coche a uno de los agentes que custodiaba la entrada al edificio.
―Una mujer atacada. Llamaron al 112 alertando de que algo iba mal.
―¿Quién llamó? ―preguntó Leonor llegando a la altura de ambos.
―Por lo visto la víctima estaba hablando por teléfono cuando de repente llamaron a la puerta y ya no hubo manera de contactar con ella. Por lo menos eso es lo que dijo la amiga que llamó al 112.
―Eles, ¿qué ha pasado?
Los dos detectives se giraron al escuchar la voz y reconocer en ella la de su superior.
―Capitán Rojas, acabamos de llegar y todavía no sabemos mucho. Solo que ha sido atacada una mujer. Eso dijeron por la emisora y vinimos a echar un vistazo.
―Una mujer embarazada ―apuntó el jefe de ambos.
―¿Embarazada? ―preguntó Leonor―. ¿Cómo lo sabe?
―Tengo órdenes estrictas de que se me avisen si hay algún percance en cualquier lugar de la ciudad que tenga que ver con mujeres embarazadas y agredidas. He venido en cuanto me han avisado desde la central.
―Subamos entonces ―dijo Leo dando ya los primeros pasos para dirigirse a la entrada del edificio.
―¡Detectives! ―se escuchó sobre la sirena de la ambulancia que cada vez parecía más cercana.
Tanto el comisario, como Leonor y Leo, se giraron al escuchar ese grito.
―Señor García, ¿qué hace usted aquí? ―preguntó extrañado el detective.
―Recibí una llamada de una de mis chicas diciendo que algo le pasaba a Yolanda.
―¿Yolanda? ―preguntó Leonor.
―Sí, este es el domicilio de Yolanda. ¿Qué le ha sucedido? ¿Está bien?
―No, no, señor García, usted no puede pasar ―dijo Leo cogiéndolo del brazo al ver que tenía la intención de entrar en el edificio.
―¿Ha estado más veces aquí? ―inquirió Leonor aprovechando el momento.
―¡Claro! ¡Por supuesto que he estado otras veces aquí! Soy su asesor en el embarazo y…
―¡Gonzalo! Gonzalo, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Yolanda?
Los gritos provenían de la otra cera, donde una mujer, embarazada, se apeaba de un taxi y se apresuraba a llegar junto a ellos.
―No lo sé, Deborah, no sé nada ―le dijo el señor García abrazándola e intentando calmarla.
Leo aprovechó la confusión para, con un gesto mudo, darle a entender al agente que los había recibido a ellos que no les dejara pasar, y tanto él, como su compañera y el capitán Rojas, los dejaron atrás y se adentraron en el edificio con las palabras de queja de estos de fondo.
El apartamento les recibió con el cuerpo de la mujer, sentada, apuñalada e inerte. La imagen era dantesca y los tres se quedaron sin palabras. No podían entrar más allá hasta que la forense Cristina llegase, y esta hizo acto de presencia, junto a dos sanitarios, cuando todavía los pensamientos de los tres estaban puestos en el vientre que ahora albergaba una esperanza rota.
―Buenas noches, eles. Capitán.
Ninguno respondió con palabras, solo con unos leves gestos.
―Esto se me está haciendo difícil ―añadió la forense―. Ojalá esta vez encuentre algo que pueda ayudar en la investigación, es todo tan absurdo…
Los agentes uniformados se duplicaron, pues los vecinos ya empezaban a llegar para ver qué había sucedido. Mientras, Cristina, enfundándose sus guantes de látex lila empezó a hacer su trabajo.
―El cadáver aun no ha… ―las palabras quedaron en el aire cuando la forense puso sus dedos sobre el cuello de la víctima― ¡Tiene pulso! ¡Tiene pulso! ¿Dónde están los de la ambulancia? ¡Tiene pulso!
―¡Me cago en la puta! ―exclamó el capitán Rojas―. ¿Cómo coño no ha venido nadie a comprobarlo?
Los acontecimientos se desataron uno detrás de otro culminando con la salida de la ambulancia hacia el hospital saltándose todos los semáforos a su paso.
―Esto lo vamos a pagar todos muy caro si los medios de comunicación se hacen eco. ¿Por qué cojones no lo comprobó alguien enseguida? ―el capitán escupía literalmente las palabras.
Ambos detectives se miraron intentando entender cómo algo tan lógico, comprobar las constantes vitales de la mujer, no había pasado desde el mismo momento en que llegaron. Dieron por supuesto, todos y sin excepción, que la mujer estaría muerta, y ahora, por ese fallo garrafal, podían estar a punto de perder a una testigo indispensable en este caso, aparte lógicamente de dos vidas inocentes.
―Poneos enseguida manos a la obra en el apartamento, y no salgáis hasta que encontréis algo, ¿entendido?
El capitán se dio media vuelta y salió del campo de visión de los detectives, dejándolos solos con la forense.
―No es culpa vuestra, eles. No podíais imaginar que nadie lo habría comprobado.
―Joder, Cristina, pero deberíamos habernos asegurado de ello ―apuntó Leonor.
―No podéis estar en todas partes, y cuando yo aparqué el coche detrás de la ambulancia, os vi discutiendo con dos personas.
―No es excusa ―añadió Leo.
―Ahora ya no hay vuelta atrás. Pongámonos manos a la obra en el apartamento y crucemos los dedos para que la víctima sobreviva ―zanjó Cristina entregándoles a ambos un par de guantes.
Dos agentes acordonaron el rellano sin levantar la mirada, y cuando uno de ellos se encontró con la de Leo, lo que sintió en su espina dorsal le dio a entender que iba a tener muchos problemas después de esa noche.