13

    ―¿Por qué me haces esto? ¿Qué te he hecho?

    La mujer estaba sentada con las manos atadas a su espalda y los pies separados y atados por los tobillos a cada pata de la silla. El terror que se dibujaba en su rostro se mezclaba con la incredulidad, y muy a menudo su mirada bajaba para posarse en su propia barriga, hinchada y ya prominente, donde un pequeño ser parecía estar nervioso. Estaba segura de que los latidos de su corazón estaban alertando a su bebé. Le parecía notarlo aunque no podía asegurarlo. Pero su instinto maternal, recién estrenado, era tan fuerte como los gritos del hombre que tenía en frente.

    ―¡No me has hecho nada! ¡TÚ no me has hecho nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡¡¡Nada!!!

    El hombre cogió otra silla y la arrastró hasta situarse en frente de ella. Se sentó y escondió su cabeza entre sus manos, masajeando primero las sienes con las palmas y después pasándoselas abiertas por toda la cara.

    ―¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Tres meses? ¿Por qué, por qué me…

    Pero las palabras de la mujer quedaron ahogadas cuando él levantó la vista y la miró fijamente a los ojos. En ese instante ella se dio cuenta de que no estaba hablando con la misma persona que apenas unas horas antes había estado riendo y bromeando con ella, y el efecto de esa mirada perdida y vacía, también le hizo entender que ese era el fin. Comprendió que no había vuelta atrás. Entonces sus preguntas dejaron paso a las lágrimas. Lágrimas por ella, pero sobre todo por el pequeño ser que, ahora sabía, nunca llegaría a nacer.

    ―Veo que lo has comprendido… ―dijo él con voz ronca―. Ahora todo será más fácil. Y deja de llorar. Me pones nervioso.

    El hombre se levantó de la silla y se acercó a la gran mesa de cristal donde había dejado una pequeña y vieja mochila. Abrir la cremallera de la misma con los guantes de látex puestos le resultaba complicado e incómodo, pero  no estaba dispuesto a dejar huellas. Esas cosas las había visto en las películas, “demasiada información para mentes tan perversas como la mía”, pensó soltando una risa profunda.

    Una vez abierta la bolsa sacó de ella un cuchillo grande y lleno de pequeños y finos dientes. El mango se ajustaba a la perfección a su gran mano, y se sentía fuerte cuando lo tenía en ella. Últimamente incluso lo acariciaba en la soledad de su casa, y aunque le disgustaba reconocerlo, en algún que otro momento hasta le había producido una erección incontrolada. Como en ese preciso instante.

    Notaba como sus pantalones se pegaban a su miembro haciéndole parecer que estos le iban a estallar por la parte de la cremallera en cualquier momento. Este efecto le produjo rabia y esta salió disparada a través de sus puños que golpearon fuerte la mesa de cristal. Algunas cosas rebotaron y cayeron al suelo. Un pequeño objeto que no supo identificar rodó hasta situarse en medio de sus puños todavía cerrados sobre el cristal. Lo agarró y con fuerza lo tiró contra la pared, aterrizando en el suelo y haciéndose añicos.    Lejos de bajar la excitación, esto le estaba produciendo todo lo contrario, y para no girarse y que ella viese esa parte de su cuerpo hinchada, empezó a andar por el corto y oscuro pasillo quedando fuera del alcance de la mirada de ella.

    Fue en ese momento cuando ella empezó a mover la silla poco a poco, cerrando los ojos con fuerza cada vez que las patas de esta producían un molesto ruido. Entonces paraba expectante, creyendo que él aparecería todavía más alterado, pero se percató de que parecía estar en una especie de trance repitiendo una y otra vez las mismas palabras.

    ―Es por necesidad, no por placer. No va a nacer. No va a nacer.

    Podría parecer incluso una canción, pues su forma de pronunciarla tenían una lacónica melodía, pero el significado de las palabras que llegaban directas, claras y concisas desde el pasillo, lo único que le producían era todavía más pánico y prisas por llegar hasta el teléfono que descansaba ajeno a todo sobre una repisa de madera junto al sofá. No sabía qué podría hacer una vez que llegara a su altura, pero se sentía mejor intentando algo, aunque fuese absurdo, que quedándose quieta en medio del salón.

    ―¿Qué coño te crees que estás haciendo?

    La voz del hombre la paralizó al instante, tanto que incluso dejó de respirar unos segundos, y cuando lo hizo tuvo que coger una bocanada de aire abriendo la boca al máximo.

    ―Nada ―logró decir bajando la mirada y casi en un susurro.

    ―¿Pensabas llegar a alguna parte arrastrando la silla? ―su risa invadió la estancia.

    Ya no sentía esa presión en su entrepierna y había vuelto a coger el mando de la situación. Le fastidiaba esa reacción pero ya había pasado. Ahora tenía que acabar el trabajo, impedir que naciese ese monstruo que se resguardaba detrás de la estirada piel de esa mujer. Cogió de nuevo el cuchillo que había dejado caer cuando sus puños tronaron en la mesa, y se dirigió hacia ella.

    ―Cierra los ojos ―le ordenó apuntando con el arma directamente hacia ella―. ¡He dicho que cierres los ojos! ¡Maldita zorra!

    Ella no era consciente de que no los estaba cerrando, el pánico que sentía le hacía tener la sensación de haberlo hecho, pero lo cierto que él no solo veía que no los cerraba, sino que incluso los tenía abiertos como platos, en una mirada extraña, entre aturdida y perdida.

    ―¿Sabes? En una película vi que si la víctima mira a su asesino antes de morir, su imagen queda reflejada en la retina, y claro… como tú vas a morir… ¡Cierra los ojos de una puta vez!

    El grito esta vez hizo reaccionar a la mujer, y cerró los ojos de golpe. Esto le impidió ver llegar la primera puñalada, que a su vez hizo que volviese a abrir los ojos y también la boca, aunque de ella salió un grito casi mudo, como si fuese de fuera hacia dentro.

    La segunda alcanzó de lleno su barriga, y  esta le dolió más que la primera, pues supo enseguida que no solo moriría ella. Es más, entendió que su bebé ya lo estaba, y por ello pidió mentalmente que todo terminara cuanto antes. El hombre, como si hubiese escuchado esa suplica interior de la mujer, asestó la última puñalada en el cuello y vio como la vida se escapa más deprisa que la sangre que brotaba de las heridas.

    Con la tranquilidad de haber terminado su trabajo, y la esperanza de que esta vez sirviese de algo, volvió a la mesa y sacó de ella una nota que estaba dentro de una bolsa de plástico transparente. Esta vez ya la tenía preparada. Se acercó a la mujer ya muerta y colocó la nota entre el pequeño tirante del sujetador que había quedado expuesto y la piel sin vida de ella. Se alejó para ver su obra y leyó en voz alta.

     “Si no eres tú, alguien me lo agradecerá”.

    Satisfecho, recogió las pocas cosas que había sacado, pero justo cuando ya iba a salir de ese apartamento volvió hacia el cadáver, y con decisión y fuerza pasó el cuchillo por ambos ojos en un solo movimiento, dejando una línea casi recta de la que apenas ya brotó sangre.

    ―Por si acaso ―se dijo recordando lo de la última imagen en la retina.

Si no eres tú
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