(Una semana después)

 

Connor miró una vez más la túnica bordada con un fino diseño en oro, que se pondría para desposar a Leonor. Por un instante sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Estaba nervioso y abrumado. Había deseado tanto la llegada de ese día que le parecía casi irreal, en unas pocas horas, Leonor le pertenecería y él haría todo lo que estuviera en su mano para hacerla feliz todos los días de su vida.

La amaba.

La aceptación de sus sentimientos solo era el primer paso, después vendría disfrutar de este sentimiento con la mujer perfecta para él.

Los días que había durado el viaje, habían sido muy reveladores. Sus conversaciones continuas, sus bromas, sus risas habían brindado luz y calor a sus días.

Sabía que ella era la adecuada. Lo sentía en sus huesos y lo afirmaba cada vez que la miraba y se veía reflejado es esa maravillosa mirada verde.

Intentar pasar las noches en las posadas le había retrasado muchísimo, pero no le importaba, no cambiaría nada de lo vivido. Las cenas en su compañía, con sus conversaciones inteligentes y su infinita curiosidad, le mantenían de lo más entretenido. Lo peor, las noches. Saberse al lado de ella, tan cerca a tan solo una puerta de distancia y no poder tenerla había sido una auténtica tortura. Pero se veía recompensado con esos pequeños momentos de pasión que se regalaban, entre besos y caricias. Pero él necesitaba mucho más, la necesitaba entera y completa. No podía conformarse y ahora vería sus deseos cumplidos.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus calenturientos pensamientos.

–Entra.

Nick atravesó la puerta expectante y se encontró con un hombre, a medio vestir, mirando la túnica que estaba estirada sobre la cama.

–¿Qué pasa hermano? ¿Te estás arrepintiendo? –Le pregunto con una sonrisa maliciosa en su hermoso rostro.

Un rostro que Connor deseó partir en dos.

–Menos mal que llegas a tiempo, ¿qué noticias traes?

Nick adquirió un tono más serio.

–Está hecho. Presenté a Samuel ante el  Rey, le conté todo lo ocurrido desde que lo conocimos. Lo condenó a la orca.

–¿Lo presenciaste? ¿Te aseguraste de que la condena se cumpliera?

–Sí. El muchacho perdió la razón al poco de ser encerrado en las mazmorras. Fue arrastrado al cadalso entre abucheos, insultos. Pero no pareció importarle. Lo único que hacía era buscar entre la multitud. La buscaba a ella… su nombre fue lo último que pronunció antes de morir.

–No le cuentes nada a Leonor. Avisa a Robert. Ella no debe enterarse de nada, no deseo perturbarla ni causarle dolor.

–Como ordenes… oye, ¿qué tal el viaje?

–Largo y frío. Pero al fin estamos aquí.

Los ojos de Nicholas brillaron.

–Seguro que lo estabas deseando.

–Puedes apostar a que sí.

La carcajada del hombre resonó en toda la habitación.

–Venga, termina de prepararte o llegarás tarde a tu boda. –Le dijo Nick.

Le dio un golpe en la espalda y salió del cuarto con una sonrisa en los labios. Hoy iba a ser un día memorable, y por todos los huesos de los santos difuntos, que él iba a disfrutar de cada segundo.

 

Leonor temblaba, literalmente. Todo su cuerpo se movía sin control mientras Sally y Mary intentaba decorar su corto cabello.

Llegar al castillo había sido una alegría inmensa. Ver a los niños corriendo hacia ellos en cuanto entraron en el patio de armas, la había emocionado. Las lágrimas se derramaban por su cara mientras los besaba y abrazaba. ¡Les había echado tanto de menos! La noche había sido una auténtica locura.

Se sentaron en la mesa, después de lavarse y cambiarse de ropa, para intentar comer algo decente y caliente, pero los niños corrían extasiados a su alrededor, hablando, tocándola, besándola… y ella reía y reía. Se sentía muy feliz.

Y ahora estaba rodeada de mujeres que se peleaban por engalanarla y hacerla parecer una hermosa novia.

–No me puedo creer lo que ha hecho con su maravilloso pelo… –Volvió a quejarse Mary por décima vez.

–Era la única manera de pasar desapercibida. –Le contestó Sally.

–Sí… lo sé… pero aun así…intentaré sujetarle el velo lo mejor posible.

Siguieron enzarzadas durante muchos minutos más, mientras giraban y giraban a su alrededor.

–… y por último, las horquillas de plata…así… está realmente hermosa, mi señora. Creo que mi señor Connor se quedará sin habla al verla. –Dijo Katy entusiasmada.

Mary sonrió traviesa.

–Y yo pienso que tendrá deseos de cogerla al hombro y llevársela a la habitación.

–Oh Mary… no digas esas cosas, no ves que perturbas a mi señora… –la regañó Sally

–Lo siento, mi señora, pero creo que ese será su pensamiento real y se lo digo yo, que conozco de sobra cómo funcionan sus mentes.

–¿Solo sus mentes? –Preguntó Katy y las mujeres rompieron a reír.

Leonor se puso en pie.

–Ya basta, me estáis poniendo muy nerviosa.

–Oh… no era es nuestra intención. No debe preocuparse, mi señora, seguro que mi señor Connor es un amante considerado.

–¡Mary! – Espetó Sally.– No seas tan descarada.

–Es un halago Sally, no todos son buenos amantes y una necesita que su hombre sea tierno y dulce. Y yo creo que mi señor Connor es uno de esos hombres.

–¡Por el amor de Dios! Anda, venga, vámonos de aquí. Mi señora –Le dijo mientras arrastraba a Mary y a Katy, a la salida–, avisaremos de que ya está lista.

Leonor asintió con la cabeza y se quedó sola en su cuarto. Respiró profundamente. Intentó relajarse pero no podía. ¡Se iba a casar! ¡Y con Connor! El hombre más apuesto y cariñoso del mundo. El hombre que se había apoderado de su corazón.

Miró su vestido. Era de seda y tenía un intricado brocado en oro, con ribetes dorados. De las caderas le pendía fino cinturón de oro. Las mangas, anchas y vaporosas le daban un aspecto mágico. El vestido se ajustaba perfectamente a sus pechos, cintura y caderas, tenía una caída suave y vaporosa que terminaba en una pequeña cola. El velo era casi tan largo como el vestido, elegantemente bordado casi en su mayoría, cubría su cabeza ocultando su pelo corto. Se sintió satisfecha, se encontraba bella y elegante.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.

–Adelante.

Robert atravesó el umbral y al verla sus ojos se abrieron inmensamente.

–¡Leonor! ¡Estás realmente fantástica! Eres la novia más hermosa que he visto jamás.

Ella sonrió y abrió los brazos. Ambos amigos se abrazaron con fuerza.

–Hemos pasado mucho, ¿Verdad? –le preguntó Robert.

–Sí, mucho, tanto bueno como malo. Pero míranos, estamos aquí, ahora.

Él se apartó un poco, la cogió por las manos y la miró de arriba abajo.

–Espectacular… Connor es un hombre con suerte… –le dijo mientras le guiñaba un ojo.

Ella se sonrojó.

–¿Estás lista?

Las dudas invadieron su alma arrebatándola la poca valentía que le quedaba.

–Robert… tengo miedo…–Los ojos de la mujer se inundaron de lágrimas y una traviesa y rebelde, rodó por su blanca mejilla.

Robert puso la mano en su cara y se la secó con el pulgar.

–No hay nada que temer, Leonor. Connor es un hombre fuerte, leal, honorable, justo, cariñoso y lo más importante, te ama, muchísimo, te ama tanto que no ha podido esperar a la primavera para verse casado contigo. Eres una mujer afortunada, muchas no tienen tanta suerte…

Ella sonrió, pero la sonrisa no llegó hasta sus ojos.

–Y tú, ¿Le amas también?

Ella agachó la mirada y reflexionó.

–Siempre he creído en el amor, ya lo sabes tú. Lo he visto cada día reflejado en las miradas de mis padres, en sus gestos, en sus besos y abrazos. Pero jamás pensé en experimentarlo en mí misma y no sé si lo que siento es amor…

–Veamos… que sientes cuando piensas en él.

–Yo… siento… no sé, es difícil de explicar, ansío verlo y cuando lo tengo cerca mis dedos me duelen por la necesidad de tocarlo. Sus miradas se clavan en mi pecho y mi corazón se desboca cuando está junto a mí… y solo pensar en no volver a verlo me hunde en una tristeza inmensa y en la más absoluta desesperación…

–Leonor, ¿no crees que eso es el amor?

Ella alzó la mirada. Sus ojos verdes brillaban de ilusión.

–Sí… creo que sí…

–Pues ahí tienes la respuesta.

Ella volvió a abrazarle con fuerza y Robert correspondió a su abrazo.

–Creo que tus padres se sentirían muy felices por ti en este día.

Ella suspiró.

–Sí, estoy segura.

–Y creo que allá donde sea que estén, se sentirán tremendamente orgullosos de ti.

Se apartó muy despacio.

–Hicieron un buen trabajo a la hora de educarte.

La muchacha sonrió y le respondió.

–Podría decir lo mismo de ti.

Ambos rieron juntos al recordar momentos especiales de su vida pasada.

–Bueno… creo que ha llegado la hora… vas a reunirte con tu futuro esposo y comenzarás una nueva vida. Serás muy feliz, estoy seguro.

Ella suspiró nerviosa y se alisó el vestido.

–Creo que sí, es la hora…

 

Connor esperaba ansioso en la pequeña capilla del castillo. Todos los habitantes de sus tierras habían decidido asistir al evento aunque hacía mucho frío y posiblemente comenzara a nevar, pero eso no había sido impedimento para ninguno. Desde que saliera de su cuarto se había visto inmerso en un mar de personas que se acercaban para felicitarle y darle la enhorabuena. Su gente estaba feliz y contenta.

Y él lo estaba más.

Las mujeres le habían pedido que esperara a la primavera para realizar el enlace, pero él se negó rotundamente, aunque pusieron especial énfasis haciéndole ver de las desventajas de casarse en una fechas tan inadecuadas, no podrían celebrar una gran fiesta, los invitados más ilustres no podía asistir, la novia no luciría como Dios manda, debido al frío, no había flores con la que adornar la capilla, el baile no podría ser al aire libre y la comida se tendría que celebrar en el salón, así que todos estarían apretujados e incómodos.

A él le dio lo mismo. No pensaba esperar ni un segundo más. Los días pasados, mientras viajaban juntos, le habían demostrado lo mucho que la deseaba y la necesitaba. Le importaba bien poco si sus gentes comían apretujados o si no podría haber rosas en el ramo de la novia. Sabía de sobra que no tenía fuerza de voluntad suficiente para  tenerla bajo su mismo techo y mantenerse alejado de ella. No. Imposible. Los pocos días que llevaban en el castillo habían sido una tortura. Más de una noche se había visto, así mismo, abriendo la puerta de su alcoba y salir a escondidas para encontrarse con ella. No lo había hecho, por supuesto, era un hombre de honor, pero no sabía cuánto tiempo más resistiría.

Cada una de las miradas que se prodigaban, le encendían. Necesitaba tocarla, besarla y hacerla suya sin miedo a que les pillaran o sin sentirse culpable por seducir a una muchacha inocente. No. Estaba más que decidido. Leonor iba a ser su mujer y lo sería cuanto antes.

Y ahora estaba ahí, vestido lujosamente, incluso se había peinado y había puesto mucho empeño en afeitarse debidamente, esperando a la que sería su esposa.

Las manos comenzaron a sudarle.

Él no había esperado ponerse nervioso, no entraba en sus planes. Eso solo le ocurría cuando iba a iniciar una batalla, pero no podía evitarlo. Se sintió vulnerable, por primera vez en su vida, tenía miedo. Y eso no era algo de lo que debía enorgullecerse, sería una terrible mancha en su vida. Era un guerrero, un hombre del rey. Debía comportarse con honor y valor.

Suspiró frustrado.

–¿No crees que está tardando mucho? –Le preguntó a Nick.

Éste se encogió de hombros y respondió.

–Tal vez se haya arrepentido.

Connor le miró furibundo y cabreado, de haber estado en otro sitio le habría soltado un buen puñetazo y habría borrado de un plumazo esa sonrisa suya tan molesta.

Nicholas se echó a reír y le dio un golpe en la espalda.

–No te preocupes hombre, toda novia que se precie tiene que hacerse esperar.

–Pues yo ya estoy harto de esperar… –murmuró.

Escuchó el murmullo de los aldeanos y se giró lentamente, para ver aparecer ante él a la mujer más hermosa de la faz de la tierra.

Su corazón se paró. Y después comenzó a golpear con fuerza dentro de su pecho, parecía querer salir de ahí para poder abrazar por sí mismo a la mujer que avanzaba lentamente cogida del brazo de un orgulloso Robert.

Connor clavó la mirada en sus ojos y ella se la devolvió, sus ojos verdes brillaban de ilusión.

–Oh… es magnífica –murmuró Nicholas.

Sí, era magnífica, pero no solo por su belleza deslumbrante, ahora resaltada con aquel vestido que marcaba a la perfección cada una de sus maravillosas curvas. Era magnífica por su valor, su lealtad, su fuerza y porque era capaz de hacerlo derretirse con tan solo una mirada.

Ella era magnífica y ahora estaba a un paso de ser suya para siempre.

Cuando estuvieron junto a él, Robert le tendió la mano de Leonor y él la cogió. Le agradó ver que no le había temblado demasiado.

El hombre de Dios comenzó con su homilía, su sermón trataba sobre el verdadero amor y el afecto, pero Connor no le prestó la más mínima atención. Solo tenía ojos para admirar a Leonor.

Ella, junto a él, no apartaba la mirada y sus labios estaban decorados con una maravillosa sonrisa que hacía que le temblaran las rodillas.

–Connor Johnson Edwards, ¿aceptáis a Leonor como vuestra legítima esposa y prometéis serle fiel, amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

–Sí, acepto.

–Y vos, Leonor Morrison Dumont, ¿aceptáis a Connor como vuestro legítimo esposo y prometéis serle fiel, amarlo y respetarlo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

–Sí, acepto.

–Por el poder que me ha sido concedido por la Santa Madre Iglesia, yo os declaro marido y mujer.

Los aldeanos rompieron a gritar y a vitorear. Connor se acercó más a Leonor y la cogió por ambas manos.

–Ya eres mi esposa.

Ella sonrió y se sonrojó.

–Y vos mi esposo.

–Muy cierto.

La sonrisa que brillaba en la cara de Connor la dejo casi sin respiración. La ceremonia, aunque tenía la convicción de que había durado como mínimo una hora, a ella se le había pasado en un suspiro. Notaba el calor de la mano con la que Connor la sujetaba, era terriblemente consciente de su presencia. Sus nervios iniciales habían dado paso a una calma y tranquilidad que la absorbían. Solo estaba él y ella. Nadie más. Sus miradas cómplices, el apretón de manos que Connor le había dado o incluso la vez en que le había acariciado la palma con sus dedos. Y ahora ya estaba casados.

–Eres la luz de mi vida, la que guía mi camino, la que me ilumina cuando las cosas se tuercen. Te amo Leonor, con toda la fuerza de mi alma y de mi corazón. Voy a pasar el resto de mi vida intentando hacerte feliz.

La emoción la embargó. Sus preciosos ojos verdes volvieron a llenarse de lágrimas y esta vez no las pudo contener. No podía hablar, pues tenía un nudo en la garganta que la impedía casi respirar.

–Yo también te amo, Connor y deseo poder hacerte feliz todos los días de mi vida.

Connor sujetó la cara de la mujer entre sus manos, acarició su rostro con los dedos, secándole las lágrimas y la besó.

Fue un beso tierno y delicado que la elevó un palmo del suelo.

La gente gritaba de lo más feliz y cuando Connor se apartó de ella y la cogió por la mano, la giró y la presentó a los parroquianos como su esposa, se sintió volar.

Los niños, que hasta ese momento habían estado debidamente contenidos, corrieron desbocados y los abrazaron.

Peter corrían en círculos alrededor de ellos seguido por el pequeño Elliot.

Leonor no podía dejar de reír.

Lentamente, entre los abrazos y felicitaciones de los presentes, llegaron hasta el salón principal, que ya estaba preparado y dispuesto para iniciar el banquete nupcial.

Los novios ocuparon su puesto en la cabecera de la mesa y esperaron hasta que todos estuvieron sentados.

Connor cogió la mano de Leonor y la ayudó a levantarse, después agarró la copa de vino que tenía frente a él y la alzó.

–Mis queridos amigos, deseo de corazón que hoy sea un día para vosotros tan feliz como lo está siendo para mí. Comed y bebed todo lo que queráis y después bailaremos para celebrar nuestros esponsales.

Con gesto teatral acercó la copa a los labios de Leonor y le dio de beber, seguidamente bebió él del lugar donde su esposa había posados sus labios.

Las personas reunidas vitorearon a su señor y el banquete comenzó.

 

Leonor se sentía terriblemente cansada. Apenas había probado bocado debido a los nervios que no abandonaban su estómago y después, Connor la había sacado a bailar, y desde entonces no había parado, había pasado por tantas parejas de baile que apenas las podía recordar.

Se sentó en su sitio, al lado de Connor, con un suspiro y él la recibió con una maravillosa sonrisa.

No había podido dejar de admirarla, desde que había bailado con ella y se la habían arrebatado de las manos, no había tenido la suficiente fuerza de voluntad como para dejar de mirarla.

Después de haber bailado con infinidad de mujeres, había decidido sentarse a descansar y a deleitarse con su maravillosa esposa, que no paraba de reír y de moverse al compás de la música, aunque había que decir que no todas sus parejas eran elegantes y distinguidas, la mayoría no eran capaz de dar un paso a derechas, pero eso a ella no le importó y disfrutó del momento.

Connor se sentía pletórico.

–¿Cansada?

–Un poco, mi señor, ¿y vos?

–Un poco, también.

–Disculpe, mi señor –interrumpió Katy–, es hora de preparar a la novia.

Leonor se sonrojó, su cara adquirió un gracioso tono rojo.

–Muy bien Katy, proceded.

Leonor se puso en pie sin apenas mirarle y siguió con paso firme a las mujeres que la acompañaban a su nueva habitación.

Connor se revolvió en su asiento de impaciencia y Nick, sentado a su lado, soltó una carcajada.

 

Jamás se había sentido tan nerviosa ni tan asustada. Las mujeres le habían quitado el vestido y lo habían sustituido por un camisón de lo más pecaminoso. Aunque era largo hasta los pies, su fino tejido dejaba al descubierto más de lo que cubría.

Con su cabello nada pudieron hacer, así que la metieron en la enorme cama de Connor, avivaron el fuego y la dejaron sola.

Su corazón estaba a punto de salirse del pecho. De sobra sabía lo que sucedía entre un hombre y una mujer, no en vano había cuidado de los animales de la granja casi toda su vida y había experimentado en los brazos de Connor un atisbo de lo maravilloso que podía ser, pero no evitaba que se pusiera nerviosa. Las palmas de las manos le sudaban y dio un brinco cuando escuchó unos golpes en la puerta.

–Leonor, ¿puedo pasar? –le preguntó Connor al otro lado.

–Eh… sí, creo que sí…

El hombre atravesó el umbral y cerró tras de sí.

Sus ojos oscuros se clavaron en el rostro de la mujer que estaba sentada en la cama, tapada con las pieles casi hasta el cuello. Tuvo ganas de reír.

–Hola… esposa.

–Hola, esposo…

Se acercó despacio y los ojos de ella se abrieron desmesuradamente. Connor pensó que tal vez estaba asustada, era lo normal en las doncellas en su noche de bodas, así que tendría que ir con calma y despacio.

Se sentó al lado de ella y se quitó las botas sin dejar de mirarla.

–Estás muy hermosa.

Las pálidas mejillas adquirieron de pronto el color.

–Gracias, mi señor.

–Leonor, no debes temerme.

–No lo hago.

–Bien, me alegra saberlo. ¿Confías en mí?

–Con mi vida, mi señor.

–Entonces no debes estar asustada ni nerviosa, no te negaré que tal vez sientas algo de dolor, pero se pasará enseguida y yo procuraré que te compense.

Se acercó a ella como un felino lo haría a su presa. Ella admiró sus movimientos gráciles, al avanzar lentamente por la cama.

Cuando estuvo junto a ella surcó su rostro en una ligera caricia con sus dedos y se acercó un poco más.

La miró fijamente a los ojos.

–¿Sabes? Hoy me has hecho el hombre más feliz de la tierra.

La mujer no apartó la mirada.

–Espero que no os arrepintáis de vuestra imprudencia, mi señor. Después no podréis alegar que no conocíais mi carácter…

Connor sonrió y ella sintió un golpe en el pecho.

La sujetó con cuidado por la nuca y la atrajo hacia él, pegando sus labios con delicadeza en los de ella.

Leonor le recibió con los labios entreabiertos y él aprovechó para profundizar más el beso.

En apenas unos segundos el fuego se apoderó de sus cuerpos y toda la intención que tenía en un principio de ser sumamente cuidadoso, quedó relegada al olvido.

La obligó a incorporarse. Las pieles cayeron, dejando a la mujer cubierta tan solo con el fino camisón, pero no parecieron darse cuenta. Las manos de Connor la rodearon por la cintura y la acercaron más a su cuerpo. Su excitación era más que visible y ella la notó en su vientre. Las manos del hombre subían y bajaban por su espalda acariciando cada lugar de su cuerpo con deleite. Ella suspiró entre sus labios y la pasión de él se encendió aún más.

La recostó sobre el colchón y se incorporó para quitarse la ropa. Los ojos de Leonor no abandonaron los movimientos gráciles del hombre mientras se desvestía, dejando al descubierto un pecho fuerte y duro, marcado por horas de duro entrenamiento, cubierto por una fina capa de bello y del cuello le colgaba la cadena con el crucifijo que ella le regaló.

El hombre volvió a acostarse junto a ella, la miró mientras enredaba sus manos en su pelo.

–Eres muy hermosa. –Susurró.

El calor del cuerpo desnudo de Connor traspasó el tejido del camisón haciéndola sentir cómoda y segura.

Comenzó a besarla el rostro, las mejillas, los ojos. Dulces besos que fue depositando por la suave piel, bajó lentamente por el cuello y luego se deleitó en el hueco de la clavícula.

Ella pensó que se desmayaría.

Las manos del hombre la recorrían entera, de arriba abajo, subiendo el fino camisón a su paso y dejando al descubierto su pálida piel. Con movimientos lentos y rítmicos se adentró entre los muslos femeninos y buscó el centro mismo de su feminidad. Ella estaba húmeda y lista para recibirlo, pero él se lo tomó con calma y siguió acariciando la suavidad del cuerpo de su esposa.

Leonor pensó que perdería la cabeza. Connor volvía a encender su cuerpo como lo había hecho ya una vez. Las sensaciones mágicas que estaba experimentando la trasportaron a otro lugar. Se olvidó del miedo, del pudor y se centró en recibir y disfrutar cada uno de los besos y caricias que le estaba prodigando.

Sin darse cuenta, tenía las piernas abiertas y estaba expuesta y vulnerable, pero poco le importó. Aceptó de buen grado los labios de su esposo que la besaban con pasión y disfrutó del roce suave de sus lenguas.

Connor le quitó el camisón, dejando al descubiertos sus redondos y turgentes pechos, los acarició, primero con las manos y después con la lengua, jugando delicadamente con el pezón, se posicionó entre sus piernas y continuó besándola mientras se desabrochaba las calzas. Se incorporó para quitárselas y su ego masculino observó con agrado como su mujer abría los ojos desmesuradamente al fijarse en su miembro erecto y listo, palpitando ante ella.

Volvió a recostarse y comenzó de nuevo con la dulce tortura de besarla mientras con lentitud penetraba en su cuerpo.

Leonor dejó de respirar al notar como se introducía en su interior. Su miedo inicial había vuelto de golpe. Connor se dio cuenta y comenzó a relajarla con suaves besos y delicadas caricias.

Cuando por fin lo consiguió, continuó con la delicada intrusión. Se topó con la prueba de la inocencia de Leonor. Sus besos se volvieron más apasionados, más voraces, más atrevidos. Ella se dejó llevar. Connor empujó con fuerza eliminando así la barrera que los separaba y se quedó muy quieto durante unos segundos, para darla tiempo a que se acostumbrara a él.

Leonor sintió un leve pinchazo en su interior que la trajo de vuelta a la realidad. Buscó la mirada serena y apasionada de Connor.

–¿Estás bien?

–Creo que sí… –Contestó ella insegura.

–Relájate, ya no te volverá a doler, te lo prometo.

Afirmó con la cabeza y respiró profundamente, mientras, Connor, inmóvil, volvía a besarla el cuello y el lóbulo de la oreja.

El fuego que ella creyó extinto se reavivó con fuerza y dejó de pensar.

Connor comenzó a moverse despacio, dentro de ella y cada acometida la sumía en un estado de placer que la elevaba. Sus respiraciones se agitaban a la vez que él aumentaba el ritmo. Un calor abrasador recorrió el cuerpo de Leonor y por unos instantes pensó que se rompería en mil pedazos, dando paso a la sensación de éxtasis más sublime que ella jamás pensó experimentar.

Los jadeos de ella se confundían con los del hombre. Connor gruñó y después cayó desplomado.

No se podía creer lo que acababa de pasar, mientras su cuerpo se recuperaba de la intensa sensación, ella acariciaba la espalda de Connor que respiraba agitadamente en su cuello.

Después de unos minutos se incorporó aguantando su peso con sus brazos y la miró largo y tendido.

Se veía más hermosa que nunca. Tenía los labios hinchados debido a sus besos, sus mejillas sonrosadas fruto de la pasión vivida, y sus ojos brillaban de una forma especial. Le sonrió y esa sonrisa le llegó al alma, como solo ella sabía hacerlo. Le besó en la frente y se retiró para no aplastarla con su peso. Después cubrió ambos cuerpos con las pieles y la acercó más a él. Ella apoyó la cabeza en su pecho y comenzó a juguetear con el bello que lo cubría y acariciaba el crucifijo, mientras él enredaba sus dedos en el cabello corto de su esposa.

–¿Estás bien? –la preguntó al fin.

–Más que bien. –Contestó ella.– ¿Será siempre así?

Ella notó la carcajada más que oírla.

–Espero que sí, yo al menos lo intentaré. Pero de lo que puedes estar segura es que no habrá más dolor.

–Tampoco me ha dolido mucho.–Afirmó.

–Me agrada saberlo.

Permanecieron unos minutos en un dulce silencio hasta que el sueño hizo acto de presencia y sin darse cuenta, se quedaron dormidos.

 

Connor abrió los ojos lentamente cuando los rayos del sol de la mañana, le acariciaron el rostro. Miró todo a su alrededor, se encontraba más descansado de lo que jamás había estado y se maravillaba ante lo distinto que lo veía todo. Se giró para mirar a su esposa. Dormía plácidamente, con la cara apoyada en sus manos. Se la veía tan tranquila y sosegada que deseó que no despertara durante unos minutos más. Se acordó de la forma en que la había vuelto a amar durante la noche y en lo bien que se sentía teniéndola entre sus brazos. Su mujercita era muy pasional, aunque eso ya se lo imaginaba él.

Su vida había cambiado, ahora todo su mundo lo componía Leonor, todo lo demás daba igual, no quería ni joyas, ni oro incluso dejaba de importarle si el rey le quitaba las tierras, siempre y cuando ella estuviera a su lado.

Suspiró y acarició el hermoso rostro de Leonor con las yemas de los dedos. Notó el instante en el que ella comenzaba a despertar y admiró la belleza de sus ojos al abrirlos y fijar la vista en él.

–Hola, esposa. Buenos días.

Ella se ruborizó.

–Buenos días tengáis vos, esposo.

–¿Habéis dormido bien, mi amada?

–Sí… muy bien.

Él sonrió con picardía.

–Me alegra pensar que tal vez yo sea el causante de su descanso, mi señora.

–No sé si debo responder a eso, sin duda se os ve muy contento con vos mismo, tal vez no deba alimenta más vuestro ego.

–Mi ego está estupendamente, gracias, espero y deseo que vos lo alimentéis siempre que queráis, tal vez os recompense por ello…

Soltó una carcajada y a él se le alegró el alma. Esa muchacha era la dueña absoluta de su cuerpo, su mente y su alma...