PRÓLOGO
Leonor subió a toda velocidad las escaleras. Entró en el cuarto de los niños para despedirse. Todos yacían dormidos en sus camastros. Unas lágrimas de dolor se escaparon de sus ojos. No tenía alternativa, debía abandonarlos, pero tenía la esperanza de que allí estarían bien cuidados y ella tendría la oportunidad de volver. Salió del cuarto en silencio, con el corazón encogido de dolor y entró en su propia habitación. Cerró su puerta con cerrojo y comenzó a prepararse. Debía partir antes de que los soldados se fueran a dormir. Ahora estaban inmersos en unas animadas charlas bañadas con vino. Él esperaría a que todos durmiesen para ir a buscarla y ella no pensaba esperar, tenía que huir. Era ahora o nunca.
Recogió las ropas que tenía bajo la cama y comenzó a vestirse. Había pensado que para pasar desapercibida, lo mejor sería ir vestida de hombre. Durante la tarde había estado cosiendo y arreglando unas prendas que había encontrado en un baúl. Se sintió cómoda al ponerse las calzas. Le daba movilidad y una agilidad que ella jamás imaginó. Pasó un trozo de tela alrededor de sus pechos para apretarlos a su cuerpo e intentar que pasaran desapercibidos. Se puso una camisa ancha y por encima la sobreveste con el escudo de armas de Connor. Por último escondió, atadas con cintas de cuero, varias dagas por su cuerpo, en las piernas y en la cintura. Se ató el cinturón, colgó su espada y agarró el macuto que tenía preparado, junto con el arco y las flechas que había cogido esa mañana, pero había algo que fallaba. Su pelo.
Peinó y peinó, hizo trenzas, peinados y nada conseguía disimular la hermosa y brillante cabellera femenina. Se arrodilló en el suelo con su trenza entre las manos. Acarició las finas y suaves hebras de pelo. Unas lágrimas surcaron su rostro al darse cuenta de la única opción que le quedaba.
Asió la daga que llevaba atada al cinto y sin pensarlo cortó la trenza, que cayó a sus pies. Leonor lloraba desolada. Con cuidado ató el otro extremo y la escondió dentro de su almohada. Se limpió la cara en las mangas y respiró fuerte. Era necesario, debía salvar su vida y así la de Connor.
Sin más cogió lo que creía que necesitaría y abandonó la habitación.
Bajó en silencio por las escaleras del servicio, con la esperanza de que las cocinas estuvieran vacías, cuando comprobó que así era, corrió veloz y atravesó la estancia antes que de Anabell volviera y la descubriera.
La noche se había apoderado del cielo. Solo la luna brillaba oculta a veces por nubes pasajeras. Sus ropas rozaban y hacían ruido, para ella cada paso se convirtió en un martirio, pensando que el roce de la espada la delataría en cualquier momento. Pero todo estaba vacío. Se acercó a los gallineros con paso lento y seguro. Con sus manos desnudas buscó entre las enredaderas el hueco que sería su salvación. Tardó una eternidad en encontrarlo, pero al final se adentró en la oscuridad del pasadizo que la llevaría a la libertad.
Cuando por fin lo atravesó, el filo de una espada en su cuello la detuvo al instante