Salíamos solos del Barrio debido a la Policía, uno por el cámping, otro por los cabrahigos, otro por el lado de Sintra, nos juntábamos en el cobertizo y yo llegaba siempre después porque atravesaba el palacete donde la hierba era más alta y tardaba un montón en revolver los arbustos con la escopeta por miedo a las víboras que silban en la oscuridad junto con el viento, el viento, asma y las víboras asma y sonajas sacudiendo guijarros parecía que en el hueco de la mano, una tarde mordieron a mi hermana en la cuna

(la vimos escurrirse entre ladrillos)

de manera que mi madre hizo una cruz con el cuchillo en el lugar de la mordedura, bebimos el veneno y mi hermana no se murió, se quedó con la pierna lesionada y si prestábamos atención la oíamos cojear, el zapato bueno un golpe, el segundo zapato un saltito, mi hermana tragando lágrimas deprisa sin tragar la rabia que nos tenía a nosotros que le bebimos el veneno que sabía a manzana vieja, anduve dos o tres días pensando

—En cuanto llegue al corazón me derrumbo

y mi hermana con el zapato enfermo suspendido diciendo muy deprisa antes de que el llanto se lo impidiese

—¿A quién están mirando?

trabajaba en la sucursal de correos de Amadora y no entregaba el dinero, le revisé los bolsillos y vacíos, quizá enterraba el sueldo sin que yo encontrase escondrijos en las tablas, teníamos uno en la pared y ni la navaja que le robamos a mi padre estaba allí, si descubro quién se la llevó le pego un tiro, una mañana la seguí y en lugar de la sucursal de correos se sentaba en la plaza todo el día detestando a las personas y mi madre a nosotros

—Deberíamos haber bebido más veneno pobre

llegaba a casa por la noche, anunciaba sin cenar

—Me voy a dormir

y allí estaba ella despierta en la oscuridad que se notaba por los vaivenes de la manta, un rumor de enojo y en vez de

—¿A quién están mirando?

dispuesta a hacernos una cruz con la navaja y a bebemos a su vez de manera que todos nosotros despiertos con ella hasta que mi madre me entregó el cojín

—Es mejor que seas tú

esperé que mi padre tropezando en la puerta y volviendo atrás para tropezar de nuevo gatease camino del café donde creo que víboras, si una persona no está ojo avizor nos devoran, se distinguía un árbol fuera lleno de sonajas en las hojas como si docenas de serpientes

(docenas de serpientes en serio)

y en los intervalos del revoque las fogatas de las viejas, mi madre con pipa junto a la ventana y la ventana hueca, la manta de mi hermana se hinchó y se revolvió, debió de haberme notado porque se alejó de mí

—¿A quién están mirando?

por momentos sentada en la plaza masajeándose la pierna y yo viéndola desde lejos, al apretarle la cara con el cojín, no se oyó la pistola y los dedos que me rasgaban la oreja me soltaron, el cuerpo se dilató y se contrajo en su rincón, mi madre

—Pobre

yo

—Pobre

quedaba una manzana en el colchón o mejor dicho la parte del medio difícil de tragar con las semillas pensé dársela a mi madre mientras masticaba pero ahora que podía dormir sin miedo a mi hermana para qué dársela

—Si quiere quédese con la navaja señora

a fin de protegerse de la Policía, de las víboras, mi padre

—¿Acabaron con la inválida?

al descubrir a su hija bajo el cojín así como descubriría a los de la casa de Sintra si hubiese venido conmigo, en el colegio donde me encerraron un amigo del vigilante lo buscó en el recreo

—¿Tienes negros?

y ni mi padre ni el amigo del vigilante me encontraban porque yo en el cobertizo con los otros o aún no en el cobertizo, revolviendo los arbustos y dando la vuelta a las piedras por miedo a las víboras, la manzana no bajaba por la garganta, lo intentaba y no bajaba, si mi hermana conmigo

—¿A quién estás mirando?

sabiendo que aunque revolviendo arbustos yo mirándola a ella en el sumidero donde la pusimos con el cojín pegado a la cara y el desorden de la ropa, tragué la manzana para ayudarla a olvidarse de que la tenía y se quedara tranquila hasta las lluvias de invierno, si no nos hubiese amenazado desde la manta aún estaría allí así como aún estoy aquí, el amigo del vigilante

—Quiero a ese negro ahí

y el vigilante a mí

—Entra en la lavandería y cállate

la Policía no me mata antes de que yo mate al amigo del vigilante primero

—¿No dije que no dolía muchacho?

él de rodillas frente a mí y con chaqueta nueva

—Perdona

solo existía la chaqueta y no sé si lo maté a él o maté a la chaqueta, es decir he de matar a la chaqueta

—¿No dije que no dolía señor?

los demás que se queden con su reloj y la cartera que a mí me basta con matar a la chaqueta y las manos en mi espalda ordenando

—Quieto

una especie de pregunta más petición que pregunta con las facciones disolviéndose en una expresión de plegaria

—¿No te gusta?

de forma que matarle las facciones también, la expresión de plegaria se le escurrió de la piel al apoyarse en el termostato o en el cesto de las toallas

—Vete

y la lámpara en el techo le ovillaba la sombra en el cemento más viva que él era la sombra la que

—Vete

y por tanto matar a la sombra que se rompía a cada tiro yo a los pedazos que gritaban bajito

—¿No dije que no dolía señores?

una chaqueta nueva, un médico porque el vigilante

—Doctor

matarle las gafas también para que dejasen de seguirme, dondequiera me encontrase las gafas

—Quiero a ese negro ahí

no duras, gelatinosas pegándoseme con una especie de alegría en el cristal

—Ese negro

a mí a quien las víboras no me lesionan la pierna ni me meten un cojín en la cara, no las dejo, no volvía a casa como no volvía al colegio porque en el colegio incluso con el médico muerto

—Quiero a ese negro ahí

hay montones de lugares en el Barrio donde no sospecharían que mi hermana, la bodega del palacete, los sumideros antiguos y mi padre

—Deprisa

después de tapar la entrada de los sumideros con ramas él panza arriba roncando en una mata, el ronquido del amigo del vigilante igual que el sábado en que me llevó a una casa de Evora y mi madre alejándome de mi padre

—Déjalo

impidiéndome no un tiro, la navaja, y entonces comprendí que mi padre no

—Ese negro

sin verme así como no veía las puertas iba tropezando con ellas, veía el café donde temblaba de frío mostrando no se entendía qué

—Las arañas

y ninguna araña, tal vez unas palomas, unos cabritos, unos ratones, mi padre exhibiendo las costillas sin nada

—Esta araña

golpeándose el pecho con un guijarro con la ilusión de salvarse del animal y desinteresándose del guijarro porque otra araña le caminaba por los pantalones o por el interior de la camisa, mi madre y yo cubiertos de arañas y él remando hacia nosotros ansioso por ayudar

—Esperen

hasta desplomarse en la mesa abrazando lo que suponía una botella vacía

—No hay botellas padre

y entonces abrazándose a nosotros tratando a mi madre de madrina

—Ayúdeme a levantarme madrina

con la voz que debía de haber tenido hace cuarenta años en Africa o ya aquí, no lo sé, trabajaba en las dársenas, no trabajaba en las dársenas, fingía que trabajaba en las dársenas o trabajaba en las dársenas realmente, se acuclillaba en un barreño insultándonos

—Ustedes

lleno de frases lentas que no salían se quedaban en alguna parte rumiando, si nos encontraba alzaba el meñique advirtiéndonos

—Ustedes

preocupado por los barcos que partían sin él, en la época en que atinaba con las puertas me llevó a un sitio que olía a aceite bajo un delirio de pájaros donde agua sucia bailando, la misma que en los sumideros arrastraría lo que quedaba de mi hermana en dirección al terraplén y cuando comenzaron las hélices Lisboa entera a sacudidas, vagonetas, grúas, restos de lluvia que resistían al verano como en el Barrio en julio y tejones, comadrejas, las encuentro en los cabrahigos donde la Policía nos espera trepando raíces, contamos a los agentes que no saben que los contamos creyendo que no los vemos, un día los perseguimos uno a uno por las calles del vecindario donde viven y no lo van a creer cuando nos encuentren en la sala como el médico no dio crédito cuando vio a la perra con la barriga abierta en la cómoda, el agua de los grifos corriendo por la alfombra y la pregunta en mi cabeza todo el tiempo menoscabándome, no mienta, me menoscababa, por qué me menoscaba señor confiese

—¿No dije que no dolía muchacho?

la pregunta que entregué de vuelta mientras le rasgaba los cuadros pensando en mi pobre hermana y en la lengua el sabor a manzana que no tenía

(si tuviese una manzana me la comería)

acomodé la escopeta y la burla no paraba

—¿No dije que no dolía muchacho?

y allí estaban las facciones con una expresión de plegaria que se le escurría de la piel sin termostato ni cesto de toallas para apoyarse

—Vete

la chaqueta nueva

(otra chaqueta nueva)

la corbata nueva, el anillo, un médico porque el vigilante

—Doctor

con las manos no en mis nalgas, juntas, enderécese, separe las manos, cuide los modales, vuelva a exigir

—Quiero a ese negro ahí

con gafas no duras, gelatinosas pegándoseme sin una especie de risa dentro

—Ese negro

la lámpara del techo que le ovillaba la sombra en las rodillas más viva que él, era la sombra la que

—Vete

la esposa retrocediendo en dirección al piano por miedo a la perra con la barriga abierta o a mí y la actitud de ambas igual, el mismo hocico, las mismas patas inútiles, el vigilante

—¿Qué tal el negro doctor?

yo repitiendo sin moverme en el sofá

—¿Qué tal el negro doctor?

la sombra ovillada en los tobillos que se rompía a cada tiro y yo preguntándoles a los pedazos que gritaban bajito

—¿No dije que no dolía señores?

hasta dejar de ver la sombra porque el médico sobre ella no agitándose, tranquilo y yo reforzando

—Quieto

yo

—¿No le gusta?

no irritado con él, no irritado con mi hermana, no irritado con los policías que abandonaron al Gordo y al Peque en el apeadero, por qué irritarme, era así, cuando mi padre falleció tampoco me irrité, era así, tal vez haya pensado en el mar que es lluvia podrida en el cemento y una grúa bajando, no me importa el mar, no me importa estar muerto, es así, quedan los surtidores de gasolina que distinguimos antes de verlos por una claridad anaranjada, la mujer en el taburete del piano solo una pulsera en una especie de adiós que no me llevé para que el adiós continuase las despedidas hasta que entraran los vecinos en cuanto el agua de los grifos bajando los escalones, si los demás conmigo el destornillador, la tijera, yo la escopeta solo

—¿Le apetece su perra señora?

colocándosela en el regazo bajo un remolino de pájaros donde agua oscura bailando, la escopeta saltó sin que yo le notase el sonido y no obstante los adioses de la pulsera en la tarima, el director del colegio

—¿No nos obedeces?

ventanas con rejilla ocultando el patio

(se percibían lotos o árboles que la rejilla transformaba en lotos)

un taller de carpintero donde martillé ocho meses la misma tabla creo yo, el psicólogo y sus lápices de colores

—Dibuja a tu familia

las asistentas sociales que no iban al Barrio, convocaban a mi madre

—¿Su hija?

y mi madre sin respuesta porque mi hermana seguramente no en el sumidero dado que fue más la lluvia y el barro, mi pobre hermana que debería habernos dejado dormir

(cuando duermo sueño que vuelo)

en el terraplén hace mucho tiempo, yo acompañando a mi madre igualmente sin respuesta y no nos tocábamos claro, por qué motivo tocarnos, a mi padre lo toqué con la escoba para obligarlo a gatear más deprisa y mi madre no gatea, la asistente social

—¿Ustedes no se besan?

como si sirviese de algo besarnos, por un motivo que no entiendo casi besé a la esposa antes de marcharme

(cuando duermo sueño que vuelo)

asombrado por la pulsera en su adiós sin fin, el portero se levantó del escritorio llamándome, renunció a llamarme porque vio la escopeta y la mano de él en el teléfono o sea no apoyada en el teléfono, suspendida, hay hojas que se desprenden de las ramas y nunca llegan al suelo, me acuerdo de toda una primavera marzo abril mayo junio vibrando a dos palmos de la tierra, todos los días pensaba

—¿Habrán caído?

y no cayeron, se amarilleaban en el aire y una mañana las perdí, el psicólogo, las asistentas sociales, la juez que no preguntaba nada de nada, escribía de tal forma que no le conocí los ojos, le conocí el pelo y la frente, la frente por fin

—Puedes irte

el vigilante tan sin respuestas como mi madre y no mestizo, blanco

—¿Es al negro al que quiere?

cogiéndome el brazo y llevándome consigo, cuando duermo sueño que vuelo sobre el mar y el mar no son grúas ni cajones, soy yo corriendo en la arena solo mejor que todo el mundo y riéndome, sueño que vuelo sobre Amadora y sobre Lisboa, bajo entre dos nubes, rozo los tejados, subo, llamo a mi hermana para que vuele conmigo a pesar de la lesión en la pierna y ella debajo del cojín

—No puedo

el vigilante a mí

—Nunca más te librarás del colegio ¿sabías?

de manera que desaparezco en el bosque de hayas crascitando con los cuervos y sin tocar las ramas, salíamos del Barrio uno por el cámping, otro por los cabrahigos, otro por el lado de Sintra, nos juntábamos en el cobertizo y yo llegaba siempre después porque atravesaba el palacete en el que una estatua de piedra caliza

—Quiero a ese negro ahí

(qué vergüenza besar a una mujer)

y tardaba un montón de tiempo revolviendo los arbustos y dando la vuelta a piedras por miedo a las víboras que silban en la oscuridad

(¿se puede volar en serio, quiero decir, puede una persona normal?)

junto con el viento aunque el viento asma y las víboras asma y las sonajas sacudiendo guijarros en el hueco de la mano

(¿una persona normal como el lisiado de la muleta que reparaba a las palomas o como yo por ejemplo?)

y del cobertizo a Pontinha a Venda Nova a Pedralvas o si no esperábamos en un portal por el que entraba un viejo y después desde que la Policía en los cactus la ribera opuesta del río y la autopista del sur, no parábamos en la primera estación de servicio ni en la segunda de restaurantes apagados y un delfín de metal fuera con una ranura en la que se metía una moneda y se balanceaba hacia delante y hacia atrás hasta inmovilizarse con un estremecimiento, los otros a caballo en el animal y yo con el dedo en la encía sin diente envidiándolos, cuántas veces pedí que parásemos con la idea de jugar con el delfín, introducía, no me gusta introducía, metía la moneda y allí iba yo a tropezones sin mirar a nadie para no admitir que feliz, podía tranquilamente pasar la noche en ello y si me pillase sin ellos

(el delfín y yo no los necesitábamos)

cantaba, en el coro del colegio durante la misa ni soñarlo dado que el capellán

—Eres un desastre

me colocaba en la última fila si prometía abrir y cerrar la boca sin atreverme a soltar un sonido

—Si te atreves a soltar un sonido me doy cuenta enseguida

ondulando un palito frente a nosotros con el ceño en mí y solo él y yo entendíamos

—Ni pío

el delfín a mi espera que se notaba en sus modales la única vez en que me acerqué un cartel

Averiado

de modo que le di con la culata en el lomo

—No te perdono

el animal soltó unas chispas y se meneó censurándome

—¿Qué culpa tengo yo de que me falte una pieza?

mientras nuevas chispas y un tornillo soltándose dicen que los delfines inteligentes y lo dudo, el del surtidor de gasolina, el único que conocí, no mostró más que defectos y ni un

—Buenas tardes

o un

—Hola

esas sutilezas, en la tercera estación de servicio un jeep de la Guardia con el radar montado, me divertía dibujar a mis padres con los lápices de colores, no me divertían las tarjetas con puntos y el psicólogo

—¿A qué te recuerda esto?

llamando a su ayudante

—Ven aquí

mi padre en una punta mi madre en la otra y yo subsidiario, nulo, señalándoles la escopeta antes de que les diese por besarme, prefería que se balanceasen hasta agotarse la moneda, el psicólogo al ayudante comparando mi dibujo con dibujos de libros

—¿Has visto?

cuando no había nada que ver salvo negros mal vestidos, torcidos, mi padre de vez en cuando

—El mar

con el pensamiento en las grúas, cien metros después de la autopista las cabinas del peaje e indicaciones de ciudades que uno no tiene ni idea de dónde quedan, no quiero subir a los delfines, no me apetece cantar, no están vivos, han muerto, en cada uno de ellos el cartel

Averiado

en el pico o si no se fingen muertos porque no me soportan, en el caso de que alguno de los otros se interese quitan los letreros

—Estoy muerto para él pero contigo me balanceo

de manera que debería matar a todo el mundo porque todo el mundo me miente

—Quiero a ese negro ahí

me desprecian, el médico escurriéndose de sí mismo

—Vete

avergonzado de él y de mí

—¿Qué tal el negro doctor?

y el negro y los otros en las cabinas del peaje sin escopetas ni pistolas, solo unos cuchillos, persiguiendo a los empleados e hiriéndolos, mordiéndolos, las cabinas abiertas, las cajas del dinero rotas, dos de los empleados mujeres, el tercero un chico de pelo pajizo revolviendo en un cajón de monedas con la urgencia de quien ensancha una zanja con las patas delanteras y una de las orejas abierta

—Hago todo lo que quieran hago todo lo que quieran

la comisura de la boca también abierta y el jersey rasgado, uno de los otros se le colgaba del cuello con una navaja española mientras que el avión de juguete zumbaba en la cabina contigua

y casas allá en una loma trepándose, devorándose y no casas, escarabajos que batallan confundiendo canalones y antenas hasta una única casa que comió a las restantes aún de pie entre ladrillos lamiendo la cicatriz de un balcón tal como las chabolas del Barrio luchan entre sí y ni un cabrito ni una gallina sobran, nosotros qué remedio refugiados en los sótanos oyendo vigas que se desmoronan y aparatos de radio hablando, hablando, ninguna pulsera que se despida en una especie de adiós, sueño que vuelo, visito el sitio donde vivimos, parto, regreso, los cabrahigos vistos desde arriba casi bonitos palabra no obstante los espinos

(no me apetece decir esto pero hay momentos en que si hablasen conmigo lo agradecería)

en una ocasión una florecilla azul por error en uno de ellos en lugar de carozos que se endurecen y se secan, al tocarla se me quedó en los dedos y los árboles despechados conmigo de donde un gato montes salió bufando, no corren despliegan patas sucesivas y miembros que no tenían les nacen del cuerpo sustituyendo a los antiguos que van perdiendo en la tierra, por lo menos una hoja sin caerse la primavera entera lo aseguro, quién la mantenía en el aire, el chico de pelo pajizo con el mentón apoyado en la puerta mirándonos, no

—Hago todo lo que quieran

con la nariz en el cristal al principio empañado y después limpio

(la impresión de que me llamaba como mi hermana a veces, siempre que oigo mi nombre es mi hermana no enfadada conmigo, ninguna razón para enfadarse conmigo así como no me enfado con quienquiera que sea, lo acepto)

y el pelo pajizo mechones inertes, una de las empleadas que escondió el bolso en el interior de la blusa pasaba cuentas de rosario y la compañera golpeándonos con un cepillo la idiota, me dio en la cintura, me dio en el cuello

—A ustedes no les tengo miedo y siguió gritando

(creía ella que gritos y no gritos tenía que apoyar la cabeza para oírla como creí que yo gritos y no gritos la primera tarde en que estuve en la lavandería con el médico o el ministro dado que el vigilante

—Señor ministro

y puede ser que fuese la lámpara del techo la que gritaba por mí)

creo que sigue gritando después de ocho días sujeta a la silla mediante un destornillador al tiempo que a mi madre nunca la oí ni cuando la Policía vino y quemó la chabola

—¿Tu hijo?

impidiéndole huir disparando hacia el escalón, no los quiero mal por eso, cada uno hace su trabajo lo mejor que puede y yo observando desde las hayas contando una botella más de petróleo, un neumático más ardiendo y uno o dos pollos espantándose ciegos, vi a mi madre trepando lo que había sido un muro bajo los tábanos de julio y desistiendo, una de las piernas siguió después del cuerpo aquí abajo, el vigilante al ministro cuando estábamos en el taller

—También tenemos a un negro

y lo que conservo no es ella, es el olor de las hayas y un alacrán cebollero en un tronco impidiéndome oír, si caemos en la estupidez de prestar atención a los silbidos del planeta ensordecemos de una vez y todo transcurre en una ajenidad tranquila, fresnos, olores e insectos que se esfuman antes de que podamos aplastarlos, el ministro

—¿Qué negro?

y las lámparas siempre encendidas en el colegio confundiendo las fechas y las horas, un timbre sin conexión con los relojes exigiendo despierta acuéstate duerme, mi madre un pollo ciego que no espantaba ya y cuyas plumas eran un delantal, sandalias pensé

—Voy a llorar

y por haber pensado

—Voy a llorar

dejé de pensar o más bien pensé

—¿De dónde me ha venido la idea de llorar?

de dónde me ha venido la idea de llorar como los blancos, apiadarme como ellos, indignarme, el abuelo de mi madre un blanco que murió en Africa me dijeron yo que nunca fui a Africa ni pierdo el tiempo con Africa, pierdo el tiempo con el Barrio, déjeme en paz señor, un sabor que desconocía no en toda la boca, en la lengua, la humedad que los blancos afirman que son lágrimas

(mi hermana casi blanca)

y detrás de los ojos lluvia o sea hilos que bajaban de manera que no me vi cubriendo la pierna de mi madre con la falda, acomodándole la mejilla, peinándola, después del fallecimiento de mi padre mi madre acechando a los cuervos sin acechar a quienquiera que fuese porque el Barrio acababa en los límites de su cuerpo, más allá de la piel no hay nada y lo que hay en el interior de la piel no me importa, no soy fuera de mí y lo que soy en mí no lo siento, no sentí a mis hijos, me crecieron en la sangre sin pertenecerme, se marcharon, adiós, mi hija primero, casi blanca

(¿estaré segura?)

a quien le entregué lo que necesitaba alimentándola con mi pecho y listo, mi hijo más tarde y ningún motivo para llamar marido a mi marido ya que no lo elegí, lo trajeron un domingo, mi madre

—Este

y yo sin mirar

—Este

reparando en él por la noche cuando respiraba a mi lado y en la sábana vecina mi familia despierta, mi marido no un nombre, este, mientras los cuervos crascitaban o eran las hayas las que crascitaban o era la cama la que crascitaba y por tanto ninguna razón para llamar marido a mi marido o dar nombre a los objetos, sartén, asador dado que los objetos no necesitan de nombre, están con nosotros como el olor de las hayas o un alacrán cebollero en un tronco impidiéndome sentir

(¿y si sintiese qué sentiría?)

mientras mi hijo

(pongamos que mi hijo)

me cubre la pierna con la falda, me ordena con las manos incapaces de ordenar y desordenándome más, me echa el pelo hacia un lado creyendo que me peina y yo a él

—No llores

sin voz es evidente pero comprendió que

—No llores

porque tragando más rápido y el mentón temblando, la boca abierta como la mía y esa humedad en la lengua

(—¿De dónde me ha venido la idea de llorar?)

mi hijo conversando conmigo palabras que he olvidado, encontró una flor azul en los cabrahigos y cuando se dormía creía volar, si siguiésemos en casa me instalaría en la cama y se sentaría en el suelo

(el vigilante al ministro cuando estábamos en el taller, doce o quince o veinte no me acuerdo del número

—También tenemos a un negro

y el maestro del taller con gorra

(¿cómo sería sin gorra?)

a nuestro alrededor inquieto buscando protegernos sin ánimo de protegernos, se restregaba las palmas en los pantalones, cogía un formón, lo soltaba en la encimera y lo perdía, tome su formón maestro no se cohíba tranquilícese)

haciéndose cargo de mí por su confianza en salvarme

(el maestro nunca sin gorra)

de los perros que se detenían babeando hambre de los belfos, mi hijo al que no puedo ver dado que me sepultó entre los escombros de la chabola donde mi madre señalando a mi marido

—Este

ajustando la corbata sin ajustar la corbata y yo

—Este

mi hijo

(pongamos que mi hijo)

no ya en el peaje con los demás llegando a una de las aldeas de pescadores y hoteles a lo largo de la costa que se parece al murmullo de las hayas aunque más ramas bailando o sea el mismo viento cruzando la noche como cuando el meneo de las copas me cruzaba el cuerpo, mi marido

(pongamos que marido)

trabajaba en las dársenas no me acuerdo de él en el Barrio porque no me acuerdo de los hombres, me acuerdo de mi madre no con las demás viejas, sola, instalada en un tocón fumando, de las nubes descompuestas sobre la tierra descompuesta en la oscuridad descompuesta y si yo pudiese decirles y no puedo, si pudiese decirle a mi madre

—Madre

(supongamos que madre)

tal vez también ella sonreiría como hacen los blancos en sus conversaciones de blancos dando nombres a emociones y cosas, silla, tristeza, vaso, hambre, mi madre igualmente sola e ignorando que sola por no saber lo que significa sola, somos negros, vivimos como los conejos y los topos, huimos de quien se nos acerca, tenemos miedo

(no conocemos casi nada pero conocemos el miedo)

y corremos más rápido que el miedo acuclillándonos en una cantera espiando el miedo desde lejos, no miedo a morir, no tenemos miedo de la muerte dado que morir es cambiar el cuerpo de sitio y ya está, tenemos miedo de que el Barrio se desentienda de nosotros expulsándonos

—¿Qué haces aquí?

mi marido trabajaba en las dársenas que no son el Barrio, son agua, olor a gasolina y a hierro oxidado en el agua, cuando era pequeña vino un cura blanco a hablarnos de Dios y de Su divino Amor y de Su Bondad y de qué me valen el Amor y la Bondad si no tengo alma, un ruido de palabras desprovistas de sentido, lo que posee algún sentido son los utensilios o los animales sin necesidad de que los nombremos, no digo tenedores, los uso, no digo gallinas, las degüello y llamarlos tenedores y gallinas no altera lo que hago, el cura peroró sobre el alma también como si el alma fuese una cosa inventada por Dios como una escudilla o un tiesto cuyo valor solo El entendía, el cura

—El alma eterna

convencido de que las cosas eternas tal como creen los blancos, en cuarenta años veo las cosas gastarse y perder la utilidad, intentamos manejarlas y no nos obedecen, han acabado como se acaban los entusiasmos y los platos y se las echa al solar de las personas difuntas, el alma en la certidumbre del cura un vaporcito parecido a nosotros por lo transparente y sin peso, nos mintió sin vergüenza

—El Paraíso es posible

y nosotros creyendo aunque sepamos que no es posible, nunca fue posible y no obstante recibiendo el alma que el cura nos repartió afirmando que era nuestra

—Toma tu alma, hija mía

(pongamos que hija)

y nosotros no con ella en un cesto puesto que el alma en el Cielo y por tanto no nuestra

(en cuanto me la entregó me la robó haciéndola elevarse hasta donde no puedo alcanzarla y al no poder alcanzarla le pertenece al cura o a Dios no a mí lo que me pertenece son los tenedores de los que me sirvo y las gallinas que como, verdaderas y por tanto sin alma, no me engañe señor y el cura sintiendo lástima por mi ignorancia seguro del divino Amor y de la divina Bondad

—La Gracia de Dios ha de iluminar tu corazón hija mía

yo a la espera de la recompensa o del castigo y recompensa por qué y castigo por qué si no se recompensan ni castigan las cosas, el vapor desaparece y eso es todo y yo pertenezco a este sitio como los lagartos y las lechuzas, no tengo alma, soy negra, al sentirse enferma mi madre en lugar de acostarse empezó a andar rumbo al camping sin que nosotros

—Madre

no despacito como las personas enfermas, rígida y sin caerse, quise correr tras ella y mis hermanos

—No

de manera que ocupé su lugar en el tocón dado que mientras yo en el tocón mi madre no muerta, seguía andando y yo

—Por favor no se detenga señora

mis hermanos se entretuvieron jugando a las cartas hasta hacerse de noche en el Barrio, las farolas de Brandoa encendidas y el perro que la siguió emprendió la vuelta a casa al oler la escudilla, mi hermano mayor a mí cerrando la baraja

—Dale de comer al animal

sin que encontrase el vapor de ninguna alma mucho menos de la mía, si fuese blanca lo encontraría

(¿mi hija casi blanca lo encontraría?)

visto que para los blancos el Amor y la Bondad existen para negociar con Dios, es decir se pintan de Amor y Bondad como los gitanos pintan a las muías con betún engañando a los feriantes y calculo que Dios cree, al día siguiente no vi a mi madre en el camping ni en los cabrahigos en los que el lisiado de la muleta le daba cuerda a una paloma ni en el cielo plisado de marzo en el que pequeñas señales de cúmulos y reflejos de lotos o sea trazos de ramas, hojas

(mi hijo y los demás observando viviendas en un sitio junto al mar)

lo que me hace suponer que mi madre camina siempre entre el Amor y la Bondad de los blancos, una negra con un sombrero de hombre y la blusa de mi hija exagerada en las mangas, yo pensando

—Voy a llorar

y por haber pensado

—Voy a llorar

dejando de pensar o más bien pensando sorprendida

—¿De dónde me ha venido la idea de llorar?

un sabor no en la boca, en la lengua, humedad que uno cree lágrimas y qué lágrimas, un disgusto detrás de los ojos, al fondo, que puede ser lluvia, mis hermanos comprobando las colmenas y la paloma del lisiado de la muleta comprobando en cortos vuelos cautelosos el arreglo del ala, mi hijo y los demás eligieron una vivienda junto a las olas y treparon la pequeña ladera hacia el patio de la entrada mientras el lisiado de la muleta reparaba la paloma fijándole las grapas de la cola y mi marido

(pongamos que marido)

respiraba a mi lado renunciando a buscarme en la manta, yo de acuerdo con la tierra en la cadencia de las raíces y de las verduras escuchimizadas que resistían al sol, yo con los ojos abiertos en la oscuridad junto al suelo al que pertenezco, mi madre trajo al mestizo un domingo

—Este

y yo sin curiosidad por él aceptándolo

—Este

me dan igual los hombres, qué me importan los hombres mientras los cuervos crascitaban o las hayas y mis hermanos al acecho, yo con trece o catorce años y el mismo peso de hoy salvo que en ese momento si el cura me hablaba de Dios y de Su divino Amor y de Su Bondad tal vez creía tener alma y ahora sé que no tengo, yo a mi madre

—Este

sin preguntar

—¿Por qué este?

yo de acuerdo

—Este

de modo que la ropa de él en el cajón aun después de quemarnos la casa y mi hijo y los demás en el interior de la vivienda pasando de ventana en ventana que los veía en las cortinas así como veía una lámpara, muebles, un hombre diciendo no sé qué y un segundo hombre alzando las manos despacio, en esto un avión de juguete zumbando cada vez con más fuerza y aunque hubiese tiros y escopetas el avión de juguete los ahogaba la lámpara con una bombilla fundida más importante que las bombillas encendidas, la única que me llamaba la atención porque un ángulo de sombra en las cenefas y en el ángulo de sombra mi madre alejándose, quise llamarla

—Madre

pues aunque negra hay momentos, no comprendo por qué, en que me hace falta una persona conmigo sabiendo que si llamase

—Madre

no respondería, el hombre de las manos levantadas ese sí llorando, era blanco, se emocionaba como los blancos y de ahí que no me admire de mi hijo alzando la navaja y un sabor que yo desconocía no en la boca, en la lengua, una humedad, una agitación, una fiebre y detrás de los ojos lluvia de manera que no me veía a mí, comprendí que me cubrían la pierna con la falda, me echaban el pelo hacia un lado, decían

—Madre

y era yo diciendo

—Madre

no creo que mi hijo

—Madre

por no hacerle falta una persona con él, era el crascitar de un cuervo, era el viento en las hayas, era un cabrito que dejaba de vacilar en el camino y trotaba, libre, en dirección a la noche.