Nací aquí, siempre he vivido aquí, mis padres y mi hijo fallecieron aquí y por tanto soy de aquí y no salgo de aquí aunque mi marido siga insistiendo en que hasta los cuervos se han ido y los difuntos han dejado de preguntar por nosotros en el solar donde los enterramos a escondidas más allá de lo que queda de la capilla de una granja, nunca más

—¿Cómo estás?

—¿Cómo te sientes?

nunca más el que a los siete u ocho años me sedujo en el colegio y unas fiebres llevaron a aprovechar la conversación de las hierbas en agosto

—He pensado en ti

y yo reconociéndole la voz

(no una voz de adulto claro una voz de niño)

a pesar de callarse de inmediato avergonzado, corría más deprisa que los demás que era la prueba de que flirteábamos, nadie corría tan deprisa del correo al café del hindú y llegando al café casi me sonreía

(no se atrevía a sonreír)

de modo que yo casi sonriendo también o sea sonriendo también a pesar de seria, mis compañeras indecisas

—¿Estás sonriendo o no?

y fue todo, solo mucho después del entierro y yo mujer hace meses se armó de valor

—He pensado en ti

esto en verano, en el invierno silencio preocupado por el traje nuevo bajo la lluvia, se quedaban los otros muertos más antiguos en la tierra

—¿Cómo te sientes?

—¿Cómo estás?

a quien no lo asustaba el frío, cuántos paraguas abiertos allí abajo, cuántas bufandas y sabañones en el cuerpo, no sé si quise a mi novio, no sé si quise a alguna persona en la vida, creo que no he querido a nadie, estoy sola, a veces pienso que un chico corriendo del recreo al café del hindú con la esperanza de yo contenta y mentira, mis padres fallecieron antes de nacer mi hijo y no sé tampoco si los quise a ellos, tal vez preguntan

—¿Cómo te sientes?

—¿Cómo estás?

pero no creo que mi madre

—He pensado en ti

sé que no salgo del Barrio aunque la Policía o los demás blancos nos maten a todos, además de que los cuervos no se han ido dado que un abrirse de alas en los chopos que el lisiado de la muleta reparó y una paz de nubes donde los cisnes reman en marzo, mi madre se paraba a la entrada de casa con la mano horizontal en las cejas viéndolos y de puntillas como si se marchase con la bandada, en cuanto el cielo se quedaba limpio de nubes y cisnes la mano a lo largo del cuerpo y algo en los modales

(mi madre gorda

—A tu edad era flaca como un palo ¿sabías?)

diciendo no sé qué

(—¿Le apetecería volver a ser flaca como un palo señora?

ella de repente delgadita y en esos momentos me daba la impresión de que por un tris no crecemos juntas)

sin que yo fuese capaz de consolarla por no querer a nadie, me sentaba en un ladrillo que era mi manera de esquivarla es decir yo no a gusto, contando las hormigas que se saludaban al cruzarse entre una hendidura y un guijarro, yo en la alambrada del cámping observando a los extranjeros que jugaban a las cartas en sillas de lona

—¿Por qué tan rubios ustedes y yo mestiza?

una vez me arrojaron dinero sin interrumpir la partida, me agaché para descubrir las monedas en la hierba confundidas por el brillo con latas y golletes, se las mostré a mi padre y mi padre

—¿Andas perdiendo la decencia con los alemanes?

robándomelas, las mordía y no se doblaban, las acercaba a la luz

—¿Cuánto darán por esto?

pero no tuvo tiempo de disfrutar de las monedas puesto que de repente la frente oblicua y él farfullando disparates, mi madre distraída por los cisnes y yo con ganas de correr las veces que hiciera falta entre el recreo y el café del hindú, no, entre la casa y los cabrahigos hasta que mi padre mejorase

—Aguante un poquito mientras yo corro y se cura

y él balanceándose en el suelo, mi madre que regresaba de los cisnes furiosa por su gordura tomándolo como testigo

—¿No era yo flaca como un palo?

ofendida porque mi padre no le respondía cuando mi padre únicamente capaz de

—¿Cómo te sientes?

—¿Cómo estás?

en el fondo del solar más allá de lo que queda de la capilla de la granja, ese interés por nosotros hecho de envidia y enfado de los difuntos, vocecitas amargas que se alteran con nosotros

—¿Por qué sigues viva?

seguros de que nos hemos quedado con su baúl o sus gallinas

—Nos quitaste

y decididos a abrazarse a ellas en un arranque de posesión aplastando a los animales sin darse cuenta y patas y plumas perneando al azar, mi madre desconfiada de mi padre declarando con reparo sin atreverse a tocarlo

—No me aplastes déjame

flaca como un palo otra vez cuando le nació el ganglio en el cuello, esperamos toda la mañana en la consulta de Amadora en medio de suspiros y varices y el reloj en la pared dando vueltecitas

(montones de vueltecitas me pareció)

porque la enfermera

—Ustedes negros al final

el médico nos atendió en la puerta ya con el abrigo puesto sin detenerse en mi madre, se detuvo en mí y sus ojos cambiaron, reparó en la enfermera indignándose

—Una negra

que bien entendía su silencio y los ojos se apagaron otra vez

—No vale la pena tratarla

se volvió en las escaleras pero esta vez no la enfermera él mismo

—Una negra en cuanto él mismo

—Una negra

por momentos mi padre

—Andas perdiendo la decencia con los médicos

y desapareciendo de nuevo sin pensar en mí, estábamos en mayo porque los cabrahigos botoncillos que nunca llegan a flores se van secando en las ramas, al principio rosados después oscuros después nada y los cabrahigos erizados de espinas, mi madre mientras el cuello se hinchaba

—Fui más guapa que tú ¿sabías?

detestándome por ser flaca como un palo sin enfermedad en el cuello, quédese con el médico si se le antoja señora ¿no quiso siempre un blanco que la hiciese sentir blanca y la volviese blanca?, observaba a mi padre despechada

—¿Por qué no eres blanco?

sin que mi padre la escuchase porque no pronunciaba las palabras, la escuchaba yo que hablaba la misma lengua que la suya, usted al médico

—No he sido siempre gorda señor

y por tanto no se corte visítelo en Amadora

—A la edad de mi hija era más guapa que ella

lléveselo consigo no he

(—He pensado en ti)

no he pensado en usted voy a olvidarla

(no comprendo el motivo de no olvidarla)

y no salgo del Barrio aunque el recreo y el café del hindú no existan

(a pesar de no existir han de existir para siempre ahí están ellos fíjense)

y no me vean correr, supongo que mi madre sigue detestándome pasados tantos años debido a que no pregunta cómo me siento en el solar

(puede ser que

—¿Por qué no soy blanca yo?

—¿Por qué no somos blancos todos?

—¿Por qué vivimos en Lisboa por qué nos tratan mal por qué no tenemos dinero?)

son otras voces las que oigo, finados de antes de mi nacimiento en un portugués de negros porque somos negros y no tenemos un lugar que nos acepte salvo cabrahigos y espinas, si hablase de las voces con mi marido por más que se inclinara hacia el suelo

(y se inclinaría hacia el suelo pobre)

no entendería sino el viento en las hierbas

(mi marido blanco y envídieme por ello también, no un médico, no una persona importante pero una persona importante por blanco, ¿le apetece mi marido señora?)

de modo que no difunto junto a mí cuando la Policía nos mate, mi marido en la creencia de que el lisiado de la muleta regrese no para reparar a los pájaros, para repararnos a nosotros con cordeles y palitos

(—No admito que los maten)

y mi hijo allá zumbando con el avión de juguete, pienso que es el último día porque no sé qué en los cuervos que se despide de nosotros

(—Nos vamos adiós)

el novio del colegio insistiendo en mi nombre, yo

—No te asustes me voy a ir

y mi marido

—No oigo

así como yo no oía a mi madre ni a las viejas acuclilladas en derredor como si fuese un cabrito cuyos intestinos repartían

(y era un cabrito cuyos intestinos repartían)

entregándole mensajes para los difuntos, no te olvides de saludar a mi abuelo, mi hermana Emilia que tenga cuidado con los fritos, dónde ha dejado la tijera señor Lucas que no la encuentro en el cajón, yo interesada

—¿Cómo es morir? dígame

solo el lugar en la almohada y ella en el solar distribuyendo recados

—Su nieta le manda saludos tío Jerónimo

prohibiendo fritos a una vesícula melindrosa o registrando cajones

—¿Dónde ha ido a parar la tijera?

mucho se hierve bajo la tierra amigos y las chabolas quemadas, los pollos en los arbustos y los perros en los molinos del Paiá intentando regresar a los patios, hay momentos en que me pregunto si estoy viva

—¿Estaré viva?

y no sé responder, estará vivo mi hijo yo que no quiero a nadie e ignoro lo que significa querer, el novio del colegio que no repita

—He pensado en ti

dado que no pienso en él, me limito a informarle a un tipo con pipa

—Saludos de su nieta señor

aconsejar a una mujer que escama pescado en un callejón

—Cuídese de los fritos

y abriendo cómodas por una tijera que no sé cómo es y quizá se equivocaron, unas tenazas o un alicate olvidados, antes de mi marido otro marido, no blanco, mestizo y mejor vestido que los blancos deteniéndose en mí el doble de tiempo que el médico, me hurgaba bajo la ropa seguro de que le pertenecía yo que no le pertenecía a nadie, a lo sumo a la hierba de septiembre que habla conmigo y él sin hacerle caso a la hierba, no vivía en el Barrio y no me dijo dónde vivía, en Lisboa tal vez como los ricos, él rico, me acariciaba el pecho, la cintura, la espalda y yo para mis adentros

—¿Por qué no corres en lugar de caricias?

dado que lo que hacen los novios es correr más deprisa que los demás, me acariciaba y yo indagando

(—¿Andas perdiendo la decencia con los mestizos?)

indagando

—¿Qué es lo que siento?

y no sentía nada de nada salvo intestinos tibios de cabrito, hacía la prueba con la palma y tibios, intestinos de cabrito o míos, no los intestinos que las viejas repartían, los míos que el mestizo repartía y el olor del pantano donde caía la sangre, más el olor de la sangre que el olor del pantano, los cuervos gritando en los chopos

(no gritos, los cuervos crascitando)

—La sangre de ella en el pantano

y me acordé de los extranjeros del camping jugando a las cartas

—¿Por qué tan rubios ustedes y yo mestiza?

bocas rubias, cabellos rubios, ademanes rubios y yo oscura

—¿Por qué yo mestiza?

descubriendo monedas confundidas con latas y golletes, yo sola en la casa de mis padres con la lámpara encendida y sin dejar de mirar la lámpara hasta que no sola, la lámpara en el techo y yo no en la cama, con ella, cuál de nosotras dos se encendía y apagaba, tantos añicos hiriéndome por dentro cuando el mestizo me encontró y mi madre en el solar de la capilla

—Fui más guapa que tú

comparándose en el espejo y rebosando fuera del vestido, fue más guapa que yo señora tranquila

—Fui más guapa que tú y tu padre era feo

fue más guapa que yo y mi padre era feo tiene razón no se altere, repare en él guardando las monedas, calculando su peso, mordiéndolas

—¿Cuánto darán por esto?

y entonces comprendí que algo en mí dado que los huesos crecían, el cuerpo gordo de mi madre sustituyó a mi cuerpo y la lámpara en el techo censurándome

—¿Andas perdiendo la decencia con negros?

callándose al saber que los policías lo mataron a la entrada del Barrio, el mestizo de bruces fuera del automóvil, mejor vestido que los blancos, más fino, los zapatos caros entre los zapatos baratos de ellos, uno de los policías lo pisó y la boca aumentó a lo largo de la mejilla rasgada en la que una muela de oro qué bonita, la cara no mestiza, roja, pienso que no de sangre y roja, la marca de la suela en el mentón rojo, las viejas que repartían los intestinos del cabrito con un barreño, una toalla y cuchicheos de plegaria semejantes a los arbustos

no, más fuertes

no, semejantes a los arbustos

—He pensado en ti

abanicos de mimbre no abanicos, soplillos de fogón esparciendo granitos de brasas, ciscos negros, polvo hasta que la boca de mi hijo a lo largo de la mejilla, roja, digo mi hijo y no comprendo la palabra hijo como no comprendo la palabra madre ni la palabra padre, comprendo mi madre, comprendo mi padre, no comprendo madre ni padre, mi madre es una mujer vigilando a los cisnes demasiado gorda para irse con ellos, mi padre es un hombre balanceándose en el suelo y yo la que cuenta hormigas entre una hendidura y un guijarro, pedirles a los policías que no las pisen

—No pisen a las hormigas

y ellos

—¿Hormigas?

mientras los cisnes desaparecían uno a uno sobre las nubes

(mi madre es una mujer gorda

—Fui más guapa que tú ¿sabías?

casi al borde de las lágrimas al compararse conmigo, no me comparo con mi hijo porque no tuve hijo, tuve añicos hiriéndome por dentro y un llanto que las viejas envolvieron en paños, miré la cara roja pisada, la del mestizo con los policías burlándose de ellos por el rasgón de la mejilla y respondí

—No quiero)

a veces

a veces encontramos tres o cuatro palomas enredadas en las hayas batiendo las alas en vano, el lisiado de la muleta les daba cuerda, avanzaban unos metros y se hundían de nuevo con una de las patas rotas, si pudiese correría pero el recreo del colegio un desierto de pitas y el café del hindú cimientos calcinados por el fuego mientras pensaba quién ayudará a los cisnes ahora, me acuerdo de uno de ellos en un tejado y yo

—Va a resbalar

los mastines con la gula inflamada aquí abajo y en efecto resbaló, intentó afirmarse con las uñas y el pico, yo

—Va a mirarme va a llamarme

y no me miró ni me llamó, bajó las planchas de cartón que unas llantas les impedían resbalar a su vez y no solo los perros, las viejas de los cabritos, los vecinos, los policías en los cabrahigos asqueados de nosotros

—Fíjate en lo que comen los negros

si el cisne fuese capaz de zumbar como el avión de hojalata que el policía llevó lo conseguiría, no echo de menos al mestizo,

no echo de menos al que llaman mi hijo y no es mi hijo, son añicos que duelen por dentro no quiero a nadie, nunca he querido a nadie, de qué me servía querer, mi marido se pasó meses observándome, primero no me di cuenta y al darme cuenta

—¿Quién es este?

lo descubría en los cabrahigos y si por casualidad pasaba con un cubo o algo así agachaba la cabeza, no mejor vestido, no rico, solo años después me habló de una niña en Pinhel que no se sabe dónde quedaba

(¿existirán Pinhel, el portal, las mimosas?)

y de una mujer pelirroja que se levantaba las faldas ordenando

—Mira

solo años después me preguntó cuál de las dos era yo

—¿Cuál de las dos eres tú?

yo que no soy más que una mestiza, una negra y no conozco la vida de los blancos, conozco cuervos y cactus y botoncillos que no llegan a flores, serví en casa de un viudo y no me importaba que los ojos de él se detuviesen en mí ni que hurgase bajo mi ropa toda vez que ningún añico me lastimaba, yo intacta, oía la hierba de septiembre que conversaba conmigo y él tal como los demás sin entender la hierba

—¿Qué tienes tú?

cuando era la hierba la que conversaba, no yo, yo en busca de una lámpara encendida para mirar la lámpara y el viudo tratando de que yo no en el techo, yo con él, me regaló un anillito y de inmediato mi padre en la salita entre jarrones chinos

(¿chinos?)

que oscilaban a cada paso en la tarima

—¿Andas perdiendo la decencia con el viudo?

comprobando la porcelana y yo

—No los quite señor

el viudo cerrando el álbum de los sellos señalándolo con la lupa

—¿Era tu padre?

con una vocecita a la que le costaba cobrar cuerpo y la impresión de que la voz no salía de él sino de los jarrones, que la verdadera voz, enorme, me destruiría si hablase y entonces los añicos del mestizo y de mi hijo no solo en mi barriga sino en toda mi sangre, al mencionar al viudo aparece mi marido observándome como la niña de Pinhel lo observaba a él

(se ve el principio de la noche en los cabrahigos, aún no la alteración del color, el silencio)

y mi marido

—¿Me permite?

como si un blanco nos pidiese permiso, dicen

—Ven aquí

dicen

—Tú

y él

—¿Me permite?

no vestido de policía, vestido de orfebre o sea vestido de pobre, trabajaba en las vacaciones donde lechones cohetes música, siempre creí que personas como nosotros protestaban en el interior de los lechones, aquellos hipos, aquellos llantos al matarnos, la escudilla para el hígado y los lechones

—No

no ruidos de animal, ellos

—No

y pestañas transparentes con lágrimas auténticas, mi madre aprisionada por las viejas incapaz de moverse y sin embargo aunque ni un sonido y ni un sonido realmente mi madre

—No

(si me concediesen unas horas contaría esto mejor) retrocediendo en el cojín y permaneciendo allí

—No

es decir una cara postiza delante de nosotros y la cara verdadera donde no la alcanzaba

(no tengo tiempo y me da pena no tenerlo, quería que ustedes lo supiesen)

—No

la camioneta de mi marido con los muelles rotos y estuches bajo una manta allí atrás donde ropa vieja, filigranas, trabajaba en las ferias del norte, Carregal do Sal, Santa Comba, Mortágua, sitios que no conozco y no imagino lo que sean

(imagino: milanos y arriates)

una delgadita pelirroja con él

(¿la madre?)

ninguna mujer con él porque las mujeres

—Mira

él solo, cuando entramos en casa mi hijo

(no tengo hijos ni era un hijo mío el que las viejas me entregaron, era un desconocido que recibí como a un desconocido

—Eres un desconocido

y él jugando con el avión callado)

alzando la escopeta y desistiendo de la escopeta, mi madre envidiosa de mí

—Has de engordar tú también

sin atender a los cisnes salvajes hacia el norte allá arriba, más alto que en el último otoño en que las armas de los policías no los alcanzaban, alcanzan a los cuervos y a nosotros, no alcanzan a los cisnes camino de la frontera con una especie de silbidos

(de balidos)

y no me molestaba no volverlos a ver

(si hubiese oportunidad contaría esto mejor)

los compañeros de mi hijo a la espera en la calle y mi marido detrás de ellos convencido de que una niña en un portal de Pinhel, estoy diciendo cómo fue, no se lo diría a la Policía, el señor de edad que dirigía a los agentes

—¿Cómo fue?

y yo como si nada, la pareja de hombres en la Costa da Caparica

—¿Ustedes quieren dinero?

y mi marido vigilándolos no preocupado por los hombres preocupado por mi hijo

(no tengo hijos)

se distinguían los cabrahigos y el cámping desierto en febrero donde un empleado barría restos, dejé de servir en casa del viudo cuando una mujer por la rendija de la puerta

—No te queremos aquí

el ojo izquierdo del viudo enorme con la lupa, el otro ojo pequeño, no se detuvieron en mí, no cambiaron, la mujer mostrando uno de los platillos roto

—Negra

y el

—Negra

a mí bajando las escaleras

—Paga lo que has roto negra

yo que no rompí nada, la mujer hermana del viudo o ahijada, si por casualidad me tocase tampoco la sentiría, sentía la hierba de septiembre y ella sin entender a la hierba

—Negra

puede ser que ni hermana ni ahijada, viuda a su vez e igualmente un anillito, no rompí ningún cacharro señora y el ojo enorme, no los dedos, casi

—Ven aquí

casi

—He pensado en ti

como mi novio del colegio al que se lo llevaron unas fiebres aprovechando la conversación de las hierbas para hablar conmigo y yo reconociendo su voz no de adulto aunque hubiese crecido bajo la tierra, una voz de niño

—He pensado en ti

(no quiero a nadie me parece, no estoy segura y por tanto no crean en mí, pensándolo bien tal vez lo quise)

y quizá con la esperanza de volver a oírlo no salgo del Barrio aunque mi marido insista en que hasta los cuervos se han ido y ni un estremecimiento en las ramas, los parientes de los difuntos dejaron de darnos recados para la capilla de la granja

—¿Cómo te sientes?

—¿Cómo estás?

y los fritos y la tijera y los saludos de ellos, la Policía apuntándonos sin que yo oiga las culatas

(¿por qué no oigo las culatas?)

pero puede ser que mi madre

(además hay cuervos que no se han ido debido a una ondulación en las hayas, cinco o seis cuervos me bastan, no necesito más, reparados por el lisiado de la muleta, perfectos)

a la entrada de la casa viendo a los cisnes, llamándome para cenar y no gorda, palabra, guapa, usted guapa madre, más guapa que yo, usted delgada, no flaca como un palo sino delgada, hemos de tener jarrones chinos, un álbum de sellos, lupas, mi padre deteniéndose al encontrarla y los ojos de él mudando, en los cabrahigos botoncillos que llegarán a flores, no germinan antes, no se secan, mi marido me llevó un domingo a la Costa da Caparica y un restaurante cerrado

(me pareció que cerrado desde siempre)

parasoles chascando al viento, una pareja de hombres y mi hijo y sus compañeros en un árbol que luchaba con la arena

(de pequeña había un magnolio en el Barrio con hojas duras que se enredaban en los pies)

uno de los hombres viéndolos, el otro hombre tumbado, el hombre de pie habló con el hombre tumbado y el hombre tumbado de pie vistiéndose, los parasoles en una plataforma sobre estacas y no entiendo las olas ni lo que pretenden de mí siempre pidiendo alguna cosa

(si supiese qué lo diría)

en el interior de mi sangre algo como los añicos que me rasgaban, me herían, el mestizo me hirió, el no mi hijo me hirió, el ojo del viudo enorme en la lupa no llegó a herirme, la mujer

—Negra

y yo al viudo

—No se preocupe que no me ha herido señor

mi madre me hablaba a veces

(—He engordado mucho ¿no?)

del mar en Lobito que tal como Pinhel

(Mangualde 5 km)

no imagino dónde queda y el padre de ella blanco a su lado

(—Mi padre casi rubio)

vengada por derrotarme a mí que no tuve ningún padre

—Al menos tuve un padre blanco tú no

tuve un mestizo farfullando chorradas, yo con ganas de correr las veces que fuesen necesarias entre el recreo y el café del hindú, no, entre la casa y los cabrahigos sin policías

(nunca quise a nadie)

hasta que él mejorase

—Aguante un ratito mientras corro y se cura

mi madre con el padre casi rubio en el mar de Lobito

—Si hubieses conocido Lobito

mayor que la Costa da Caparica y mi padre blanco a mi lado todo atenciones, reverencias, había quien aseguraba que yo blanca también

(todo el mundo aseguraba que yo blanca también y yo blanca)

oscurecí al engordar y me volví mestiza como ustedes qué fatalidad yo que nunca fui mestiza antes de tu, antes de tu padre, nunca fui mestiza antes de ti, si no hubiese perdido los retratos verías que yo blanca como los blancos en serio, casi rubia te lo juro, el cabello castaño, los ojos hasta quedarme embarazada claros, verdes o azules y si tengo los ojos así fue por tu culpa suéltame, por culpa de tu padre

—Dile a tu hija si no era blanca yo

y además este Barrio de difuntos irritándonos con su conversación en las hierbas

—¿Cómo te sientes?

—¿Cómo estás?

—He pensado en ti

y falso, no piensan, he de irme con los cisnes, dejarlos mientras decrece la almohada y las viejas a mí

—Saluda a mi abuelo no te olvides

—Recomiéndale a mi prima que no abuse de los fritos

—¿Adonde ha ido a parar la tijera que desapareció del cajón?

doblándome papelitos en la mano recomendándome al oído

—No los hagas esperar

calculando la distancia entre esta cama y el solar de la capilla

(nunca oí ninguna campana)

preguntándose unas a otras indicándome con los abanicos

—¿Crees que falta mucho?

abriendo mi vestido de novia por las caderas y por la espalda para que cupiese en él, me colocaron la guirnalda en la cabeza y las flores de azahar enmohecidas

—Supuse que había adelgazado con la enfermedad y no adelgazó fíjate en esto

a mí a quien criaron en una vivienda de verdad con rosas té en derredor cuya fragancia se adivinaba, sirvientes que no vivían con nosotros y yo odiaría si hubiesen vivido allí, vivían en las chozas con sus telas del Congo y su olor y tu abuela con ellos, no entraba en nuestra casa, no

—Hija

al dirigirse a mí, tu abuela

—Niña

sin acercarse es evidente

—Niña

una negra descalza no una blanca como yo y en la cual mi padre no reparaba ni un minuto, en una ocasión lo vi intrigado

—¿Quién es?

buscándola en la memoria, no descubriéndola y olvidándola, nosotros en la playa de Lobito al atardecer y él no niña, él

—Hija

mi hija con un feriante en una playa de maricones y una pareja de hombres al fondo, esas camisas anaranjadas, esos pantalones ceñidos, si mi padre encontrase a mi madre

—¿Quién es?

la buscaría en la memoria, no la descubriría y la olvidaría, a mí me descubrieron los policías en el Barrio

—La abuela del chico aquella negra de allí

o en la arena de Lobito transparente sin fin o en una duna de la Costa da Caparica, no me acuerdo bien, puede ser que un restaurante cerrado en cuya terraza parasoles desvaídos chascando al viento una lámpara siguiéndonos de ventana en ventana y por un instante creí que la lámpara mi padre sin reconocerme

—¿Quién es?

y no creo

—¿Quién es?

porque en el caso de mi padre él de inmediato, aun en la oscuridad

—Hija

y no necesito cisnes porque es mi padre quien me sacará del Barrio

—El lugar de una señora no está en medio de los mestizos

conduciéndome hacia los barrios de blancos donde me corresponde estar, no estas cabañas, estas teteras rotas, estas palomas sin alas, no yo en la cama

(en un colchón sobre tablas)

no yo en un colchón sobre tablas, no esto, el médico a la enfermera

—Esta blanca casi rubia pasa antes que los demás

y los ojos deteniéndose en mí y cambiando al hurgar bajo la ropa con la gula de los dedos, no con abrigo, con bata, no marchándose, quedándose

—Vamos a curarla en un minuto tranquila

y yo tranquila porque me voy a curar en un minuto y ninguna fiebre, ningún dolor, sana, el médico viéndote sin interesarse por ti

—¿Es su criada la mestiza?

de forma que aquello que recuerdo es a mi padre conmigo en la arena sin fin de Lobito

(no es una manera de hablar no tenía fin realmente)

y en la arena de Lobito no palmeras, una pareja de hombres que comienzan a vestirse con miedo de nosotros, no, con miedo a las escopetas de la Policía en los cabrahigos o de mi nieto

(no tengo nietos mestizos)

o del hijo de mi criada mestiza acercándose con sus compañeros y yo indiferente porque me traía al pairo así como me traen al pairo estas viejas repartiéndose mis intestinos, agachadas en círculo en un callejón cualquiera, lo que me trae

lo que me trae al pairo es la ola que nace en Africa aumentando despacio

(no negra, blanca)

hasta llegar a nosotros cubriéndonos los pies, los tobillos, el pecho, trepando pecho arriba hasta ocultarnos la cara y permaneciendo quién sabe cuánto tiempo detenida sobre nosotros como una sábana final.