Cuando dijo que quería vivir conmigo no lo creí y cuando dijo que quería casarse conmigo lo creí aún menos porque los blancos que conocí obtenían su placer conmigo a trompicones, se iban sin decir nada y adiós pero este se quedaba mirándome lleno de palabras que se advertían en los gestos doblando una punta de sábana para impedir que se fueran, yo extrañada

—¿Qué es lo que quieres?

y los dedos atendiendo a mi pregunta

—No me atrevo a decírtelo

rascándose el hombro y regresando a la sábana y en la ventana ni noche ni día, un espacio que se desinteresaba de nosotros, los ojos animales abatidos de congoja y yo respondiéndole con los míos

—Te oigo los ojos ¿sabías?

que se estiraban sobre sus patas husmeándome, esto no en el Barrio, en Chelas o a mitad de camino entre Chelas y Marvila, zapaterías, tiendas de ultramarinos, sastrerías, sin hablar de las palmeras que crepitaban

(creemos que son nuestros huesos pero árboles)

la habitación donde el blanco vivía a cien metros de la tienda en la que yo hacía la limpieza y el ruido de las palmeras acompañándome siempre, en invierno con la helada no se desprende de mí, en verano simpatiza conmigo llamándome bajito, menos mal que no las tenemos en el Barrio repitiendo mi nombre y mi edad

—Tienes veintinueve años eres vieja

y entrando en mi sueño me acordaba del blanco mientras vaciaba los cubos en la acera y allí estaban los ojos desapareciendo y volviendo y aquellos comercios alrededor, de repente una travesía en medio de una fachada y al final de la travesía un barco, en cuanto comprendían que yo

—Un barco

una casa ocupaba su lugar y la travesía se cerraba, veintinueve años soy vieja, tengo unas pocas gallinas al fondo del sótano, ningún hermano que se haga cargo de mí, ningún primo siquiera, cuando una de las gallinas casi tan vieja como yo enferma las compañeras la atacan con los espolones, levanto por un ala jirones de plumas más pesados de lo que imaginaba, la sujeto con las dos manos la dejo caer desisto y el lisiado de la muleta comprobando su mecanismo

—Ya no tiene piezas que funcionen

así como quizá no tengo piezas que funcionen, me faltan muelles, volantes, esas complicaciones de los relojes que atropellan el tiempo expulsando las horas a la fuerza, aún no es mañana y mañana en las agujas, las empujan hacia el próximo mes

—Vamos ya

y nosotros qué remedio dándonos prisa, el lisiado de la muleta me mostraba la gallina señalando metales retorcidos, cables

—No tiene remedio se ha gastado

así como yo no tengo remedio, me he gastado de manera que en cuanto el blanco me dijo que quería vivir conmigo no lo creí y al decirme que quería casarse conmigo sin soltar la punta de la sábana y las palmeras crepitando lo creí menos aún, nací en Africa y no me acuerdo de Africa, me acuerdo de un hombre conmigo en brazos corriendo

(¿qué hombre?)

envuelta en una manta, alrededor de nosotros la sospecha de que gritos, no sé qué en medio de la calle ardiendo y un niño con un ganso sujeto con una cuerda al pescuezo del mismo modo que si me llevasen de aquí no me acordaría del Barrio, crecí demasiado para que me cojan en brazos y en esto el hombre de rodillas sin soltarme en el suelo y los gritos más próximos y después de un intervalo en que los sonidos se apagaron ni un grito y dejó de existir

(el hombre de rodillas pienso que acostado, otra persona levantándome sin parar de correr y no obstante lo que me preocupa es qué se habrá hecho del ganso)

una mujer dándome de comer en este sótano y la admiración de las hayas

—¿Quién será la mestiza?

puedo no entenderme con los demás pero me entiendo con los árboles, no tengo motivos de queja de ellos porque no atropello el tiempo tirando de las horas a la fuerza

—Vamos ya

si por casualidad un problema el lisiado de la muleta los afinaba en un instante con la alcuza y los brotes gesticulaban mejor, la que me daba de comer a una mujer blanca acompañada por dos mujeres también blancas

—Nos quedamos con la huérfana

y yo masticando al oírla solo cuchara y solo boca, encima de la boca la mujer desordenándome el pelo con dedos que pensaban y yo molesta con el caldo, tanto líquido, tanta carne, tanto grano que la lengua intentaba enumerar

—Soy huérfana

contenta de ser huérfana porque nadie corría ni se arrodillaba en la tierra con una expresión diferente de la expresión de correr y faltándole la mitad del mentón y por tanto huérfana significa caldo y la cuchara golpeándome los dientes significaba estar quieta todo el mundo tenía mentón y no me envolvían en una manta, me pareció que antes de yo huérfana el niño también de bruces en el suelo

(¿qué se habrá hecho del ganso?)

y en el caso de intentar percibir si el niño realmente de bruces el intervalo aquel en que los sonidos se disuelven y ningún vestigio de mí, la cuchara me obligó a tragar esos meses, una mejilla que se apoyaba en una culata y alteraba el carácter, una camioneta sin neumáticos bajando en diagonal, en cuanto un blanco conmigo

—Hola

el niño del ganso regresa por un camino de acacias en el que giran abejas y al vaciar los cubos en la acera ni niño ni ganso, nosotros vivos, un barco en la travesía y apenas yo

—Un barco

la pared cubriéndolo, si perteneciese a este sitio no haría caso y creo que pertenezco a este sitio porque en Africa miles de relojes sepultados que atropellan el tiempo tirando de las horas a la fuerza

(—Estamos en el mes que viene ¿no te das cuenta?)

el hombre

(¿qué hombre?)

conmigo en brazos bajo la tierra corriendo, lléneme la boca de caldo señora, no permita que recuerde, el que quería vivir conmigo

—¿Qué ha sido?

y no te alarmes, olvida, son los edificios de Chelas siempre cambiando de sitio que me dan y me quitan barcos y las palmeras que crepitan, somos nosotros allá abajo a quienes torturan los relojes empujándonos hacia el sitio en el que un niño con un ganso sujeto por una cuerda al pescuezo y he de saber finalmente qué se ha hecho del ganso, dónde está, cómo está y al saber del niño y del ganso, aunque con la boca molesta por el caldo, sabré de mí, no creí que el blanco quisiera vivir conmigo y él en el Barrio indignando a los cuervos

—¿Ahora nos traes a este?

se me ocurría durante la noche que después del muro un barco, no los barcos de Chelas bajo las palmeras que crepitan en el interior de los huesos al crepitar aquí fuera, un barco en serio en el que resignaciones, soldados, Africa un barco anclando junto a los cabrahigos y al palacete en cuyas habitaciones sin tarima un hombre

(¿qué hombre?)

seguía corriendo

(¿mi padre?)

y yo con la certidumbre de que si no paraba de correr a pesar de las mejillas en las culatas y de los cañones vueltos hacia nosotros podíamos, si yo al que quería vivir conmigo

—No pares

es posible que aunque blanco entendiese, posible que una cuchara contra mis dientes

—El hambre que ella tiene

alzándome del suelo por un ala y al contrario de lo que afirmaba el lisiado de la muleta hubiera piezas que sirviesen aunque los padres de él a él

(mi padre un reloj

—Vamos ya)

—¿Dónde encontraste a esta negra?

esto no en el Barrio, en un lugar sin mestizos ni gente acostada gritando, el intervalo en el que los sonidos se disuelven lleno de automóviles en fuga y cañones y ruinas, la mujer que me daba de comer y a la que nunca había visto antes

—Mira a la pequeña allá

recogiéndome en la carretera, porque no me acompañó la tarde en que los padres de él

—¿Dónde encontraste a esa negra?

explicándoles que me encontró cerca de un hombre

(¿qué hombre?)

acostado y sin mentón que no dejaba de mirarme incapaz de verme, una gallina muerta cuya ala por más que me esforzase y me esforzaba no subía del suelo, yo

—Padre

no en ese momento, ahora, en ese momento yo preguntando

—¿Qué hombre?

y me vino así sin darme cuenta después de tantos años y probablemente me equivoco, no estaba a la espera de que

—Padre

por qué no

—Madre

por ejemplo, pero cómo pedir

—Madre

a una mujer colgada de un árbol con un palo clavado en la falda, curioso el hecho de que los episodios que creemos perdidos se aferren a nosotros, cuando dijo que quería vivir conmigo no lo creí y cuando dijo que quería casarse conmigo lo creí menos aún, el dueño de la tienda donde hacía la limpieza

—¿Cuántos años tienes tú?

y los años que le confesaba menos que los años que tenía porque los relojes me adelantaron la vida y por tanto veintinueve, soy vieja, yo en la habitación de Marvila o de Chelas te apetece casarte con una vieja, te apetece vivir con un ganso con la cuerda al pescuezo, el dueño de la tienda señalando a mi marido

—¿Conoces a ese de la calle?

y yo cerrando la puerta y estirándome en la puerta si tuviese una escopeta apoyaría la mejilla en la culata, y lo mataría la tienda una única llamarada y una vaca sorda de terror galopando hacia nosotros, en Marvila una chimenea de fabrica más alta que las palmeras, me gustaría escribir que en la chimenea cigüeñas pero faltaría a la verdad, gaviotas en octubre antes de empezar las lluvias, el dueño de la tienda

—No vales nada tú

lastimándome la barriga con la hebilla del cinturón, no interrumpa el caldo señora obligúeme a comer, si se queda con la huérfana y la obliga a comer ningún dolor, preocúpese por mí a pesar de estas varices, estas arrugas, pregunte

—¿No habla la pequeña?

apenas un negro fallecía esperaban hasta la noche, lo cogían por los hombros y los pies

(uno o dos aún moviéndose)

y lo arrojaban fuera del barco, el dueño de la tienda apartándose de mí mientras un brazo difunto o una ondulación de camisa desaparecían en el mar

—Se va a encontrar con tu marido idiota

y era su brazo o su camisa los que desaparecían hacia atrás, sumergidos, la esposa de luto por un hijo que había enterrado hacía milenios, el gusto que me darían las cigüeñas en la chimenea, permanecer en esta página enseñándoles a ustedes la ingeniería del vuelo y los nidos, distraerme de los temas que pesan y la esposa con el pañuelo arrugado en la mano, vivían en los fondos de la tienda donde el retrato del hijo cada día más serio, antes de habituarse a la muerte sonreía y con el paso de los meses una ceja disimulando el susto

—Me condenaron al marco ¿no es así?

hasta ponerse la película amarillenta con manchas dispersas cuajándose en una sola mancha que lo ocupaba todo apagándole la voz la madre ponía flores como si las flores, la madre ponía flores en un jarroncito o en un búcaro, no, en la jarra de la que bebía de pequeño con un hipopótamo estampado con la esperanza

(como si las flores ayudasen)

de animarlo

(como si el hipopótamo ayudase)

con recuerdos soledosos y él desilusionado con las flores y encolerizándose con el hipopótamo

(¿le habrá gustado el animal?)

—Déjenme en paz

(si al menos permitiesen una cigüeña, no pido más, venida de Amora aprovechando los vientos no sé qué dentro de mí se endulzaría, hoy que soy vieja la menor agitación me trastorna, cortaron una de las hayas y descubro su ausencia, si dependiese de mi voluntad y me irrita que no dependa de mí el mundo no cambiaría, suspendería los relojes bajo la tierra con un gesto de la mano

—Cállense

impidiéndoles conversar con Dios que también corre abajo y el lisiado de la muleta guardando una llave inglesa

—Montones de volantes fuera de su sitio que el óxido destruyó no vale la pena repararLo)

el que quería casarse conmigo a mi espera en la calle parecido al hijo del retrato y el dueño de la tienda burlándose de él mientras la esposa reducía el luto, los cabrahigos sin mencionarlos porque son auténticos pero llegamos al final, tengo que estar en el Barrio, es domingo, preferiría que me hubiesen puesto al principio del libro

—Te ponemos al principio del libro cálmate

para ahorrarme lo que falta y no es un hombre corriendo conmigo en brazos envuelta en una manta entre paredes que caen ni la mujer que me daba de comer

—Nos quedamos con la huérfana

lo que falta

(¿una breve alusión a las cigüeñas para darme ánimo al menos?)

lo que falta no lo voy a contar a todo vapor perdónenme, por ahora las palomas engordando y la mudez de las hayas, el dueño de la tienda entregándome a otro hombre y sujetándome la nuca como a un lechón o a un gato

—Vas a casarte con un blanco

o sea no sujetándome la nuca como a un lechón o a un gato, yo un animal sin importancia a mitad de camino entre las personas y un lechón o un gato, nos llaman y no obedecemos, nos echan y nos quedamos, yo con un cubo en cada mano sin protestar como no protesté cuando me cogieron en brazos o la mujer que me daba de comer

—Abre la boca

ni protesté estos años en el Barrio observando las cabañas que se sumaban unas a otras hasta la carretera de Sintra y la desilusión de los cuervos que el lisiado de la muleta iba esparciendo por el aire, llegaba al apeadero, sin comprender lo que ocurre, sin comprenderme a mí, un día me puse a llorar y la que me daba de comer

—Límpiate con este paño y escóndete

mientras yo agachada en los cactus pensando la que era yo no soy yo, la que era yo se convirtió en otra y no entiendo qué otra, entendía a la que fui dado que un ganso, una manta, una cuchara en mis dientes

—Traga

un hombre al que le faltaba el mentón y yo

(no el yo de hoy, el que deseaba seguir siendo y perdí por no permitírmelo)

sacudiéndolo

—Señor

porque la de antes tenía padre o por lo menos un tipo que se cansó de correr al que llamaba

—Padre

y la que soy desamparada, si digo

—Señor

ni los cactus me atienden, bajo al interior de la tierra donde los relojes

—Vamos ya

y yo qué remedio dándome prisa, miré el paño y en el paño no yo, demasiado confundida para seguir llorando, me tocaba la cara y la cara distinta, a quién pertenece esta cara, el pecho distinto, las caderas distintas y a quién pertenecen este pecho y estas caderas, el otro hombre al dueño de la tienda

—¿Se va a casar con un blanco?

y el que existía en mí acabado de manera que puedo llorar otra vez pero no encuentro las lágrimas, en qué lugar las han puesto, el otro hombre

—Ven aquí

y por no tener lágrimas ni mi cuerpo verdadero me daba igual, no una blanca, una mestiza poco más que un lechón o un gato y era la mestiza no yo quien estaba con el hombre, yo en una curva del río y camionetas de soldados negros en la carretera, los soldados blancos en camionetas también uno o dos días antes pero sin cánticos ni banderas y entre las camionetas de los soldados blancos camionetas sin escopetas cargadas de muebles, becerros y gente, el otro hombre no al dueño de la tienda ni a mí, a la ventana frente a él sin verla

—Muy bien

con las facciones estallando y recomponiéndose luego, la chimenea de la fabrica más alta que las palmeras y no los machaco más con las cigüeñas tranquilos, qué cigüeñas además, tortolillas de juguete barnizadas

—Muy bien

agitándose en un balcón cualquiera, la esposa del dueño de la tienda a la puerta con sus lutos y después de las camionetas negros descalzos sin uniforme de los poblados vecinos, una llama al principio gris y después roja en el interior de la iglesia y el tejado cayendo sobre sí mismo en pedazos, el dueño de la tienda a mí

—¿A qué estás esperando para vestirte idiota?

y cómo hacerle darse cuenta del olor a mandioca en las esteras señor, mire nuestra casa que se derrumba y el cocinero desapareciendo entre barrotes, la que me daba de comer

—Limpíate con este paño y escóndete

de modo que yo escondida en los cactus oxidando los relojes cuyos mecanismos estropeados iban girando, girando

—¿Cuándo se callarán ustedes?

el dueño de la tienda a su esposa

—¿No tienes nada que hacer?

tenía que barrer la tumba y cambiar las begonias del jarroncito de cristal, el hijo impacientándose con ella lanzando insultos bajo la lápida

—Apártese deprisa

ahogando toses en el pañuelo, una oveja iba navegando por el río, se encallaba en los juncos, se liberaba con una lenta rotación y un negro con el agua a la cintura, a los hombros, al cuello casi alcanzando a la oveja, la perdió

(en la margen la choza del leproso que veíamos por la mañana en busca de algas en el barro)

y al perderla

(si el leproso se daba cuenta de que lo seguíamos se escondía en la choza gruñendo)

se perdió con ella, esperé verlo rodar en el próximo montículo junto con el animal y solo un sombrero de paja acercándose a la margen y el leproso trepando por la hierba a rastras hacia él bajo un cielo siniestro

(una aldea de leprosos antaño y la campana con que el enfermero los llamaba, siluetas desarticuladas que se fueron desvaneciendo una a una)

acomodé los cubos y las fregonas en el sótano y al subir las escaleras la esposa del dueño de la tienda

(leprosos agachados en la margen buscando algas y por la noche fueguecitos pálidos que torcían los árboles)

una sonrisita disculpándose como si la negra ella, no yo, con sus lutos ajados

—No debería estar aquí perdona

heredó la tienda de su padre, la casa y otro edificio y no obstante se comportaba como en una ceremonia de intrusa, en la época en que el cuerpo le cambió qué habría pensado agachada en el sótano detrás de espejos, baúles y en cada espejo un silencio diferente, no luto en esa época, trenzas y vestidos alegres, una cocina en miniatura donde simulaba almuerzos con su fogón de lata y platitos minúsculos, conservaba la cocina envuelta en una funda y si nadie cerca distribuía los enseres en la mesa camilla murmurando convites, podría haberme dado de comer

—Abre la boca

con una de las cucharas de baquelita, haberse quedado con la huérfana

—Nos quedamos con la huérfana

y yo creciendo en medio de los blancos frente a las palmeras de Marvila en vez de los cactus del Barrio y de las palomas desplomándose al acabar el mecanismo en el apeadero desierto, cuando mi marido dijo que quería vivir conmigo no lo creí y cuando dijo que quería casarse conmigo lo creí menos aún

—Nos quedamos con la huérfana

y yo aceptaba señora, la ayudo con las servilletitas que su madre bordó en Navidad, distribuimos todo en la mesa

(hasta teteras y tazas palabra)

y comemos las dos un arroz inventado, una servilletita para su hijo también y usted preocupada interrogándole la ausencia

—¿No sirve?

arroz pescado patatas

—¿Más patatitas coloradas?

cada servilleta una caléndula amarilla con las hojas azules porque el hilo verde se acabó o sea en una de ellas uno de los tallos verdes y los demás azules y nuestras maneras delicadas, menudas, ni una gota en el mantel que era un pedazo de papel de envolver cortado por el doblez y qué interesaban los hombres, el dueño de la tienda, el otro

—Muy bien

si después de las patatitas coloradas un té del grifo

—¿Le apetece?

una bandeja de bizcochos en los que solo nosotras reparamos

—Acabo de hacerlos ¿no están muy quemados?

y no están muy quemados, coja ese de ahí, no se corte, usted con trenzas y vestidito alegre girando en la sala y su padre naciendo del periódico él que nunca nacía del periódico, solo las rodillas cruzadas y un zapato hacia delante y hacia atrás con un problema en la puntera, él que no era rodillas ni zapato ahogado en noticias, el ruido que las páginas hacen cuando él las pasa y endereza con la palma, su padre antes de esconderse en el periódico

—Qué lindo

cambiando las rodillas y el segundo zapato hacia delante y hacia atrás

(un dedo entró en el calcetín, rascó el tobillo y desapareció en las noticias)

a un ritmo más lento

(¿no desaparece el picor?)

y un pedazo de billete de tren despegándose de la suela, me los calzaba cuando él dormía y caminaba por el pasillo con estruendo aprendiendo de nuevo a andar

—Soy mi padre

y qué difícil imitar su catarro venido de la base del cuerpo con una insistencia penosa, qué difícil observar el mundo con las

gafas antiguas del cajón a las que les faltaba una patilla y nublaban las cosas alterando distancias

(por ejemplo la puerta lejísimos y usted contra la puerta, alguien que me traduzca este misterio señores)

qué difícil ser viejo, el leproso en lugar de meter el sombrero en la cabeza lo examinaba, lo palpaba, bien dije que somos animales ¿no?, poco más que un lechón o un gato, si el lisiado de la muleta estuviese aquí me mejoraría con la llave inglesa enderezando un hueso y desoxidando la memoria me gustaría ver mejor al hombre conmigo en brazos corriendo, una casa con columnas en la curva esa del río, militares que hablaban extranjero surgiendo de repente a disparos desde una esquina, ayúdeme a encontrar a la mujer colgada de un barrote, no negra, mestiza, el pelo casi como el suyo y un palo en la barriga, pájaros del tamaño de pavos con hombros encogidos incapaces de volar o trotando un buen tiempo llenos de codos hasta alzarse a pulso y mírelos desnudando a un ternero o a una cabra a trompicones tal como los blancos

—Muy bien

desgarrándome obtenían su placer de mí pensaba haber perdido grandes trozos de piel, me examinaba y entera qué bueno, mire con las gafas a las que les faltaba una pastilla lo entera que estoy, mire la travesía abriéndose, mire el barco y yo con la boca abierta en el barco

—Come la sopa niña

antes de que un edificio la cierre y el crepitar de las palmeras alambres de tendederos silbando por la tarde, con adhesivo se fija la patilla que falta y el pasillo derecho, los pájaros de hombros encogidos usaban zapatos como los de su padre retumbando en el balcón de la casa, los pescuezos peludos que la buscan graznando

—Qué lindo

no graznando, tosiendo

—Qué lindo

en el interior del periódico, al dejarlo un párpado diminuto aburriéndose

—¿No acaba ese baile?

y usted no de puntillas, decepcionada, terrenal, usted preguntándose ensayando una tijera en los flecos de la alfombra

—¿Qué hago ahora?

el balcón con tiestos caídos una regadera caída y un negro en los escalones

(afínenme la memoria: ¿qué negro?)

luchando con la sangre de la camisa

(desafínenme la memoria)

susurrando

—Niña

llegaba a las cinco, traía del sótano los cubos, los cepillos, la botella de jabón que me estropeaba los dedos y el negro

(afínenme otra vez: ¿qué negro?)

insistiendo

—Niña

no toda la camisa, mitad de la camisa, el ombligo que se dilataba y contraía derramado en el suelo, unos flecos de alfombra que la tijera que no sé a quién pertenece golpeó, la misma tijera golpeándole la voz y el

—Niña

cortado, mi madre mestiza, mi padre

(échenme una mano: ¿mi padre mestizo como ella?)

mi padre mestizo y por tanto yo no negra para los negros, yo blanca, yo niña comiendo una nada de arroz con tenedorcitos de hojalata y hasta una copa o dos y una soperita sin asas, como el negro flecos de alfombra no le apetece invitarlo a comer con nosotros, se pone al lado de su hijo y le servimos macarrones pescado patatas

—¿Más patatitas coloradas?

que el ombligo se dilata y contrae derramado en el suelo tal vez sea capaz de tragar, ha de tragar, traga, el negro que acompañaba a mi padre a la hacienda y reunía a los del poblado con un látigo ordenando

—Tú tú

en una ocasión lo vi dándose un baño en el río y arrojarle terrones al leproso que gruñía en la margen, un carozo dio en la campana y un sonidito largo nunca quise ser bailarina, nunca quise ser nada, miraba los girasoles y listo, sentía los insectos royendo el colchón y royéndome porque quizá yo maíz por dentro como él, mazorcas y granos, el algodón brillaba en la oscuridad cuando una hiena sacudía la hierba aprovechándose de los restos de burro salvaje

(no macarrones no pescado no patatas)

en los cubos de basura y después de los restos de burro salvaje se aprovechaba de mí, el dueño de la tienda señaló la tarima así como el negro señalaba con el látigo

—Tú tú

tal vez las patatitas coloradas que sobraron del almuerzo o los añicos de un plato que por desgracia rompimos

—Mira esto qué sucio idiota

y yo más jabón, más cepillo, más agua, los perros huyendo de la hiena sin que se entendiese dónde tenían la cola, el río lamía las piedras creciendo con escombros y una de estas mañanas ni el leproso ni la choza encontrábamos, agua perdiéndose de vista hasta donde comienza una aldea y en un rincón de la aldea la misión esto es una capilla sin vidrieras sin puertas y el resplandor de Cristo en un altar vacío, si cavásemos en los montoncitos huesos que los pájaros de hombros encogidos disputaban gritando y sobre nombres italianos y polacos palabrería en latín, huesos o carozos de mandioca que nadie plantó y en algunas tardes una serenidad infinita, el dueño de la tienda señalando a Cristo

—Limpia eso también

limpia Africa que no significa nada, qué es Africa y ya entonces limpia el Barrio, los mulatos, los cuervos, limpia a tu marido esperando en la acera preocupado por ti, mi hijo por una condena el cretino, tu padre que lo envuelva en una manta si le da la gana y corra con él avenida arriba, te lo regalo, puede ser que se entienda con vosotros jugando a las visitas en esos almuerzos simulados o llévalo a tu sótano de negra a entretenerse con las hayas donde la Policía os mata uno a uno, la esposa del dueño de la tienda guardando los platos

—No estaba mal la comidita ¿no?

y no estaba mal la comidita señora, los bizcochos, el té, una tos detrás del periódico ajena a nosotros

—Qué lindo

y el ruido de la página volviéndose así como me vuelvo hacia los cabrahigos sin flores

(solo una florecilla azul y nosotros sin creer en la flor)

deseándonos la muerte, así como me vuelvo hacia los cabrahigos por darme la impresión de que un zorro o un tejón y ni zorro ni tejón, soldados negros en la carretera berreando cánticos en las camionetas viejas llenas de humo y estruendos y ni soldados tampoco, tipos sin uniforme, siete u ocho, ocho, contando mejor ocho discutiendo sobre un mapa que comparaban con el Barrio para discutir de nuevo más un tipo en la oficina del apeadero con papelada sucia y horarios antiguos que los relojes se olvidaron de hacer avanzar

—Vamos ya

en dirección a los años que no han llegado por ahora, no llegarán nunca y un último tipo que me pareció mi marido e imposible que fuera mi marido, mi marido esperando en la acera de la tienda, un último tipo no mi marido

(nunca creí que quisiese ser mi marido dado que los blancos obtenían placer de mi cuerpo

—Muy bien

a trompicones y se iban sin decir palabra adiós)

en los olivos del camino de Sintra donde el vertedero y montañas a lo lejos, ningún río, ningún leproso, ninguna casa con columnas en la que una regadera caída, solo gallinas difíciles de transportar por un ala y el dueño de la tienda indignándose conmigo casi sosteniendo los cubos, casi empezando la limpieza, el dueño de la tienda como si la culpa fuese mía y la culpa era mía en efecto

—Todo manchado negra

manchado de pollos, cabritos, niños y barro que no acaba señores, los finados que nos incomodan bajo tierra zigzagueando peticiones y la sangre que nadie limpia

(no llores)

creciendo entre los cactus mira a ese lisiado con una muleta que espanta a los clientes, quítalo del escaparate junto con la herramienta de reparar los pájaros antes de que alguien tropiece con el martillo y se lastime o yo te eche y te quedes con comiditas de patatas coloradas con el estúpido de tu marido blanco en la miseria en la que vives, quién sabe si él también con las rodillas cruzadas bajo el periódico sin afligirse por ti

—Qué lindo

un zapato hacia delante y hacia atrás con un problema en la puntera y una palmada en las páginas mezclando las noticias en un orden diferente cuando las rodillas se cruzan, el tipo en los olivos del camino de Sintra que me pareció mi marido e imposible que fuera mi marido porque mi marido esperando en la acera de la tienda hizo una seña a los cabrahigos en el instante en que los cuervos abandonaron las hayas y un negro

(¿qué negro?)

donde tiestos con plantas y tallos y tierra murmurando

—Niña

yo que llegaba a las cinco y media, seis menos cuarto si el autobús se retrasaba pensando que tenía que conseguir guantes debido al jabón que me estropeaba los dedos, miren las verrugas de la piel y las escamas de las uñas, el negro insistiendo

—Niña

con el ombligo dilatándose y contrayéndose derramado en el suelo que golpeó la tijera, la misma tijera golpeándole la voz y el

—Niña

(informar al dueño de la tienda de que soy niña mientras mi marido, mientras el tipo que parece mi marido y no puede ser mi marido una seña a los cabrahigos, informar al dueño de la tienda a medida que iba llenando los cubos

—¿Se ha fijado en que soy niña señor?

y él casi quitándome los cubos de la mano, casi

—Realmente eres niña

casi marchitándose en la chaqueta sumando disculpas

—Con la vida que tengo y los acreedores y las letras no puedo estar en todo se me pasó)

la tijera golpeándole la voz y el

—Niña

ahogado, ese sí que me cogía en brazos y me paseaba por la hacienda, no vivía conmigo ni obtenía placer de mi cuerpo y al irse me miraba callado lleno de palabras dentro que se le notaban en los gestos pero todas las palabras

—Niña

de manera que yo a la esposa del dueño de la tienda

—Tenemos un invitado a almorzar señora

y no era mi padre ni el hijo de ella ni un zapato que no se interesaba por nosotros

—Qué lindo

era un negro con látigo convocando a los infelices del poblado

—Tú tú

al café y al maíz y en cuyo vaso del tamaño de un dedal vertería té de agua, a quien

—¿Te apetecen patatitas coloradas?

y él tan feliz, tan agradecido a pesar de la voz ahogada, él

—Niña

sin tocar la comida ni la servilleta bordada esperando no agobiarnos con la sangre del ombligo y yo no tuviese que limpiarla en la tarima, poco más que un lechón o un gato durmiendo

(nadie me convence de que no durmiendo)

sobre el papel del mantel a medida que la esposa del dueño de la tienda un pasito de danza y la hiena desapareciendo en el sendero del algodón.